En aquel momento no lo tomé como un castigo, sino como una puerta abierta para alejarme de mi padre durante una larga temporada. Durante los dos últimos años había pasado por tres institutos privados: una fundación vicenciana, un colegio bilingüe y un centro de formación profesional. El dinero podía disculpar la más absoluta estulticia, pero no maquillar el hecho de que solo había pisado las aulas el tiempo necesario para hacer migas con otros descarriados que me acompañaran en mis idas y venidas por céspedes y vías de tren de la ciudad.
Por ese motivo, no me sorprendió la decisión que tomaron mis padres cuando, tras concertar una solemne reunión a tres bandas llena de tópicos susurrados cabalmente con aire afectado, me propusieron que pasase el verano en la masía del tío Gerard y la tía Laia. No hubo gritos, lágrimas, perdones o arrepentimientos. Me había acostumbrado a la desubicación, la abulia y el sinsentido. Cargué la maleta con mi ropa preferida y algunas prendas gruesas, porque me dijeron que allí arriba, en el pueblo, hacía frío. Escondí el chocolate en la caja del cargador del libro electrónico.
Mi madre me llevó en coche y aprovechó para pasar el fin de semana con los tíos. Yo me instalé en la pequeña casa de planta baja que había junto a la piscina, porque «allí tendría más intimidad». Me dieron una llave, toallas y accesorios de baño; bromeando, yo le dije a la tía Laia que habían convertido la masía en una casa rural. La primera cena consistió en un dilatado intercambio de ideas entre las ventajas de vivir en un pueblo y las grandes facilidades que otorga una ciudad con bonobuses y centros comerciales. Cuando estábamos terminando la empanada que había traído mi madre a modo de agasajo urbanita, apareció ella.
No había visto a mi prima Mariona desde las vacaciones del 2017. Parecía igual que siempre, a excepción de toda la parafernalia swagger que llevaba encima.
—Has engordado —me soltó mientras se sentaba.
—Y tú no has crecido —repuse. Todos rieron.
Mi madre se marchó el domingo por la tarde entre abrazos de su hermana y elocuentes gritos invitándome a que «me diese el aire». Pasé la primera semana cerca de mis tíos, ayudándoles con los platos y la lavadora, paseando por los campos aledaños, viendo juntos alguna serie en el salón. Yo me sentaba en un sofá aparte, y el tío Gerard encendía el hogar, ya que refrescaba durante las noches. Mariona nos acompañaba en algunas ocasiones. Se ovillaba entre sus padres, quejándose de la intensidad del volumen o la luz hasta que se aburría y subía a su cuarto.
—¿Quieres ver mis bonsáis? —me dijo el tío una mañana antes de comer. En el garaje, a la luz de una larga ventana lateral opacada por la tierra que arrastraban las frecuentes tormentas vespertinas, me enseñó su pequeño reducto: una trabanca y un aparador llenos de esquejes, maceteros, tijeras de poda, palillos chinos, estuches, platos, sacos de abono y macetas de terracota. Alineados como un ejército sobre el estante superior, los bonsáis destilaban una delicadeza contrapuesta a la grisura del suv familiar, el viejo segundo coche heredado, la moto de 250 cc y la caldera de pellets apagada.
—Aquí los cuido y acicalo. Por las tardes, los saco al sol antes de ir a trabajar.
Al sábado siguiente, el tío me llevó al bar del pueblo. Me presentó a un puñado de viejos que se suponía yo debía recordar de anteriores vacaciones, pero todos me parecían iguales. Al salir, nos topamos con una cuadrilla de chicos y chicas que bajaban a la plaza desde una calleja. Reconocí a Enric, Dani y Berta. Tras los saludos, quedamos para dar una vuelta por la tarde noche.
Los días que siguieron los pasé con aquel grupo. Me llevaron a su peña, una casa de fachada descascarillada y tejas ribeteadas de musgo, ubicada en plena cuesta. Había pertenecido a un médico. «Está encantada», decían, y para demostrarlo me condujeron a la bodega, donde junto a un sillón polvoriento había un gato muerto, con la cabeza aplastada bajo la pesada pata del mueble.
Llegó un nuevo fin de semana, y quedamos todos en el bar. Por unas horas, Dani y otro chico llamado Óliver tenían permitido poner música. Servían cubatas y fumábamos dentro. Mariona se me acercó, iba agarrada de un chico alto a quien yo no conocía. Me llamaron la atención sus ojos azulencos y su cabeza rapada, coronada por un mocho de pelo ensortijado.
—Es Ahmed. Sus padres son argelinos. Vinieron a trabajar en las conservas hace un año y medio.
—Encantado —dijo Ahmed.
—Qué educado —contesté mientras me dirigía a ambos con una sonrisa.
—Ayer hicimos nueve meses —dijo Mariona.
—Bájalo, por favor. ¿No ves que el sonido se distorsiona y molesta? —dijo con aire aleccionador.
Aquella tarde apenas intercambiamos un par de ráfagas de palabras, pero consiguientemente comenzamos a quedar más. Yo pasaba la mañana con los quehaceres de la masía, ayudando a la tía Laia en lo que buenamente podía. Mariona aprovechaba aquellos lapsos frescos y matutinos largándose por ahí con Ahmed. Pero las horas muertas de la tarde, antes de que el sol desapareciese perezosamente entre los picos ralos, eran todas nuestras.
Recorríamos las calles del pueblo, vacías durante aquellas horas. Nos acercábamos hasta la zona del camping y mirábamos a los franceses. Paseábamos por las orillas pedregosas del río y nos mojábamos los pies sin descalzarnos. Subíamos andando hasta la cruz y ahí fumábamos. Al regresar a casa nos dábamos un baño rápido en la piscina. Después, no volvía a saber nada de ella hasta la siguiente tarde, a excepción de alguna ocasional incursión que Mariona emprendía contra los platos de la cena o el regulador de luz del salón. Una noche, apareció y se sentó a mi lado en el sofá, para dejar cómodos a los tíos. Se quedó dormida antes de que terminara el capítulo.
Pasaron semanas bajo esta dinámica, y empecé a sentirme a gusto. Las escasas veces en las que pensaba en el asfalto de la ciudad, las miradas ceñudas, el trajín del tráfico, las persianas metálicas subiéndose, la miríada de minúsculas mentiras diarias —tan contingentes como irritantes—; lo hacía con una sonrisa estúpida pintada en el rostro.
Un día en la casita, mientras sacaba una sudadera de la maleta, Mariona vio mi libro electrónico.
—¿Qué lees? —dijo con planificado descuido.
—Poca cosa —repliqué—. Tolkien, Lewis, Matheson, Moorcock. Fantasía y ciencia ficción.
Mi contestación fue seguida de un repentino estallido de locuacidad. Mariona me habló de cosas que yo en aquel momento no entendía. Mencionó la casa con jardín de Ts'ui Pên, el saqueo de Crisa por parte de las huestes griegas, los festones que adornaban los árboles del templo de Júpiter, la canícula de Comala y el arrepentimiento de Raskólnikov. Me reveló los pretendidos misterios de la rama dorada, el dasein, el vril y la diosa blanca, y listó los paralelismos entre la creación de Víctor Frankenstein y Maldoror. Mediante aspavientos, pintó cuadros sobre la vida de los cosacos en los meandros del Don, la estupidez de los yahoos, el esplendor de Göbekli Tepe, la sociedad acéfala fundada por Bataille y la estratificación funcionarial según El libro de la almohada. Discutió la imagen infatuada que Guenón proyectaba sobre Oriente, la poesía de Neruda y Parra según Bolaño, la arquitectura de Gormenghast y la organización de R.E.S.T.O.S. Enumeró las obras de Chaucer y las veces que la palabra mareo aparecía en El proceso, y criticó las dogmáticas de San Agustín. Con minuciosidad, hizo digresiones, glosas y apostillas. No contenta con esto, disertó sobre la peste negra en Florencia, la náusea, la conquista del pan y varias cosas más que he olvidado. Yo la miraba con estupefacción. Nunca había escuchado a Mariona encadenar más de tres frases seguidas, y mucho menos de semejante calibre. Aquella retórica escrupulosa, ese pensamiento maduro y ordenado, esa logística con la que manejaba el conocimiento; eran impropios en alguien de su edad; una bofetada al tiempo, a la dedicación y a la eficiencia. Ella parecía conformarse con robarme puntuales gestos de asentimiento.
—¿De dónde has sacado todo eso? —dije al término del monólogo.
—Yo también tengo un libro electrónico.
Una mañana a primera hora, al disponerme a atravesar la plaza tras recoger el pan, Ahmed salió de su coche y me cortó el paso.
—Te subo a la masía —dijo con pocas ganas de réplica.
Ahmed aprovechó el corto trayecto para lanzar preguntas personales muy directas. Qué estudiaba, qué deportes hacía, qué series me gustaban, cuándo debía regresar a la ciudad. Contesté de mala gana, no por animadversión hacia Ahmed, si no por lo tosco de su interrogatorio. Antes de bajarme del coche, dijo mirándome a la cara:
—Sabes que tu prima no va bien en los estudios, ¿verdad? Sus padres, bueno, tus tíos, pasan, pero ella tiene que esforzarse. Ha de salir de aquí. Hemos de salir. Aquí no hay nada. Nada. Tú no lo has vivido, pero esto no es una ciudad en donde puedes elegir. Ella es reservada, no le va bien la soledad, pero es muy influenciable. Tiene que tratar más con la gente, aprender de qué va la cosa. Tú me entiendes.
—Bueno —contesté—, no sabía nada de los estudios. No suelo preguntar por esas cosas, ya sabes. Le animaré a que socialice, a que pase tiempo con sus amigas, a que se esfuerce con los libros; ese tipo de cosas.
Por supuesto, no mencioné nada de esto a Mariona. Ahmed parecía un buen chico, pero había algo implacablemente racional y primario en su forma de ser. Su voz vibraba en la frecuencia de los axiomas del Universo, como si encarnara una ley de la termodinámica o algo así. En ese momento, tanta cabalidad y realismo me molestaba.
Mi prima y yo seguimos a lo nuestro durante otro par de semanas. Un día subimos a su cuarto. Yo no había estado allí en años. No esperaba que hubiese muñecas o peluches, pero sí algo más femenino. No había pósteres, ni tarjetas de felicitación, ni fotos, ni orden. Ni siquiera había baldas con libros. Ropa tirada en el suelo, una cama deshecha con la esquina de un portátil asomando entre las sábanas, y frascos de perfumes de imitación metidos en sus cajas bajo la ventana. De la pared colgaba un sombrero de paja. Lo curioseé con mis dedos.
—Me lo hizo Gerard.
—¿Por qué no te lo pones? El sol empieza a picar estos días.
Al día siguiente, mi prima amaneció con el sombrero puesto y gafas oscuras. Algo había pasado. Salimos a hablar al jardín. Le pedí que se quitase los complementos y me dejase ver. Tenía un ligero golpe en la sien, una suave piquera cenicienta que ascendía hasta el lateral de la frente.
—¿Te has caído? ¿Has discutido con alguien? ¿Ahmed? ¿Tu padre se ha ido ya a trabajar?
—El verano sigue corriendo y nos lo vamos a perder —me espetó, cambiando de tema mientras cogía mis dos manos con las suyas—. No quiero que acabe. Está siendo uno de los mejores veranos, ¿no crees? No quiero que te vayas. Tú eres de la familia. Vámonos, tengo que enseñarte algo. Cálzate.
Cogimos una cantimplora del garaje y emprendimos una trabajosa subida que nos llevó casi dos horas a través de la senda de los cazadores. El valle iba cerrándose progresivamente hasta que los altos contrafuertes a ambos lados decidieron tocarse, formando un escarpado murallón. En el centro del circo, flanqueado por un mar azulado de pinos, se levantaba un promontorio peñascoso. El sol descendía tras la cortina a nuestra izquierda, derramando su hálito sobre la cima chata del altozano, dejando el resto del gordo corpachón entre las sombras.
—Es el cerro de la Clara. No digas nada, o vendrá Patrimonio y le quitará las tierras a la familia de Olga —dijo Mariona entre bocanada y bocanada.
Atravesamos los pinos y subimos al cerro por una pedrera bajo la que discurría un exiguo hilo de agua. Yo no tenía las piernas acostumbradas, y tuve que parar dos veces. Mariona pareció agradecerlo, a pesar del estado de agitación en el que se encontraba. Antes de coronar la cima pelada, mi prima zigzagueó hasta una hondonada ubicada en la cara opuesta a la que había servido para nuestra ascensión.
Siete monolitos se alzaban en el centro de la concavidad, emergiendo un par de metros de la tierra como varillas de un forjado hecho por gigantes. La cima del promontorio dejaba el enclave en una umbría que debía durar todo el día, a juzgar por el brillo mucilaginoso de los monolitos. Cada uno de los bloques estaba rematado por una siniestra cabeza de búho cincelada en la propia piedra. Los siete búhos se miraban entre sí, formando un silencioso corro.
Con más asombro que curiosidad, descendí hasta el centro de la elipse. Un temblor me recorrió la espalda sudada. Me sentí como en mitad de un amplio plato de antena de un radar o un satélite espacial. A mi cabeza vinieron secuencias de aquellos vídeos populares sobre el proyecto HAARP, las transmisiones ferox y otras teorías de la conspiración. Si el centro de la Tierra emitiera su radiación electromagnética mediante algún arcano sistema de simetría radial, no dudaría que éste era uno de los puntos de equivalencia perfecta entre semiplanos. Allí en medio, el universo tomaba un rumbo levógiro, desandando estaciones, lustros y centurias; volviendo a un estado fetal, esencial y eléctrico. Al instante comprendí dónde y cómo había obtenido Mariona todo ese tesoro de conocimiento que tan secretamente administraba. La miré con ojos muy abiertos, intentando ocultar mi repugnancia.
—¿Te gustan? A veces vengo aquí, a leerles algo de lo que escribo. Olga dice que son romanos, pero en realidad son castelanos. —La silueta de Mariona, orlada por su sombrero, se recortaba desde lo alto de la hondonada—. A ella le dan miedo, es muy infantil. Hay aquí una paz, una tranquilidad, que no se encuentran abajo en el pueblo, ¿verdad? Definitivamente, es un sitio propicio para escribir un libro. Me gustaría que estuvieses en un libro, para poder ojearte de vez en cuando, al terminar el verano.
Mediante un gran esfuerzo, simulé interesarme por los monolitos lo suficiente como para arrancar a Mariona unas cuantas carcajadas. La definitiva desaparición del sol tras el murallón fue mi coartada: le rogué a mi prima que emprendiésemos el descenso. Solo quería alejarme de aquel lugar malsano. Hicimos el camino de vuelta en silencio mientras la noche caía suavemente sobre el valle. Al abandonar el paraje, no pude capear una inesperada tormenta de pensamientos acerca de mi vida. Yo era una mierda. No había hecho nada hasta el momento. Perder el tiempo con distracciones huecas. Solo era una mota de polvo sobre las guardas de un volumen pasado de moda, perteneciente a una enciclopedia de teletienda abandonada en el anaquel más polvoriento de la biblioteca pública más casposa de toda Barcelona. Los rostros pétreos y ominosos de los siete búhos eran la materialización de la vacuidad que me había acompañado desde que los Reyes dejaron de traerme regalos. Me pregunté si Mariona habría sentido lo mismo la primera vez que paseó entre las horribles columnas. Las columnas alógenas, albarraniegas, alienígenas, extraterrestres, insanas. Antes de entrar en la masía, ella se despidió y me dijo:
—Es nuestro secreto. No se lo digas a Gerard.
Desperté a la mañana siguiente con la misma sensación de abatimiento con la que me había acostado. Había soñado intensamente, pero no recordaba el qué. Me dolían las pantorrillas y tenía la garganta atenazada. Gerard me mandó pronto a por un saco de fertilizante a la tienda del señor Donato. Al doblar la primera curva de la carretera, Ahmed me esperaba con su coche. Monté y dimos una vuelta por los caminos alrededor del pueblo.
—¿Quieres que te enseñe a conducir? —dijo Ahmed mientras daba marcha atrás en un camino cerrado por una cadena cubierta de robín.
—Conducir no sirve de nada en la ciudad. —Dejé de liar.
—Tienes que volver. Esto no es bueno para ella. Tú la descentras. —Ahmed paró el coche.
—Eres un gilipollas, te crees que lo sabes todo y no te has enterado de la misa la mitad.
Salí del coche dando un portazo y regresé al pueblo caminando. Ahmed pasó a mi lado, pisando a fondo el acelerador.
—Todavía no te he hablado del libro que estoy escribiendo —dijo. Giré la cabeza buscando un cuaderno o el portátil encendido, pero no había nada.
—Mira, prima, no me interesa lo que estés haciendo ni con qué estés jugando. Voy a llamar para que vengan a buscarme. Así podrás escribir todo lo que quieras.
Mariona me apartó de la cama a empujones. Empezó a chillar. «¿Por qué haces esto? —no paraba de repetir—». Se llevó las sábanas a la cara y lloró a moco tendido. Yo no esperaba una reacción tan pueril. No creía que fuese una niña engreída, pero en ese momento lo aparentaba, vaya que si lo aparentaba. Me harté de tanta afectación y brujería, y di mi segundo portazo del día.
Ella no bajó a cenar esa noche. Mientras Gerard preparaba el fuego, la tía Laia entró al salón, alarmada. Dijo que Mariona no estaba en su cuarto. La llamaron, pero el teléfono estaba apagado.
—Habrá salido con Ahmed —dijo su padre.
Pero ella no estaba con Ahmed. Tampoco la habían visto en la plaza, ni en la peña, ni en el bar, ni en ninguna parte. Mi tía pasó varias horas haciendo llamadas, mientras Gerard intentaba quitarle hierro al asunto.
Apenas dormimos. Poco antes del alba, mis tíos llamaron a la Guardia Civil. Una patrulla se puso en camino desde un pueblo cercano. Gerard telefoneó al capataz y a los peones, y les pidió que, en lugar de trabajar ese día, se organizaran para buscar a Mariona. Varias familias se presentaron en la masía, y el timbre no paró de sonar aquella mañana.
Pero yo sabía dónde estaba Mariona. Sopesé decírselo a la tía Laia para tranquilizarla, pero al momento pensé en los monolitos cubiertos de rocío y descarté la idea. Tomé la ruta que había hecho con mi prima hacía dos días; mientras caminaba preparé un pequeño discurso adornado con palabras cautas para intentar alejar a Mariona de ese cerro y de los fantasmas que lo poblaban.
Ascendí el promontorio todo lo apresuradamente que permitieron mis piernas. Allí estaba la hondonada, con las siete siniestras y repulsivas agujas de cabeza aviar. El silencio era como una apisonadora. No había ni rastro de Mariona, pero no me atreví a bajar de nuevo entre aquellos pilares. Me senté en el borde de una cresta y le escribí un par de mensajes con el móvil. «Perdóname. Ha sido una tontería discutir». Parecían el prefacio de una negociación con rehenes; de todas formas, no sabía si los leería. Un pájaro aleteó tras posarse sobre el monolito más cercano a mí. Esperaba que fuese un búho, pero era mucho más pequeño. Una curruca, o un zorzal. No entiendo de pájaros. Me sorprendió que una criatura tan débil soportara el mero hecho de acercarse a aquella región nefanda de la Tierra sin que sus huesecillos se quebraran en mil pedazos y sus plumas se descompusieran en volutas.
Volví sobre mis pasos, presa de la desazón, intuyendo que se avecinaban cosas. La tramontana comenzó a soplar desde el fondo del valle, por encima del murallón en dirección a las terrazas bajas donde se asentaba el pueblo, como si aquel andurrial me invitase a abandonarlo.
En la masía, la Guardia Civil me hizo algunas preguntas, así que tuve que admitir haber discutido con Mariona poco antes de que ella desapareciera. Gerard pareció desilusionado al oír aquello. Después de comer organizaron una batida y me dejaron a cargo de la masía por si mi prima regresaba. El edificio principal se quedó vacío, por lo que decidí ir a la casita junto a la piscina. Sobre mi cama descansaba el sombrero de Mariona. ¿Quién lo había puesto ahí? Comprobé la cerradura. ¿Tenía Mariona una copia de la llave? ¿Me había dejado la puerta abierta con todo el ajetreo? ¿Habría estado mi prima escondida dentro, todo el rato? ¿Se quedó allí el sombrero tras la última visita de Mariona? No podía ser, pues yo había dormido sobre esa cama posteriormente. Intenté alumbrar una explicación, por peregrina que ésta fuese. Abrí los dos postigos y examiné la ventana del dormitorio.
Se dejó oír el sonido familiar de un motor, subiendo la cuesta y deteniéndose. Ahmed entró en la casita y se quedó en el umbral de mi cuarto, mirando fijamente el sombrero de paja. Sus ojos eran ahora profundidades telúricas, subacuáticas.
—Devuélvemela, ¿dónde la has llevado?
—No es tuya. Yo no he hecho nada. No sé dónde está. Enterremos el hacha de gue…
Ahmed se lanzó hacia mí con brusquedad, pero me escurrí por encima del poyato de la ventana y caí al exterior, sobre el césped. Con el corazón golpeándome en el pecho, corrí hasta la puerta entreabierta del garaje y me colé dentro. Sin embargo, mi perseguidor era más rápido. Me empujó, y forcejeamos. Perdí el equilibrio e intenté agarrarme a algo, pero no lo conseguí y varios bonsáis y herramientas se estrellaron contra el suelo. Ahmed saltó sobre mí y en menos de un segundo vi pasar una estela acerada varias veces, arriba y abajo, arriba y abajo. Él se quedó quieto, como una gárgola agazapada, sujetándome con el peso de sus piernas.
—Tienes lo que mereces. Eres lo que ella ha querido escribir —dijo.
Levanté la cabeza a duras penas. Miré a Ahmed y miré mi cuerpo. En mi camiseta blanca estalló una constelación de serpientes rojo bermellón. Danzaron mientras se tornaban más oscuras, desenroscándose perezosamente, y las luces del techo del garaje parecieron derretirse.
Al día siguiente vinieron el tío Gerard y la tía Laia. Detrás de ellos avanzaba una sombra mediante pequeños pasitos estrictamente estudiados, medidos con regla. Iba con la cabeza gacha y el gesto contrito. Me recordó a una monja observando los oficios litúrgicos. Su habitual pelo lacio e inerme se había transformado; ahora lucía una oscura melena preñada de bucles y tirabuzones. Los tíos no mencionaron ni una sola palabra acerca de lo que había sucedido, y yo tampoco los animé a ello. Se limitaron a interesarse por mi salud. Solo quería descansar, pero tras las caras de Gerard y Laia se afirmaba una presencia que me molestaba, dirigiendo sus ojos acuosos hacia el exterior a través de la ventana de la habitación; su cuerpo lánguido repantingado en el sillón de las visitas.
Cuando la comitiva se despedía de mis padres al otro lado de la puerta, Mariona simuló entretenerse. Alargó la mano y me tocó el pie por encima de la sábana.
—Te dije que quería que estuvieras en un libro.
—Has hecho trampas. ¿Y Ahmed? —susurré. Prefería hablar de mi agresor antes que del libro de Mariona.
—Él ya estaba en el libro, mucho antes de que llegases al pueblo. Tú también lo estás, cariño, mosquita muerta, y tienes reservado un papel protagonista.