«Cuando quieres realmente una cosa,
todo el universo conspira para ayudarte a conseguirla».
Paulo Coelho
Lejos, muy lejos de esta galaxia, había un planeta muy pequeño llamado «Ningún Lugar». Su apariencia era semejante a un desierto con algunos oasis muy lejanos unos de otros. Toda su vegetación consistía en unas pocas palmeras y escasas plantas; el agua brotaba de un manantial que emergía debajo de algunas rocas.
En uno de esos oasis vivía un ser. Era el único habitante de esa zona, nacido de una conjunción de acontecimientos cósmicos. El hecho es que esta criatura, que aún era muy joven, pasaba sus días y sus noches en «Ningún Lugar».
El tiempo transcurría muy lento y tan soñador como lo era él, aunque no es seguro si realmente pasaba o siempre estaba en el mismo momento.
Amaba las noches, cuando el cielo se convertía en un verdadero espectáculo. Las estrellas y, sobre todo la Luna, con su cara desbordante de felicidad, estaban mucho más cercanas que en cualquier otro planeta. Su titilar era tan esplendoroso que, para algunos, mirarlas hubiera resultado en una ceguera fulminante. Para él no, al contrario, se tumbaba en la arena y admiraba esa incandescencia que resonaba con un increíble palpitar dentro de su cuerpo.
A esta constelación la complementaban otros planetas, que también parecían estar al alcance de la mano. Gigantescos astros adornaban el cielo y lo hacían tan bello que el ser no podía dejar de embelesarse, noche tras noche, ante la hermosura que tenía frente a sí.
No obstante, todo lo sublime y luminoso que le ofrecía la noche, se lo daba en palidez el día. La luz del Sol carecía de fuerza. La arena era de un color gris insípido y, si bien la vegetación crecía con fuerza, sus colores eran tenues y sin vida.
Pese a su soledad, a medida que crecía, fue desarrollando la capacidad de pensar, lo que derivó en que poseyera una personalidad muy analítica. Sus reflexiones discernían claramente la situación en que se encontraba, aunque había puntos oscuros a los cuales no les hallaba respuestas.
Fue durante esas noches cuando meditó mucho sobre su aislamiento: sus pensamientos se focalizaron en la idea de que no estaba solo en la inmensidad del universo. Intuía que la vida no podía ser tan vacía. Su coeficiente, altamente avanzado, le decía que debía ser posible que hubiera más seres y que quizás estuvieran en esos grandes colosos del cielo.
A partir de esta conclusión, derivada de sus cavilaciones ahora críticas, deseó disfrutar de la compañía de alguien con quien compartir y darle vida a los tristes días. Ese pensamiento fue, poco a poco, convirtiéndose en una verdadera obsesión.
Una noche, recostado sobre la arena, mirando la Luna sonreír, observó, en su luminosidad, el paso de una imagen fugaz donde seres extraños se movían. Pensó que se había quedado dormido, pero, a medida que pasaban los días, la imagen, que se repetía todas las noches, se hacía más nítida y más lenta, lo cual le permitió conocer con más detenimiento todo lo que allí sucedía.
El ser tomó conciencia de lo que veía y, al hacerlo, el deseo irrefrenable de poder ir a ese lugar se apoderó de toda su existencia. Fue tal su ansia que rogó que algo o alguien se apiadaran de él.
Así fue como el universo, en su mayor acto de compasión hacia esta criatura solitaria, abrió un camino de auroras boreales hacia uno de los astros, con sus más delicados colores, para que transitara hacia el lugar anhelado.
Toda la galaxia observó como el ser avanzaba hacia el lugar por un sendero maravilloso. Él estaba tan feliz que lloró, lloró de tanta alegría.
Las auroras lo condujeron con mucho mimo, como si fuera un niño pequeño que comenzaba a caminar. A medida que avanzaba, lo teñían con sus colores para que no perdiera el rumbo. De esta manera, con el don recibido de la forma más sublime, llegó a la ciudad deseada, cuyo nombre era «Algún Lugar».
Andando por el lugar, advirtió cómo las vainas admiraban su reflejo en unos cristales que estaban entre los árboles. Emocionado, quiso hacer lo mismo, pero no pudo verse, no había nada en el cristal. Aturdido, se preguntó a sí mismo: ¿por qué él no tenía un reflejo, si todos los demás tenían a su doble del otro lado? Además, había algo que lo confundía más aún: ¿por qué nadie había notado su presencia?
Entonces se topó con la tremenda realidad, que su propia inteligencia le concedió: nadie lo veía, porque él, si bien existía, era invisible.
Paralizado en medio de los seres, que iban y venían por un sendero de la ciudad, no podía concebir que el universo le hubiera jugado una broma tan macabra. Pensó en todo el tiempo que vivió en «Ningún Lugar». Nunca se le ocurrió mirarse, ni siquiera en las aguas del manantial, o ver su sombra sobre la arena. No lo pensó, porque no tenía elementos para ello.
Aún abrumado por el nefasto descubrimiento, tomó coraje y decidió acercarse a uno de los seres e intentó tocarlo, pero no pudo, no tenía cómo hacerlo. Se encontraba en el lugar tan deseado, mas nadie lo sabía. Ahora supo que ni él mismo podía verse. Fue tal la angustia que sintió que deseó no existir más. Pensó en volver a su lugar y terminar allí sus días, solo y triste, sin que nadie supiera de su existencia.
Cabizbajo y destrozado por el dolor, el ser de «Ningún Lugar», caminó hacia lo alto de una meseta que rodeaba la ciudad y se sentó para admirarla. Pero no pudo soportarlo y lloró, lloró mucho, esta vez de una inmensa tristeza.
Sin embargo, no contaba con su poderoso creador, el universo, que todo lo ve. Lo consideraba su hijo y tampoco lo dejó solo esta vez. Fue así que las lágrimas que bajaban por sus mejillas caían sobre su cuerpo inexistente, y, poco a poco, comenzaron a darle forma visible. Al igual que los seres de la ciudad, finalmente se convirtió en una vaina más. Pero a diferencia del color verde oliva de las demás, el universo le concedió un bellísimo verde esmeralda.
Su alegría fue tan grande que lloró, lloró por la inmensa ayuda concedida.
Al levantarse, vio que podía andar y, rápidamente, fue hasta uno de los cristales. Por fin, se encontró en él. No pudo contener su júbilo, ¡era un ser como los demás! Y todos lo vieron y se acercaron haciendo sonidos que él no entendía, y los miraba deslumbrado y extrañado. Los seres de «Algún lugar», lo observaban de la misma forma, porque nunca habían visto a un ser que no fuera de allí y, menos aún, idéntico a ellos, a no ser por su color tan hermoso.
Fue tanta su emoción que lloró, lloró mucho, mas ahora no le dolía, sentía como dentro de su cuerpo estallaba la alegría, y que cada uno de sus guisantes internos se transformaban en lucecitas de colores.
En los siguientes días le enseñaron a hacer los sonidos que ellos emitían y, con su gran capacidad mental, logró reproducirlos muy rápido. También le enseñaron a plantar y a cosechar, porque de esas actividades provenía su comida.
Así pasó el tiempo, y esto era de verdad: ¡allí sí pasaba!
El ser de «Ningún Lugar», se acostumbró a ser feliz, porque es tan fácil serlo como lo es de difícil no serlo.
Y así supo el ser de «Ningún Lugar» que ellos se iban, y se entristeció mucho. Fue a su nido y se tumbó a pensar por qué la existencia no era infinita. Por qué había un final y a qué se debía. No halló respuesta alguna, pero esa pregunta quedó en su mente, pendiente de una explicación.
Un tiempo después, no podríamos decir cuánto, los habitantes de la ciudad lo rodearon y le dijeron que querían que él los guiara.
En todo ese tiempo que había vivido con ellos, solo habían visto su bondad. Del mismo modo que observaban como las luces de sus guisantes dentro de su vaina, cambiaban de colores, alegrándose si pasaban cosas buenas y entristeciéndose si eran cosas malas. Eso hizo que fuera muy querido. Porque, además, admiraban su temple para ayudar a solucionar todo problema que debiera enfrentar cualquier habitante de «Algún Lugar».
Él aceptó y hubo una fiesta muy emotiva para nombrarlo «Guía», pues fue por unanimidad y todos estaban tan contentos que sus guisantes resplandecían de felicidad. Era un espectáculo hermoso, pues cada guisante representaba un sentimiento noble, las vainas no tenían, ni menos aún, sabían lo que era la maldad.
Pero, como en toda comunidad, hubo un ser que debió ser expulsado por el Guía. Todo se debió a sus sonidos, que no eran amistosos con el ser que compartía su nido, al contrario, lo hacían llorar.
Todo se precipitó el día que fue testigo de cómo el malvado, en lugar de tocar al otro dulcemente, se irguió y cayó con todas sus fuerzas sobre él, provocando que gritara de dolor.
El Guía sintió algo muy distinto a lo que había sentido en todo ese tiempo. Ese ser no podía hacer llorar o causar dolor a otro.
Levantó al caído y lo llevó a su nido. Visto que el otro no podía reconocer el mal en sus acciones, le exigió que se fuera de «Algún lugar» y no volviera más.
Todos estuvieron de acuerdo y felices por haberlo convertido en su Guía, y fue aún más respetado. Él sintió que fue acertado lo que había hecho, porque sus guisantes se movían celebrando su actitud.
El ser que había dejado en su nido lloraba de alegría. Lo recompensó tocándolo con mucha ternura y rozándolo suavemente con sus pequeños orificios.
El ser de «Ningún lugar» nunca había sentido esa hermosa sensación de placer y encanto. Los guisantes ahora se convirtieron en lucecitas rojas y fue el ser más feliz de «Algún lugar». De hecho, nunca más se separaron. Cuanto más juntos estaban, más lucecitas se prendían en ambos.
A partir de ese día, sintió que algo importante estaba por suceder, pero no se lo dieron a conocer sus guisantes, sino otra parte de su ser. Porque él tenía una capacidad de comprensión mucho mayor que los demás. Muchas cosas ya no las decía, sino que se las guardaba para él.
Y todos vieron como el ser de «Ningún Lugar» se convertía en un sabio, como el que los había dejado, con la diferencia que era mucho más joven y habilidoso. Era tal la energía que sacaba de sí, que lo consideraban un ser superior.
Corrieron a ver a su Guía y se lo contaron. Por primera vez, obtuvo una respuesta a lo que tanto lo agobiaba y que no había dicho a nadie. Tenía claro que iba a pasar algo muy desagradable en la ciudad, fruto de intrusos bestiales que acecharían y matarían a muchos indefensos.
Lo primero que se le ocurrió fue hacer un muro alrededor de la ciudad. Niños, jóvenes, adultos, siguiendo sus instrucciones lograron rodear con juncos a «Algún Lugar». Después tomaron palos que eran usados para cazar pequeños animalitos y los esgrimieron como armas. No tenían nada más.
El Guía pensó, pensó mucho y se dio cuenta de que aquello no haría nada, si esos seres habían llegado para cazarlos a ellos. Fue entonces cuando su mente se aclaró, recordó su viaje, a los astros viéndolo avanzar y comprendió que no venían por las vainas, sino por él.
Una noche, sin ser visto, se alejó hacia el lugar donde fueron descubiertos y quedó paralizado de terror. Evidentemente eran cazadores, de sus fauces salían dientes como garras y carecían de todo orden. Comenzó a retroceder horrorizado, a sabiendas de que las vainas nunca podrían con esos cazadores.
Al volver a la ciudad, dejó un escuadrón en alerta y fue a su nido a pensar y, por qué no, en un último intento de salvación, rogó, rogó a su compasivo universo que lo ayudara a pensar en una solución al terrible drama que se avecinaba.
De inmediato, un rayo de Luna lo alumbró. Al ver que se movía, lo siguió hasta un lugar lejano en medio de la meseta. Allí se paró el rayo y el Guía lo supo: debía cavar, algo había allí abajo. Desesperadamente, cavó y cavó hasta hallar un túnel, el cual, iluminado por el rayo de Luna, era un escondite perfecto para las vainas.
Agradecido nuevamente al universo salvador, marchó a la ciudad y, con mucha discreción, fue corriendo la voz de que debían seguirlo. En medio de la oscuridad y con extremo sigilo, todos los habitantes fueron tras él y entraron al túnel, que fue cerrado y sellado con plantas.
Los espantosos rugidos de las bestias se escucharon por espacio de tres días, en que destrozaron los nidos y comieron los animalitos y las plantaciones que tenían las vainas.
Luego de ese tiempo, tras lanzar largos y espantosos alaridos, se escuchó la estampida alejándose de la ciudad.
El Guía, con un cuidado extremo, sacó la tapa y las plantas que la disimulaban y observó que la ciudad estaba desierta. De una a una, las vainas fueron saliendo y mirando el estado terrible en que había quedado «Algún Lugar». Pero todos estaban bien y eso era lo principal, lo peor había pasado.
A medida que llegaban donde antes estaban sus nidos, comenzaron a armarlos nuevamente. Y, poco a poco, volvieron a llorar de alegría.