La tormenta arreciaba con fuerza sobre la antigua propiedad de los Aldonza, mientras la lluvia azotada por el viento, dibujaba caprichosas figuras sobre los cristales del gran ventanal de la vieja casona. Los relámpagos primero, o quizá eran los truenos, lograban mezclarse en una confusa cacofonía de sonidos, luces ambarinas y sombras fantasmagóricas. La electricidad estática que flotaba en la atmósfera erizaba la piel del mayor de los Aldonza. Algo intangible, cual presencia invisible, parecía acecharle entre las sombras. Don Manuel parecía buscar respuestas entre las cascadas de agua que resbalaban de forma copiosa sobre los cristales del enorme mirador, mientras sus manos manipulaban con destreza el nudo corredizo que había improvisado entre las extremidades de la siniestra lámpara de araña. Preguntas y más preguntas se acumulaban en su cabeza a medida que la polea hacía su trabajo, acompañada de un siniestro chirrido de protesta. Para don Manuel, no había contradicciones, tanto lo bueno como lo malo tenían su razón de ser. Siempre había actuado en consecuencia, sin mediar más lógica que la de sus actos, pero las preguntas seguían ahí, esperando ser respondidas. La sacudida lo tomó por sorpresa, y su mirada, poco a poco se fue tornando vidriosa. La vida le abandonaba balanceo tras balanceo, en una desconocida medida de tiempo que trascendía a su propia existencia.
—No preguntes —ordenó una voz de origen desconocido.
—¿Quién eres? —inquirió don Manuel asido todavía al prodigio de la vida.
—Eso no es relevante —contestó un rumor en su cabeza.
—¿Eres real? —preguntó don Manuel al vacío, observando como la figura de un gato se paseaba con tranco ceremonioso de un lado al otro del ventanal.
—No preguntes —insistió la extraña voz—. Soy tan real como tú quieras que sea.
El mayor de los Aldonza centró su mirada en el alféizar interior del ventanal, y en un intento reflejo, quiso extender su brazo hacia el morrongo. Este le miró con tal intensidad, que tuvo que detener su intención en seco, por imposible. Conocía a todos los gatos que habitaban en la casa, pero a este nunca lo había visto: negro como el carbón y con ojos brillantes del color de las ascuas.
—¿Por qué estás aquí? —espetó hacia el felino con los músculos agarrotados.
—Llevas esperándome demasiado tiempo y ya es hora de saldar la cuenta. —respondió un lúgubre resoplido.
—Sea entonces, porque nada tengo que perder. He vivido mucho, y mucha es la sangre ajena que he derramado también.
—¿Remordimientos? ¿Ese es el camino que abre la puerta a tu desconsuelo? ¡Ridículo! —prosiguió la invisible presencia con condescendencia—. ¿Crees que te podría ofrecer algo distinto a la eternidad del infierno que te has ganado a pulso? Tu alma es mía desde hace tiempo, desgraciado.
—No pocos intentaron llevarme ante el muro de la vergüenza antes que tú—espetó don Manuel con altanería—. Ese lugar donde las almas pesan lo que valen, sean inicuos o sean justos, y es allí donde debo rendir tributo, sin atajos, sin dobleces; lo sé y lo acepto. ¿Qué esperas de mi?
—Sabes que para ti no habrá perdón allá donde te diriges. ¡Ruega, condenado, y quizá...! —resonó el vacío.
—Nada importa ya, porque de la misma forma que ellos no encontraron mi perdón, tampoco debería haber indulgencia para mis actos, es lo justo… —murmuraba don Manuel balanceo tras balanceo en busca de un resuello que no encontraba.
—¡Arrepentido! —espetó un extraño gruñido con tono jactancioso.
—¿Acaso cambia eso mi destino? Ya he elegido... —contestó el reo resignado, mientras la presión en su cabeza aumentaba sin cesar como un globo a punto de reventar.
—No preguntes, sabes las respuestas. Los recuerdos te asaltan y no puedes evitarlo. Rememora aquel oscuro callejón. Ella se escondía entre las sombras, llevaba un dos piezas bien ajustado color burdeos, que dejaba adivinar: unos senos poderosos, unas piernas bien torneadas y, seguramente, el tacto suave de una piel caribeña. Solo comerciaba con lo que tenía, dinero a cambio de dignidad, que tú transformaste en muerte.
—Equilibrio —respondió taciturno el mayor de los Aldonza—. El reflejo plateado del metal afilado que blandía, y la sangre que humedecía sus manos, eran testigos mudos de sus pecados entre las sombras de aquel oscuro callejón. Solo obré en consecuencia.
—Maldad disfrazada de santurrona demencia... no hay más, eso es todo, lo demás son excusas. ¡Confiesa! —sentenció el murmullo.
—¡No… no puedes entenderlo! —intentó gritar don Manuel estremeciéndose sobre las sombras del precipicio.
—Tan solo recuerda… desarrapado, hambriento, y escondido bajo un sombrero del que solo asomaban harapos por el cuello y guedejas de cabello enmarañado —la imagen de un muchacho tomaba forma entre los recuerdos de don Manuel—. Auxilio y esperanza, con eso hubiera bastado —reprochó el siniestro susurro.
—¿Esperanza, auxilio? Yo solo vislumbré abandono, miseria y olor a muerte. Tanto como estar condenado en vida y obligado a vivir dentro de una pesadilla que nunca termina. ¿Dónde habitaba allí la esperanza? —respondió don Manuel entre jadeos buscando desesperado lo que ya estaba perdido.
—No preguntes, la justicia no entiende de las razones que otorga tu locura. ¿Acaso hay perdón para el que sega la vida del que más le ama? Recuerda…
«¡Ten cuidado hijo! ¡No vayas a caer escaleras abajo!» —susurraba el corazón que llevabas entre tus manos, mientras bajabas atribulado peldaño a peldaño la interminable escalera, recuerda…
—¡Tuve que hacerlo, madre! ¡La enfermedad te consumía!, tu dolor era como una fiera hambrienta que nunca se saciaba. ¿Qué pecado ahí en abrir la jaula de una dolorosa prisión en vida? —respondió don Manuel sintiendo una inesperada sensación de humedad entre las piernas.
Un sonoro trueno llenó por completo el vacío del salón, y el relámpago estremecedor que le siguió, iluminó de forma centelleante la enorme lámpara en forma de aterradora araña que de él colgaba. La mirada de don Manuel centro su atención en la sombra que se proyectaba en el suelo, y las lágrimas que nunca emergieron, surcaron incontenibles las grietas de su rostro.
—Liberación era lo único que podía ofrecerles, y eso obtuvieron de mi parte, misericordia. No dicté sentencia, solo obré en consecuencia.
—La suerte está echada —resonó en su cabeza.
—¿Y ahora? —requirió don Manuel nuevamente al abismo.
—No preguntes. Tu destino no está en tus manos, ya no. Tu tiempo termina ahora.
La enorme lámpara se bamboleaba de un lado a otro disfrutando de su recompensa, incluso parecía dibujarse una mueca de sorna entre el retorcido entramado de patas de metal y ojos cristalinos. El vaivén del péndulo marcaba el tempo que reinaba entre el ahora y el después del tránsito, y cada balanceo del mayor de los Aldonza suponía un paso más hacia el encuentro de su destino.
—Misericordia… —musitó don Manuel en un último suspiro, mas no por arrepentido.
—¡Justicia! —espetó un grito salido de la nada de forma atronadora.
La mansión resonaba al compás de la tormenta, mientras la figura de un felino parecía danzar en el salón de la vetusta casona. Los relámpagos primero, o quizá eran los truenos, todo se mezclaba en una confusa cacofonía de sonidos, luces ambarinas y sombras fantasmagóricas. Tan solo el hipnótico balanceo del improvisado péndulo parecía eterno. La tormenta fue amainando poco a poco, hasta que un sonoro silencio terminó por hacerse dueño del vacío. Solo el cazador de ojos del color de las ascuas alteraba la impostada calma, paseando crispado bajo la desmañada figura de un ahorcado, custodiado por un siniestro entramado de cientos de ojos cristalinos y retorcidas patas de araña.