Al girar el volante, la amplia avenida se presenta ante mí. La noche no se ha cerrado del todo y el cielo aún deja ver un resplandor azul marino, pero todas las luces de la calle están encendidas ya. En la radio, The Turtles cantan Happy Together.
Mientras recorro la avenida, piso el acelerador. El panel digital me muestra la velocidad con unos símbolos luminosos tan bien delineados que casi parecen hechos a mano: 35km/h, 40km/h, 42km/h. Acaban de cerrar las tiendas y, aunque por las aceras pasea bastante gente, no hay demasiados coches en la carretera.
A lo lejos veo un semáforo que se acaba de poner en rojo. No podré correr demasiado. 40km/h, 38km/h, 36km/h. El dolor que lleva semanas golpeándome en la boca vuelve y hago un movimiento con la mandíbula para intentar conjurarlo. El dentista dice que es un problema de la articulación y la mordida, pero yo sé que es culpa del rictus que me ha acompañado en los últimos nueve años. Nueve años sin sonreír.
El semáforo aún está lejos, pero empiezo a distinguir a las personas que esperan en él. Todavía está en esos odiosos instantes en los que se queda en rojo tanto para vehículos como para peatones. El momento en el que todo el mundo debe esperar. Junto al poste hay cuatro chicas jóvenes, vestidas para salir. Estoy a bastante distancia, pero el rostro de una de ellas se graba en mis pupilas. Es Tania.
34km/h. Ella no me ha visto. Parece demasiado ocupada hablando con sus amigas y riendo. Aprieto los ojos y me fijo en sus rasgos. Tendrá veintidós años. Sigue siendo tan guapa como antes, o incluso más. Sin poder evitarlo, mi mente se traslada a Susana. A sus ojos, sus cejas, sus labios. Intento imaginarla con veintidós años, pero no puedo. Susana siempre tendrá trece.
32km/h. «Concéntrate en los buenos recuerdos, no dejes que solo los malos te vengan a la cabeza», me decía la psicóloga cuando todavía iba a sus sesiones. ¿Qué sentido tenía ese consejo? La memoria es como una madeja de lana enredada durante años. ¿Acaso tenemos control sobre qué nudos se van a deshacer al tirar del hilo?
28km/h. El semáforo mantiene con testarudez su luz roja para todos los presentes. «Concéntrate en los buenos recuerdos», me repito. Pienso en la expresión de Susana cuando, a los cinco años, anunció que de mayor quería pilotar aviones. Ella, por lo general tan risueña, lo dijo con tanta seriedad y convicción que Víctor y yo no pudimos evitar sonreír. «Esta niña se va a pasar la vida volando, ya lo verás», decíamos. Y no fue una idea pasajera. Pasaban los años y sus estanterías se llenaron de modelos de aeroplanos y libros de aviación.
25km/h. Cada vez hay menos distancia entre mi coche y el semáforo. Tania comenta algo con sus amigas, algo que será muy gracioso, porque todas empiezan a reir. O quizás no lo sea, imagino que las tres chicas estarán acostumbradas a reirle las gracias. Como hacían todos en clase hace nueve años. «Concéntrate en los buenos recuerdos», pienso otra vez, pero no sirve de nada. El hilo ha llegado a un nudo complicado. No sé decir cuándo comenzó, solo recuerdo la sensación de que algo no iba bien. Susana volvía seria del colegio, hablaba menos y se encerraba en su habitación media hora antes de volver a salir. Después de mucho insistir, nos lo contó: era por Tania y las otras. La llamaban gorda, le decían marimacho, le cogían la agenda y se la devolvían garabateada con insultos.
22km/h. «Ignóralas», fue el primer consejo que le dimos. Qué gran error. ¿Quién fue el primero al que se le ocurrió que ignorar a un abusón funciona? Cuando vimos que la situación no mejoraba, fuimos al colegio a hablar con la tutora. Le quitó importancia al asunto y nos aseguró que no era tan grave como parecía, que eran cosas de chicas de esa edad y que se resolvería. También nos aconsejó que intentáramos que Susana se integrara mejor.
19km/h. Desde donde estoy, distingo con claridad a Tania y sus amigas. Ella lleva un vestido corto y plateado, muy bonito. Ya no puedo evitar que mi mente siga tirando del hilo. A los pocos meses de la reunión con su profesora, Susana volvió llorando porque alguien le había hecho pintadas en la ropa que dejó en el vestuario durante la clase de Educación Física. Fuimos de nuevo al colegio, esta vez para hablar con la dirección. La tutora también acudió, menos condescendiente pero un poco a la defensiva. La directora nos aseguró que activarían el protocolo anti-bullying, aunque no nos quedó claro en qué consistía. «Lo importante es enseñar empatía, no castigar», dijo.
18km/h. Recuerdo la trémula sonrisa de Susana aquella tarde. Puede que ella misma intuyera que había algo raro en lo que me estaba proponiendo, no lo sé. «¿Fiesta de pijamas? ¿En casa de Tania?», pregunté yo. «Las cosas han cambiado, mamá, ahora me trata mucho mejor». Yo no estaba convencida, pero Víctor intervino: «Mujer, las adolescentes son así. Un día se llevan mal y al otro bien. Nos quejábamos de que la marginaban, ahora no podemos quejarnos de que la quieran tener de amiga».
17km/h. Miro a Tania desde detrás del volante. Aún no se ha percatado de mi presencia. No tengo claro cómo empezó el juego aquella noche. «Vamos a probarnos bañadores, será divertido». «Vamos a hacernos fotos con el bikini puesto». «Pero no se las mandaréis a nadie, ¿verdad?». «Claro que no, tonta, somos amigas. Es solo para nosotras». Cumplieron su palabra con las fotos de ellas, pero no con las de Susana. Acabaron convertidas en memes. Decenas de ellos. Con flechas señalando los pliegues en su vientre, etiquetas de Foca, Elefanta y cosas peores. En uno hasta le dibujaron vello púbico saliendo del bañador por las axilas y la ingle.
15km/h. El semáforo está en verde para los peatones. Tania y sus amigas han empezado a cruzar, pero se han parado a mitad del paso de cebra. En mi memoria, mientras tanto, nudo tras nudo, se desvelan los recuerdos que me persiguen día tras día, los memes que se transmitían de un móvil a otro con la marca Reenviado muchas veces, Susana que subía a la terraza…
20km/h. Tania y las otras siguen en medio de la calzada. Se están haciendo un selfie. Aprovechan que el semáforo está en rojo para los coches. Otro nudo se deshace. ¿Dónde estaba yo cuando saltó? No lo recuerdo. Aquellos días son solo una nebulosa de dolor y desgarro.
25km/h. Las cuatro chicas siguen concentradas en la pantalla del móvil. Han hecho ya tres fotos, pero es que es mejor hacer varias por si una no sale bien. Recuerdo la mirada de la directora, más preocupada por posibles problemas legales y por la inspección educativa que por otra cosa. «¿Y a Tania y las otras qué les va a pasar?». «Técnicamente son inimputables», dijo el abogado. Al final les hicieron hacer un cursillo de tres meses. Algo sobre inteligencia emocional.
35km/h. Una de las amigas de Tania se ha girado hacia mí, alarmada por el sonido del acelerón. Las otras dos no me han visto, pero, por algún motivo, el instinto les hace dar un paso atrás.
40km/h. Las tres jóvenes se han dado cuenta del peligro y se están alejando de la calzada con un chillido de terror. Tania no parece haberse dado cuenta, sigue concentrada en hacer el selfie perfecto, aunque sus cejas se arquean al ver que sus amigas se salen del encuadre. Yo sigo desanudando la madeja, recordando sin tregua los meses y años que siguieron, el dolor, la frustración, el rencor hacia el mundo. Un mundo que dejó caer a una niña que quería volar.
50km/h. Tania se ha percatado de todo, pero ya es tarde. Mi coche será más rápido que cualquiera de sus movimientos. Su boca se entreabre en un gesto de sorpresa e incredulidad. ¿Me ha reconocido? Yo cierro los ojos y me preparo para el impacto. Me viene a la cabeza la conversación con la psicóloga en la última sesión a la que fui. «Tienes que aprender a perdonar, es lo más sano», me dijo.
El impacto resulta ensordecedor, aunque lo peor es el golpe del airbag sobre mi cara. El coche se detiene a los pocos metros. 0km/h, imagino que indicará el panel. A través de mis párpados noto el resplandor de luces que se encienden y apagan al ritmo del sonido de una alarma. No sé dónde estará el cuerpo inerte de Tania. ¿Ha salido disparado hacia delante o habrá pasado por encima del coche? La verdad es que no me importa. La madeja está casi desenredada del todo, solo queda un nudo. El de la respuesta que le di a la psicóloga aquel día:
—¿Perdonar? Solo Susana puede perdonar lo que le hicieron.