La vida en el pueblo estaba empezando a resultar demasiado monótona y aburrida, trabajar en la ciudad y vivir con sus padres había sido su decisión y tampoco se arrepentía, aunque sí creía que debía cambiar algo para completar su vida, para hacer como sus amigas. Poco a poco se había ido quedando bastante sola para casi todo, para quedar por las tardes y dar un paseo hasta el pinar, para acercarse a la ciudad e ir al cine y luego a cenar, para todo lo que hacía cuando estudiaba en la universidad y sus amigas todavía no habían hecho lo que solían hacer las chicas veinteañeras del pueblo si no estudiaban: echarse un novio de allí o de los alrededores, casarse, quedarse a vivir con sus padres o con los suegros mientras acababan de construir su casa en algún terreno de una u otra familia y tener hijos, plan que sus amigas acabaron cumpliendo pocos años después y Marimar se había quedado bastante sola. Sola para casi todo. En eso pensaba mientras ayudaba a su madre a limpiar de verdolagas la parte delantera del jardín. La tarea era sencilla: aprovechar la humedad debida a las recientes lluvias para arrancar de raíz las plantas y dejarlas dadas la vuelta; eran unas plantas especialmente resistentes, aguantaban varios días arrancadas gracias a sus rollizos tallos y volvían a agarrar si su raíz tocaba de nuevo el suelo. Era junio. Marimar se acordaba ahora de las muchas veces que su abuelo decía que, cuando quitaban las verdolagas de las huertas hace años, las amontonaban en las cunetas o en los propios caminos para que no volvieran a agarrar.
Pegatina en la impresora, pegatina en el calendario de pared, pegatina en la caja de cartón donde había metido los últimos informes, los libros de normativa y los formularios para la entrega de los equipos de protección individual (papeles, papeles y papeles; la mitad acabaría sobrando, pero su jefe había pedido que los llevara desde el principio), pegatina en la cajonera metálica de cuatro alturas, pegatina en el mapa enmarcado en el que estaba representada mediante varios colores y grosores la red eléctrica nacional de muy alta, alta y media tensión, pegatina incluso en el perchero (idea genial que acababa de tener ahora mismo; resultaría útil), pegatina incluso en su propio abrigo de alta visibilidad; no hacía falta pegatina en la mesa ni en la silla, según el jefe era lo único que había allí además de una puerta y tres ventanas. Las instrucciones transmitidas por la secretaria del director eran claras: escribe tu nombre en las pegatinas de la empresa de mudanza y pégalas en todo aquello que se deba que llevar allí, los de la mudanza se encargarían el sábado por la mañana. Pablo había sido un empleado muy eficiente desde su incorporación a la empresa hacía ya casi 8 años, recién salido de la carrera. Carne fresca. A mediados del año pasado la empresa vio la necesidad de desplazar personal técnico y de gestión intermedia a la planta de B., municipio ubicado en su provincia natal; no es que fuera la oportunidad de su vida ya que implicada dejar de vivir en la capital y tener la oficina en un contenedor de obra, pero no tendría que pagar el alquiler de la vivienda porque se lo pagaba la empresa, podría tener una vida más tranquila, dedicaría menos tiempo a conducir y estaría más cerca del campo para salir con la bici, una de sus grandes pasiones. Además, su actual alquiler había subido desde primeros de año y gastar la mitad del sueldo en pagarlo empezaba a ser insostenible.
¡Venga, va! Es una buena oportunidad, tengo pocas cosas, la mudanza será sencilla. También podré seguir estudiando a distancia. Ya sabía yo que la subida del alquiler se iba a juntar con todo lo demás y que acabaría fastidiando. Necesitaré música. El equipo y los discos serán fundamentales si quiero estar bien a mi bola. Tengo que comprar papel de burbujas, si se dañan los vinilos de Metallica o los de Led Zeppelin me dará un jamacuco. ¡Cómo voy a echar de menos a Paula! Espero que nos sigamos viendo de vez en cuando. ¡Qué guapa es!, esta pillada, sí, pero eso tampoco es que sea un problema. Si siguiéramos viéndonos con frecuencia no sé lo que acabaría ocurriendo, casi mejor irse a un pueblo y que a mi alrededor solo haya montes, huertas, tractores, vacas y ovejas. De lo que no me puedo olvidar es de pedir a Juan que me devuelva mis películas en DVD. Posiblemente la conexión a internet será regular tirando a mala y yo sin mis películas no me puedo quedar.
Lo peor de todo era volver del trabajo a casa, especialmente ahora con el calor. Después de toda la mañana al sol, su coche era un horno, tenía que abrir todas las puertas mientras se cambiaba de calzado y esperar un poco más para intentar que se enfriara algo el interior. No tenía climatizador, solo aire acondicionado y durante los meses de verano ese detalle se notaba. Su coche era de 1995. Una vez en marcha, el sol cegador de la tarde imponía su dominio. Se reflejaba en las paredes de los edificios que hacían de cauce para la carretera o, como ella lo veía, de circuito para su peregrinación motorizada hacia el aburrimiento; a veces era como si esas paredes y las farolas y las vallas y los semáforos se fueran cerrando hacia el coche como la rejilla de una tostadora hacia la rebanada de pan, con intención de tostarlo o de hacerlo desaparecer carbonizado, aprovechando que no había testigos a la hora de la siesta. Lo siguiente era atravesar el pequeño polígono que se añadía a la ciudad como la costra que se reafirma sobre una herida rascada una y otra vez; luego la sucesión de tierras de cultivo, caminos, carreteras agrícolas y montes, una serie sin patrón de tonalidades verdes, marrones, negras y amarillas: trigo y cebada y centeno y asfalto y arena y pinos y girasoles (sin cabeza suficiente aún como para que girar mereciera la pena) y cebada y álamos… así durante kilómetros y kilómetros, hasta llegar a las tierras de maíz, maíz y más maíz que rodeaban el pueblo desde que trajeron el agua por canal que ha despertado la codicia de los habitantes. Ya dentro del pueblo casi nadie se dejaba ver, los hombres ya habían tomado el café en el bar de los jubilados y se habían ido al campo, las mujeres estaban acabando sus tareas para ponerse a ver la telenovela que entretenía sus tardes, después podían salir a dar un paseo por los caminos o a visitar a sus padres o suegros para ver si necesitaban algo. Era la primera ola de calor del año. Marimar ya se sabía todo esto y suponía que llegaría a casa como todos los días: sin sobresalto alguno. Hoy no podía estar más equivocada. En el jardín de la casa de enfrente había movimiento; su propietario apenas iba al pueblo y la había reformado recientemente para ponerla en alquiler. Nadie hubiera apostado a que consiguiera alquilarla, todos habrían perdido.
La maleta grande, la maleta pequeña, la mochila, el maletín del portátil, la bolsa con las toallas y el albornoz, la bolsa con las dos americanas en una percha, la bolsa con los abrigos de invierno que, ahora con el calor resultaban una broma ofensiva, la bolsa con las zapatillas y los zapatos, incluso la bolsa con el calzado del trabajo (ropa, ropa y más ropa; en verano sobraba casi toda, pero mejor tenerla aquí para los meses fríos). La furgoneta de alquiler había sido más que suficiente para traer todo, solo faltaba por sacar la bicicleta desmontada y las cajas con etiquetas que informaban debidamente de su contenido y delicadeza: “Cuidado: vinilos música” y “Atención: equipo música”. Una vez finalizados los preparativos, la mudanza estaba transcurriendo con fluidez. Pablo ya sabía que todo lo de la oficina estaba allí esperando a ser desempaquetado y, gracias al madrugón de ese mismo día, habían llegado con suficiente antelación a su nueva vivienda en el pueblo más cercano a la planta de B., una casa de planta baja con cuatro habitaciones, jardín, porche y garaje que había sido reformada recientemente y que, con ayuda de la agencia contratada por su empresa, había visitado y elegido el mes anterior.
¡Qué cambio!, ¡me gusta! Ya me veo mañana a primera hora en esa sillita, tomando mi cafelito en la mesa a la sombra de estos árboles. Al final no va a ser tan traumático como me esperaba. También hace calor, eso sí, no es lo mismo que en la ciudad, pero tampoco es que esto sea Finlandia. Ahora que pienso en ese país, qué bueno el grupo que descubrí la semana pasada: Wheel, suenan como Tool, qué buenos, tengo que hacerme con más discos suyos. Habrá que elegir poco a poco en qué habitación se deja cada cosa y demás, pero ya me encargo yo que, antes de nada, se deje todo en la entrada, se abran todas las ventanas y se barran y frieguen todos los suelos y se limpie el polvo y se abran los armarios y se limpien los cajones y el baño entero. Vaya que si me encargo yo. Voy a ir sacando las cajas que faltan de la furgoneta y nos ponemos al lío ya mismo.
A primera hora de la mañana, había estado mirando embobada cómo llovía a cántaros desde la ventana de la cocina, se fijó en que al principio se formaron muchas pompas en la superficie del agua acumulada en los alcorques que su madre y ella estuvieron reforzando la tarde anterior alrededor de los rosales, las higueras y los manzanos. Marimar se había acordado de que su abuelo siempre decía que si llueve y se forman pompas en los charcos es que va a seguir lloviendo con fuerza un rato más. El fin de semana había llegado; no era habitual que eso fuera sinónimo de diversión ya que los sábados y domingos solían pasar sin pena ni gloria desde hacía tiempo para ella, pero esta vez estaba convencida de que sería diferente. Desde ayer, sus padres y ella no eran los únicos habitantes menores de 75 años en esa parte del pueblo; la casa de enfrente había sido alquilada y su madre, poniendo en práctica esa familiaridad tan suya con que trataba a la gente que acaba de conocer, había ofrecido su ayuda y la de su hija. Su madre era así, siempre lo había sido. Marimar se acordaba ahora de esa vez que, siendo una niña de 5 o 6 años, iba acompañando a su madre de compras por la ciudad y la preguntó por qué no saludaba a las personas con las que se encontraba en la calle como siempre hacía en el pueblo y su madre respondió que en las ciudades las personas no se tiene costumbre de saludar como en los pueblos porque no se conocen. Quizás ese era uno de los detalles que, sin saberlo, habían hecho que Marimar decidiera vivir en el pueblo.
Luces, casco, gafas, guantes, zapatillas, bidón de agua fría, alforja con herramientas, cartera, teléfono móvil, incluso aplicación para registrar la ruta. Todo listo. La mañana se había quedado perfecta para salir con la bici. Después del chaparrón había algo de bochorno, pero las nubes tamizaban suavemente la luz del sol dejándola de unos agradables e intermitentes tonos limón y acero que invitaban a reconocer la zona. Pablo había dormido como un tronco después del duro día de mudanza; tenía pensado aprovechar la mañana para ir en bici hasta la planta de B. ya que solo estaba a unos 12 kilómetros de su casa. Había consultado la ruta y tenía la posibilidad de ir por caminos o por carretera. Todo pintaba de maravilla.
¡De lujo! Macedonia de frutas, tostadas con aceite y cafelito rico. Primera vez que uso esta bandeja, en el piso solo tenía función decorativa y ahora pasa a resultar práctica para salir al jardincito. Ya pensaré cómo acercar la radio al jardín, quizás un alargador desde el enchufe de la entrada; hoy el lujo de desayunar fuera será solo con la compañía de los gorriones y las golondrinas.
El color predominante de las falsas acacias de flores blancas que flanquean su jardín y los tonos rosa de las acacias de Constantinopla que festonean la acera se fusionan en lo que podría ser un delicioso helado de fresa y nata. El olor a tierra mojada secándose poco a poco y el canto de los pájaros que aprovechan la reciente lluvia para buscar su aperitivo matutino son los complementos perfectos para la mañana de sábado. Marimar ha estado un buen rato probándose ropa para salir a la calle. Prefiere que no se note lo cuidado de la selección, pero tampoco quiere salir como hubiera hecho cualquier otra mañana de sábado. Un último vistazo en el espejo de la entrada, una profunda exhalación y dispuesta a salir al jardín con toda la naturalidad que sea posible. Ve que está desayunando en el jardín y saluda intentando transmitir la calma y seguridad que sabe que no tiene. Cuando se acerca a la puerta del jardín ve salir a Pablo con la bici del garaje, se sobresalta porque no lo esperaba. Le saluda como puede, le pregunta qué tal han pasado su primera noche y si podrá volver a tiempo para la comida, a lo que Pablo responde con total certeza que espera volver antes del mediodía y hace un cordial gesto para que Marimar entre en el jardín y pueda acompañar a su hermana Susana mientras desayuna; sabe que el día anterior habían congeniado muy bien, habían hablado mucho sobre los gustos que compartían, casi como si se conocieran de toda la vida, incluso habían quedado para ir a la ciudad.
¡Qué guapa es! Y yo en pijama…