Hace tiempo que te miro. Te subes en la estación de Mataró y te bajas en la de Sants. No sabes que lo hago, claro. No te has dado cuenta, porque desde que entras al vagón hasta que te bajas no sueltas el libro de turno. Pero yo te observo, con mucho disimulo. Si levantas los ojos para comprobar en qué estación estamos los aparto rápidamente. No quiero que pienses que estoy loca. Los tienes azules, los ojos, e imperceptiblemente desiguales. A veces, en medio del fragor de una batalla naval, los apartas durante un minuto entero del libro y sé que de pronto estás muy lejos. Entonces me fijo en la portada y distingo un buque de combate en mitad de un mar embravecido y entiendo que estás en medio de una guerra y a través de tus ojos volados puedo ver el fuego cruzado y luego el desastre, la sangre, los muertos, el humo. Pecios flotando, derrelictos. A los restos de un naufragio, a los vestigios, se les llama derrelictos, pero eso seguro que ya lo sabes, tú que tanto lees.
No, no ves nada porque estás en otro sitio, aunque estés sentada entre una señora mayor con un bolso del que sobresale una barra de pan y un jovenzuelo con la gorra del revés que calza unas bambas de esas que emiten luces al caminar. Cuando haces esto, lo de escabullirte, sí que me permito mirarte a mi antojo, porque sé que en ese instante todos somos invisibles, así que parapetada en mi fantasmalidad me recreo en el color de tus ojos. Tienes una manchita de color verde en el iris, pegada a la pupila. Es minúscula, parece una brizna de hierba metida en un frasco de cristal azul. Depende de cómo te dé la luz del exterior se te ven casi transparentes como los de un gato. En cambio, los días helados lucen de un azul complicado, con ese tono recogido y triste que tiene el mar en invierno, ese tono indefinible que a mí me recuerda, no sé por qué, al lecho marino en un día frío de lluvia.
Sospecho que no le das demasiada importancia a la ropa. Que no te miras mucho al espejo, que tiras de lo cómodo, de lo práctico o quizá me equivoco y te vistes de ti y de nadie más. La primera vez que te vi llevabas una chaqueta de lana larga de color mandarina, sin abrochar, caída de un lado. Tienes varias y suelen ir del morado al gris marengo, del mostaza al pistacho. Unas prendas enormes que te dejan el hombro medio al aire y que combinas con un gorrito de lana del mismo color, que te colocas ladeado, al estilo francés. Un gorro por el que casi siempre se te escabulle el pelo, porque intuyo que te lo ajustas con prisas de última hora, mientras, parada frente a tus pilas de libros, eliges entre Chejov o Dostoievski o Tolstoi o Carver o Laforet. Por los rizos evadidos sé que tienes el pelo largo y rizado, medio rubio, aunque diría que es teñido, porque tus pestañas son un poco más oscuras. Pero te queda bien, me gusta. No llevas las uñas largas, sino más bien repeladas. Juraría que te las comes. Tampoco creo que tengas gatos, porque nunca te he visto pelos por encima de la ropa. La gente que tiene los lleva, por mucho que se pase el cepillo. A ti no te he visto ninguno y no creo, mirando esa mirada tan dulce y soñadora, que no te gusten, sino que no soportarías verlos encadenados a tu regazo. Le abrirías la puerta y le dirías: vete, te quiero lo bastante como para no encerrarte.
Tu nombre.
Hay días en los que de una estación a otra te voy inventando nombres. Cuando entras al vagón siempre pienso: ya está aquí Penélope, supongo que lo relaciono con las estaciones llenas de gente y con trenes que van y vienen y con trenes que se escapan o con trenes que no llegan jamás. Cuando consigues asiento, si tengo la suerte de tenerte enfrente, te llamo Victoria, y no es por ti, sino por mí. Una vez te vi leyendo de pie, porque el vagón iba a reventar. Claro, es que eran las dos de la tarde y yo volvía a casa y tú regresabas a la tuya o ibas a otro lado. Ese día te llamé Valeria, de valerosa, porque en medio del traqueteo te agarrabas a la barra mientras pasabas las páginas, mientras te sujetabas el gorro empeñado en caer, mientras luchabas por no perder del todo tu chaqueta naranja. Si me hubieras mirado me habrías visto sonreír. Una mañana entraste un poco despeinada y con los ojos de sueño. Me parecieron incluso ligeramente rasgados. Entonces se me ocurrió que te iba muy bien el nombre de Tamiko y supe que había acertado cuando, en un momento de tu lectura, tus ojos me atravesaron el pecho de camino al parque imperial de Tokio, y de pronto todo el vagón olió a flores de cerezo. Bosques interminables de color rosa y blanco. El perfume de la fugacidad.
Una vez, solo una, te sentaste a mi lado.
No me miraste, claro, tus ojos preciosos y avaros solo se fijaron con ansia en ese hueco libre y en cuanto te sentaste retomaste la lectura. Pero yo, durante todo el trayecto, estuve mirando nuestra imagen reflejada en el cristal. Juntas y medio desdibujadas, como en una foto vieja. Tan juntas que si me marease podría apoyar mi cabeza en tu hombro, tanto que si el vagón descarrilase podría morir amarrada a tu cuerpo en medio de un baño de sangre, hablarte a última hora y confesarte, con mi último aliento, que me vienes gustando un poco, aunque a veces mucho, que no sé si te quiero o no, pero que tal vez te querría si el tren no hubiera descarrilado o que tal vez te quise alguna vez en algún sueño o en alguna ensoñación. Qué pensamientos tan tontos y tan locos, esas cosas que se piensan sin querer cuando desconectamos el filtro censor y le damos rienda suelta a la locura.
A mí no me importa que no me veas.
Porque siendo un espectro puedo recorrerte sin permiso y llevarte hasta el interior de mi mente, de la mano, sin expectativas, sin promesas, a ese vagón privado que ya es nuestro donde no nos contamos mucho, por aquello de no tener que mentirnos. Hace poco se lo confesé a una amiga. Le dije: me gusta una mujer que viaja en el tren, y ella me preguntó que cuándo tenía pensado decírtelo, que me gustas, y yo le contesté que jamás, porque para ti no existo. Yo esperaba que mi amiga me dijera que eso es desolador, pero en lugar de eso me contó que no hacía mucho había leído una novela de amor en la que ocurría algo similar. Unilateral, dijo ella, torciendo el morro. Yo le pregunté qué quería decir con eso de unilateral y me respondió que en esa novela a la que se refería, una joven sin nombre, tímida y humilde, se enamora de esa forma estúpida en que nos enamoramos a veces de un escritor de ojos estrellados, un sujeto refinado, culto, enamoradizo y adorable que durante todo lo que dura la novela no la ve. Simplemente no la ve. Y eso que a veces, durante un rato, se enamora de ella perdidamente y le dice que la adora y que le espere, pero cuando vuelve de esos viajes suyos ya no la recuerda. Y lo que es peor: no la reconoce.
Fantasmalidad le llamo yo a eso.
Mi amiga, que es la reina de los dramas, está empeñada en que te hable, así, como el que no quiere la cosa, de manera natural. Comentarios sencillos del tipo: «qué bueno es ese libro, lo leí no hace mucho y me gustó bastante» o «chica, me encanta esa chaqueta tuya de color pistacho, ¿dónde la has comprado?». Dice que te hable de lo que sea, pero que lo haga mañana mismo en cuanto entres, no sea que un día no aparezcas, no sea que un día me encuentre el suelo del vagón tapizado de flores muertas de cerezo.
Qué poco me conoce.
A mí no me importa dónde compraste esa chaqueta, me interesa mucho más saber qué ves cuando miras a lo lejos, cuando planeas sobre nuestras cabezas como un imponente albatros o como un cormorán. Te preguntaría dónde estás, en qué océano, en qué galaxia, en qué tiempo. Querría saber si estás contenta, sin preguntarte por qué. O a dónde huyes con la mente cuando estás perdida o cuando quieres estar sola y te pediría que me describieras esos lugares. Tú, que tan bien te mueves entre las palabras. Te preguntaría si la vida sale perdiendo cuando cierras una novela.
O si te gustaría tener una granja en África.
Alguna vez no te veré, lo sé.
Sé que te buscaré entre la gente, que quizá me levante y recorra los vagones uno a uno, buscándote y que al llegar al final, si no te encuentro, me bajaré y caminaré bajo la lluvia y me pararé en cada banco donde haya una mujer que lea y que vista una chaqueta de lana y un gorrito ladeado al estilo francés. Cuando ese momento llegue, tendré que pensarte un nombre para llamarte por él hasta que se borre tu recuerdo. Pero, hasta entonces, me voy a conformar con sentir el calor de tus ojos soñadores volando por encima de mi cabeza, con sentir ese aleteo tuyo de pájaro que va a algún lugar sin mirar hacia abajo, donde estoy yo, que soy un fantasma.