Corría el año 662 a.C. Nebet, había sido una de las mejores alumnas de la escuela La Casa de Jeneret. Al terminar sus estudios, se convirtió en una de las primeras mujeres escribas de Egipto.
No fue fácil llevar ese título, a pesar de la igualdad con que se trataba en esa época a los alumnos de ambos sexos, titulados de tan prestigiosa institución. Necesitaba encontrar a quien la quisiera contratar. Era una chica, que a pesar de sus jóvenes diecinueve años, tenía una cualidad intrínseca: cuando se decidía por algo, no dejaba que nada ni nadie interfiriera en sus planes. Su mayor deseo era trabajar en la función pública y a ello apostaba desde que comenzó sus estudios. Conocía a muchas jóvenes que habían llegado a ser funcionarias de alto rango y esa era su ambición.
Había nacido en las afueras de Sais, en una vivienda de clase media alta, de ambientes amplios y confortables. Allí vivía con sus padres y sus tres hermanos. Ella era la única mujer y desde pequeña demostró ser muy resuelta. Sus padres viendo su inteligencia y personalidad, no dudaron en hacer un esfuerzo extremo para que la chica pudiera estudiar.
Su padre se dedicaba a dirigir las cosechas de un gran potentado del Delta, de quien era su mano derecha. Su madre, en tanto, trabaja en las cocinas de uno de los palacios del faraón en Sais. Si bien el dinero no escaseaba, ambos trabajaban muchas más horas para percibir un salario con que vivir decorosamente junto a sus hijos. Además, más allá de eso, deseaban firmemente que todos se labraran un buen futuro en cuanto a sus estudios y trabajos, a los efectos de tener sus propias familias.
Si bien Nebet no había tenido ningún amor, en su fuero más interno, imaginaba que conocería a alguien que la enamoraría y terminaría casándose y teniendo hijos. Pero, antes que eso, debía llegar a lo que tanto ansiaba: trabajar en lo que había estudiado.
Fue así que comenzó a acudir a las dependencias públicas con un papiro enrollado, donde constaba dónde y qué había estudiado y una muestra de su escritura en una ostraca. Fue en la oficina del visir Selim, donde tuvo una respuesta positiva.
—Hola, ¿en qué puedo ayudarte?—le dijo, Faruk, un joven buen mozo, que era el secretario del visir.
—Hola, vengo a dejarle al visir una muestra de mi trabajo como escriba.
—Bien, déjamelo a mí que se lo entregaré apenas vuelva.
Le entregó uno de los papiros con su ostraca y le agradeció muchísimo su gentileza, el secretario la saludó con una sonrisa.
Tan contenta quedó Nebet, que decidió celebrarlo con su familia. Esa noche comieron ganso asado con una exquisita salsa a base de miel, tomaron vino con uvas cosechadas de su propia finca y saborearon una deliciosa hogaza de pan casero, el cual era amasado y horneado por su madre. Ella era especialista en amasar más de veinte tipos de panes con distintos granos de cebada y trigo. Por lo cual era muy solicitada en banquetes y fiestas.
Pasaron varias semanas en las que Nebet, hacía las tareas de la casa, dado que su madre trabajaba todo el día en el palacio. Mientras sus hermanos, menores que ella, estaban junto a su padre aprendiendo el oficio de la cosecha y cómo manejarla desde el puesto de encargado de la organización.
Una de esas mañanas en las que la chica se encontraba sola, golpearon la puerta y al mirar por una de las ventanas, no dio crédito a sus ojos: el secretario Faruk estaba en la puerta. Corrió a abrir y dijo casi sin aliento:
—¿Tú aquí?
—Sí. Vengo a informarte que el visir quiere verte esta misma tarde y tengo que llevarle la respuesta ahora mismo.
—Pues claro que voy a ir sin falta.
—Bien, se lo diré, adiós.
—Adiós.
Cerró la puerta y saltó de alegría. Sin poder decírselo a nadie, comenzó a aprontarse para la visita. Peinó su cabello negro y largo y utilizó unas tenacillas para darle una suave ondulación. Luego se dedicó al maquillaje: sacó de los estantes sus tarros de alabastro donde tenía sombras de kohl y malaquita de varios colores, negro para las pestañas y rojo para los labios. Los ojos debían quedar con una forma almendrada, para ello tomó un palillo y aplicó las pastas verde y azul de malaquita. Luego de mirarse en el espejo de bronce y decidir que estaba bien pintada, tomó su mejor kalasari, en color blanco con bordes azules y dorados y lo adornó con una capa de iguales colores sobre los hombros. Se calzó las sandalias de cuero y marfil y se vio perfecta.
Cuando estuvo pronta, le pidió a Daher, el vigilante de la finca, que la acompañara hasta el lugar. Estaba en el centro de Sais y luciendo tan bien engalanada, no se animó a ir sola. Todos la miraban, era una chica bonita, que vestida y maquillada tan exquisitamente, quedaba realmente hermosa. Así se presentó ante el gran visir Selim, quien destacó su escolaridad, así como el dominio de la escritura demótica que se veía en la muestra. De inmediato fue sumada a la secretaría del visir, como escriba destacada.
Nebet tenía una excelente capacidad de trabajo y gran tenacidad a la hora de resolver inteligentemente los problemas que eran derivados a su puesto. Esta genial competencia la llevó de escriba a jefa de escribas de su región, Lo cual hacía que viajase a menudo ante cualquier eventualidad que se diera en el área de la escritura. Tan bueno era su desempeño, que llegó a ser muy nombrada por su excelencia laboral y solicitada por los más altos jerarcas para que solucionara los problemas de sus regiones.
Esta notable trayectoria de la escriba llegó a oídos del faraón Psamético I, que, reunido con sus más íntimos servidores, tomó una inesperada decisión. Para ello se realizó una ceremonia en el palacio real, donde acudió la plana mayor de servidores del faraón, así como la nobleza en pleno.
Se sabía que se honraría a los funcionarios más destacados en sus cargos y se nombrarían nuevos puestos. Pero el momento cumbre de la ceremonia fue cuando el propio faraón Psamético I invito a subir al estrado a la escriba Nebet y la invistió como la nueva visir de Egipto. A partir de ese momento se convertía en la primera ministra del país, cuya autoridad solo era superada por el faraón. Además el cargo también la cambiaba de estatus, formando desde ese momento, junto a su familia, parte de la nobleza.
La joven no podía creerlo, dio las gracias al faraón por la confianza y el orgullo de ser su segunda, y, con el rostro emocionado y sus ojos anegados, miró hacia el lugar donde se hallaban sentados sus seres amados, y culminó su discurso diciendo:
—Quiero agradecer de todo corazón el esfuerzo de mis padres y el apoyo de mis hermanos para que pudiera estudiar. Y con todo mi amor, mil gracias a mi esposo Faruk y a mis dos hermosos niños que me apoyan día a día en mi gestión.
Su historia se cuenta hasta el día de hoy, incluso hay un pintura suya entre los funcionarios de más alto rango en uno de los palacios donde vivió Psamético I. Además, fue tal su incidencia por tener una personalidad avasallante, que en La Casa de Jeneret, actual centro de estudios de la clase alta egipcia, cuando se anima a las jóvenes a estudiar, hasta el día de hoy, se usa la frase: «Estudia y serás la próxima Nebet de Sais».