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Las casualidades no existen, bien sentí en los huesos que aquel día sería diferente. Algo pasaría, un suceso, hecho, encuentro, no sabía el qué, pero sería de aquellos que te remueven las tripas y te echan del camino, quién sabe lo que costará volver... No fue casualidad que nuestro primer encuentro fuera aquel día, eso no existe.
Lo supe nada más verlo, en aquella pausa de silencio previa al amanecer, sin escolta, intentando pasar desapercibido, vestido de campesino, de un labriego, todo hay que decirlo, muy refinado, poco engañaba. ¡A saber cómo y dónde consiguió los ropajes! Pero tampoco iba solo, yo los podía ver. Siempre a su lado, fieles, hieráticos, sabios.
Cuando entró en mi choza el infierno se desató en mi interior: su corazón en el mío, su dolor en mis entrañas, su locura en mi cabeza, su determinación, su energía dominándolo todo. ¡Demonios, cómo le apretaba la piel! Podía oír su grito sordo entre los barrotes de su cuerpo; cómo esa voz se perdía en su interior, envenenándolo. Supe que si yo no lo ayudaba él seguiría adelante, como fuera preciso. No le hablé del precio.
Hacía mucho tiempo que no transmitía mis conocimientos a nadie y nunca lo había hecho con un hombre. No estaba prohibido, pero era inusual, raro, quizá peligroso. La razón me decía que lo despachara con viento fresco, pero hablaba muy bajito, así que la obvié y me dediqué en cuerpo y alma a enseñar a aquel ser atormentado. Fue un tiempo intenso, duro incluso para mí. Era tal su prisa que me dejé arrastrar por su pasión y, aunque retrocedía lo mismo que avanzaba, poco a poco empezó a relajarse, a dejarse llevar; empezó a transformar objetos, crearlos, inventó mundos extraños o maravillosos, al final conseguía cambiar el paisaje a su antojo. No sólo fue mérito suyo, tenía a la mejor maestra.
Y llegó el día, la noche, el momento adecuado en el espacio y el tiempo, cuando las líneas invisibles que nos manejan se alinean y crean la corriente cálida de lo posible. No importa el tiempo contado por mentes humanas, dio la casualidad, aunque eso no existe, que fuera el mismo día en el calendario, un día templado de uno de los solsticios. Tampoco le hablé del precio.
Llegar a su torre fue fácil, pero una vez allí un pellizco de miedo me retorció el vientre. Estar en su refugio, donde nadie se atrevía a subir, me abrumó tanto como mi propio deseo. Él estaba preparado, sabía que funcionaría, se le veía en el porte calmado y en la mirada serena, concentrada como nunca antes. Intenté hablarle del precio, todavía estaba a tiempo, pero no lo hice. De nuevo, anulé mi razón.
Y, bajo la atenta mirada de los seres que todo lo sabían, empezó la danza, un movimiento lento, fuerte, profundo, lo suficientemente antiguo para transformar mi cuerpo en el mecanismo capaz de formular el sortilegio: el Huevo de Oro. Pocas mujeres pueden hacerlo, yo soy una de ellas. Hacía mucho que esperaba este momento, a pesar del precio que tendría que pagar, casi tanto como él.
Observó el proceso con algo que podría considerarse fascinación si no fuera porque no había cabida en su alma para nada más que su obsesión: no le gustaba su vida, ni su cuerpo, ni su época, ni su rol, se odiaba tanto que no era capaz de mirar más allá del velo enmarañado que lo cubría. Hubiera dado mi mundo entero por una sonrisa suya, aunque fuera tibia, por un roce de sus dedos largos, finísimos, creados para acariciar otra piel. Sin embargo, ahí estaba, valiente y hermoso, dispuesto a todo con tal de escapar de su destino.
Y lo hizo de una manera que, cuando lo recuerdo, siento un soplo frío en la nuca. Incluso yo, que he visto mucho, también creía que la perfección no existe, hasta aquel momento. Era el viento furioso colándose entre las ramas de los árboles, era la lluvia salvaje azotando la tierra, eran los saltos de un río en una noche de tormenta, el sol quemando inclemente universos enteros. Era un todo y un nada, momento sublime de transformación al ritmo de los glifos nacidos de su mano, encadenándose en un baile sordo cuya música no se oye de tan antigua; aun así, el mundo se calla, el corazón enmudece, el tiempo se para y remonta y gira y grita y explota en una onda de mil colores que no se pueden mirar de tan intensos. No era el tiempo, era su grito de libertad, surgido de allí donde mora el alma, de lo más profundo, ese lugar físico que todos conocemos, justo encima del estómago.
Cuando todo acabó me encontré acurrucada en el suelo, todo mi cuerpo envuelto en sudor, agotada y zarandeada, mi corazón galopando en el pecho, una fina lágrima resbalando hacia el infinito. Ya no había seres, dejé de verlos o se marcharon con él.
¿Por qué lo hice? Porque me enamoré. Lo supe nada más verlo, aunque lo habría hecho igualmente, tal la intensidad de sus emociones: rabia, dolor y negación, sin control. Vivía en una cárcel interior bajo la más férrea disciplina, era su principal juez y su más cruel verdugo. No podía permitirlo, por lo que fue la compasión la que dio paso al amor. Y supe cuál sería el coste: yo, poderosa, capaz de crear y de transmutar, en simbiosis con él como jamás lo sentiría con nadie, también me transformé. Él quería ser pájaro, quería volar, escapar de su torre de oro para siempre, del peso del mundo en lo alto de una montaña, de un destino y de un mundo al que no pertenecía; pero todo hay que pagarlo, todos, incluso el hombre más poderoso. Y más infeliz. Se merecía la libertad.
¿Mi precio? Perdí mis poderes, no mis conocimientos, pero sí esa conexión con el mundo invisible que me permitía invocar la chispa de la creación y el cambio. No me arrepiento, a veces, cuando fijo la vista en lo alto, creo vislumbrar un halcón que me mira con gratitud, con eso tengo suficiente para seguir.
¿El suyo? ¿Acaso el amor tiene precio?
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, más la idea que el desarrollo).
) como si leyera a un clásico, por ejemplo a Lord Dunsany. Un real placer. No me apetece, por el momento entrar en el análisis, sería como enterarme, de nuevo, 
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