Giró la manija del grifo de agua caliente. Presa del ansia, no esperó a que la bañera se llenara del todo y saltó dentro, temblando. El agua estaba prácticamente hirviendo, justo en el límite antes de causarle quemaduras en la piel, pero apenas era suficiente para paliar su agonía. “Frío”, dijo Liliane. “Tengo tanto frío…”.
Llevaba tan solo unos pocos días viviendo en aquel piso, que era apenas un pequeño y viejo cuchitril en el barrio más pobre de la ciudad. Era lo más barato que había podido encontrar. Tenía algo de ropa y dinero como para sobrevivir algunos días, y tarde o temprano tendría que buscar trabajo. Pero sus recuerdos eran difusos y apenas era consciente de la realidad que estaba viviendo en ese mismo momento. Lejos había dejado a su familia, que no la querían ni la echarían de menos, y a la que incluso le costaba recordar, o al menos eso creía. Sabía que había decidido dejar su antigua vida atrás, para empezar de cero. Sin embargo, todo aquello le parecía lejano y sin importancia, su única prioridad en esos instantes era combatir esa sensación de congelación que le había atrapado unos días atrás, recorriéndole todo el cuerpo, y que apenas era capaz de combatir.
La caldera eléctrica, tan vieja como el piso, no aguantó más y se apagó con un sonoro estertor. Se acabó el agua caliente.
—Hola –dijo el joven, no mucho mayor que ella, en el umbral de la puerta. La observó unos breves instantes y luego arrastró la mirada unos metros más atrás, donde vio abierta la entrada al piso que tenía enfrente–. Eres la nueva vecina, ¿verdad?
—Tengo frío… –acertó a balbucear Liliane–. La caldera… no funciona… agua caliente…
Se había echado una manta encima, pero no dejaba de tiritar. Su vecino estaba desconcertado, obviamente, pues la temperatura ambiental era agradable, pero accedió a acompañarla de buena gana y echar un vistazo al problema. Unos minutos después, la caldera seguía sin funcionar, pero ambos jóvenes se encontraban copulando frenéticamente en la cama. Tras terminar, ella le buscó, se abrazó a él, se acurrucó en su calor. El frío había desaparecido por fin. Lentamente, los dos se durmieron, agotados por el éxtasis del sexo felizmente consumado.
Liliane se despertó desorientada. Desnuda, sentía su piel helada y volvía a tiritar. Junto a ella, su joven vecino no tenía buen aspecto. Yacía también desnudo en la cama, pero su tez estaba extremadamente pálida y el cuerpo rígido y amoratado. Asustada, se vistió con celeridad y salió corriendo a la calle. No comprendía lo que había ocurrido, aunque era perfectamente consciente de que había un cadáver en su cama. Sin embargo, tras unos minutos de trote descontrolado a través de pequeñas y vacías callejuelas, de nuevo una única preocupación le comenzó a atormentar. Se sentía morir de frío. Sus extremidades estaban congeladas y apenas pudo seguir avanzando. Se dejó caer en un callejón oscuro. “Frío”, dijo. “Tengo tanto frío…”.
David llevaba varios años viviendo en la calle. Ya nunca pensaba en su vida anterior. Solo le interesaba hurgar en contenedores de basura en busca de comida no demasiado podrida y pedir de vez en cuando unas monedas que poder canjear por alcohol barato. Cuando encontró a Liliane tirada en el suelo y tiritando, no lejos de donde él solía pernoctar, su única intención fue tratar de ayudarla. Cuando ella se le abalanzó encima, abrazándole y restregándose contra él, no supo cómo reaccionar. Ella se desnudó rápidamente y le quitó también a él su ropa andrajosa. David se dejó hacer, asombrado, pero sintiéndose excitado. Hacía mucho tiempo de la última vez. Llegó rápido al orgasmo, pero a aquella mujer pareció no importarle. Siguió abrazada a él, frotándole con su cuerpo, lo cual le resultaba placentero. Exhausto, no tardó en dormirse. Liliane notó cómo su propio cuerpo entraba en calor. Sintió también cómo el cuerpo de aquel desconocido se iba enfriando. Sintió cómo se helaba, bajando de temperatura poco a poco, pero de forma constante, y fue consciente del momento en que aquel hombre dejó de respirar mientras su corazón colapsaba, cesando de latir definitivamente. Pero ella ya no tenía frío. Cerró los ojos y se durmió apaciblemente.
Cuando despertó, Liliane se sintió nuevamente desorientada y mareada. Comenzó a temblar de frío una vez más y se separó abruptamente del cadáver que yacía junto a ella. Estaban a plena luz del día, pero, afortunadamente, el callejón no debía tener mucho tránsito de gente. Se vistió con rapidez y se escabulló de allí sin mirar atrás, en un terrible déjà vu.
De nuevo, en su mente solo había cabida para el frío que le torturaba. Había olvidado ya este segundo cadáver, tal y como lo había hecho con el anterior. Tal y como lo había hecho con su vida antes del frío. Corrió a duras penas, cada vez más aterida por la gelidez que recorría y paralizaba su cuerpo. No sabía a donde ir, dando tumbos de calle en calle, temblando, mirando con recelo a todo el mundo a su alrededor y sintiendo a la vez sus miradas, a veces temerosas y otras veces cargadas de burla. De repente, sin darse cuenta, chocó con un hombre, alto y fuerte, y acabó sentada en el suelo, todavía tiritando. El hombre inclinó levemente la cabeza y le lanzó una mirada condescendiente.
—Tengo frío… –murmuró ella en un tono apenas audible, y por un momento pensó que esa frase parecía ser lo único capaz de salir por su boca.
—Estás muy lejos de tu hogar –respondió él, observándola con curiosidad.
Su tono era grave, profundo. De alguna manera, sonaba terrible y poderoso. Se agachó hacia ella y le tendió una mano de forma amistosa.
—Liliane… –dijo amablemente, con una sonrisa en los labios, pero sus ojos mostraban una furia abismal–, Liliane… He tenido que venir yo mismo a buscarte.
—¿Quién eres? –preguntó ella, aterrada.
—Pequeño súcubo… ¿No reconoces a tu amo y señor?
Por un momento, el rostro de aquel hombre se transformó en el de una bestia sangrienta, con ojos oscuros e insondables. Su boca se ensanchó, mostrando unos dientes afilados y gigantescos. Su enorme lengua arremetió contra Liliane y le lamió el rostro en una desagradable y húmeda caricia. Su piel adquirió un tono rojizo y comenzó a arder en pequeñas y brillantes llamas.
La visión apenas duró unos segundos y el rostro del hombre regresó a su apariencia anterior. Liliane pensó que así era aún más terrorífica. No obstante, extendió su mano, sujetando la de él, y se dejó incorporar. La mano del hombre irradiaba un calor formidable que de alguna manera se le transmitió a ella, y el frío desapareció por momentos. A pesar de la agradable sensación, aquel hombre le horrorizaba y decidió que era mejor alejarse de él. Le soltó con brusquedad y echó nuevamente a correr, pero cuando apenas había dado un par de pasos, empezó a notar cómo el frío se apoderaba una vez más de su cuerpo. A pesar de ello, continuó con su carrera, sin mirar atrás, aunque podía escuchar perfectamente la estruendosa y macabra risa de aquel hombre, unos pocos metros atrás.
Resoplando, atravesó el soportal abierto y entró en el edificio. Tropezó con algo y se precipitó al resplandeciente suelo de mármol. No reparó en el dolor por el fuerte golpe, tan solo sentía frío. Se encogió en el suelo, tiritando, mientras una figura se acercaba a ella apresuradamente.
El párroco trató de incorporar a aquella joven que había entrado corriendo a la iglesia y se había trastabillado con uno de los bancos.
—Tengo frío… –susurró ella, de forma apenas audible, aunque entonces pareció darse cuenta del lugar donde se encontraba y encontró algo de fuerza en su interior–. Padre, ayúdeme. No quiero volver al Infierno…
En la entrada de la iglesia, un hombre alto y corpulento observaba la escena de brazos cruzados. El cura le miró, aunque apenas pudo distinguir su rostro a contraluz.
—Padre, no deje que me lleve –gimió Liliane, llorando de pánico y sin dejar de temblar–. Es Lucifer…
—Ella no debería estar aquí –dijo el hombre en el umbral de la puerta. Parecía tener cuidado de no introducirse dentro de la iglesia.
—¡Váyase! –gritó el sacerdote, que inconscientemente había comenzado a sujetar su crucifijo en la mano derecha. Junto a él, la muchacha había empezado también a chillar, presa del pánico–. ¡Váyase de aquí! ¡Voy a llamar a la policía!
El cura distinguió un extraño brillo en los ojos de aquel hombre, justo antes de que se diera la vuelta y se marchara de allí. Finalmente, no llamó a la policía, pero sí a una ambulancia para que pudiera hacerse cargo de aquella pobre joven que no paraba de temblar de frío y que parecía estar delirando, mientras no dejaba de gritar y exclamar frases sin sentido.
Unos días después, el párroco se encontraba de visita en el hospital psiquiátrico de la ciudad. Le habían informado recientemente que la joven que acudió a su iglesia había sido internada allí y se encontraba en un estado lamentable. El sacerdote dudaba de que él pudiera hacer algo por ayudarla, pero se sentía en la obligación de al menos visitarla e interesarse por su situación. Cuando el celador que le acompañaba se disponía a abrir la puerta de la habitación donde la habían recluido, se fijó en una pareja de médicos, hombre y mujer, que estaba charlando en el pasillo. Los miró con curiosidad y ambos giraron igualmente sus cabezas hacia él. La doctora le brindó una bonita sonrisa y el doctor inclinó su rostro, a modo de saludo.
—Buenas tardes, padre –le dijo.
El sacerdote devolvió el saludo y entró en la habitación. Había visto un extraño brillo en los ojos de aquel médico y la voz… Creía haberla reconocido.
La habitación era aséptica, tal y como esperaba, y la temperatura en su interior era excepcionalmente elevada. Liliane estaba postrada en la cama, envuelta en una manta térmica. Al párroco no le habían contado todos los detalles, pero al parecer la joven padecía algún trastorno psicótico, que incluía delirios, como el del frío del que no dejaba de quejarse. No obstante, habían intentado mantenerla en unas condiciones que fueran lo más confortables para ella, aunque seguía quejándose de la sensación gélida en su cuerpo. La medicación con calmantes y sedantes tampoco parecía aliviarle y habían dejado de suministrársela. Estaba encerrada bajo llave y con vigilancia, no solo por el posible riesgo de fuga, sino porque había sido acusada de un doble asesinato.
Liliane le vio y extendió su mano hacia él.
—Padre, tengo frío… –le dijo con una voz débil–. Tengo mucho frío…
—Tranquila, niña –respondió el párroco, sujetando la mano de ella entre las suyas–. Todo va a salir bien.
—No, padre –se lamentó Liliane, notando el calor que emanaba de las manos del cura–. No va a salir bien.