Maldad no se deja ver. Se vale de las sombras, las alimenta, las riega, las escucha atenta. Les canta. Pero se aburre, es tan fácil corromper, sólo hay que escudriñar en lo oscuro, a veces hay que rascar un poco, normalmente es pan comido. Le gusta esa expresión, incluso la usa en esas bocas de las que se apodera. Envenenar, un verbo precioso, casi siempre necesario en el proceso. Infalible. Le gusta que dure, que se alargue, disfruta con esas miguitas de ponzoña, apenas dañinas, sutiles, que van depositándose en las venas de la luz, hasta que la obstruyen, la ciegan, la tapan, la aniquilan. A veces queda una minúscula llamita agónica, pero no le hace caso, es demasiado débil. Cuando ha conseguido su objetivo, suele quedarse un tiempo, aunque para ella el Tiempo no existe, por lo que puede quedarse para siempre o simplemente unos segundos. Dependerá del alma en disputa. Le es indiferente, si se aburre pronto, le pasa el relevo a una compañera muy pesada, Culpa. No la aguanta, pero es eso o Compasión, Perdón o cualquiera de las bobas, como suele llamarlas. Redención. A esta última le tiene una tirria especial, aunque más que ojeriza, la siente como su contrario y a la vez… la busca. Siempre. No le importa que todo el mundo piense que su opuesto es Bondad; están equivocados.
Remigio era un bruto. Es sencillo meterse en mentes rotas, debe hacerlo, al fin y al cabo es su trabajo; sin embargo, no buscaba esa alma, sino la de su hijo: el bastardo, como al bestia le gustaba llamarlo. Azuzar a los fantasmas del padre no suponía complicación: un poco de vino y algunas sugerencias en esa mente quebrada y Maldad podía desinhibirse durante un buen rato. Su esencia lo dominaba todo, lo convertía en una orgía de odio y dolor cada vez más feroz. Pero ni los golpes, ni los insultos, ni el miedo que Remigio inspiraba, algo que hubiera cortado la respiración al más osado, hacían mella en el chico. Y se estaba cansando.
Maldad no brilla por su inteligencia, simplemente no tiene escrúpulos y conoce muy bien la naturaleza humana, por eso los elige. También puede contaminar ambientes, animales, incluso elementos vegetales, pero estos se muestran tan unidos entre sí que es difícil anidar. Juntos son demasiado fuertes, además, dice Miedo que están protegidos por energías de Luz terriblemente poderosas, mucho más que las Oscuras. ¡Será pusilánime! Lo tenía decidido, mejor una bien entrenada que ninguna, llevaría a Remigio al paroxismo.
La mató él, es su culpa, por sus ansias de llegar al mundo antes de tiempo. Él es el malo, no yo. Yo soy un buen hombre. Sí, lo soy. Lo soy, lo soy, ¡lo soy! Respira agitado, se sirve más vino. Yo sólo quiero justicia, sólo quiero que pague. Deja el vaso con un golpe en la mesa, se levanta, las imágenes vuelven a su cabeza, obstinadas, cómplices. Cómo gritaba aquella noche, ¡Dios! Le destrozó las entrañas, la desangró, la reventó. No puedo, no puedo más. ¡No! ¡Basta! Coge la botella y bebe directamente. No pude ayudarla. Lo hizo a propósito, se adelantó porque no la quería a pesar de llevarlo en su vientre. Empieza a dar vueltas, alterado, inquieto, se frota la cara, el pelo, se lo arranca. Grita. ¡No puedo más, no puedo más, no puedo más, no puedo más! Tiene que pagar, esto tiene que acabar, me estoy volviendo loco. Es un asesino, ¿no ves su cara cuando le pegas? No se mueve, se queda ahí parado, mirándome, retándome. Llora, brama palabras sin sentido, se le juntan los mocos con las lágrimas, se le nubla la vista, la mente turbia, el corazón le golpea furioso en las sienes. Tiene la sangre podrida, sí, ese bastardo es el mismísimo Satanás. Tengo que acabar con él, sólo así descansaré. Soy un cobarde, tendría que haberlo hecho antes, aquella misma noche, tendría que haberle estampado los sesos contra la pared al malnacido. Estoy a tiempo, sí, todavía hay tiempo. Lo mato, lo mato, lo mato, no puedo más. Enardecido, ebrio de dolor y de locura, coge la escopeta.
Estas lindezas y otras muchas, empapadas en alcohol, durante horas, convirtieron al hombre en un ser de ira. Con la escopeta en las manos, tropezando, farfullando incoherencias, se dirigió a las cuadras en busca del chico. Allí lo encontró, alimentando a los animales, ajeno a todo. Estaba dispuesto a pegarle un tiro, dos, cien, pero no lo hizo. Le golpeó en la cabeza con la culata dejándolo inconsciente. ¿Pero qué haces? Se sorprendió Maldad. Los cerdos se lo comen todo, se dijo a sí mismo y, arrastrándolo, lo echó a las pocilgas.
Al día siguiente se despertó tiritando en el suelo de la casa. A su mente acudían fragmentos de un drama: el chico, los caballos, los cerdos, demasiado vino, una escopeta. No recordaba ningún disparo; la revisó, estaba allí tirada y, efectivamente, no la había usado. Llamó al chaval, sin respuesta. En su cuarto no estaba, ni en la cocina preparando el desayuno. Angustiado, se dirigió a los establos. Primero el gallinero; nada. En las cuadras tampoco. Un silencio imposible reinaba en la granja; empezó a sentir miedo. Los recuerdos de la noche anterior empezaron a asomar a su mente maltratada al mismo tiempo que escuchaba… nada: ni un relincho, ni un gruñido, ni tan solo el piar de las gallinas; debía acudir a la zahúrda. Llegó en dos zancadas y allí estaba el cuerpo del crío, tendido en el barro en posición fetal, arropado por las dos cerdas más grandes, las que más lechones le parían; alrededor se concentraba toda la piara. Al primer ladrido del chucho que lo acompañaba el niño despertó y lo miró. ¿Papá, qué ha pasado?
La sacudida de aquella mirada, la escena irreal y aquellas palabras fue tan violenta que Maldad fue expulsada al instante, sin apenas apercibirse de lo que estaba ocurriendo. No lo vio venir. A pesar de todo el trabajo, del tiempo, de los recursos invertidos, Redención ganó la partida. Ni un alma, ni la otra; ni la más vulnerable, ni la más pura. Perdió.
Si hubiera sido una persona, Maldad se hubiera encogido de hombros. Aunque sabía que nadie se redime en un instante, sencillamente no quería seguir en ello; demasiado trabajo. A por otra, candidatos no van a faltar.