Sentado frente a su escritorio, TC Miller masticaba su aburrimiento, y de paso un chicle, con la mirada perdida en el infinito encarnado en forma de pared necesitada de una mano de pintura, y con la mente en blanco mientras su dedo hacia rodar de forma reiterada la ruedita del ratón. Adelante y atrás. Adelante y atrás. Crick, crack. Crick, crack.
Por enésima vez, levantó la mirada hacia el reloj colgado en la pared (las 18:32, dos minutos más que la anterior vez que lo había consultado), suspiró y volvió a su anterior quehacer. Crick, crack. Crick, crack.
Si alguien le hubiera preguntado al sargento TC Miller cual sería la forma más cruenta que podría adoptar el infierno para las almas de los policías difuntos, el habría contestado sin dudar ni un segundo, escupiendo las palabras como quien escupe una avellana agusanada que se ha metido por descuido en la boca: “Informes. Una pila de informes”.
Y una pila de informes era lo que le observaba de forma socarrona desde la bandeja ”Priority” del flanco derecho de su escritorio. El contenido de la bandeja inferior, “ToDo”, había abandonado hacía tiempo la pretensión de formar una pila y se había acomodado a la condición de montón informe de papeles, pero se las arreglaba para manifestar con claridad que competía en aburrimiento y en hastío con el propio sargento aunque no tuviera ratón con el que jugar.
– ¡Sargento Miller! – la cabeza del capitán asomó por la puerta entreabierta de su despacho al fondo de la comisaría, a la vez que asomaba su mano y, a la altura de sus ojos, hacía con dos dedos el gesto que sustituía con eficiencia la frase no manifestada en voz alta –. Venga aquí. ¡Ya! –. El capitán era de pocas palabras, pero se las arreglaba bastante bien para hacer parecer que cada palabra suya era, en si misma, todo un discurso. O mejor dicho, toda una orden.
El sargento se levantó al instante y se dirigió con rapidez al despacho del capitán. Un gesto de obediente celeridad cuyo valor se veía un tanto menguado por el hecho de que huía con igual rapidez de la pila de informes que, podría jurarlo, le dedicó un rencoroso bufido de frustración a su paso.
– Entre y cierre la puerta – dijo el capitán mirando las luces de la ciudad por la ventana y nada más oir el chasquido de la misma movió un tanto su cabeza y su mirada, el reflejo de su mirada desde el cristal, se posó en el sargento diciendo todo lo necesario
– ¿Otro? – preguntó el sargento.
– Otro – confirmó el capitán dándose la vuelta –. En el primer distrito. La científica ya está allí. Que le acompañe… – aquí hizo una pausa para mirar por la cristalera de su despacho quienes estaban de guardia esa noche, y terminó: – … Martínez. Le darán la dirección exacta por el camino.
– ¿Martínez, señor?
– Martínez – confirmó el capitán –. ¿Hay algún problema? – añadió, haciendo que la pregunta se retorciera sibilina, se quitara la careta y afirmara lo contrario de lo que parecía preguntar.
– No, señor – confirmó el sargento. No era hombre de perder el tiempo en vano.
El sargento salió del despacho del capitán y, avanzando por la oficina hacia su escritorio, dijo:
– Martínez , coge tus cosas. Te vienes conmigo.
– ¡Si, SargentoMiller! – Lo dijo así, pronunciando las mayúsculas y de corrido, mientras se apresuraba a coger su chaqueta y salía corriendo detrás del sargento enfundando a toda prisa la pistola reglamentaria en su funda
En la comisaría central “sargento Miller” no eran dos palabras, eran un nombre. Al sargento TC Miller nadie lo llamaba “sargento” a secas. Los más veteranos del cuerpo tenían la prerrogativa especial de llamarle “Miller”. Nadie, excepto alguna vieja gloria ya jubilada y su familia, lo llamaba “TC”. “Thomas” era una palabra reservada para su ya anciana madre y siempre usada en tono admonitorio cuando esta consideraba necesario recordarle a su hijo la jerarquía natural y el correcto funcionamiento del mundo. En cuanto a “Cornellius” … “Cornellius” era una palabra que solo el diablo se atrevería a usar.
Su exesposa utilizaba otros términos para referirse a él, pero esa es otra historia.
No, no era nada personal. Era algo general. Veía en Martínez el típico producto de los bien alineados moldes de la factoría de figurines en que se había convertido con el tiempo la academia. Un nuevo abraza-manuales, alguien que no tendría instinto ni capacidad de investigación y que se limitaría a seguir todos y cada uno de los malditos pasos del manual de procedimiento y tomar nota de los resultados. Notas pulcras, limpias, con bella caligrafía, bien alineadas y estructuradas en apartados y capítulos, ideales para luego transcribirlas en el maldito informe. Y ahí se acabaría todo. En otro maldito informe.
Al aproximarse a la dirección del aviso se hizo visible el mare magnum de luces procedentes un buen número de coches patrulla y una ambulancia y dos furgonetas de los forenses que, arracimados, ocupaban buena parte de la calle frente a los altos y elegantes edificios residenciales. Aquella era una zona cara, no lujosa, pero si alejada de las posibilidades de la mayor parte de los habitantes de la ciudad, y por supuesto de los policías. Eso era bueno, pensó Miller. No porque la victima fuese rica, sino porque los ricos tenían por lo general miedo. Y el miedo significaba medidas de seguridad y, sobre todo, cámaras. Muchas cámaras.
– Martínez , encárgate de que los de uniforme localicen hasta la última cámara de vigilancia de los alrededores y consigan una copia de las grabaciones de los dos últimos días.
– Si, SargentoMiller. – Bueno, al menos no ha puesto ningún pero pensó Miller.
– Pero – ¡Mierda! – … ¿no sería mejor pedir una orden, SargentoMiller? – continuó Martínez .
– La orden ya la pediremos después, en el caso de que alguno de esos buenos ciudadanos no se preste voluntarioso a colaborar, ni antes ni después de que los chicos comenten entre si el laberinto burocrático que tiene montado hoy en día el ayuntamiento en licencias, inspecciones y cosas así. – Martínez le miró en silencio pero, para alivio de Miller, no dijo nada más.
Ambos se bajaron del coche y empezaron a andar en silencio hacia la cinta policial que cercaba uno de los portales. Al otro lado de la calle, tras otra fila de vallas, un nutrido grupo de periodistas que entre voces y gritos se afanaba en tomar toda la apariencia de un enjambre de avispas, en una maraña de cables, cámaras, focos, micrófonos y empujones. Sobre todo empujones. Una buena toma tiene más valor periodístico si las de la competencia están muy movidas.
Caminando hacia la zona acordonada, Miller y Martínez parecían una reencarnación del ying y el yang. El primero era alto, robusto – tirando para gordo, no hace falta engañarse –, de tez pálida con tintes rojizos en las mejillas y con un pelo rubio cada vez mas escaso; al segundo, enjuto y fibroso de complexión, le faltaba poco para ser denominado bajito y, con su cara morena y el pelo oscuro y rizado, parecía el prototipo de actor latino de los anuncios televisivos en la era de las políticas de diversidad racial. El primero, con un traje que hacía años que había visto sus mejores años , la corbata un poco aflojada y el botón del cuello desabrochado, caminaba un tanto desgarbado mirando al frente, con un gesto que dejaba a las claras que si a algún sitio no iba a mirar, ni muerto, era a la nube de periodistas que al verles llegar incrementaban aún más el griterío. Martínez no podía dejar de lanzar frecuentes miradas a los periodistas y de forma inconsciente, o no tanto, estiraba aun más su ya de por si erguido andar, y tocaba con la diestra el segundo botón del traje pulcro, impoluto y bien ajustado que, más que llevar, lucía. Con su sueldo el traje debía ser de cadena comercial, no hecho a medida. Pero todo se andaría.
Al traspasar el cordón policial, Miller hizo un gesto con el mentón, señalando a un grupo de agentes uniformados que formaban un circulo junto a la entrada, y Martínez se dirigió de forma diligente hacia ellos. Miller se quedó un momento parado, suspiró, se pasó la mano por la frente, extrajo un paquete de tabaco del bolsillo interior de la chaqueta, y se puso a rebuscar entre los bolsillos a la caza y captura de un encendedor. Quería tomarse una pausa y prepararse para el escenario que, como bien sabía, le esperaba en el interior. Cuando, tras varios intentos consiguió localizarlo, se puso un cigarrillo en la boca, lo encendió y se dispuso a fumarlo con parsimonia.
– ¡Miller! – insistió una voz chillona y demasiado conocida para su gusto.
– A tomar por culo – pensó Miller.
– ¡Miller!, ¡Miller! – insistía.
Con un suspiro de resignación, y una profunda calada al cigarrillo para armarse de paciencia, el sargento se acercó al periodista pero sin pedir al agente que le dejara pasar. Thuson era un puñetero incordio, pero era un incordio de fiar. Compartía con los policías la información que conseguía por su cuenta, y nunca publicaba nada de lo que le estos le contaban si no tenía su permiso expreso.
– ¿Qué quieres, Mark? Esta noche no estoy de humor.
– ¡Vaya novedad, Miller!, esa sí que es una noticia para sacar una edición especial … – Iba a continuar con la gracia, pero una mirada a la expresión de Miller le convenció de que era mejor dejarlo estar –. Me dicen que ha habido un asesinato.
– Eso parece, ¿verdad? Hay un cordón policial, están los forenses, hemos venido los de homicidios… Si, eso parece.
– También me dicen que ha sido un asesinato… un tanto especial, digamos.
– No sé qué decirte, Mark. Aún no he subido.
– Y que no ha sido el único en los últimos tiempos – continuó el periodista –. ¿Algo que decir al respecto?
– Si, que en esta maldita ciudad hay asesinatos todos los días, y que todos son especiales. Al menos para las víctimas.
– No me tomes el pelo, Miller. Me han dicho que ha habido varios asesinatos con un mismo patrón. ¿Tenemos un asesino en serie en el vecindario, Miller?
– De verdad, Mark, que no se qué decirte. Aún no tengo ninguna información sobre este caso.
– Bueno, entonces me quedaré por aquí, esperando a que bajes.
Miller miró al cielo con gesto de desesperación, apuró la última calada al cigarrillo, lo tiró al suelo apagándolo con el tacón del zapato y aprovechó el movimiento del pie para darse la vuelta e ir hacia el portal. Martínez seguía hablando con los agentes uniformados, quienes parecía que tenían la intención de ponerle difícil a un novato lo de dar órdenes así que, sacando de nuevo el paquete de tabaco, se dispuso a fumarse otro cigarro mientras esperaba a Martínez . Este sí, sin nadie que le incordiara.
Si es que encontraba el maldito encendedor, claro está.
La puerta de esta se abría a un gran vestidor a la derecha, a la izquierda un cuarto de baño donde se afanaba otro técnico de la científica, y más adelante el propio dormitorio con una cama Queen Size a un lado, un gran televisor en la pared de enfrente y en medio, en el amplio espacio que separaba la pared de los pies de la cama, estaba ella.
Envuelta en parte en un sudario de plástico translucido con evidentes manchas de sangre, la victima soportaba impertérrita miradas y comentarios de los policías que la rodeaban e incluso los atrevimientos de la forense que, en ese momento, extraía la sonda del termómetro que había clavado en su abdomen.
– Entre seis y ocho horas – dijo al aíre vacío, y se levantó limpiando de forma metódica la sonda con un papel que después introdujo en una bolsa de desechos junto a su maletín y guardó en este el termómetro.
– ¿Qué opina, doctora? – preguntó Miller mientras daba un par de pasos dentro del dormitorio. Martínez, a su espalda, ya había sacado una libreta y empezaba a tomar notas.
– ¡Ah, Miller! Ya me estaba preguntando cuanto tardaría en llegar – contestó la forense dándose la vuelta para mirar al sargento. Era una mujer de mediana edad, de rasgos agraciados, pero cuya cara se las arreglaba de alguna forma para reflejar el vacío de la muerte con la que trabajaba a diario –. Hay que hacer la autopsia para confirmarlo, pero no tengo ninguna duda de que se trata de ese hijoputa.
– ¿El mismo modus operandi? – dijo el sargento mirando de soslayo a algunos de los agentes allí presentes. Menos orejas enteradas eran menos bocas descuidadas. Martínez seguía tomando notas.
– Si, la misma mierda de siempre – contestó la doctora con acritud entendiendo las intenciones del sargento–, con todos los putos detalles de siempre. Y me temo que todos estos – continuó mientras su dedo índice describia un amplio arco en dirección a los agentes de la científica que se afanaban por todo el apartamento – están malgastando tiempo y esfuerzos en vano. El lugar aparenta estar tan limpio como siempre.
– Eso me temo, pero bueno… a todos nos pagan por ello – dijo cogiendo unos guantes de látex de una caja que había dejado la doctora sobre la cama, mientras observaba que Martínez ponía un título recuadrado al próximo capítulo de sus notas.
Un par de horas mas tarde, Miller y Martínez cruzaban de nuevo el portal del edificio. El sargento con el alma llena de hastío, Martínez con la libreta llena de notas. Al traspasar el umbral de la puerta los recibió un inmenso clamor de ruidos y luces. A los gritos y destellos de flashes y focos procedentes de la marabunta de periodistas, se sumaban las luces de los coches patrulla que aun quedaban en los alrededores, el ruido del tráfico que, avaricioso, había recuperado la posesión de la calle y, para colmo, los aullidos de algún chucho callejero suelto por los alrededores. Y a pesar de todo ello, Miller no tardó en percibir la presencia de Thuson entre dos coches de policía, agazapado como la comadreja que era a la espera de cualquier retazo de información que pudiera cazar.
Sin mirar a ningún sitio en concreto, y sabiéndose centro de atención de muchas miradas y más de un objetivo, levantó la mano derecha y con el dedo corazón estirado masajeó su entrecejo arriba y abajo, de forma repetida. Con un suspiro de cansancio, metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó las llaves del coche y se las dio a Martínez.
– Lleva el coche a la comisaría – dijo y sin esperar respuesta se dio la vuelta y empezó andar –. Mañana a primera hora quiero ver ese informe – añadió.
A Miller le gustaba ir allí precismamente por eso, porque allí nada cambiaba. Ni el local ni los parroquianos, el ambiente y la bebida se encargaba de espantar a cualquiera que, por error, entrara allí con intención lúdica. A O´Hara’s se iba a beber, solo y en silencio, y a olvidar lo que ocurría fuera de aquella puerta.
Pasaba ya la media noche cuando, unos cuantos dobles después de entrar, Miller salió del local sin haber conseguido más que, si acaso, enturbiar algún que otro recuerdo y echó a andar hacia su casa que estaba a unas manzanas de allí.
Tras un buen rato caminando por las calles, el aire fresco consiguió despejar un poco el marasmo de su alma y poco a poco, con el trasfondo del ruido cotidiano de las calles, su ánimo empezó a sintonizar con el pulsante ritmo de la ciudad, impersonal e inclemente pero vibrante. Paso a paso fue enderezando su postura, avivando el ritmo de su caminar, y endureciendo el gesto de su rostro. Si, todo a su alrededor era un asco, una mierda incluso. Nadie le esperaba en casa, amigos tenía pocos, nadie en el trabajo le echaría mucho de menos si no volviera. Eso no importaba. De hecho, nunca había importado de hecho y es posible que por no importar hubiera acabado siendo así. Miller tenía un objetivo, y eso era lo importante. Iba a cazar a ese hijo de puta, tarde o temprano lo iba a cazar.
Con otro ánimo, al llegar a la altura de la entrada del suburbano y aprovechando la claridad de sus luces, Miller se paró un momento, echó mano de la cajetilla de tabaco, se llevó un cigarrillo a la boca y empezó a buscar el encendedor por los bolsillos. Tras varios infructuosos intentos, levantó la cabeza con un rictus contrariado y se fijó de forma casual en un individuo que acababa de subir las escaleras de la estación. Sus miradas se cruzaron un momento, apenas un segundo, pero una corriente pareció cruzar entre ambos. El gesto del hombre, ensimismado en sus propios pensamientos, se transformó primero en una expresión de sobresalto, de desconfianza. Luego, viendo a Miller rebuscando en sus bolsillos, el entendimiento relajó su cara que acabó iluminándose con una tenue sonrisa de comprensión, casi de camaradería.
– ¿Necesita fuego? – preguntó acercándose, y ante el asentimiento de Miller sacó un encendedor del bolsillo y se lo tendió.
Miller cogió el encendedor, sobrio, pesado, con la presencia del oro macizo, y encendió su cigarrillo mientras musitaba un agradecimiento.
– Nada como un cigarrillo para hacernos ver claro entre las tribulaciones, ¿verdad? – dijo el hombre.
– Si, supongo que si – respondió Miller un tanto confundido mientras le devolvía el encendedor.
El hombre lo recogió, lo guardó en su bolsillo, hizo un asentimiento de cabeza a modo de despedida y se marchó andando calle abajo. Miller lo miró un momento. –¿Qué significarán las iniciales C.M. – pensó por un breve momento, pero enseguida apartó el encuentro de su mente, se dio la vuelta y siguió andando con aire resuelto hacia su casa. Al día siguiente tenía muchas cosas que hacer. Tenía un asesino al que cazar.