CN2 - Recital en Nochebuena - Tadeus Nim
Publicado: 01 Ene 2014 13:23
Recital En Nochebuena
La música descansa, el silencio atrona.
–¡Venga! Que alguien proponga una frase –exclama, casi en un grito, el artista del “bar-restaurante-espectáculo”–. Con ella compondré una canción sobre la marcha... ¡Usted! ¡Sí! ¡Usted!
A mí esta clase de sitios nunca me han gustado. Y menos en estas fechas. Estos espectáculos en directo tienen un aire entre cutre y patético que hace que se me atragante la cena. Rebajan la calidad de los platos –creerán que no nos damos cuenta– y, de remate, la vergüenza ajena me hace un nudo en el estomago; al final, ni ceno ni me divierto. Eso sí, pagar sí pago. Y bebo. A precio de Nochebuena.
Al menos hoy merece la pena. La chica morena que me acompaña, y que se ha empeñado en venir hasta este antro de mala muerte, merece la pena. Antes de salir del taxi, en la puerta del garito, me ha dado una promesa que he metido en el bolsillo de mi pantalón. Lo tanteo y me deleito en el calor que aún conserva. Me llevo la mano a la cara, como pensando. El aroma en mis dedos confirma la promesa.
Estos sitios tienen la ventaja de que mientras dura el espectáculo no he de mantener una charla interesante. A veces eso es casi imposible con alguna de mis invitadas. Sus virtudes son otras que la de la conversación. Para hablar ya tengo el móvil. A mi teléfono móvil, por mucho que me guste, que me gusta, no le voy a hacer arrumacos detrás de la oreja en la cama. A la morena sí. Seguro.
El artista ha preguntado a uno que tiene la misma cara de fastidio que yo, pero al que no le acompaña una deliciosa compensación como a mí. Después de mirar, resentido, a su pareja –a la que no sé cómo definir–, y pensar un par de segundos, se dispone a levantarse y cumplir con la misión encomendada por el artista. Ganándole por la mano, otro espectador ya está en pie. El arranque del espontáneo le congela y le hace desistir pese a la mirada de sorprendido desprecio de su acompañante.
–En nido ajeno, uno no se mete, aunque en ese momento esté vacío –Al oír eso, el artista levanta las cejas. Lejos de venirse abajo con la frasecita de marras, intenta con su mejor sonrisa salir del paso.
–¡Un nido! Una canción con: ¡Un nido! –canturrea el artista, intentando huir entre las mesas y rogando que arranque la música de la banda. Quiere ganar el escenario. Cree que en él estará a salvo.
–¡No, no, de eso nada! –grita el espectador espontáneo, en pie, señalándolo con el dedo mientras está bajo la severa y justiciera mirada de la acompañante del tipo al que ha usurpado su instante de gloria; podría ser su madre después de una trastada si no tuvieran edades tan similares–, ¿no querías frase? Pues úsala entera.
–Estamos aquí para divertirnos. ¡Divirtámonos! ¿Quién quiere una canción con un nido?
–He-dicho-que-uses-la-frase-que-te-he-dado.
El tono y la cadencia con que “el agrio”, así lo he bautizado, pronuncia esas palabras, congelan el restaurante-teatro y a toda su clientela. Salvo a mi acompañante, que le brillan los ojos (interesante), y a mí, que por fin me divierto.
Un par de gorilas de la casa comienzan una maniobra envolvente sobre ”el agrio”. El artista sigue congelado con esa sonrisa que a cada instante que pasa se manifiesta más forzada y falsa. Los gorilas se paran a una señal de un señor bajito y gordo con pajarita blanca: debe ser el propietario o, como mínimo, el jefe de sala. “El agrio”·va a terminar siendo alguien.
No va a llegar la sangre al río. Salvo la del artista, al que ya la sonrisa no le aguanta más y se ha convertido en una mueca; trasluce pavor. De algo se acaba de dar cuenta. O sabe quién es “el agrio” y debería haberse quedado en casa, o lo adivina y debería haberse quedado en casa hacia unas noches. La vida del escenario es muy dura. Nunca sabes en la cama de la hija de quién se mete uno hasta que es demasiado tarde. O de la esposa. Podría ser otra cosa, pero es que soy un romántico.
Nos puede pasar a todos. Porque, ¿quién no es un poco artista? A este, creo, le queda poco como tal.
“El agrio” mueve su mano derecha sin que la manga de su chaqueta lo aprecie. Es un gesto tan enérgico como discreto. De las dos mesas de al lado se levantan cuatro individuos que pasarían por respetables si fueran otros y no les sentaran tan mal los trajes. Parece que se los han intercambiado. Ahora son ellos los que hacen la maniobra envolvente.
El orondo bajito de la pajarita blanca hace una señal al director de la banda. Este levanta un brazo y al bajarla el turbio silencio es acallado, por fin, por una trepidante pieza ejecutada con más intención que acierto. Pasable para este garito.
–¡Vamos al lavabo! –Estalla en mi oreja izquierda– ¡Venga!
Cuando veo cómo le brillan los ojos tras la demostración de “el agrio”, y el consiguiente achantamiento del artista, confirmo que la morena tiene la sangre caliente. ¿Cuánto? Pronto lo descubriré. La noche puede terminar siendo buena de verdad.
Agarro al vuelo una botella de champán. El camarero, obnubilado por la actuación, me mira confuso, vuelve la mirada al escenario y otra vez a mí. Le pago la botella con un guiño mientras soy arrastrado de la mano por la urgente morena. Al servicio de señoras.
Riego sus pechos con espuma. Sería una sirena si no me envolviese con sus piernas. Me marca la espalda por primera vez al recibir el helado efervescente mientras sus pezones alcanzan el color del arándano. Me escuece la espalda. Cosa que me enerva aún más. Gruño al compás de mis empellones. Y me congelo.
La puerta del servicio se abre de golpe y entran varias personas. Nos protege la puerta de uno de los cubículos del baño. Le pongo a la morena la mano en la boca y aprovecha para morderme, con ojos de loca, y estrangularme sin manos: las tiene ocupadas pellizcando cada vez más fuerte mis pezones. La miro serio, quieto. Me devuelve la mirada con sus ojos brillantes, entornados, sonríe con los dientes descubiertos y las mandíbulas tensas. Me empuja hacia ella con sus pantorrillas cuando “el agrio” habla al otro lado de la delgada e incompleta, por arriba y por abajo, puerta que nos separa de la “reunión” que debe estar a punto de empezar.
Gritos y golpes. La morena arranca el espumillón que adorna la pared sobre nuestras cabezas arqueándose y poniendo un pecho en mi boca. Lo muerdo con los dientes y el labio inferior. Se retira y pone el festivo adorno sobre mi nuca. La puñetera me estrangula con él y siento cómo vuelve al cielo una vez más. Fuera, donde los lavabos, sigue la fiesta al ritmo de la música que llega de la sala. Con la que tienen montada es normal que no nos oigan. Menos gritos pero más golpes. “El agrio” hace los coros: –¡¿Ya no cantas pájaro?! ¡Canta ahora, gorrión!
Silencio. Envuelve el último golpe como un punto final. Un desplome. Una pierna asoma insolente por debajo de la puerta que nos protege. Zapato negro, calcetín blanco de hilo, liguero de pantorrillas negro y el bajo, dos cuartas más arriba de donde debería estar, de los pantalones rojos del artista. La puerta del servicio, abierta a la sala, va engullendo a los que por ella salen. Se van y nos dejan el regalito. La morena está hipnotizada con el tobillo del artista. Siento cómo, no lo creía posible, se deshace aún más. Y más.
–Feliz Navidad –dice “El Agrio” y cierra la puerta. Casi se me escapa un “igualmente”.
La morena me mira, loca. Me da hasta miedo. Me abraza y se pega a mí. Me muerde la oreja. Tendré que revisármela, por si se ha llevado algo entre los dientes. Lejos de cortarme el rollo lo acrecienta aún más. Baja sus manos a mis glúteos, que tenso instintivamente. Me agarra el culo y marca un ritmo desquiciado. Ya no aguanto más. Y me vuelve a marcar en el momento culminante.
Me miro en el espejo del baño del apartamento alquilado días atrás. Los arañazos de mi espalda, además de certificar lo real de una fantasía consumada, dibujan una especie de alas: del centro, justo debajo de mis omóplatos hacia arriba, hasta los hombros y, desde allí, hacia abajo hasta los riñones. Simétricos. Perfectos. Podría echar a volar si no fueran un bajorrelieve en mi piel. Mi cuello es un sembrado de marcas de mordiscos y el lóbulo de mi oreja derecha tiene dos heridas feas y costrosas de sangre. Lo peor es mi culo. Cuatro rayas horizontales y profundas en cada cachete. Me escuece la espalda y el culo. Y los pezones. La camisa blanca y los calzoncillos de satén blanco, que siempre uso con el esmoquin, lucen navideños adornos carmesíes. Como debe ser, hoy es Navidad. Entro en la ducha y es un suplicio, aun así me enervo recordando a la morena loca que me regaló la mejor compañía que he tenido nunca.
Me seco con mucho cuidado. Recordándola. Cómo la conocí. Tan recatada. Los destellos que se le escapaban de esos ojos negros que me cautivaron. No intentó justificarse. Me contrató. Aceptó mi precio y cumplí. Me encanta esa dualidad. Tan seria. Tan desatada. La violencia la excita, ¡y cómo! Cuando volvimos al apartamento adiviné un atisbo de culpa que repudió y olvidó en un instante entre mis brazos. La señora que quiere ser cuida, en ocasiones infructuosamente, de la mujer que es. La mujer, esta noche, ha podido con la señora. Me fascina.
Salgo del baño al dormitorio. No está la morena. La echo de menos. En su lugar hay una rubia. La peluca yace en el suelo, despeinada. La contemplo. Me pongo a recoger mi ropa tirada por el suelo. Del bolsillo de mi pantalón desborda un espumillón de encaje negro. Son las bragas que me dio antes de salir del taxi en la puerta del garito. Me vuelvo y la miro. Sus medias aun están atadas a sus muñecas y el liguero a su cuello. Doy la vuelta a la cama para contemplar su espalda. El vértigo de su cintura me envuelve.
Está como un bebé. Encogida. De lado. La sábana cubre sus caderas. Con mucho cuidado la retiro. Quiero contemplar, una vez mas, toda la belleza que emana de la, ahora, rubia. Su sexo, arropado por las curvas de sus glúteos y del interior de sus muslos, está encarnado. Lo grabo en mi memoria.
Me visto despacio. El roce de la ropa en mis heridas me satisface a la vez que me tortura. Abro el armario del dormitorio y saco dos maletas. Pesan.
La ahora rubia está sentada en la cama mirando las maletas. Me mira. Recoge la sábana y se cubre las piernas. Cierra con fuerza los puños que la agarran hasta su regazo permaneciendo allí.
–¿Qué vas a hacer con él?
–No creo que debas saberlo.
–No me has preguntado en ningún momento por qué.
–No.
–Lo de anoche...
–Eres una mujer libre y sin compromiso... Desde ayer tarde.
–Sí.
–Lo de anoche tómalo como lo tomo yo.
–¿Cómo?
–Como un regalo de Navidad.
Madrid, diciembre 2013
La música descansa, el silencio atrona.
–¡Venga! Que alguien proponga una frase –exclama, casi en un grito, el artista del “bar-restaurante-espectáculo”–. Con ella compondré una canción sobre la marcha... ¡Usted! ¡Sí! ¡Usted!
A mí esta clase de sitios nunca me han gustado. Y menos en estas fechas. Estos espectáculos en directo tienen un aire entre cutre y patético que hace que se me atragante la cena. Rebajan la calidad de los platos –creerán que no nos damos cuenta– y, de remate, la vergüenza ajena me hace un nudo en el estomago; al final, ni ceno ni me divierto. Eso sí, pagar sí pago. Y bebo. A precio de Nochebuena.
Al menos hoy merece la pena. La chica morena que me acompaña, y que se ha empeñado en venir hasta este antro de mala muerte, merece la pena. Antes de salir del taxi, en la puerta del garito, me ha dado una promesa que he metido en el bolsillo de mi pantalón. Lo tanteo y me deleito en el calor que aún conserva. Me llevo la mano a la cara, como pensando. El aroma en mis dedos confirma la promesa.
Estos sitios tienen la ventaja de que mientras dura el espectáculo no he de mantener una charla interesante. A veces eso es casi imposible con alguna de mis invitadas. Sus virtudes son otras que la de la conversación. Para hablar ya tengo el móvil. A mi teléfono móvil, por mucho que me guste, que me gusta, no le voy a hacer arrumacos detrás de la oreja en la cama. A la morena sí. Seguro.
El artista ha preguntado a uno que tiene la misma cara de fastidio que yo, pero al que no le acompaña una deliciosa compensación como a mí. Después de mirar, resentido, a su pareja –a la que no sé cómo definir–, y pensar un par de segundos, se dispone a levantarse y cumplir con la misión encomendada por el artista. Ganándole por la mano, otro espectador ya está en pie. El arranque del espontáneo le congela y le hace desistir pese a la mirada de sorprendido desprecio de su acompañante.
–En nido ajeno, uno no se mete, aunque en ese momento esté vacío –Al oír eso, el artista levanta las cejas. Lejos de venirse abajo con la frasecita de marras, intenta con su mejor sonrisa salir del paso.
–¡Un nido! Una canción con: ¡Un nido! –canturrea el artista, intentando huir entre las mesas y rogando que arranque la música de la banda. Quiere ganar el escenario. Cree que en él estará a salvo.
–¡No, no, de eso nada! –grita el espectador espontáneo, en pie, señalándolo con el dedo mientras está bajo la severa y justiciera mirada de la acompañante del tipo al que ha usurpado su instante de gloria; podría ser su madre después de una trastada si no tuvieran edades tan similares–, ¿no querías frase? Pues úsala entera.
–Estamos aquí para divertirnos. ¡Divirtámonos! ¿Quién quiere una canción con un nido?
–He-dicho-que-uses-la-frase-que-te-he-dado.
El tono y la cadencia con que “el agrio”, así lo he bautizado, pronuncia esas palabras, congelan el restaurante-teatro y a toda su clientela. Salvo a mi acompañante, que le brillan los ojos (interesante), y a mí, que por fin me divierto.
Un par de gorilas de la casa comienzan una maniobra envolvente sobre ”el agrio”. El artista sigue congelado con esa sonrisa que a cada instante que pasa se manifiesta más forzada y falsa. Los gorilas se paran a una señal de un señor bajito y gordo con pajarita blanca: debe ser el propietario o, como mínimo, el jefe de sala. “El agrio”·va a terminar siendo alguien.
No va a llegar la sangre al río. Salvo la del artista, al que ya la sonrisa no le aguanta más y se ha convertido en una mueca; trasluce pavor. De algo se acaba de dar cuenta. O sabe quién es “el agrio” y debería haberse quedado en casa, o lo adivina y debería haberse quedado en casa hacia unas noches. La vida del escenario es muy dura. Nunca sabes en la cama de la hija de quién se mete uno hasta que es demasiado tarde. O de la esposa. Podría ser otra cosa, pero es que soy un romántico.
Nos puede pasar a todos. Porque, ¿quién no es un poco artista? A este, creo, le queda poco como tal.
“El agrio” mueve su mano derecha sin que la manga de su chaqueta lo aprecie. Es un gesto tan enérgico como discreto. De las dos mesas de al lado se levantan cuatro individuos que pasarían por respetables si fueran otros y no les sentaran tan mal los trajes. Parece que se los han intercambiado. Ahora son ellos los que hacen la maniobra envolvente.
El orondo bajito de la pajarita blanca hace una señal al director de la banda. Este levanta un brazo y al bajarla el turbio silencio es acallado, por fin, por una trepidante pieza ejecutada con más intención que acierto. Pasable para este garito.
–¡Vamos al lavabo! –Estalla en mi oreja izquierda– ¡Venga!
Cuando veo cómo le brillan los ojos tras la demostración de “el agrio”, y el consiguiente achantamiento del artista, confirmo que la morena tiene la sangre caliente. ¿Cuánto? Pronto lo descubriré. La noche puede terminar siendo buena de verdad.
Agarro al vuelo una botella de champán. El camarero, obnubilado por la actuación, me mira confuso, vuelve la mirada al escenario y otra vez a mí. Le pago la botella con un guiño mientras soy arrastrado de la mano por la urgente morena. Al servicio de señoras.
Riego sus pechos con espuma. Sería una sirena si no me envolviese con sus piernas. Me marca la espalda por primera vez al recibir el helado efervescente mientras sus pezones alcanzan el color del arándano. Me escuece la espalda. Cosa que me enerva aún más. Gruño al compás de mis empellones. Y me congelo.
La puerta del servicio se abre de golpe y entran varias personas. Nos protege la puerta de uno de los cubículos del baño. Le pongo a la morena la mano en la boca y aprovecha para morderme, con ojos de loca, y estrangularme sin manos: las tiene ocupadas pellizcando cada vez más fuerte mis pezones. La miro serio, quieto. Me devuelve la mirada con sus ojos brillantes, entornados, sonríe con los dientes descubiertos y las mandíbulas tensas. Me empuja hacia ella con sus pantorrillas cuando “el agrio” habla al otro lado de la delgada e incompleta, por arriba y por abajo, puerta que nos separa de la “reunión” que debe estar a punto de empezar.
Gritos y golpes. La morena arranca el espumillón que adorna la pared sobre nuestras cabezas arqueándose y poniendo un pecho en mi boca. Lo muerdo con los dientes y el labio inferior. Se retira y pone el festivo adorno sobre mi nuca. La puñetera me estrangula con él y siento cómo vuelve al cielo una vez más. Fuera, donde los lavabos, sigue la fiesta al ritmo de la música que llega de la sala. Con la que tienen montada es normal que no nos oigan. Menos gritos pero más golpes. “El agrio” hace los coros: –¡¿Ya no cantas pájaro?! ¡Canta ahora, gorrión!
Silencio. Envuelve el último golpe como un punto final. Un desplome. Una pierna asoma insolente por debajo de la puerta que nos protege. Zapato negro, calcetín blanco de hilo, liguero de pantorrillas negro y el bajo, dos cuartas más arriba de donde debería estar, de los pantalones rojos del artista. La puerta del servicio, abierta a la sala, va engullendo a los que por ella salen. Se van y nos dejan el regalito. La morena está hipnotizada con el tobillo del artista. Siento cómo, no lo creía posible, se deshace aún más. Y más.
–Feliz Navidad –dice “El Agrio” y cierra la puerta. Casi se me escapa un “igualmente”.
La morena me mira, loca. Me da hasta miedo. Me abraza y se pega a mí. Me muerde la oreja. Tendré que revisármela, por si se ha llevado algo entre los dientes. Lejos de cortarme el rollo lo acrecienta aún más. Baja sus manos a mis glúteos, que tenso instintivamente. Me agarra el culo y marca un ritmo desquiciado. Ya no aguanto más. Y me vuelve a marcar en el momento culminante.
Me miro en el espejo del baño del apartamento alquilado días atrás. Los arañazos de mi espalda, además de certificar lo real de una fantasía consumada, dibujan una especie de alas: del centro, justo debajo de mis omóplatos hacia arriba, hasta los hombros y, desde allí, hacia abajo hasta los riñones. Simétricos. Perfectos. Podría echar a volar si no fueran un bajorrelieve en mi piel. Mi cuello es un sembrado de marcas de mordiscos y el lóbulo de mi oreja derecha tiene dos heridas feas y costrosas de sangre. Lo peor es mi culo. Cuatro rayas horizontales y profundas en cada cachete. Me escuece la espalda y el culo. Y los pezones. La camisa blanca y los calzoncillos de satén blanco, que siempre uso con el esmoquin, lucen navideños adornos carmesíes. Como debe ser, hoy es Navidad. Entro en la ducha y es un suplicio, aun así me enervo recordando a la morena loca que me regaló la mejor compañía que he tenido nunca.
Me seco con mucho cuidado. Recordándola. Cómo la conocí. Tan recatada. Los destellos que se le escapaban de esos ojos negros que me cautivaron. No intentó justificarse. Me contrató. Aceptó mi precio y cumplí. Me encanta esa dualidad. Tan seria. Tan desatada. La violencia la excita, ¡y cómo! Cuando volvimos al apartamento adiviné un atisbo de culpa que repudió y olvidó en un instante entre mis brazos. La señora que quiere ser cuida, en ocasiones infructuosamente, de la mujer que es. La mujer, esta noche, ha podido con la señora. Me fascina.
Salgo del baño al dormitorio. No está la morena. La echo de menos. En su lugar hay una rubia. La peluca yace en el suelo, despeinada. La contemplo. Me pongo a recoger mi ropa tirada por el suelo. Del bolsillo de mi pantalón desborda un espumillón de encaje negro. Son las bragas que me dio antes de salir del taxi en la puerta del garito. Me vuelvo y la miro. Sus medias aun están atadas a sus muñecas y el liguero a su cuello. Doy la vuelta a la cama para contemplar su espalda. El vértigo de su cintura me envuelve.
Está como un bebé. Encogida. De lado. La sábana cubre sus caderas. Con mucho cuidado la retiro. Quiero contemplar, una vez mas, toda la belleza que emana de la, ahora, rubia. Su sexo, arropado por las curvas de sus glúteos y del interior de sus muslos, está encarnado. Lo grabo en mi memoria.
Me visto despacio. El roce de la ropa en mis heridas me satisface a la vez que me tortura. Abro el armario del dormitorio y saco dos maletas. Pesan.
La ahora rubia está sentada en la cama mirando las maletas. Me mira. Recoge la sábana y se cubre las piernas. Cierra con fuerza los puños que la agarran hasta su regazo permaneciendo allí.
–¿Qué vas a hacer con él?
–No creo que debas saberlo.
–No me has preguntado en ningún momento por qué.
–No.
–Lo de anoche...
–Eres una mujer libre y sin compromiso... Desde ayer tarde.
–Sí.
–Lo de anoche tómalo como lo tomo yo.
–¿Cómo?
–Como un regalo de Navidad.
Madrid, diciembre 2013