CV2-Santoral - Tolomew Dewhust
Publicado: 11 Jul 2014 09:46
Santoral
El ser humano y su ego. Dioses pagados de autocompasión; dueños y señores de ese estado de actividad mal llamado vida. Clonación de entidades pluricelulares, criogenización de especímenes que aguardan una efímera resucitación, investigación con células madre, recuperación de especies extintas a través de compatibilidades en sus cadenas de ADN...
Pero, también, ejecutores implacables de Cloto, de Láquesis y de Átropos, las terribles parcas impertérritas de cuyas madejas pende el devenir de todo ente viviente. Antaño, compendio de jueces y verdugos inmortales con los que nos sentíamos identificados.
¿En qué momento transmutó la humanidad en inocuos ratones de laboratorio? Por desgracia, ahora es tarde para formular determinado tipo de cuestiones.
La plúmbea lluvia arribó a nuestras ciudades catorce días atrás. Cierto es que los más sabios del lugar se mostraron contrariados ante el insólito tono cobrizo que desprendía tal irrisorio bosquejo de nubarrones. Sin embargo, de ningún modo alcanzaríamos a adivinar lo que aquel líquido elemento tenía preparado para con nosotros: ninguna anotación precedente en la tradición popular que nos pusiera sobre aviso; se rescataron runas, se tradujeron manuscritos ancestrales que indiscretos se aovillaban en los estantes más inexpugnables de museos y bibliotecas; todo con el fin de hallar respuesta a una única pregunta... Demasiado tarde.
Al manto de nubes atezadas que tiñeron de castaño nuestro otrora cielo azul se le llamó “La niña pelirroja”. Aquí, en Barros Blancos, una pequeña localidad del Departamento de Canelones, en Uruguay, se ha estimado su llegada para las dieciocho horas, treinta y cuatro minutos del día de la fecha. Apenas si me quedan minutos para terminar de redactar esta breve necrológica, y entregarme al designio de entidades tal vez más divinas que aquellas a las que rezábamos en nuestros altares de madera.
La primera noticia sobre el singular fenómeno, que en un principio no pasó de anecdótico en los corrillos de meteorólogos y hombres del tiempo de los noticiarios, se tuvo en el sur de Miami. Lo cierto es que allí, una vez desatado, no dejó títere con cabeza: barrió literalmente la costa sin dejar tras de sí rastro de vida inteligente. Aún hoy los cuerpos se hacinan sin mesura en cada calle, sobre riadas de sangre entremezclada con el granate fluido caído del cielo con propiedades sobrenaturales. ¿Supervivientes? Sí, escasísimos. Reos del alienígena componente y aislados por completo del mundo exterior.
Nadie se atrevió a mover un dedo. “Compromiso”, “responsabilidad”, “empatía”, conceptos que desaparecieron del imaginario colectivo tras observar la devastación acaecida en la desdichada Florida. Ni tan siquiera la necesidad de comprender, o la frugal caridad cristiana... nada nos hizo mover un sólo músculo. Las naciones, doblegadas; los mercados, hundidos; el futuro de la humanidad, por ende, incierto.
Descubrimos que “La niña pelirroja” es simple mensajera; en su interior, una sustancia ignota hasta la fecha en el planeta Tierra se arroja salvaje sobre nosotros derramando caos, salpicando destrucción. Su caballo de Troya, el método elegido para nuestra aniquilación, las inacabables vías de baldosas que atraviesan el corazón de cada ciudad, de cada barrio...
Hoy sabemos que una baldosa cobra vida transcurridos exactamente dieciocho minutos tras su comunión con el corinto ingrediente, una vez este se ha derramado sobre sí. También que se comunican entre ellas; no son un ente homogéneo, pero sí parecen compartir un fin común.
En Miami, además, demostraron no carecer de creatividad a la hora de sesgar vidas humanas: decenas de miles de transeúntes, que acudían incautos a sus rutinarios quehaceres, enmudecieron súbitamente al comprobar que el pavimento se tambaleaba al punto de elevarse más de treinta centímetros de altura. Los puentes se poblaron de personas que habían sido “conducidas” allí en contra de su voluntad. Después fueron despedidas. Arrojadas. Precipitadas.
Otros corrieron distinta suerte, penaron durante menos tiempo al recibir sobre la testa el mortal impacto de una chacotera baldosa de cemento.
Como resultado del brutal ataque, en menos de cuarenta y ocho horas la población de Florida se vio reducida en un noventa por ciento.
“La venganza del hormigón”, otro de los términos que con más furor se extendió por las redes.
Lo estamos asimilando como buenamente podemos... Ha sido difícil, pero creemos distinguir un patrón, un común denominador en la conducta de tan estrafalario dislate: nuestros nombres.
No en todas las naciones ha afectado por igual esta quimera sin sentido: África se libró en gran medida por la ausencia de asfaltado en sus vías; Europa ha soportado el mayor castigo; en España, los Robin, Josua, Ethan, Oliver, Ian, Dante o Kevin cayeron como moscas. Por nuestra parte, hemos sacrificado a Domitila, Olimpia, Germelina, Cacerolo, Jovita, Beremundo..., en fin, cientos de miles de patriotas que han sucumbido al envite del fruto del mortero, la lechada y el cemento.
¿Qué sarcástico propósito se disimula tras estos históricos acontecimientos? ¿Qué ente sobrenatural ha decidido cercenar nuestras vidas, seccionar el hilo de lo que ahora realmente conocemos que somos: meros puchinelas en una tragicomedia que no alcanzamos a comprender?
Ya no importa.
Cierro por un instante los ojos. Vuelvo a ser el escuálido niño que sufría las burlas de sus compañeros en aquel vetusto patio de colegio; los coscorrones, las zancadillas, sus salivazos... Qué cabezón fuiste, papá, qué cabezón. “La estirpe de los Fucile. De padre a hijo”, aducías gustoso.
Sí. Hemos desenredado parte de esta madeja asesina: las cruentas baldosas acechan, destruyen, masacran a todo aquel cuyo nombre no se halle recogido en el santoral católico.
¿Por qué motivo? Inescrutable.
Mi suegra Orosia, Dios la tenga en su gloria, puede dar buena cuenta de ello. Con lo que yo la quería...
Hace día y medio que no tengo noticias de mi esposa, viajó a Montevideo por un asunto banal. El caso es que Sisina no responde al celular. Empiezo a pensar que tal vez no regrese.
La lluvia ha llegado. Es mi hora.
Me entrego a las calles sin prisa, cervezita en mano. Las baldosas saltan eufóricas. Parecen congratularse de que, justamente hoy, yo celebre mi santo, san Agapito.
¡Bendita tradición, papá, bendita tradición!
El ser humano y su ego. Dioses pagados de autocompasión; dueños y señores de ese estado de actividad mal llamado vida. Clonación de entidades pluricelulares, criogenización de especímenes que aguardan una efímera resucitación, investigación con células madre, recuperación de especies extintas a través de compatibilidades en sus cadenas de ADN...
Pero, también, ejecutores implacables de Cloto, de Láquesis y de Átropos, las terribles parcas impertérritas de cuyas madejas pende el devenir de todo ente viviente. Antaño, compendio de jueces y verdugos inmortales con los que nos sentíamos identificados.
¿En qué momento transmutó la humanidad en inocuos ratones de laboratorio? Por desgracia, ahora es tarde para formular determinado tipo de cuestiones.
La plúmbea lluvia arribó a nuestras ciudades catorce días atrás. Cierto es que los más sabios del lugar se mostraron contrariados ante el insólito tono cobrizo que desprendía tal irrisorio bosquejo de nubarrones. Sin embargo, de ningún modo alcanzaríamos a adivinar lo que aquel líquido elemento tenía preparado para con nosotros: ninguna anotación precedente en la tradición popular que nos pusiera sobre aviso; se rescataron runas, se tradujeron manuscritos ancestrales que indiscretos se aovillaban en los estantes más inexpugnables de museos y bibliotecas; todo con el fin de hallar respuesta a una única pregunta... Demasiado tarde.
Al manto de nubes atezadas que tiñeron de castaño nuestro otrora cielo azul se le llamó “La niña pelirroja”. Aquí, en Barros Blancos, una pequeña localidad del Departamento de Canelones, en Uruguay, se ha estimado su llegada para las dieciocho horas, treinta y cuatro minutos del día de la fecha. Apenas si me quedan minutos para terminar de redactar esta breve necrológica, y entregarme al designio de entidades tal vez más divinas que aquellas a las que rezábamos en nuestros altares de madera.
La primera noticia sobre el singular fenómeno, que en un principio no pasó de anecdótico en los corrillos de meteorólogos y hombres del tiempo de los noticiarios, se tuvo en el sur de Miami. Lo cierto es que allí, una vez desatado, no dejó títere con cabeza: barrió literalmente la costa sin dejar tras de sí rastro de vida inteligente. Aún hoy los cuerpos se hacinan sin mesura en cada calle, sobre riadas de sangre entremezclada con el granate fluido caído del cielo con propiedades sobrenaturales. ¿Supervivientes? Sí, escasísimos. Reos del alienígena componente y aislados por completo del mundo exterior.
Nadie se atrevió a mover un dedo. “Compromiso”, “responsabilidad”, “empatía”, conceptos que desaparecieron del imaginario colectivo tras observar la devastación acaecida en la desdichada Florida. Ni tan siquiera la necesidad de comprender, o la frugal caridad cristiana... nada nos hizo mover un sólo músculo. Las naciones, doblegadas; los mercados, hundidos; el futuro de la humanidad, por ende, incierto.
Descubrimos que “La niña pelirroja” es simple mensajera; en su interior, una sustancia ignota hasta la fecha en el planeta Tierra se arroja salvaje sobre nosotros derramando caos, salpicando destrucción. Su caballo de Troya, el método elegido para nuestra aniquilación, las inacabables vías de baldosas que atraviesan el corazón de cada ciudad, de cada barrio...
Hoy sabemos que una baldosa cobra vida transcurridos exactamente dieciocho minutos tras su comunión con el corinto ingrediente, una vez este se ha derramado sobre sí. También que se comunican entre ellas; no son un ente homogéneo, pero sí parecen compartir un fin común.
En Miami, además, demostraron no carecer de creatividad a la hora de sesgar vidas humanas: decenas de miles de transeúntes, que acudían incautos a sus rutinarios quehaceres, enmudecieron súbitamente al comprobar que el pavimento se tambaleaba al punto de elevarse más de treinta centímetros de altura. Los puentes se poblaron de personas que habían sido “conducidas” allí en contra de su voluntad. Después fueron despedidas. Arrojadas. Precipitadas.
Otros corrieron distinta suerte, penaron durante menos tiempo al recibir sobre la testa el mortal impacto de una chacotera baldosa de cemento.
Como resultado del brutal ataque, en menos de cuarenta y ocho horas la población de Florida se vio reducida en un noventa por ciento.
“La venganza del hormigón”, otro de los términos que con más furor se extendió por las redes.
Lo estamos asimilando como buenamente podemos... Ha sido difícil, pero creemos distinguir un patrón, un común denominador en la conducta de tan estrafalario dislate: nuestros nombres.
No en todas las naciones ha afectado por igual esta quimera sin sentido: África se libró en gran medida por la ausencia de asfaltado en sus vías; Europa ha soportado el mayor castigo; en España, los Robin, Josua, Ethan, Oliver, Ian, Dante o Kevin cayeron como moscas. Por nuestra parte, hemos sacrificado a Domitila, Olimpia, Germelina, Cacerolo, Jovita, Beremundo..., en fin, cientos de miles de patriotas que han sucumbido al envite del fruto del mortero, la lechada y el cemento.
¿Qué sarcástico propósito se disimula tras estos históricos acontecimientos? ¿Qué ente sobrenatural ha decidido cercenar nuestras vidas, seccionar el hilo de lo que ahora realmente conocemos que somos: meros puchinelas en una tragicomedia que no alcanzamos a comprender?
Ya no importa.
Cierro por un instante los ojos. Vuelvo a ser el escuálido niño que sufría las burlas de sus compañeros en aquel vetusto patio de colegio; los coscorrones, las zancadillas, sus salivazos... Qué cabezón fuiste, papá, qué cabezón. “La estirpe de los Fucile. De padre a hijo”, aducías gustoso.
Sí. Hemos desenredado parte de esta madeja asesina: las cruentas baldosas acechan, destruyen, masacran a todo aquel cuyo nombre no se halle recogido en el santoral católico.
¿Por qué motivo? Inescrutable.
Mi suegra Orosia, Dios la tenga en su gloria, puede dar buena cuenta de ello. Con lo que yo la quería...
Hace día y medio que no tengo noticias de mi esposa, viajó a Montevideo por un asunto banal. El caso es que Sisina no responde al celular. Empiezo a pensar que tal vez no regrese.
La lluvia ha llegado. Es mi hora.
Me entrego a las calles sin prisa, cervezita en mano. Las baldosas saltan eufóricas. Parecen congratularse de que, justamente hoy, yo celebre mi santo, san Agapito.
¡Bendita tradición, papá, bendita tradición!