CH1 Sin Piedad - Ororo (2º Jurado)
Publicado: 13 Oct 2014 18:14
«Barcelona, 14 de marzo de 1938
Querida Piedad,
Hace casi dos años que llegué a Barcelona. Sé con seguridad que no has leído ninguna de mis cartas, pero la necesidad de sentir tu presencia e imaginar tu voz en medio de este guirigay, me lleva a la desesperada idea de escribir a una ciega. Podría haberte leído mis cartas Francisca, la vecina, aunque sea medio sorda y grite más que un guacamayo en una jaula, pero habiendo estallado la guerra y sin intención de terminar, he tomado otra decisión. Me las como tras redactarlas. Sí, las engullo, devoro con pasión, saboreo hasta el último milímetro cuadrado pues, entre el hambre que paso y el recuerdo de tus labios diciéndome tan dulcemente, durante casi cuarenta años, que un día iba a tragarme mis palabras, es el uso más coherente que he logrado encontrar.
El ritual es siempre el mismo. Escribo cada una de ellas con sumo cuidado, con la pluma que mi hermano José me prestó el funesto día que llegué a la ciudad. Te escribo casi de manera automática, puesto que es como si estuviera conversando contigo, pero me esmero en pulir la caligrafía y en ponerte pequeñas pruebas de mi amor. Así pues, aunque tú nunca podrás constatarlo, redondeo los puntos de las íes y, ay amor, si pudieras verlo, no me dejo ni una sola tilde. Lo primero, por estética y demostrarte que, aunque muy en el fondo, soy un poco como un narciso contemplándose en las aguas; lo segundo, porque las enseñanzas en Lengua Española y los caños de don Ramón hicieron mella en mí desde chico.
Si pudieras leerlas, pajarillo mío, caerías en la cuenta de mis detalles. Que la unión entre algunas de las letras no es casual, que la busco; me esmero en enlazar de manera un tanto escandalosa algunas de ellas, llegando al extremo de hacer converger las letras que componen tu nombre como si te presentaras al inicio de cada misiva ante mí acurrucada, desnuda como naciste. Liberada de la oscuridad y el refajo que nunca he conseguido arrancarte del todo. Piedad, voy a parar, que en esta casa donde me dan cobijo habitan cinco criaturas que no merecen un tío desmedido.»
—¿Escuchasteis anoche los gritos? —preguntó a la mañana siguiente en el desayuno Aurora, la hija mayor.
—¡Cómo no! —contestó Rosita—. ¡Para no oírlos!
—Pero más que gritos era un jadeo, una queja, un ¡ah!, ¡ah!, ¡ah! continuo, ¿no? —concluyó Paquita, la más intelectual.
—¡Eso es! —coincidieron las cinco hijas—. Algún herido vagando por las calles…
«Barcelona, 15 de marzo de 1938
Querida Piedad,
No sé qué haría si no pudiera escribirte. Cada una de mis epístolas ocupa el espacio de una cuartilla y sé que sabrías perdonar el fastidioso membrete que corona cada una de las hojas. Son de la consulta del urólogo al que visitaba José a menudo, según me ha contado su mujer, y al que hace llegar, aun en estos tiempos de locos, pequeñas notas comentándole algunas dudas anatómicas. No te sé decir más por el momento puesto que cada vez que sale el tema él se entusiasma, pero ella se ensimisma llegando en todas las ocasiones al vahído, con lo cual, tema zanjado. Ya sabes que mi hermano ha sido siempre un pragmático y un poco chorizo, así que en cada visita se llevaba fajos enteros de dichas cuartillas que, con ningún tesón, custodiaba la recepcionista. Él lo achaca a su visión profética sobre el futuro bélico del país y la consecuente escasez de recursos; yo, a su racanería. Pensé en tachar el membrete para que no tuvieras el amargo asunto presente tan a menudo pero, tras llevarlo a la práctica en una ocasión, el manchón de tinta se me agarró a la garganta como un gato de uñas negras cuando procedí a ingerir la misiva. Por fortuna, durante el acceso de tos, el rumor de tu voz recordándome que algún día me las iba a tragar como puños consiguió soliviantar la amargura del momento.»
—Tío Dari, ¿ya estás otra vez hablando solo? —Unos ojos grandes y negros se clavaron en el hombre que declamaba en pijama en la salita.
—Ja, ja, ja… los locos hablan solos —sentenció la dulce voz de otra jovencita con los ojos idénticamente grandes y negros.
—¡Mercè! ¡Júlia! ¿Otra vez espiando al tío Dari? ¿Cómo tengo que deciros que no está bien interrumpir a los adultos? —La ira hablaba por sus agrietados labios.
—¿Qué decías de los puños? —se atrevió a preguntar una de las mellizas.
—¡Qué puños ni qué puñetas! ¡Aquí no se ha oído nada y se acabó! —Pero ni la amenaza ni la consiguiente carcajada ni los restos de papel humedecido colgando de su boca consiguieron atemorizar a sus sobrinas—. ¿Todavía seguís aquí? —confirmó después de volver en sí mientras se relamía.
—¡El tío Dari vino de visita y se quedó toda la guerra! ¡El tío Dari vino de visita y se quedó toda la guerra! —gritaron al unísono las almas más puras de la casa mientras echaban a correr por el pasillo.
«Barcelona, 16 de marzo de 1938
Querida Piedad,
Cada día siento más necesidad de contarte todo lo que me está sucediendo. No sólo por calmar el hambre, no seas malpensada. Es por sentirte cerca, también. Creo que mi hermano empieza a sospechar ante la demanda de cuartillas. En efecto, anoche, después de la paupérrima cena que el buen matrimonio puso a la mesa, tras ese agua sucia con lentejas y piedras a la que llaman potaje, me dispuse a escribirte una carta dulce, ligera, con un leve aroma a canela y vainilla. Ya sabes que gusto terminar los ágapes con un postrecito sencillo. Pues bien, cuando digería la carta de amor más tierna que mi mano había escrito y mis papilas gustativas catado, el manjar más preciado sobre la Tierra, el maná, el cuerpo de Cristo, hizo aparición mi hermano en la sala. No tuve más remedio que interrumpir el sagrado ritual que practico con devoción y tragarme el pedazo de papel sin poder degustarlo como tocaba. Me notó rudo, incluso alicaído, lo sé, y se percató de que no era el mejor momento para conversar conmigo, pero erraba. Lo que estaba era furioso, atormentado por su aparición e interrupción del pequeño placer de conversar contigo, amada mía. Pero no importó, pues había memorizado la misiva, como siempre hago tras escribirlas, y pude declamarla, no con el convencimiento de enamorarte si me hubieras escuchado, pero sí con la dignidad del que es paciente y tiene la gran suerte de digerir de una forma asombrosa la celulosa.»
—Por favor, no hagas que te lo pida de nuevo —suplicaba la cuñada.
—¿Sabes lo arriesgado que es acompañar a tu marido tal y como está la ciudad? —contestó el tío Dari—. Con suerte, al atravesar la calle Córcega, llegaremos ilesos a la consulta del tal doctor Palamós.
—No te lo pediría si no fuera necesario. Viniste de visita y…
—Sí, sí, lo sé. El tío Dari vino de visita y se quedó toda la guerra… ¿Pero tú crees que pudo intuir que esto iba a suceder? ¿Que una visita familiar a su hermano, su mujer y sus cinco hijas iba a acabar en tragedia?
—Lo sé, echas de menos a Piedad, pero ahora estás aquí y… y tengo que decirte que te he oído…
—¿Qué le está reprochando al tío Dari su cuñada? —interrogó fuera de sí.
—Que te he oído. Que hablas solo, que gritas. Declamas, en definitiva. Y que dejes de referirte a ti mismo en tercera persona, que me asusta.
—¡Tendrá base semejante acusación!
—No sigas fingiendo y hazme caso. Toma, mira bien esto.
Un esplendoroso fajo de cuartillas apareció ante el tío Dari. Eran de un blanco inmaculado, de una tersura que no recordaba haber palpado en remesas anteriores. Incluso podía olerlas. La pasta de la que estaban hechos los sueños.
—¿Me estás chantajeando? —balbuceó el tío Dari ante tamaño botín.
—Te estoy ayudando, simplemente —contestó ella aproximándose sigilosa como una sombra.
—No… no puedo espiar a mi hermano y es peligroso salir a la calle… es… pero… ¿De dónde las has sacado?
—Tengo contactos. Y puedo conseguir más. ¿No habrías pensado que las que traía tu hermano de la consulta eran las únicas existentes en el… mercado?
—No, no… claro… —El pobre tío Dari ni siquiera había reparado en ello. Su cuñada estaba ofreciéndole el paraíso, alcanzaría el Nirvana. Esa noche, tras la campaña que desarrollaría durante el día, cenaría algo distinto al caldo de piel de naranja y lechuga hervida. Celulosa de gran pureza, de alta calidad. —Acepto, cuñada.
—Bien —contestó retirando rápidamente las cuartillas y escondiéndolas bajo un paño de tela negra—. Mañana, tras la misión, serán tuyas.
«Barcelona, 18 de marzo de 1938
Querida Piedad,
El infierno existe y, efectivamente, está en la Tierra. Concretamente, en la consulta del doctor Palamós, que ha quedado completamente destruida por los bombardeos. Lo peor de todo, ¡maldita sea mi suerte!, es que ayer, justo cuando mi hermano José se disponía a hablar con el doctor y yo a tomar prestadas las escasas y laceradas cuartillas que quedaban esparcidas por el suelo de la sala de espera, todo se torció. Para empezar, la consulta es una tapadera. Allí dentro se bebe alcohol y se fuma tabaco, tomillo y todo lo que prenda. No fui capaz de verlo con mis propios ojos, pues a la primera calada tras varios chatos de vino, empecé a marearme un poco. Aquel sótano estaba oscuro y lleno de hombres corpulentos. La mayoría sin camisa y sudorosos, pues no hay ventilación. Sin embargo, cuando las risas comenzaron a ir en aumento y el ambiente se distendió, tuvieron que sacarme por no poder articular palabra. Qué vergüenza, Piedad. ¿Dónde quedó mi hombría?
Lo único que consiguió despertarme fue el sonido de las alarmas anunciando nuevos bombardeos sobre la ciudad y salimos corriendo hacia el refugio de Lesseps como pudimos. Allí echamos el resto de día, la tarde y la noche.
Maldigo las bombas, maldigo esta guerra y, ya verás, amor, que el día de ayer se recordará en la historia como una gran tragedia. Como el día en que no pude escribirte, que no pude recrearme relatándote mi día a día, las peleas con las mellizas que ya cuentan con diecisiete años y me vuelven loco. En resumen, el día en que me quedé sin mi Piedad, sin mi trocito de cielo de cada noche, sin el regusto azucarado del papel empapado en tinta que calma los rugidos de mi corazón. Y de mi estómago.»
«Barcelona, 19 de marzo de 1938
Querida Piedad,
Declamo hoy esta misiva con cierto aroma rancio a geranios y tierra mojada. Es lo único que he podido comer en todo el día después de pelearme, ya es mala suerte, con los pocos perros que quedan en la ciudad. Detectaron, al olfatearme, restos del caldo de a saber qué noche y, dominados por el hambre, hicieron añicos mi gabardina. Eso es lo de menos porque más tarde, otra jauría, esta vez de niños, me robaron hasta las medias que llevaba. No veas las risas que se echaron al descubrírmelas, Piedad. Te recordé en ese momento como nunca, tan vívida, tan enfadada, gritándome que a la calle siempre hay que salir con una muda limpia... Te veía ante mí, con la falda negra almidonada, con la blusa blanca que transparenta un poco (nunca me atreví a decírtelo). Una mano en la amplia cadera y la otra apoyada en la cintura, de igual anchura. Con el ceño fruncido, leyéndome la cartilla. Pero fue lo único que pude calzarme esa mañana. Mi cuñada y sus hijas no dan abasto en el lavadero, no tenía qué ponerme y cogí unas medias de Rosita. Qué vergüenza, qué risas las de los infames niños, qué crueldad. Ahí te veo señalándome con el dedo, mi elefanta, mi rinoceronta, ¿te acuerdas cuando jugábamos a eso? Yo te perseguía por la alcoba como un cazador y tú, sin ver tres en un burro, siempre lograbas escabullirte dejándome a pan y agua una noche más. Nunca comprendí cómo podías lograrlo, pero lo cierto es que pasaban los años y siempre te salías con la tuya.»
—¿Se puede? —preguntó una voz dulce y cantarina.
—¡Claro, Rosita! Pasa y siéntate —convidó el tío Dari al reconocer a la joven.
—Me envía mi madre para decirte que no nos quedan provisiones, que vengas mañana conmigo y las mellizas a por patatas y arroz.
—Cómo no, Rosita. Iré gustoso con vosotras.
—También quiere que me vigiles, pero eso lo dejaremos pasar, ¿verdad?
—¿Que te vigile, ángel de Dios? ¿Qué ocurrencias son esas?
—Bueno, yo… de vez en cuando… subo al terrado para charlar un rato con los soldados que allí se asientan y… bueno… mi madre no lo ve con buenos ojos. ¿Verdad que harás la vista gorda? —Esta última cuestión la expuso Rosita dejando asomar algo blanco del interior de su rebeca.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Donde las ametralladoras? Pero… ¿Qué ocultas? ¿Qué me enseñas? ¿Tú…?
—Sí, sé tu secreto. Conseguí cambiar una pizca de tabaco de mi padre por esto.
—¿Cómo…?
—Deja de preguntarte y contesta. Hazme el favor, tío Dari, viniste de visita y…
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Y me quedé toda la guerra! ¿Hasta cuándo os lo voy a tener que agradecer? —La furia le sobrepasó y una leve punzada advirtió a su corazón. —Está bien, niña, está bien. Trae eso aquí. Mi estómago está cerrado.
—¿Cómo?
—Mi boca, mi boca estará cerrada.
«Barcelona, 20 de marzo de 1938
Querida Piedad,
Si vieras esto… Dicen que en Mallorca la situación es más tranquila, confío en que estés bien y que la Francisca te tenga entretenida contándote cotilleos, como a ti te gusta. El día de hoy ha sido duro. Mientras Rosita se dedicaba a flirtear, como toca a sus veinte años, las mellizas y yo nos hemos ido a por comida. Las pobres han tenido que presenciar escabrosas escenas sobre la desesperación y resquebrajamiento humanos. Te lo cuento. De camino a las patatas, se veía la cola de gente esperando. El día era ventoso y a mis cincuenta y nueve años, una mala corriente puede ser fatal. Pues bien, llevaba a Mercè de una mano y a Júlia de la otra, cuando la ajada gabardina que aquellos perros del infierno me destrozaron se me acabó de romper por los forcejeos de mis sobrinas queriendo ir aquí y allá. Ya sabes, la juventud. De pronto, una joven demasiado delgada, para nada saludable ni deseable, no sé si bien parecida o más fea que Picio porque ni osé mirarla, se me aproximó cantando “La falsa moneda”, que está tan de moda. Me preguntó si tenía lumbre, a lo que respondí que no. Ni idea de si sus labios eran carnosos o finos como el papel de fumar, ni de si su nariz era respingona o, al contrario, ancha y huesuda, te lo aseguro. Continuó preguntándome si tenía frío. La respuesta obvia fue que sí y ella, ni corta ni perezosa, despojándose del abrigo, lo puso sobre mis hombros y me arrastró hacia ella. En cuanto las mellizas se vieron liberadas, salieron de allí corriendo para cambiar unos cromos por golosinas en un localcito cercano. Aquel ser, que te aseguro, Piedad, que no sé si era señora, señor o cardo borriquero, porque ni dos segundos contemplé su cuerpo semidesnudo, acercó su mano a las zonas prohibidas que tú y yo sabemos. Sí, esas zonas que solamente nos rozamos en la noche de bodas y porque habíamos bebido mucho champán. Esas zonas prohibidas que nunca nos hemos conocido íntegramente; eso a lo que tú llamabas “ahí no, ahí no”. Pues aquí sí, aquí sí. Ante tamaño apretón, la criatura que no soy capaz de describir no tuvo otra idea que exclamar que esa zona de mi cuerpo no precisaba abrigo o, lo que es lo mismo: ¡Estás caliente, tú!
Ante la imposibilidad de acallar los gritos tapando su boca con la mía mientras la agarraba bien fuerte por la cintura para que no se escapara, tuve que cargármela al hombro y esconderme del resto de gente de la plaza Cataluña, que no sabes cómo se pone a esas horas. Qué bochorno cuando al llegar al callejón descubrí que había más parejas forcejeando de forma similar llegando al punto, algunas de ellas, de gritarse obscenidades. La bicharraca en cuestión, Piedad, andaba casi completamente desnuda, pero te juro que ni miré, que no sé si el encaje era de color blanco o negro cuando la vi ponerse de rodillas ante mí. Te juro que esta ciudad, si ya era de locos, ha sido contaminada por alguna peste que afecta al normal comportamiento de las personas hasta el punto de cometer verdaderas atrocidades que nunca había presenciado.
Cuando todo terminó, las mellizas habían vuelto a casa solas y lo único que se me ocurrió para no tener a la familia enfadada fue llevar como trofeo para la cena un par de palomas, que ya escasean. El problema vino cuando la muchacha endemoniada me las reclamó como pago. He conseguido de esta manera perder el afecto de mi cuñada y me ha confiscado las cuartillas de emergencia que guardaba para poder ir pasando los días.»
«Barcelona, 24 de octubre de 1938
Querida Piedad,
Te he traicionado. Han pasado meses y, ante la carencia de cuartillas, tuve que tomar decisiones dolorosas. Al principio intenté escribir sobre algún retazo de tela. Me acercaba a las habitaciones de las niñas y cogía alguna falda o algún pañuelo, pero a la hora de digerirlo no era lo mismo. Tras un ahogo que sufrí un día, mi hermano decidió vigilarme de cerca, mientras mi ánimo abatido y los frecuentes dolores en el pecho me han tenido postrado. Sin embargo, hoy ha venido con nuevas.
Según parece, algunos de los aviones han bombardeado Barcelona con pan, pan blanco, del bueno, de parte de Franco. Me contó José que en las cajas se encontraban pequeñas misivas en las que el caudillo presumía de alimentar a su pueblo. La acabo de leer. Qué papel más desaprovechado. Qué malgasto de tinta. Lo primero que he hecho cuando mi hermano me ha traído un trozo de pan y una de las notas, ha sido sacar la vieja pluma con la que solía escribirte. He tachado todas las letras y, en el espacio restante, te estoy escribiendo. No sabes qué placer, Piedad, poder escribirte de nuevo. Hablarte de nuevo. Aunque mi pulso es tembloroso, no pararé hasta finalizar esta misiva, memorizarla y, después, degustarla como solía. Estoy cansado y débil, pero ya tiemblo de placer. Y el pan, para los peces, que yo te tengo a ti.»
Querida Piedad,
Hace casi dos años que llegué a Barcelona. Sé con seguridad que no has leído ninguna de mis cartas, pero la necesidad de sentir tu presencia e imaginar tu voz en medio de este guirigay, me lleva a la desesperada idea de escribir a una ciega. Podría haberte leído mis cartas Francisca, la vecina, aunque sea medio sorda y grite más que un guacamayo en una jaula, pero habiendo estallado la guerra y sin intención de terminar, he tomado otra decisión. Me las como tras redactarlas. Sí, las engullo, devoro con pasión, saboreo hasta el último milímetro cuadrado pues, entre el hambre que paso y el recuerdo de tus labios diciéndome tan dulcemente, durante casi cuarenta años, que un día iba a tragarme mis palabras, es el uso más coherente que he logrado encontrar.
El ritual es siempre el mismo. Escribo cada una de ellas con sumo cuidado, con la pluma que mi hermano José me prestó el funesto día que llegué a la ciudad. Te escribo casi de manera automática, puesto que es como si estuviera conversando contigo, pero me esmero en pulir la caligrafía y en ponerte pequeñas pruebas de mi amor. Así pues, aunque tú nunca podrás constatarlo, redondeo los puntos de las íes y, ay amor, si pudieras verlo, no me dejo ni una sola tilde. Lo primero, por estética y demostrarte que, aunque muy en el fondo, soy un poco como un narciso contemplándose en las aguas; lo segundo, porque las enseñanzas en Lengua Española y los caños de don Ramón hicieron mella en mí desde chico.
Si pudieras leerlas, pajarillo mío, caerías en la cuenta de mis detalles. Que la unión entre algunas de las letras no es casual, que la busco; me esmero en enlazar de manera un tanto escandalosa algunas de ellas, llegando al extremo de hacer converger las letras que componen tu nombre como si te presentaras al inicio de cada misiva ante mí acurrucada, desnuda como naciste. Liberada de la oscuridad y el refajo que nunca he conseguido arrancarte del todo. Piedad, voy a parar, que en esta casa donde me dan cobijo habitan cinco criaturas que no merecen un tío desmedido.»
—¿Escuchasteis anoche los gritos? —preguntó a la mañana siguiente en el desayuno Aurora, la hija mayor.
—¡Cómo no! —contestó Rosita—. ¡Para no oírlos!
—Pero más que gritos era un jadeo, una queja, un ¡ah!, ¡ah!, ¡ah! continuo, ¿no? —concluyó Paquita, la más intelectual.
—¡Eso es! —coincidieron las cinco hijas—. Algún herido vagando por las calles…
«Barcelona, 15 de marzo de 1938
Querida Piedad,
No sé qué haría si no pudiera escribirte. Cada una de mis epístolas ocupa el espacio de una cuartilla y sé que sabrías perdonar el fastidioso membrete que corona cada una de las hojas. Son de la consulta del urólogo al que visitaba José a menudo, según me ha contado su mujer, y al que hace llegar, aun en estos tiempos de locos, pequeñas notas comentándole algunas dudas anatómicas. No te sé decir más por el momento puesto que cada vez que sale el tema él se entusiasma, pero ella se ensimisma llegando en todas las ocasiones al vahído, con lo cual, tema zanjado. Ya sabes que mi hermano ha sido siempre un pragmático y un poco chorizo, así que en cada visita se llevaba fajos enteros de dichas cuartillas que, con ningún tesón, custodiaba la recepcionista. Él lo achaca a su visión profética sobre el futuro bélico del país y la consecuente escasez de recursos; yo, a su racanería. Pensé en tachar el membrete para que no tuvieras el amargo asunto presente tan a menudo pero, tras llevarlo a la práctica en una ocasión, el manchón de tinta se me agarró a la garganta como un gato de uñas negras cuando procedí a ingerir la misiva. Por fortuna, durante el acceso de tos, el rumor de tu voz recordándome que algún día me las iba a tragar como puños consiguió soliviantar la amargura del momento.»
—Tío Dari, ¿ya estás otra vez hablando solo? —Unos ojos grandes y negros se clavaron en el hombre que declamaba en pijama en la salita.
—Ja, ja, ja… los locos hablan solos —sentenció la dulce voz de otra jovencita con los ojos idénticamente grandes y negros.
—¡Mercè! ¡Júlia! ¿Otra vez espiando al tío Dari? ¿Cómo tengo que deciros que no está bien interrumpir a los adultos? —La ira hablaba por sus agrietados labios.
—¿Qué decías de los puños? —se atrevió a preguntar una de las mellizas.
—¡Qué puños ni qué puñetas! ¡Aquí no se ha oído nada y se acabó! —Pero ni la amenaza ni la consiguiente carcajada ni los restos de papel humedecido colgando de su boca consiguieron atemorizar a sus sobrinas—. ¿Todavía seguís aquí? —confirmó después de volver en sí mientras se relamía.
—¡El tío Dari vino de visita y se quedó toda la guerra! ¡El tío Dari vino de visita y se quedó toda la guerra! —gritaron al unísono las almas más puras de la casa mientras echaban a correr por el pasillo.
«Barcelona, 16 de marzo de 1938
Querida Piedad,
Cada día siento más necesidad de contarte todo lo que me está sucediendo. No sólo por calmar el hambre, no seas malpensada. Es por sentirte cerca, también. Creo que mi hermano empieza a sospechar ante la demanda de cuartillas. En efecto, anoche, después de la paupérrima cena que el buen matrimonio puso a la mesa, tras ese agua sucia con lentejas y piedras a la que llaman potaje, me dispuse a escribirte una carta dulce, ligera, con un leve aroma a canela y vainilla. Ya sabes que gusto terminar los ágapes con un postrecito sencillo. Pues bien, cuando digería la carta de amor más tierna que mi mano había escrito y mis papilas gustativas catado, el manjar más preciado sobre la Tierra, el maná, el cuerpo de Cristo, hizo aparición mi hermano en la sala. No tuve más remedio que interrumpir el sagrado ritual que practico con devoción y tragarme el pedazo de papel sin poder degustarlo como tocaba. Me notó rudo, incluso alicaído, lo sé, y se percató de que no era el mejor momento para conversar conmigo, pero erraba. Lo que estaba era furioso, atormentado por su aparición e interrupción del pequeño placer de conversar contigo, amada mía. Pero no importó, pues había memorizado la misiva, como siempre hago tras escribirlas, y pude declamarla, no con el convencimiento de enamorarte si me hubieras escuchado, pero sí con la dignidad del que es paciente y tiene la gran suerte de digerir de una forma asombrosa la celulosa.»
—Por favor, no hagas que te lo pida de nuevo —suplicaba la cuñada.
—¿Sabes lo arriesgado que es acompañar a tu marido tal y como está la ciudad? —contestó el tío Dari—. Con suerte, al atravesar la calle Córcega, llegaremos ilesos a la consulta del tal doctor Palamós.
—No te lo pediría si no fuera necesario. Viniste de visita y…
—Sí, sí, lo sé. El tío Dari vino de visita y se quedó toda la guerra… ¿Pero tú crees que pudo intuir que esto iba a suceder? ¿Que una visita familiar a su hermano, su mujer y sus cinco hijas iba a acabar en tragedia?
—Lo sé, echas de menos a Piedad, pero ahora estás aquí y… y tengo que decirte que te he oído…
—¿Qué le está reprochando al tío Dari su cuñada? —interrogó fuera de sí.
—Que te he oído. Que hablas solo, que gritas. Declamas, en definitiva. Y que dejes de referirte a ti mismo en tercera persona, que me asusta.
—¡Tendrá base semejante acusación!
—No sigas fingiendo y hazme caso. Toma, mira bien esto.
Un esplendoroso fajo de cuartillas apareció ante el tío Dari. Eran de un blanco inmaculado, de una tersura que no recordaba haber palpado en remesas anteriores. Incluso podía olerlas. La pasta de la que estaban hechos los sueños.
—¿Me estás chantajeando? —balbuceó el tío Dari ante tamaño botín.
—Te estoy ayudando, simplemente —contestó ella aproximándose sigilosa como una sombra.
—No… no puedo espiar a mi hermano y es peligroso salir a la calle… es… pero… ¿De dónde las has sacado?
—Tengo contactos. Y puedo conseguir más. ¿No habrías pensado que las que traía tu hermano de la consulta eran las únicas existentes en el… mercado?
—No, no… claro… —El pobre tío Dari ni siquiera había reparado en ello. Su cuñada estaba ofreciéndole el paraíso, alcanzaría el Nirvana. Esa noche, tras la campaña que desarrollaría durante el día, cenaría algo distinto al caldo de piel de naranja y lechuga hervida. Celulosa de gran pureza, de alta calidad. —Acepto, cuñada.
—Bien —contestó retirando rápidamente las cuartillas y escondiéndolas bajo un paño de tela negra—. Mañana, tras la misión, serán tuyas.
«Barcelona, 18 de marzo de 1938
Querida Piedad,
El infierno existe y, efectivamente, está en la Tierra. Concretamente, en la consulta del doctor Palamós, que ha quedado completamente destruida por los bombardeos. Lo peor de todo, ¡maldita sea mi suerte!, es que ayer, justo cuando mi hermano José se disponía a hablar con el doctor y yo a tomar prestadas las escasas y laceradas cuartillas que quedaban esparcidas por el suelo de la sala de espera, todo se torció. Para empezar, la consulta es una tapadera. Allí dentro se bebe alcohol y se fuma tabaco, tomillo y todo lo que prenda. No fui capaz de verlo con mis propios ojos, pues a la primera calada tras varios chatos de vino, empecé a marearme un poco. Aquel sótano estaba oscuro y lleno de hombres corpulentos. La mayoría sin camisa y sudorosos, pues no hay ventilación. Sin embargo, cuando las risas comenzaron a ir en aumento y el ambiente se distendió, tuvieron que sacarme por no poder articular palabra. Qué vergüenza, Piedad. ¿Dónde quedó mi hombría?
Lo único que consiguió despertarme fue el sonido de las alarmas anunciando nuevos bombardeos sobre la ciudad y salimos corriendo hacia el refugio de Lesseps como pudimos. Allí echamos el resto de día, la tarde y la noche.
Maldigo las bombas, maldigo esta guerra y, ya verás, amor, que el día de ayer se recordará en la historia como una gran tragedia. Como el día en que no pude escribirte, que no pude recrearme relatándote mi día a día, las peleas con las mellizas que ya cuentan con diecisiete años y me vuelven loco. En resumen, el día en que me quedé sin mi Piedad, sin mi trocito de cielo de cada noche, sin el regusto azucarado del papel empapado en tinta que calma los rugidos de mi corazón. Y de mi estómago.»
«Barcelona, 19 de marzo de 1938
Querida Piedad,
Declamo hoy esta misiva con cierto aroma rancio a geranios y tierra mojada. Es lo único que he podido comer en todo el día después de pelearme, ya es mala suerte, con los pocos perros que quedan en la ciudad. Detectaron, al olfatearme, restos del caldo de a saber qué noche y, dominados por el hambre, hicieron añicos mi gabardina. Eso es lo de menos porque más tarde, otra jauría, esta vez de niños, me robaron hasta las medias que llevaba. No veas las risas que se echaron al descubrírmelas, Piedad. Te recordé en ese momento como nunca, tan vívida, tan enfadada, gritándome que a la calle siempre hay que salir con una muda limpia... Te veía ante mí, con la falda negra almidonada, con la blusa blanca que transparenta un poco (nunca me atreví a decírtelo). Una mano en la amplia cadera y la otra apoyada en la cintura, de igual anchura. Con el ceño fruncido, leyéndome la cartilla. Pero fue lo único que pude calzarme esa mañana. Mi cuñada y sus hijas no dan abasto en el lavadero, no tenía qué ponerme y cogí unas medias de Rosita. Qué vergüenza, qué risas las de los infames niños, qué crueldad. Ahí te veo señalándome con el dedo, mi elefanta, mi rinoceronta, ¿te acuerdas cuando jugábamos a eso? Yo te perseguía por la alcoba como un cazador y tú, sin ver tres en un burro, siempre lograbas escabullirte dejándome a pan y agua una noche más. Nunca comprendí cómo podías lograrlo, pero lo cierto es que pasaban los años y siempre te salías con la tuya.»
—¿Se puede? —preguntó una voz dulce y cantarina.
—¡Claro, Rosita! Pasa y siéntate —convidó el tío Dari al reconocer a la joven.
—Me envía mi madre para decirte que no nos quedan provisiones, que vengas mañana conmigo y las mellizas a por patatas y arroz.
—Cómo no, Rosita. Iré gustoso con vosotras.
—También quiere que me vigiles, pero eso lo dejaremos pasar, ¿verdad?
—¿Que te vigile, ángel de Dios? ¿Qué ocurrencias son esas?
—Bueno, yo… de vez en cuando… subo al terrado para charlar un rato con los soldados que allí se asientan y… bueno… mi madre no lo ve con buenos ojos. ¿Verdad que harás la vista gorda? —Esta última cuestión la expuso Rosita dejando asomar algo blanco del interior de su rebeca.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Donde las ametralladoras? Pero… ¿Qué ocultas? ¿Qué me enseñas? ¿Tú…?
—Sí, sé tu secreto. Conseguí cambiar una pizca de tabaco de mi padre por esto.
—¿Cómo…?
—Deja de preguntarte y contesta. Hazme el favor, tío Dari, viniste de visita y…
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Y me quedé toda la guerra! ¿Hasta cuándo os lo voy a tener que agradecer? —La furia le sobrepasó y una leve punzada advirtió a su corazón. —Está bien, niña, está bien. Trae eso aquí. Mi estómago está cerrado.
—¿Cómo?
—Mi boca, mi boca estará cerrada.
«Barcelona, 20 de marzo de 1938
Querida Piedad,
Si vieras esto… Dicen que en Mallorca la situación es más tranquila, confío en que estés bien y que la Francisca te tenga entretenida contándote cotilleos, como a ti te gusta. El día de hoy ha sido duro. Mientras Rosita se dedicaba a flirtear, como toca a sus veinte años, las mellizas y yo nos hemos ido a por comida. Las pobres han tenido que presenciar escabrosas escenas sobre la desesperación y resquebrajamiento humanos. Te lo cuento. De camino a las patatas, se veía la cola de gente esperando. El día era ventoso y a mis cincuenta y nueve años, una mala corriente puede ser fatal. Pues bien, llevaba a Mercè de una mano y a Júlia de la otra, cuando la ajada gabardina que aquellos perros del infierno me destrozaron se me acabó de romper por los forcejeos de mis sobrinas queriendo ir aquí y allá. Ya sabes, la juventud. De pronto, una joven demasiado delgada, para nada saludable ni deseable, no sé si bien parecida o más fea que Picio porque ni osé mirarla, se me aproximó cantando “La falsa moneda”, que está tan de moda. Me preguntó si tenía lumbre, a lo que respondí que no. Ni idea de si sus labios eran carnosos o finos como el papel de fumar, ni de si su nariz era respingona o, al contrario, ancha y huesuda, te lo aseguro. Continuó preguntándome si tenía frío. La respuesta obvia fue que sí y ella, ni corta ni perezosa, despojándose del abrigo, lo puso sobre mis hombros y me arrastró hacia ella. En cuanto las mellizas se vieron liberadas, salieron de allí corriendo para cambiar unos cromos por golosinas en un localcito cercano. Aquel ser, que te aseguro, Piedad, que no sé si era señora, señor o cardo borriquero, porque ni dos segundos contemplé su cuerpo semidesnudo, acercó su mano a las zonas prohibidas que tú y yo sabemos. Sí, esas zonas que solamente nos rozamos en la noche de bodas y porque habíamos bebido mucho champán. Esas zonas prohibidas que nunca nos hemos conocido íntegramente; eso a lo que tú llamabas “ahí no, ahí no”. Pues aquí sí, aquí sí. Ante tamaño apretón, la criatura que no soy capaz de describir no tuvo otra idea que exclamar que esa zona de mi cuerpo no precisaba abrigo o, lo que es lo mismo: ¡Estás caliente, tú!
Ante la imposibilidad de acallar los gritos tapando su boca con la mía mientras la agarraba bien fuerte por la cintura para que no se escapara, tuve que cargármela al hombro y esconderme del resto de gente de la plaza Cataluña, que no sabes cómo se pone a esas horas. Qué bochorno cuando al llegar al callejón descubrí que había más parejas forcejeando de forma similar llegando al punto, algunas de ellas, de gritarse obscenidades. La bicharraca en cuestión, Piedad, andaba casi completamente desnuda, pero te juro que ni miré, que no sé si el encaje era de color blanco o negro cuando la vi ponerse de rodillas ante mí. Te juro que esta ciudad, si ya era de locos, ha sido contaminada por alguna peste que afecta al normal comportamiento de las personas hasta el punto de cometer verdaderas atrocidades que nunca había presenciado.
Cuando todo terminó, las mellizas habían vuelto a casa solas y lo único que se me ocurrió para no tener a la familia enfadada fue llevar como trofeo para la cena un par de palomas, que ya escasean. El problema vino cuando la muchacha endemoniada me las reclamó como pago. He conseguido de esta manera perder el afecto de mi cuñada y me ha confiscado las cuartillas de emergencia que guardaba para poder ir pasando los días.»
«Barcelona, 24 de octubre de 1938
Querida Piedad,
Te he traicionado. Han pasado meses y, ante la carencia de cuartillas, tuve que tomar decisiones dolorosas. Al principio intenté escribir sobre algún retazo de tela. Me acercaba a las habitaciones de las niñas y cogía alguna falda o algún pañuelo, pero a la hora de digerirlo no era lo mismo. Tras un ahogo que sufrí un día, mi hermano decidió vigilarme de cerca, mientras mi ánimo abatido y los frecuentes dolores en el pecho me han tenido postrado. Sin embargo, hoy ha venido con nuevas.
Según parece, algunos de los aviones han bombardeado Barcelona con pan, pan blanco, del bueno, de parte de Franco. Me contó José que en las cajas se encontraban pequeñas misivas en las que el caudillo presumía de alimentar a su pueblo. La acabo de leer. Qué papel más desaprovechado. Qué malgasto de tinta. Lo primero que he hecho cuando mi hermano me ha traído un trozo de pan y una de las notas, ha sido sacar la vieja pluma con la que solía escribirte. He tachado todas las letras y, en el espacio restante, te estoy escribiendo. No sabes qué placer, Piedad, poder escribirte de nuevo. Hablarte de nuevo. Aunque mi pulso es tembloroso, no pararé hasta finalizar esta misiva, memorizarla y, después, degustarla como solía. Estoy cansado y débil, pero ya tiemblo de placer. Y el pan, para los peces, que yo te tengo a ti.»