CP X - De buena familia - Orr
Publicado: 17 Abr 2015 21:24
De buena familia
Martin Bauer recordó que provenía de una adinerada familia alemana mientras vomitaba en un portal. El hecho de que Martin se hallara completamente borracho bebiendo y orinando en la vía pública a las cinco de la madrugada se debía a una razón muy simple: estaba en España, concretamente en Mallorca, con un grupo de amigos de la Universidad. Era la primera vez que Martin viajaba a España con sus amigos, pues todos los años anteriores había viajado con sus padres. Al fin, a sus veintiocho años de edad, sus padres habían accedido a dejar viajar solo a su hijo, ya que si le ocurría algo tampoco lo iban a lamentar mucho.
No era Martin un hijo perfecto, ni aceptable. Llevaba toda su vida viviendo con sus millonarios padres en una lujosa mansión en una lujosa urbanización en Hamburgo. Los principios morales que regían su vida eran, una pertinaz creencia en su capacidad de resolver problemas, a pesar de que la realidad se afanaba por demostrar lo contrario; y la absoluta convicción de que sus padres, por el mero hecho de ser millonarios, tenían la obligación de mantenerle y de procurarle sustento económico durante toda su vida, opinión que sus progenitores distaban de compartir. Y más ahora, que su madre, una cincuentona devota de la cirugía estética y los implantes mamarios, se había divorciado de su marido, no así de la mansión, el Ferrari y los criados, y mantenía una apasionada relación con un joven de raza negra que aseguraba ser hijo del rey de Angola, y poseedor de una fortuna millonaria, dato del que Martin albergaba serias dudas, puesto que la austera indumentaria que solía acompañar al susodicho, así como la no menos austera bicicleta en la que se movía por la ciudad, no parecían propios de un miembro de la aristocracia angoleña. Sea como fuere, su madre deseaba pasar el tiempo con su nuevo amante, y la constante presencia de su hijo en la casa le resultaba cada vez más incómoda. Para más inri, los intentos de que su hijo abandonara el hogar, en forma de propiciados encontronazos de éste con su madre manteniendo relaciones sexuales en diversos rincones de la mansión, lejos de dar el resultado esperado, parecían encariñar a Martin aún más con su vivienda e incitarle a merodear más que nunca por los pasillos de la casa, lo que era totalmente contrario al objetivo que perseguía la mujer.
-Tío, Martin, deja de beber ya –le aconsejaba uno de sus amigos, Ron Schulz, hijo de un importante empresario alemán. Conocía a Martin desde el instituto, y ambos habían comenzado juntos la carrera de derecho en la Universidad, aunque Ron se había licenciado cinco años antes que su amigo.
-Eres el puto führer, tío, te quiero mucho –masculló Martin al oído de su amigo mientras le abrazaba. Odiaba a Ron desde que le conocía. Siempre le había considerado un chulo, prepotente y arrogante por el hecho de ser más inteligente que él. Martin no soportaba a las personas que no se plegaban a sus caprichos ni le rendían pleitesía, lo cual, desafortunadamente, incluía a toda la humanidad. Pero odiaba de manera más visceral a aquellos que no le mostraban ni siquiera un poco de respeto, aunque fuera claramente fingido. Y Ron era uno de esos.
De hecho, en una ocasión, llevado por la ira y por un taxista, Martin se vio en los suburbios de Hamburgo, dispuesto a encontrar y contratar a un sicario con el fin de asesinar a su amigo Ron, y tal vez a seis o siete personas más si no se le iba demasiado de precio. La razón fue que Martin estaba harto de las humillaciones asiduas a las que le sometía su amigo. La última había consistido en aparecer en su casa, en la ducha, con su pene introducido en la vagina de su madre. Martin los había visto a través de la puerta entreabierta del baño, y la cólera se apoderó de él. No podía tolerar semejante falta de respeto a su honor, por lo que, tras solazar su excitación mediante un breve pero intenso proceso de masturbación, cogió su cartera rebosante de dinero, y pidió a un taxi que le llevara a “un barrio de gente chunga marginal”.
Una vez allí, se dispuso a buscar a un sicario, con tan mala fortuna que fue atracado por unos jóvenes de diez años, sin duda entrenados por las más peligrosas mafias internacionales, que se llevaron todo el dinero que había en su cartera. Su agria experiencia en los bajos fondos le hizo desistir de la idea, pero se juró venganza. Lo que no sabía era que en realidad el taxista le había llevado a un barrio residencial normal y corriente.
-Deja de manosearme, gordo –le dijo una atractiva chica llamada Klara, a la sazón novia de Ron Schulz, ahuyentando sus sudorosas manos de sus descomunales senos. Martin había decidido que se vengaría del escarnio de su amigo acostándose con su novia. Era un plan maquiavélico que tan solo debía superar un pequeño obstáculo: la evidente repugnancia tanto física como moral que sentía la novia de Ron hacia Martin. Aún así, Martin estaba tan convencido de su capacidad para conquistar mujeres que ya lo daba por hecho. Así mataría dos pájaros de un tiro; se vengaría de su amigo, y disiparía definitivamente las dudas acerca de su sexualidad que le atormentaban desde aquella visita, años atrás, a una cala nudista de Formentera.
Tras aburrirla con insulsos monólogos sobre Fórmula 1, derecho mercantil y soflamas en contra de los vegetarianos, Martin pensó que era el momento idóneo para abalanzarse sobre ella y besarla apasionadamente. Después, se desnudarían y practicarían el coito delante de un asombrado Ron, quien, afligido por tamaña humillación, se suicidaría arrojándose delante del camión de la basura. Una vez saldada su deuda de honor, Klara le suplicaría que se casara con ella. Contraerían matrimonio y se mudarían a Irán, donde Martin sería poseedor de un harén de bellas mujeres que harían lo que él quisiera.
-¿Chicos? –de pronto, Martin volvió de sus ensoñaciones y se percató, con pavor, de que su grupo de amigos había desaparecido, y se encontraba solo en la oscuridad nocturna de Palma de Mallorca. Temiendo ser atracado o violado por algún grupo de españoles famélicos, echó a correr en dirección al hotel donde se alojaba. No obstante, debido a su mejorable forma física, se vio obligado a detenerse al cabo de unos segundos y a continuar a un paso más lento. Apenas debía recorrer unos metros para llegar al hotel, pero su trayecto no estaría exento de imprevistos. Por el camino, se cruzó con un viejo de aspecto desaliñado, que empujaba un carrito de supermercado lleno de basura y vociferaba extrañas consignas.
-¡Las patatas de los kebab no son patatas de verdad!
Martin echó a correr aterrorizado y haciendo serios esfuerzos para no orinarse encima. Al fin vislumbró su hotel iluminado y entró, no sin antes secarse las lágrimas. Sus amigos estaban en el vestíbulo, hablando. Ron y Klara se hallaban entre ellos.
-Ya os vale –exclamó Martin intentando fingir serenidad-, os vais y me dejáis solo. Os podía haber pasado algo sin mí para protegeros –añadió entre risotadas.
-Pensábamos que venías con nosotros –dijo Ron.
Martin se percató de que Klara le estaba mirando y se le ocurrió hacer un comentario para demostrarle que era un tipo duro e insensible, que es lo que más excita a las mujeres.
-Le he dado una paliza a un vagabundo –anunció, henchido de orgullo-, ¡que aprenda lo que es la violencia gratuita!
-Dios mío, eso es horrible –exclamó Klara, con una mueca de horror.
-No… bueno… yo… -Martin intentó arreglar la situación- puede que no fuera un vagabundo, tal vez solo fuera un anciano con problemas mentales.
-Íbamos a subir a las habitaciones a seguir bebiendo –anunció Ron.
-Me parece bien, que siga la diversión –dijo Martin.
El grupo de jóvenes subió a las habitaciones. Martin se encontraba en una habitación, sentado en una cama, cuando Ron y Klara se acercaron a él.
-¿A qué no te atreves a tirarte a la piscina? –preguntó Ron, burlón.
Martin le miró, furioso. Intentó romper la botella por la mitad para atacarle, como había visto hacer en algunas películas, pero la superficie de la cama no era la idónea para realizar tal acción.
-A lo mejor me tiro a tu madre –respondió Martin, en lo que supuso el juego de palabras más ingenioso realizado en toda su vida.
-Entonces estaríamos empatados –Ron y su novia rieron.
Martin se enderezó torpemente y le intentó golpear, pero Ron le esquivó sin demasiada dificultad.
-¡Te tiraste a mi madre, cabrón! –gritó Martin, colérico. Ron y su novia reían- ¿Tú lo sabías?
-Sí –contestó Klara-. Ron y yo tenemos una relación abierta. Él se puede acostar con quien quiera y yo… también –añadió, acercándose a Martin con lascivia.
Martin se quedó de piedra, intentando asimilar lo que acababa de ocurrir.
-¿Sabes lo que me excitaría mucho? –preguntó Klara, solícita-. Verte saltar a la piscina desde el balcón.
Martin se puso blanco. Ya le daba cierto miedo el mero hecho de asomarse a un balcón, como para lanzarse desde uno. Él, enemigo acérrimo de cualquier actividad física. Claro que, entre la elevada cantidad de alcohol ingerido y la excitación sexual que sentía, alguna extraña fuerza impulsó a Martin a salir al balcón en aquella calurosa noche de agosto.
Sus amigos le siguieron. Martin miró hacia abajo; se hallaban en un quinto piso y la piscina estaba a varios metros de la pared. Parecía imposible. Sintió verdadero pánico. Incluso en su patético estado tenía la suficiente lucidez como para ver que saltar era una locura. No lo iba a hacer.
-Chicos, no voy a saltar… -anunció, girando la cabeza.
Entonces, unas manos presionaron su espalda con fuerza, y Martin se vio precipitado de cabeza al vacío. Pudo intuir que el autor del empujón había sido Ron Schulz.
-¡Puto judío! –gritó mientras el suelo se acercaba irremediablemente a su cara.
Cuando la policía acudió al lugar de los hechos Ron, Klara y varios amigos de éstos afirmaron que Martin se había tirado por voluntad propia, con intención de caer en la piscina. Los policías, entre risotadas, tomaron declaración a los testigos y concluyeron que se trataba de otro caso de “balconing”. El cadáver de Martin fue repatriado a Alemania, junto con la factura del hotel por los desperfectos ocasionados.
Ron recibió un maletín lleno de dinero de manos de la señora Bauer, que le había recibido en su mansión con un sugerente traje de cuero.
-No me quedará mucho cuando lo reparta entre mi novia y mi grupo de amigos por su testimonio –se lamentó Ron-, pero lo mejor es que al fin podemos estar en la casa tú y yo solos.
-Eh, sí, solos –murmuró la mujer, mientras ataba las dos manos de Ron con cuerdas.
Un musculoso joven de raza negra completamente desnudo salió del baño anexo a la habitación. Miró a Ron de manera lasciva.
-¿Qui… quién es usted? –preguntó Ron, aterrorizado.
-Soy el Príncipe de Angola –dijo el hombre, y se abalanzó sobre Ron, que chillaba y luchaba en vano por soltarse.
-¡No! ¡Esto no formaba parte del trato! ¡Nooooo!
Martin Bauer recordó que provenía de una adinerada familia alemana mientras vomitaba en un portal. El hecho de que Martin se hallara completamente borracho bebiendo y orinando en la vía pública a las cinco de la madrugada se debía a una razón muy simple: estaba en España, concretamente en Mallorca, con un grupo de amigos de la Universidad. Era la primera vez que Martin viajaba a España con sus amigos, pues todos los años anteriores había viajado con sus padres. Al fin, a sus veintiocho años de edad, sus padres habían accedido a dejar viajar solo a su hijo, ya que si le ocurría algo tampoco lo iban a lamentar mucho.
No era Martin un hijo perfecto, ni aceptable. Llevaba toda su vida viviendo con sus millonarios padres en una lujosa mansión en una lujosa urbanización en Hamburgo. Los principios morales que regían su vida eran, una pertinaz creencia en su capacidad de resolver problemas, a pesar de que la realidad se afanaba por demostrar lo contrario; y la absoluta convicción de que sus padres, por el mero hecho de ser millonarios, tenían la obligación de mantenerle y de procurarle sustento económico durante toda su vida, opinión que sus progenitores distaban de compartir. Y más ahora, que su madre, una cincuentona devota de la cirugía estética y los implantes mamarios, se había divorciado de su marido, no así de la mansión, el Ferrari y los criados, y mantenía una apasionada relación con un joven de raza negra que aseguraba ser hijo del rey de Angola, y poseedor de una fortuna millonaria, dato del que Martin albergaba serias dudas, puesto que la austera indumentaria que solía acompañar al susodicho, así como la no menos austera bicicleta en la que se movía por la ciudad, no parecían propios de un miembro de la aristocracia angoleña. Sea como fuere, su madre deseaba pasar el tiempo con su nuevo amante, y la constante presencia de su hijo en la casa le resultaba cada vez más incómoda. Para más inri, los intentos de que su hijo abandonara el hogar, en forma de propiciados encontronazos de éste con su madre manteniendo relaciones sexuales en diversos rincones de la mansión, lejos de dar el resultado esperado, parecían encariñar a Martin aún más con su vivienda e incitarle a merodear más que nunca por los pasillos de la casa, lo que era totalmente contrario al objetivo que perseguía la mujer.
-Tío, Martin, deja de beber ya –le aconsejaba uno de sus amigos, Ron Schulz, hijo de un importante empresario alemán. Conocía a Martin desde el instituto, y ambos habían comenzado juntos la carrera de derecho en la Universidad, aunque Ron se había licenciado cinco años antes que su amigo.
-Eres el puto führer, tío, te quiero mucho –masculló Martin al oído de su amigo mientras le abrazaba. Odiaba a Ron desde que le conocía. Siempre le había considerado un chulo, prepotente y arrogante por el hecho de ser más inteligente que él. Martin no soportaba a las personas que no se plegaban a sus caprichos ni le rendían pleitesía, lo cual, desafortunadamente, incluía a toda la humanidad. Pero odiaba de manera más visceral a aquellos que no le mostraban ni siquiera un poco de respeto, aunque fuera claramente fingido. Y Ron era uno de esos.
De hecho, en una ocasión, llevado por la ira y por un taxista, Martin se vio en los suburbios de Hamburgo, dispuesto a encontrar y contratar a un sicario con el fin de asesinar a su amigo Ron, y tal vez a seis o siete personas más si no se le iba demasiado de precio. La razón fue que Martin estaba harto de las humillaciones asiduas a las que le sometía su amigo. La última había consistido en aparecer en su casa, en la ducha, con su pene introducido en la vagina de su madre. Martin los había visto a través de la puerta entreabierta del baño, y la cólera se apoderó de él. No podía tolerar semejante falta de respeto a su honor, por lo que, tras solazar su excitación mediante un breve pero intenso proceso de masturbación, cogió su cartera rebosante de dinero, y pidió a un taxi que le llevara a “un barrio de gente chunga marginal”.
Una vez allí, se dispuso a buscar a un sicario, con tan mala fortuna que fue atracado por unos jóvenes de diez años, sin duda entrenados por las más peligrosas mafias internacionales, que se llevaron todo el dinero que había en su cartera. Su agria experiencia en los bajos fondos le hizo desistir de la idea, pero se juró venganza. Lo que no sabía era que en realidad el taxista le había llevado a un barrio residencial normal y corriente.
-Deja de manosearme, gordo –le dijo una atractiva chica llamada Klara, a la sazón novia de Ron Schulz, ahuyentando sus sudorosas manos de sus descomunales senos. Martin había decidido que se vengaría del escarnio de su amigo acostándose con su novia. Era un plan maquiavélico que tan solo debía superar un pequeño obstáculo: la evidente repugnancia tanto física como moral que sentía la novia de Ron hacia Martin. Aún así, Martin estaba tan convencido de su capacidad para conquistar mujeres que ya lo daba por hecho. Así mataría dos pájaros de un tiro; se vengaría de su amigo, y disiparía definitivamente las dudas acerca de su sexualidad que le atormentaban desde aquella visita, años atrás, a una cala nudista de Formentera.
Tras aburrirla con insulsos monólogos sobre Fórmula 1, derecho mercantil y soflamas en contra de los vegetarianos, Martin pensó que era el momento idóneo para abalanzarse sobre ella y besarla apasionadamente. Después, se desnudarían y practicarían el coito delante de un asombrado Ron, quien, afligido por tamaña humillación, se suicidaría arrojándose delante del camión de la basura. Una vez saldada su deuda de honor, Klara le suplicaría que se casara con ella. Contraerían matrimonio y se mudarían a Irán, donde Martin sería poseedor de un harén de bellas mujeres que harían lo que él quisiera.
-¿Chicos? –de pronto, Martin volvió de sus ensoñaciones y se percató, con pavor, de que su grupo de amigos había desaparecido, y se encontraba solo en la oscuridad nocturna de Palma de Mallorca. Temiendo ser atracado o violado por algún grupo de españoles famélicos, echó a correr en dirección al hotel donde se alojaba. No obstante, debido a su mejorable forma física, se vio obligado a detenerse al cabo de unos segundos y a continuar a un paso más lento. Apenas debía recorrer unos metros para llegar al hotel, pero su trayecto no estaría exento de imprevistos. Por el camino, se cruzó con un viejo de aspecto desaliñado, que empujaba un carrito de supermercado lleno de basura y vociferaba extrañas consignas.
-¡Las patatas de los kebab no son patatas de verdad!
Martin echó a correr aterrorizado y haciendo serios esfuerzos para no orinarse encima. Al fin vislumbró su hotel iluminado y entró, no sin antes secarse las lágrimas. Sus amigos estaban en el vestíbulo, hablando. Ron y Klara se hallaban entre ellos.
-Ya os vale –exclamó Martin intentando fingir serenidad-, os vais y me dejáis solo. Os podía haber pasado algo sin mí para protegeros –añadió entre risotadas.
-Pensábamos que venías con nosotros –dijo Ron.
Martin se percató de que Klara le estaba mirando y se le ocurrió hacer un comentario para demostrarle que era un tipo duro e insensible, que es lo que más excita a las mujeres.
-Le he dado una paliza a un vagabundo –anunció, henchido de orgullo-, ¡que aprenda lo que es la violencia gratuita!
-Dios mío, eso es horrible –exclamó Klara, con una mueca de horror.
-No… bueno… yo… -Martin intentó arreglar la situación- puede que no fuera un vagabundo, tal vez solo fuera un anciano con problemas mentales.
-Íbamos a subir a las habitaciones a seguir bebiendo –anunció Ron.
-Me parece bien, que siga la diversión –dijo Martin.
El grupo de jóvenes subió a las habitaciones. Martin se encontraba en una habitación, sentado en una cama, cuando Ron y Klara se acercaron a él.
-¿A qué no te atreves a tirarte a la piscina? –preguntó Ron, burlón.
Martin le miró, furioso. Intentó romper la botella por la mitad para atacarle, como había visto hacer en algunas películas, pero la superficie de la cama no era la idónea para realizar tal acción.
-A lo mejor me tiro a tu madre –respondió Martin, en lo que supuso el juego de palabras más ingenioso realizado en toda su vida.
-Entonces estaríamos empatados –Ron y su novia rieron.
Martin se enderezó torpemente y le intentó golpear, pero Ron le esquivó sin demasiada dificultad.
-¡Te tiraste a mi madre, cabrón! –gritó Martin, colérico. Ron y su novia reían- ¿Tú lo sabías?
-Sí –contestó Klara-. Ron y yo tenemos una relación abierta. Él se puede acostar con quien quiera y yo… también –añadió, acercándose a Martin con lascivia.
Martin se quedó de piedra, intentando asimilar lo que acababa de ocurrir.
-¿Sabes lo que me excitaría mucho? –preguntó Klara, solícita-. Verte saltar a la piscina desde el balcón.
Martin se puso blanco. Ya le daba cierto miedo el mero hecho de asomarse a un balcón, como para lanzarse desde uno. Él, enemigo acérrimo de cualquier actividad física. Claro que, entre la elevada cantidad de alcohol ingerido y la excitación sexual que sentía, alguna extraña fuerza impulsó a Martin a salir al balcón en aquella calurosa noche de agosto.
Sus amigos le siguieron. Martin miró hacia abajo; se hallaban en un quinto piso y la piscina estaba a varios metros de la pared. Parecía imposible. Sintió verdadero pánico. Incluso en su patético estado tenía la suficiente lucidez como para ver que saltar era una locura. No lo iba a hacer.
-Chicos, no voy a saltar… -anunció, girando la cabeza.
Entonces, unas manos presionaron su espalda con fuerza, y Martin se vio precipitado de cabeza al vacío. Pudo intuir que el autor del empujón había sido Ron Schulz.
-¡Puto judío! –gritó mientras el suelo se acercaba irremediablemente a su cara.
Cuando la policía acudió al lugar de los hechos Ron, Klara y varios amigos de éstos afirmaron que Martin se había tirado por voluntad propia, con intención de caer en la piscina. Los policías, entre risotadas, tomaron declaración a los testigos y concluyeron que se trataba de otro caso de “balconing”. El cadáver de Martin fue repatriado a Alemania, junto con la factura del hotel por los desperfectos ocasionados.
Ron recibió un maletín lleno de dinero de manos de la señora Bauer, que le había recibido en su mansión con un sugerente traje de cuero.
-No me quedará mucho cuando lo reparta entre mi novia y mi grupo de amigos por su testimonio –se lamentó Ron-, pero lo mejor es que al fin podemos estar en la casa tú y yo solos.
-Eh, sí, solos –murmuró la mujer, mientras ataba las dos manos de Ron con cuerdas.
Un musculoso joven de raza negra completamente desnudo salió del baño anexo a la habitación. Miró a Ron de manera lasciva.
-¿Qui… quién es usted? –preguntó Ron, aterrorizado.
-Soy el Príncipe de Angola –dijo el hombre, y se abalanzó sobre Ron, que chillaba y luchaba en vano por soltarse.
-¡No! ¡Esto no formaba parte del trato! ¡Nooooo!