Encierro - La frase de marras - Berlín
Publicado: 29 Jun 2015 09:28
La frase de marras
Cada fracaso enseña al hombre algo que necesitaba aprender. Que gran frase. Era una de aquellas importantes y sesudas frases lapidarias que algún iluminado de nariz escarpada declamaba en voz alta, colocando su mano derecha sobre el pecho abombado, con la mirada perdida y si no perdida al menos mirando a un horizonte imaginario. Eso pensó Antonio Rodríguez de camino al patíbulo. Lo malo del asunto es que el aprendizaje no le iba a servir de mucho. Una hora. Había una hora de distancia entre aquella cárcel gris y fría y aquella plaza tapizada de hojas pardas y llena de ojos curiosos y hambrientos. Pensó en María, quería soñar con ella por última vez. Quería llevarse su olor, quería que ese aroma peculiar a sueño y a sexo fuese lo último que entrase por su nariz.
Cada fracaso enseña al hombre algo, sí, claro.
Aquel chico no tuvo la culpa de que él se hiciese mayor y de que el tiempo lo volviera fuerte como un roble y que la vida lo hiciese enfadar de esa manera. La vida le debía cosas a Antonio y aquel chico se cruzó con él en el momento inadecuado. Si se hubiese cruzado en otro momento cualquiera tal vez Antonio hubiese tragado saliva y mirado para otro lado. Quién sabe. Pero aquel día María lo había hecho cabrear, como sólo ella sabía hacerlo y él, dolorido, había dejado escapar de su boca esas palabras que nunca se deben decir. Que las palabras dichas no vuelven. Y se enfadó, María se enfadó. Cuando ella se enfadaba el dolor resultaba incluso nauseabundo, doloroso hasta la llaga, insoportable hasta la locura. ¡Joder, con la cintura de María, joder, con su espalda y su boca! Sí. Aquel día se lanzó a la calle exclamando estas barbaridades y el portazo se convirtió en un terremoto y no pudo pensar en nada más. Porque cuando ella se enfadaba con él le negaba la palabra, y la palabra era lo único que tenían en este mundo de las redes. La palabra y algunas fotos de ella y su espalda desnuda.
Aquel chico ya no era un chico, como tampoco lo era él. Pero los ojos no cambian, como tampoco había cambiado ese rictus torcido de la boca. Recordaba esa expresión suya mientras le colocaba la navaja en la barriga y le decía que le diese todo lo que llevaba encima. Y recordó aquel reloj que se compró con su primer sueldo y recordó con rabia como no tuvo más remedio que quitárselo de la muñeca masticándose los dientes, si es que los dientes pueden masticarse. Habían pasado treinta años de aquello. Y cuánta sangre quedó en el suelo y que difícil debió ser limpiarla.
¿Qué le había dicho él a María exactamente? ¡Ah, sí! Que si no estaba con él se iba a buscar una amiga cercana, porque ella estaba lejos. Ella le dijo que le quería y que no tenía culpa y había apagado el teléfono, porque es lo único que puede hacerse en la distancia cuando el dolor es muy grande. Él no pudo soportarlo más, que en las peleas amorosas lo justo es que existan dos.
La enseñanza. Antonio pensó en la enseñanza. ¿Cuál era? Aquella puta frase se acostaba lánguidamente sobre su vida llena de fracasos y volvió a pensar en la dulce espalda de ella.
Ladrillos y más ladrillos indicaban que llegaban al lugar de destino y no encontraba la enseñanza por ningún lado, pero debía hacerlo, porque no quedaba mucho tiempo y ya veía la sombra de aquel patíbulo bajo la lluvia.
Cada fracaso enseña al hombre algo que necesitaba aprender. Que gran frase. Era una de aquellas importantes y sesudas frases lapidarias que algún iluminado de nariz escarpada declamaba en voz alta, colocando su mano derecha sobre el pecho abombado, con la mirada perdida y si no perdida al menos mirando a un horizonte imaginario. Eso pensó Antonio Rodríguez de camino al patíbulo. Lo malo del asunto es que el aprendizaje no le iba a servir de mucho. Una hora. Había una hora de distancia entre aquella cárcel gris y fría y aquella plaza tapizada de hojas pardas y llena de ojos curiosos y hambrientos. Pensó en María, quería soñar con ella por última vez. Quería llevarse su olor, quería que ese aroma peculiar a sueño y a sexo fuese lo último que entrase por su nariz.
Cada fracaso enseña al hombre algo, sí, claro.
Aquel chico no tuvo la culpa de que él se hiciese mayor y de que el tiempo lo volviera fuerte como un roble y que la vida lo hiciese enfadar de esa manera. La vida le debía cosas a Antonio y aquel chico se cruzó con él en el momento inadecuado. Si se hubiese cruzado en otro momento cualquiera tal vez Antonio hubiese tragado saliva y mirado para otro lado. Quién sabe. Pero aquel día María lo había hecho cabrear, como sólo ella sabía hacerlo y él, dolorido, había dejado escapar de su boca esas palabras que nunca se deben decir. Que las palabras dichas no vuelven. Y se enfadó, María se enfadó. Cuando ella se enfadaba el dolor resultaba incluso nauseabundo, doloroso hasta la llaga, insoportable hasta la locura. ¡Joder, con la cintura de María, joder, con su espalda y su boca! Sí. Aquel día se lanzó a la calle exclamando estas barbaridades y el portazo se convirtió en un terremoto y no pudo pensar en nada más. Porque cuando ella se enfadaba con él le negaba la palabra, y la palabra era lo único que tenían en este mundo de las redes. La palabra y algunas fotos de ella y su espalda desnuda.
Aquel chico ya no era un chico, como tampoco lo era él. Pero los ojos no cambian, como tampoco había cambiado ese rictus torcido de la boca. Recordaba esa expresión suya mientras le colocaba la navaja en la barriga y le decía que le diese todo lo que llevaba encima. Y recordó aquel reloj que se compró con su primer sueldo y recordó con rabia como no tuvo más remedio que quitárselo de la muñeca masticándose los dientes, si es que los dientes pueden masticarse. Habían pasado treinta años de aquello. Y cuánta sangre quedó en el suelo y que difícil debió ser limpiarla.
¿Qué le había dicho él a María exactamente? ¡Ah, sí! Que si no estaba con él se iba a buscar una amiga cercana, porque ella estaba lejos. Ella le dijo que le quería y que no tenía culpa y había apagado el teléfono, porque es lo único que puede hacerse en la distancia cuando el dolor es muy grande. Él no pudo soportarlo más, que en las peleas amorosas lo justo es que existan dos.
La enseñanza. Antonio pensó en la enseñanza. ¿Cuál era? Aquella puta frase se acostaba lánguidamente sobre su vida llena de fracasos y volvió a pensar en la dulce espalda de ella.
Ladrillos y más ladrillos indicaban que llegaban al lugar de destino y no encontraba la enseñanza por ningún lado, pero debía hacerlo, porque no quedaba mucho tiempo y ya veía la sombra de aquel patíbulo bajo la lluvia.