Encierro - La lección - Nínive (3º)
Publicado: 29 Jun 2015 09:41
La lección
El hombre se quedó congelado en mitad de uno de sus pasos. La pierna derecha en el aire, la izquierda ligeramente flexionada para coger impulso. La mano aferrando la empuñadura de marfil de aquel bastón que consiguió en uno de sus viajes a Italia y la otra queriendo buscar un apoyo repentino en el vacío, que no era capaz de encontrar.
El dolor de cabeza irrumpió de pronto, salvaje y ardiente. Todo lo demás se esfumó: el camino de grava por el que avanzaba en uno de sus largos paseos vespertinos, los arbolillos que lo franqueaban y derramaban su sombra sobre él, incluso la fachada de la mansión que emergía en frente con su sólida construcción de piedra y los grandes ventanales. La oscuridad cayó entonces sobre él, no como un suave velo que se lleva los restos de claridad del día, sino como una densa argamasa que ahogaba y reducía a la nada el verde de las hojas, el azul transparente del cielo y el terroso polvo que, momentos antes, habían pisado sus pies. Todo desapareció y solo quedó el dolor.
Mientras los criados salían alarmados al ver la figura desmadejada de su señor en medio del camino, el hombre intentaba incorporarse en esa zona negra y silenciosa a la que acaba de llegar.
—¡Socorro! —gritaba con una voz hueca que moría al punto de escapar de sus labios agrietados—. ¡Ellen!¡Ellen!
Entonces lo supo. Le había alcanzado, por fin. Sintió su aliento gélido sobre el cuello y el peso de su abrazo sobre los hombros. No podía ver su figura como lo hizo aquel nueve de junio deslizarse entre los moribundos del descarrilamiento del tren en Staplehurst. En esa ocasión, mientras él intentaba detener los borbotones carmesí del vientre de un pasajero con el puño cerrado presionando contra la masa viscosa, sus miradas se cruzaron.
Era una figura oscura como solo puede serlo lo invisible. Antigua, aterradora con su sola presencia.
Charles comenzó a temblar cuando se acercó al hombre agonizante y le acarició el rostro dejando un rastro pálido en la piel, como si su simple toque absorbiera la circulación sanguínea y lo dejara todo yermo.
El palpitar de la sangre arterial contra su mano se fue deteniendo y el cuerpo comenzó a secarse ante sus ojos. Un último estertor le encogió el corazón y la figura oscura se llevó con él el último latido del desdichado.
Empezó una carrera contrarreloj entre los dos para ver quién era capaz de llevar a los heridos hacia su terreno. Charles retiraba hierros hendidos, limpiaba heridas, exhortaba a la lucha, vendaba miembros amoratados. Su contrincante aspiraba alientos, cerraba párpados, acallaba llantos.
Tras largas horas de lucha, llegó el auxilio de los servicios médicos y el hombre se sentó junto al tronco rugoso de un árbol y apoyó la espalda dolorida en él. Se mesó la barba cana tiñéndola de la sangre de los cuerpos que había atendido y observó la escena, ausente. El amasijo de metal en que se habían convertido los vagones descansaba en el fondo del barranco con el puente roto sobre ellos. Su vagón, el único que no había caído, se mecía en el borde del abismo.
Ellen y su madre estaban bien. Se abanicaban y bebían unos sorbos de agua que les habían ofrecido los rescatadores. Y él… Él sabía que había estado luchando contra el fin, contra la última criatura que verían sus ojos algún día. Había arrancado de sus garras a más de una víctima inocente y se sintió orgulloso.
Pero ahora había venido a por él. Le habían dejado solo en la oscuridad. ¡Todos le habían abandonado! ¿Dónde estaba Ellen? ¿Y los criados? ¿Por qué nadie luchaba por él en esa ocasión?
El susurro le llegó como una ráfaga de viento helado.
—Charles John Huffam Dickens… Nadie puede luchar contra mí y salir indemne. Cinco años te he dado porque no había llegado tu momento, pero no pienses que aquel día me arrebataste nada. Yo… siempre consigo lo que es mío.
El hombre podía escuchar cómo el eco de las contracciones de su corazón se iban ralentizando mientras él seguía sin poder salir de esa noche sin estrellas. Se despidió de sus hijos, de Ellen, de su esposa Catherine, y se rindió.
El 9 de junio de 1870, en Gads Hill Place, una figura oscura se inclinaba sobre el rostro del escritor y aspiraba su último aliento con deleite. Ella siempre ganaba.
El hombre se quedó congelado en mitad de uno de sus pasos. La pierna derecha en el aire, la izquierda ligeramente flexionada para coger impulso. La mano aferrando la empuñadura de marfil de aquel bastón que consiguió en uno de sus viajes a Italia y la otra queriendo buscar un apoyo repentino en el vacío, que no era capaz de encontrar.
El dolor de cabeza irrumpió de pronto, salvaje y ardiente. Todo lo demás se esfumó: el camino de grava por el que avanzaba en uno de sus largos paseos vespertinos, los arbolillos que lo franqueaban y derramaban su sombra sobre él, incluso la fachada de la mansión que emergía en frente con su sólida construcción de piedra y los grandes ventanales. La oscuridad cayó entonces sobre él, no como un suave velo que se lleva los restos de claridad del día, sino como una densa argamasa que ahogaba y reducía a la nada el verde de las hojas, el azul transparente del cielo y el terroso polvo que, momentos antes, habían pisado sus pies. Todo desapareció y solo quedó el dolor.
Mientras los criados salían alarmados al ver la figura desmadejada de su señor en medio del camino, el hombre intentaba incorporarse en esa zona negra y silenciosa a la que acaba de llegar.
—¡Socorro! —gritaba con una voz hueca que moría al punto de escapar de sus labios agrietados—. ¡Ellen!¡Ellen!
Entonces lo supo. Le había alcanzado, por fin. Sintió su aliento gélido sobre el cuello y el peso de su abrazo sobre los hombros. No podía ver su figura como lo hizo aquel nueve de junio deslizarse entre los moribundos del descarrilamiento del tren en Staplehurst. En esa ocasión, mientras él intentaba detener los borbotones carmesí del vientre de un pasajero con el puño cerrado presionando contra la masa viscosa, sus miradas se cruzaron.
Era una figura oscura como solo puede serlo lo invisible. Antigua, aterradora con su sola presencia.
Charles comenzó a temblar cuando se acercó al hombre agonizante y le acarició el rostro dejando un rastro pálido en la piel, como si su simple toque absorbiera la circulación sanguínea y lo dejara todo yermo.
El palpitar de la sangre arterial contra su mano se fue deteniendo y el cuerpo comenzó a secarse ante sus ojos. Un último estertor le encogió el corazón y la figura oscura se llevó con él el último latido del desdichado.
Empezó una carrera contrarreloj entre los dos para ver quién era capaz de llevar a los heridos hacia su terreno. Charles retiraba hierros hendidos, limpiaba heridas, exhortaba a la lucha, vendaba miembros amoratados. Su contrincante aspiraba alientos, cerraba párpados, acallaba llantos.
Tras largas horas de lucha, llegó el auxilio de los servicios médicos y el hombre se sentó junto al tronco rugoso de un árbol y apoyó la espalda dolorida en él. Se mesó la barba cana tiñéndola de la sangre de los cuerpos que había atendido y observó la escena, ausente. El amasijo de metal en que se habían convertido los vagones descansaba en el fondo del barranco con el puente roto sobre ellos. Su vagón, el único que no había caído, se mecía en el borde del abismo.
Ellen y su madre estaban bien. Se abanicaban y bebían unos sorbos de agua que les habían ofrecido los rescatadores. Y él… Él sabía que había estado luchando contra el fin, contra la última criatura que verían sus ojos algún día. Había arrancado de sus garras a más de una víctima inocente y se sintió orgulloso.
Pero ahora había venido a por él. Le habían dejado solo en la oscuridad. ¡Todos le habían abandonado! ¿Dónde estaba Ellen? ¿Y los criados? ¿Por qué nadie luchaba por él en esa ocasión?
El susurro le llegó como una ráfaga de viento helado.
—Charles John Huffam Dickens… Nadie puede luchar contra mí y salir indemne. Cinco años te he dado porque no había llegado tu momento, pero no pienses que aquel día me arrebataste nada. Yo… siempre consigo lo que es mío.
El hombre podía escuchar cómo el eco de las contracciones de su corazón se iban ralentizando mientras él seguía sin poder salir de esa noche sin estrellas. Se despidió de sus hijos, de Ellen, de su esposa Catherine, y se rindió.
El 9 de junio de 1870, en Gads Hill Place, una figura oscura se inclinaba sobre el rostro del escritor y aspiraba su último aliento con deleite. Ella siempre ganaba.