CI 1 - El burrito (3º Jurado) - Iliria
Publicado: 15 Oct 2015 11:50
EL BURRITO
— ¡Muy bien, Ramiro! Lo lograste.
En la exclamación de Biazzi no había tanto asombro como entusiasmo. Y orgullo. Comenzaba a acostumbrarse a la rapidez con que el niño aprendía sus lecciones. Hacía tiempo que no se preguntaba: “¿Cómo pudo asimilar eso, con lo chiquito que es?”. Ramiro había separado sus pequeñas manos del viejo teclado del piano vertical, feliz por haber podido al fin tocar tan bien como su abuelo. Recibió el cumplido con una amplia sonrisa, mientras contemplaba el rostro redondeado de ojos claros, con sus finas gafas de montura dorada, y el abundante cabello gris oscuro. Un hombre aún joven para tener un nieto — a menudo la gente desconocida pensaba que era sólo un padre algo mayor—. Pero Ramiro todavía era demasiado pequeño para fijarse en eso.
Lo mejor era que aquel cinco de julio había sido un cumpleaños muy especial. El primero que recordaría con nitidez y con cariño a lo largo de su vida. Había cumplido cuatro años, y Biazzi le había hecho un regalo increíble.
— Abuelo, ¿y mi sorpresa? — había preguntado sin cesar desde el fin de semana.
— Tenés que esperar tres días. Pronto verás.
¡Tres días! Era demasiado tiempo. Hasta entonces Ramiro había tratado de calmar su impaciencia no sólo distrayéndose en las clases de piano, sino también saltando por encima de los sillones, haciendo carreras por el pasillo y desobedeciendo en todo a su madre. En aquellos momentos había olvidado el miedo que solía inspirarle el malhumor de ella.
— ¡Ramiro! ¡Que estés quieto! — Se volvió a Biazzi, derrotada —. Papá, por favor, no puedo con este crío del demonio.
— Alguien no va a tener sorpresa…
Ramiro se detuvo de inmediato y regresó a la mesa para acabar de cenar en silencio junto a su abuelo. Captó de reojo la mirada de enfado de una chica morena y menuda, de apenas veinte años, criticada en el barrio por ser madre soltera y abandonada por el padre de Ramiro, ahora en prisión. Pero a su edad tampoco podía tener en cuenta eso.
— Cómo no. A vos siempre te hace caso…
— Sé paciente con él, Paula.
— ¿Mamá también vendrá con nosotros mañana?
Biazzi había dado alguna pequeña pista sobre el regalo de cumpleaños. Pero sin aclarar mucho. ¡Una excursión! ¿A dónde?
— ¿Acaso estoy para boludeces? ¿A qué hora pensás que saldré de la clínica?
Paula había comenzado unas prácticas como auxiliar. Hasta que ella pudiese establecerse, con el modesto sueldo de Biazzi en la tienda de instrumentos musicales iban arreglándoselas. Por ahora. Biazzi quería que Ramiro estudiara música en el Real Conservatorio; sabía que su nieto tenía aptitudes de sobra para ello. Entonces irían mucho peor de dinero. Pero esa también era otra cuestión lejos de la visión de Ramiro de las cosas.
— No le hablés así, Paula. No tiene culpa de nada —Biazzi se levantó de la mesa e hizo un guiño al chiquillo de rostro angelical, pelo oscuro y grandes ojos del color de la miel —. Ya es hora de dormir, diablillo. Mañana marchamos temprano.
Paula se limitó a mirar malhumorada hacia la ventana que daba a la calle. Ramiro siguió a su abuelo, obediente, tras despedirse con timidez de su madre. Siempre era Biazzi quien le ayudaba a ponerse el pijama y le instaba a cepillarse los dientes, además de darle las buenas noches.
Apenas había asomado por la ventana el sol del miércoles, Ramiro se levantó de un salto. ¡Por fin! Se dirigió corriendo a la cocina donde su abuelo apuraba una taza de café. Hacía un buen rato que su madre se había ido.
— Ah, felicidades, diablillo. Que tengas un buen día.
Biazzi le revolvió el cabello y le sirvió un tazón de leche con bizcochos que Ramiro engulló con más prisa que apetito. El abuelo terminó de ordenar la cocina y, una vez listos, salieron a la calle. Aun a temprana hora, Madrid ardía bajo el brillante cielo de principios de aquel julio de 1972. Casi se podía oler el alquitrán recalentado de la calzada. Avanzaron por la acera sombreada de Juan Pantoja, la callejuela donde vivían, cerca de la glorieta de Cuatro Caminos. Las señoras y los tenderos del barrio saludaban a Biazzi y alababan a Ramiro por lo guapo que era, y por cuánto estaba creciendo. Al pequeño le extrañaba las agrias palabras de su madre hacia esos vecinos, cada vez que escuchaba a hurtadillas a los mayores en casa. Tampoco entendía bien términos como “sudacas”, “golfa” o “talego”, que a veces captaba al vuelo en los susurros de algunas vecinas — siempre eran las mismas tres o cuatro, en corrillo — al paso de Paula o de él mismo cuando iba con su abuelo de la mano. Todavía no había llegado el momento de hacerse ciertas preguntas, o de hacerlas en casa. Ahora sólo importaba su cumpleaños.
— ¿A dónde vamos, abuelo?
— A las casas cerca de Villaamil, a ver a un buen amigo.
A medida que se acercaban a los límites de la ciudad, ésta parecía ir extendiéndose hacia el campo, rodeándolo por todas partes con alargados tentáculos en forma de calles a medio construir. En los polvorientos descampados y en los viejos solares donde la canícula aplastaba los árboles, Ramiro se detenía a escuchar unos chirridos intensos y persistentes en el interior las mustias copas: el canto de las cigarras. Su abuelo le dejaba explorar el mundo durante unos instantes, saciar su curiosidad infantil para después animarle a continuar. Llevaban unos veinte minutos caminando cuando llegaron a un pequeño grupo de casitas de ladrillo rojizo y tejados ennegrecidos, no más altas de dos pisos. Vetustas y destartaladas, parecían apiñarse acobardadas ante la amenaza de ser devoradas por la urbe. En la puerta de una de aquellas casuchas, la última de la calleja por la que caminaban, un hombre de edad parecida a la de Biazzi, pero vestido de forma más tosca, con una camiseta blanca de tirantes y un pantalón de tela basta, parecía estar esperándoles. Ambos hombres se saludaron con un firme apretón de manos.
— Buen día, Manuel. Me alegra verte.
— ¿Qué hay, Biazzi? — El hombre se fijó en el niño que acompañaba a su amigo —. Este es tu nieto, ¿no? ¿Qué pasa, chaval?
Ramiro le devolvió el saludo con cierta timidez, sin despegarse de su abuelo. Mientras los adultos comenzaban una animada conversación, se distrajo con el paisaje a su alrededor, observando algunas callejuelas todavía sin asfaltar donde, desperdigados, varios grupos de niños de todas las edades jugaban a la pelota o trepaban por los árboles secos o por algunos viejos muros. En ese momento sintió la mano de su abuelo animándole a ponerse en marcha, mientras Manuel mencionaba algo sobre un capitán que les esperaba en la parte trasera. ¿Un capitán? ¿Quién sería?, se preguntó el pequeño.
Bordearon la casa donde Manuel había vallado con toscos tablones un pequeño huerto, y con alambre un corral de tierra apisonada por el que cloqueaba a sus anchas un grupo de gallinas marrones y blancas. En un rincón del cercado, a la sombra de un sediento manzano, se resguardaba un burrito no mayor de metro y medio de alzada.
Ahí está “Capitán” — señaló Manuel.
Ramiro observó su pelaje, grisáceo excepto en la parte del hocico, de color blanco. Su cabeza parecía ser grande en comparación con sus delgadas patas, sus diminutas pezuñas y su escurrida grupa. Ante los visitantes, el animal no hizo otro movimiento salvo agitar de forma breve sus largas y caídas orejas, y espantar con la cola un molesto enjambre de moscas.
Manuel les invitó a entrar y llenó un balde con agua. Para Ramiro, criado en un ambiente de ciudad, todo era extraño: las alborotadoras gallinas, un grupo de cerdos que gruñían y asomaban sus inquietos hocicos desde la verja del vecino, algunos palomares donde flotaban restos de plumón… y por supuesto, el burrito. Se volvió a su abuelo con aire interrogante. Todavía no sabía muy bien qué hacía en aquel lugar, a las afueras de Madrid.
— ¿No querías tocar a Adolfo Mejía como yo? Pues acá está la primera lección.
Ramiro iba a preguntar cómo iba a aprender nada allí, y cómo tocaría algo del compositor preferido de su abuelo sin un piano, y qué tenía que ver el burrito, cuando el dueño se acercó con el cubo. El animal entonces alzó la cabeza y estiró las orejas hacia ellos.
— Toma, chaval. Dásela tú. Con este calor, seguro que todavía tiene sed…
— Espera, Manuel — interrumpió Biazzi —. Que se la deje a cierta distancia, para que vea cómo se mueve.
— Muy bien. Cuando digáis, le acerco.
Conforme se alejaban con el balde, el pequeño vio que el animal seguía sus movimientos con atención. Se detuvieron no demasiado lejos. Biazzi se puso en cuclillas junto a Ramiro para susurrarle mientras hacía una seña a su amigo:
— Ahora fijate en su forma de caminar: cómo balancea la cabeza, el movimiento de las orejas, los pasitos…
Manuel se situó cerca del pollino, silbó y batió breves palmas:
— “Capitaaaaán”… Vaaamos, “Capitaaán”…
Llevado por Manuel, el burrito se dirigió a Biazzi y a Ramiro, quien había dejado el cubo en el suelo. Tal y como le había indicado su abuelo, observó cómo cabeceaba mientras las aplanadas orejas parecían aletear a su paso. Sus patas se movían con gracioso destiempo, primero lentamente, para ir poco a poco aumentando el ritmo en un trotecillo polvoriento y desgarbado. Se detuvo ante ellos y metió su hocico en el cubo. El chiquillo lo observaba beber con fascinación, mientras Manuel llegaba donde estaban ellos.
— ¿Te gustó la sorpresa, Ramiro?
— ¿Qué, chaval? ¿Te subo y te das una vuelta?
Ramiro asintió a su abuelo, pero ante la propuesta del campesino, se encogió mientras se arrimaba a la pernera del pantalón de Biazzi. Éste se echó a reír y revolvió el cabello del pequeño:
— No lo tomés a mal, Manuel, pero no está acostumbrado a los animales grandes…
A pesar de que “Capitán” sólo llegaba al pecho de Biazzi, a Ramiro le parecía enorme, como los caballos que veía en las películas del Oeste o en sus cómics de “El Jabato”.
— Tranquilo, hombre, es un bicho muy manso: ni bocaos, ni coces, ni na. Todos los chavales de la barriada andan como locos con él… — a Manuel pareció ocurrírsele algo —. Esperad, ahora vengo…
Los dejó a solas con “Capitán”. Biazzi alargó la mano para acariciar la testuz del animal, que se dejaba hacer entrecerrando los ojos. Ramiro pareció dudar unos instantes antes de imitar el gesto de su abuelo. Pasó su delicada mano por el cuello del burrito. Le gustó el tacto algodonado de su pelaje, como de osito de felpa. “Capitán” volvió la cabeza y comenzó a olfatear a Ramiro, quién se echó hacia atrás. Se tranquilizó al escuchar a su abuelo:
— Sólo quiere conocerte. ¿Sabías? Los animales suelen sentir simpatía por los pequeños…
En ese momento, Manuel regresaba con una bolsa de tela en la mano. Sacó de ella un trozo de pan duro y se situó bajo la copa del manzano, desde donde silbó al burrito. “Capitán” se acercó con ligereza. El niño volvió a observar los pasitos del equino, demasiado rápidos para la pausada oscilación de la cabeza, donde las grandes orejas también parecían moverse por libre. Manuel dio a “Capitán” la comida, que mordisqueó con cuidado alzando el belfo. El campesino invitó a sus visitantes a acercarse, escogió un pedazo más grande para ofrecérselo al niño. Éste dejó que “Capitán” lo tomara de su mano, mientras reía al sentir la humedad del hocico y el cosquilleo de los dientes en su palma. Le maravilló la delicadeza del burrito. Sin duda, su abuelo tenía razón: a “Capitán” le gustaban los niños. Estuvieron un rato más acariciando al animal y dándole de comer, hasta que llegó el momento de marcharse.
— ¿No podemos quedarnos un poquito más, abuelo?
— Tenemos que regresar antes de que haga más calor. Además, Manuel tiene trabajo, y los demás niños también querrán jugar con “Capitán”. Pero podemos volver otro día…
— Cuando queráis, Biazzi – terció Manuel, sonriente.
Ramiro volvió a acariciar al burrito mientras los dos hombres se despedían. De camino a casa, fueron dejando atrás los solares yermos y desecados por el estío, y el abrazo devorador de la gran ciudad a los cada vez más escasos oasis rurales, como el del poblado que habían dejado atrás. En su mente, Ramiro llevaba el recuerdo de “Capitán”. Su abuelo le dijo que ahora ya estaba preparado para interpretar al piano a Adolfo Mejía, seguro que tan bien como él mismo. Los ojos de Ramiro se abrieron con el resplandor de dos grandes soles:
— ¿De verdad? ¿Cómo?
— Ahora verás…
Biazzi giró la llave en la cerradura de casa. Ramiro contuvo la respiración. A ese sonido solía ir asociado cualquier reproche de su madre. Se sintió aliviado al no encontrarla en casa, y no volvería hasta bastante tarde. Mientras Biazzi rebuscaba entre sus partituras, Ramiro tomaba un refresco y hojeaba los volúmenes de “El Jabato” que su abuelo había comprado para su cumpleaños, pero que Paula había insistido en que le diera la víspera sólo para que se estuviese quieto. Por fin dio con lo que buscaba.
— Dale, vení acá. — le llamó.
El pequeño se sentó en la banqueta del piano. Su abuelo había apoyado unos folios desgastados y poblados de notas que parecían estar posadas en las líneas del pentagrama, como enormes colonias de pájaros. Ramiro ya conocía bien casi todas las notas del piano, y podía tocar algunas piezas con mucha soltura. Pero al leer como titulo de la composición “El Burrito”, de Adolfo Mejía, miró con sorpresa a su abuelo.
— Ahora empezaré sólo un poquito, mientras seguís la partitura — dijo éste —, y luego tocás vos. Pero recordando todo el tiempo cómo andaba “Capitán”, ¿de acuerdo?
Ramiro asintió. Parecía un ejercicio divertido; al menos, más que las lecciones habituales. Biazzi dejó que sus dedos fuesen deslizándose por el teclado, ágiles y suaves; los de la mano izquierda controlando la monotonía de las notas más graves, mientras que los de la mano derecha mariposeaban sobre las teclas más agudas. El conjunto de la pieza parecía sonar desordenado, pero sólo en apariencia. Para asombro de Ramiro, la imagen de “Capitán” se fue materializando en mitad de una increíble armonía: cada nota aguda parecía cristalizar bajo las pezuñas del burrito de Villaamil, mientras que las más graves, en diferente compás, representaban el movimiento pesado de la cabeza y la gracia torpona de las grandes orejas.
— ¡Halaaaa…! — exclamó el pequeño.
Biazzi le cedió el sitio. Primero de manera vacilante, como los pasos del burrito, y luego con mayor soltura, Ramiro fue reproduciendo las notas de la partitura. “Capitán” parecía seguir trotando por el comedor ante el entusiasmo del pequeño, como si no se hubiese separado de él. Sólo se detuvo en los últimos compases, extrañado.
— ¿Y esto?
— Lo tocaré yo. Es muy sencillo de adivinar.
Siguió las manos de su abuelo, que casi golpeaban el teclado, para rematar la pieza con una rápida floritura. Era un sonido similar a… ¿el claxon de un coche? Pero no tenía mucha lógica. Biazzi le dirigió una sonrisa expectante durante unos segundos, hasta que el pequeño cayó en la cuenta:
— ¡Un rebuzno!
— ¡Eso es! ¿Viste? Tocar es mucho más fácil si encontrás el sentido de la composición. Así podrás interpretar cualquier obra que desees.
Las miradas de ambos se encontraron. La de Ramiro rebosaba admiración hacia su abuelo, y felicidad por un regalo de cumpleaños tan fabuloso; la de Biazzi, orgullo ante el talento y la inteligencia del pequeño. Hacía tiempo que había dejado de sorprenderse. Sabía que aquel niño de cuatro años recién cumplidos podía llegar muy lejos.
— ¡Muy bien, Ramiro! Lo lograste.
— ¡Muy bien, Ramiro! Lo lograste.
En la exclamación de Biazzi no había tanto asombro como entusiasmo. Y orgullo. Comenzaba a acostumbrarse a la rapidez con que el niño aprendía sus lecciones. Hacía tiempo que no se preguntaba: “¿Cómo pudo asimilar eso, con lo chiquito que es?”. Ramiro había separado sus pequeñas manos del viejo teclado del piano vertical, feliz por haber podido al fin tocar tan bien como su abuelo. Recibió el cumplido con una amplia sonrisa, mientras contemplaba el rostro redondeado de ojos claros, con sus finas gafas de montura dorada, y el abundante cabello gris oscuro. Un hombre aún joven para tener un nieto — a menudo la gente desconocida pensaba que era sólo un padre algo mayor—. Pero Ramiro todavía era demasiado pequeño para fijarse en eso.
Lo mejor era que aquel cinco de julio había sido un cumpleaños muy especial. El primero que recordaría con nitidez y con cariño a lo largo de su vida. Había cumplido cuatro años, y Biazzi le había hecho un regalo increíble.
— Abuelo, ¿y mi sorpresa? — había preguntado sin cesar desde el fin de semana.
— Tenés que esperar tres días. Pronto verás.
¡Tres días! Era demasiado tiempo. Hasta entonces Ramiro había tratado de calmar su impaciencia no sólo distrayéndose en las clases de piano, sino también saltando por encima de los sillones, haciendo carreras por el pasillo y desobedeciendo en todo a su madre. En aquellos momentos había olvidado el miedo que solía inspirarle el malhumor de ella.
— ¡Ramiro! ¡Que estés quieto! — Se volvió a Biazzi, derrotada —. Papá, por favor, no puedo con este crío del demonio.
— Alguien no va a tener sorpresa…
Ramiro se detuvo de inmediato y regresó a la mesa para acabar de cenar en silencio junto a su abuelo. Captó de reojo la mirada de enfado de una chica morena y menuda, de apenas veinte años, criticada en el barrio por ser madre soltera y abandonada por el padre de Ramiro, ahora en prisión. Pero a su edad tampoco podía tener en cuenta eso.
— Cómo no. A vos siempre te hace caso…
— Sé paciente con él, Paula.
— ¿Mamá también vendrá con nosotros mañana?
Biazzi había dado alguna pequeña pista sobre el regalo de cumpleaños. Pero sin aclarar mucho. ¡Una excursión! ¿A dónde?
— ¿Acaso estoy para boludeces? ¿A qué hora pensás que saldré de la clínica?
Paula había comenzado unas prácticas como auxiliar. Hasta que ella pudiese establecerse, con el modesto sueldo de Biazzi en la tienda de instrumentos musicales iban arreglándoselas. Por ahora. Biazzi quería que Ramiro estudiara música en el Real Conservatorio; sabía que su nieto tenía aptitudes de sobra para ello. Entonces irían mucho peor de dinero. Pero esa también era otra cuestión lejos de la visión de Ramiro de las cosas.
— No le hablés así, Paula. No tiene culpa de nada —Biazzi se levantó de la mesa e hizo un guiño al chiquillo de rostro angelical, pelo oscuro y grandes ojos del color de la miel —. Ya es hora de dormir, diablillo. Mañana marchamos temprano.
Paula se limitó a mirar malhumorada hacia la ventana que daba a la calle. Ramiro siguió a su abuelo, obediente, tras despedirse con timidez de su madre. Siempre era Biazzi quien le ayudaba a ponerse el pijama y le instaba a cepillarse los dientes, además de darle las buenas noches.
Apenas había asomado por la ventana el sol del miércoles, Ramiro se levantó de un salto. ¡Por fin! Se dirigió corriendo a la cocina donde su abuelo apuraba una taza de café. Hacía un buen rato que su madre se había ido.
— Ah, felicidades, diablillo. Que tengas un buen día.
Biazzi le revolvió el cabello y le sirvió un tazón de leche con bizcochos que Ramiro engulló con más prisa que apetito. El abuelo terminó de ordenar la cocina y, una vez listos, salieron a la calle. Aun a temprana hora, Madrid ardía bajo el brillante cielo de principios de aquel julio de 1972. Casi se podía oler el alquitrán recalentado de la calzada. Avanzaron por la acera sombreada de Juan Pantoja, la callejuela donde vivían, cerca de la glorieta de Cuatro Caminos. Las señoras y los tenderos del barrio saludaban a Biazzi y alababan a Ramiro por lo guapo que era, y por cuánto estaba creciendo. Al pequeño le extrañaba las agrias palabras de su madre hacia esos vecinos, cada vez que escuchaba a hurtadillas a los mayores en casa. Tampoco entendía bien términos como “sudacas”, “golfa” o “talego”, que a veces captaba al vuelo en los susurros de algunas vecinas — siempre eran las mismas tres o cuatro, en corrillo — al paso de Paula o de él mismo cuando iba con su abuelo de la mano. Todavía no había llegado el momento de hacerse ciertas preguntas, o de hacerlas en casa. Ahora sólo importaba su cumpleaños.
— ¿A dónde vamos, abuelo?
— A las casas cerca de Villaamil, a ver a un buen amigo.
A medida que se acercaban a los límites de la ciudad, ésta parecía ir extendiéndose hacia el campo, rodeándolo por todas partes con alargados tentáculos en forma de calles a medio construir. En los polvorientos descampados y en los viejos solares donde la canícula aplastaba los árboles, Ramiro se detenía a escuchar unos chirridos intensos y persistentes en el interior las mustias copas: el canto de las cigarras. Su abuelo le dejaba explorar el mundo durante unos instantes, saciar su curiosidad infantil para después animarle a continuar. Llevaban unos veinte minutos caminando cuando llegaron a un pequeño grupo de casitas de ladrillo rojizo y tejados ennegrecidos, no más altas de dos pisos. Vetustas y destartaladas, parecían apiñarse acobardadas ante la amenaza de ser devoradas por la urbe. En la puerta de una de aquellas casuchas, la última de la calleja por la que caminaban, un hombre de edad parecida a la de Biazzi, pero vestido de forma más tosca, con una camiseta blanca de tirantes y un pantalón de tela basta, parecía estar esperándoles. Ambos hombres se saludaron con un firme apretón de manos.
— Buen día, Manuel. Me alegra verte.
— ¿Qué hay, Biazzi? — El hombre se fijó en el niño que acompañaba a su amigo —. Este es tu nieto, ¿no? ¿Qué pasa, chaval?
Ramiro le devolvió el saludo con cierta timidez, sin despegarse de su abuelo. Mientras los adultos comenzaban una animada conversación, se distrajo con el paisaje a su alrededor, observando algunas callejuelas todavía sin asfaltar donde, desperdigados, varios grupos de niños de todas las edades jugaban a la pelota o trepaban por los árboles secos o por algunos viejos muros. En ese momento sintió la mano de su abuelo animándole a ponerse en marcha, mientras Manuel mencionaba algo sobre un capitán que les esperaba en la parte trasera. ¿Un capitán? ¿Quién sería?, se preguntó el pequeño.
Bordearon la casa donde Manuel había vallado con toscos tablones un pequeño huerto, y con alambre un corral de tierra apisonada por el que cloqueaba a sus anchas un grupo de gallinas marrones y blancas. En un rincón del cercado, a la sombra de un sediento manzano, se resguardaba un burrito no mayor de metro y medio de alzada.
Ahí está “Capitán” — señaló Manuel.
Ramiro observó su pelaje, grisáceo excepto en la parte del hocico, de color blanco. Su cabeza parecía ser grande en comparación con sus delgadas patas, sus diminutas pezuñas y su escurrida grupa. Ante los visitantes, el animal no hizo otro movimiento salvo agitar de forma breve sus largas y caídas orejas, y espantar con la cola un molesto enjambre de moscas.
Manuel les invitó a entrar y llenó un balde con agua. Para Ramiro, criado en un ambiente de ciudad, todo era extraño: las alborotadoras gallinas, un grupo de cerdos que gruñían y asomaban sus inquietos hocicos desde la verja del vecino, algunos palomares donde flotaban restos de plumón… y por supuesto, el burrito. Se volvió a su abuelo con aire interrogante. Todavía no sabía muy bien qué hacía en aquel lugar, a las afueras de Madrid.
— ¿No querías tocar a Adolfo Mejía como yo? Pues acá está la primera lección.
Ramiro iba a preguntar cómo iba a aprender nada allí, y cómo tocaría algo del compositor preferido de su abuelo sin un piano, y qué tenía que ver el burrito, cuando el dueño se acercó con el cubo. El animal entonces alzó la cabeza y estiró las orejas hacia ellos.
— Toma, chaval. Dásela tú. Con este calor, seguro que todavía tiene sed…
— Espera, Manuel — interrumpió Biazzi —. Que se la deje a cierta distancia, para que vea cómo se mueve.
— Muy bien. Cuando digáis, le acerco.
Conforme se alejaban con el balde, el pequeño vio que el animal seguía sus movimientos con atención. Se detuvieron no demasiado lejos. Biazzi se puso en cuclillas junto a Ramiro para susurrarle mientras hacía una seña a su amigo:
— Ahora fijate en su forma de caminar: cómo balancea la cabeza, el movimiento de las orejas, los pasitos…
Manuel se situó cerca del pollino, silbó y batió breves palmas:
— “Capitaaaaán”… Vaaamos, “Capitaaán”…
Llevado por Manuel, el burrito se dirigió a Biazzi y a Ramiro, quien había dejado el cubo en el suelo. Tal y como le había indicado su abuelo, observó cómo cabeceaba mientras las aplanadas orejas parecían aletear a su paso. Sus patas se movían con gracioso destiempo, primero lentamente, para ir poco a poco aumentando el ritmo en un trotecillo polvoriento y desgarbado. Se detuvo ante ellos y metió su hocico en el cubo. El chiquillo lo observaba beber con fascinación, mientras Manuel llegaba donde estaban ellos.
— ¿Te gustó la sorpresa, Ramiro?
— ¿Qué, chaval? ¿Te subo y te das una vuelta?
Ramiro asintió a su abuelo, pero ante la propuesta del campesino, se encogió mientras se arrimaba a la pernera del pantalón de Biazzi. Éste se echó a reír y revolvió el cabello del pequeño:
— No lo tomés a mal, Manuel, pero no está acostumbrado a los animales grandes…
A pesar de que “Capitán” sólo llegaba al pecho de Biazzi, a Ramiro le parecía enorme, como los caballos que veía en las películas del Oeste o en sus cómics de “El Jabato”.
— Tranquilo, hombre, es un bicho muy manso: ni bocaos, ni coces, ni na. Todos los chavales de la barriada andan como locos con él… — a Manuel pareció ocurrírsele algo —. Esperad, ahora vengo…
Los dejó a solas con “Capitán”. Biazzi alargó la mano para acariciar la testuz del animal, que se dejaba hacer entrecerrando los ojos. Ramiro pareció dudar unos instantes antes de imitar el gesto de su abuelo. Pasó su delicada mano por el cuello del burrito. Le gustó el tacto algodonado de su pelaje, como de osito de felpa. “Capitán” volvió la cabeza y comenzó a olfatear a Ramiro, quién se echó hacia atrás. Se tranquilizó al escuchar a su abuelo:
— Sólo quiere conocerte. ¿Sabías? Los animales suelen sentir simpatía por los pequeños…
En ese momento, Manuel regresaba con una bolsa de tela en la mano. Sacó de ella un trozo de pan duro y se situó bajo la copa del manzano, desde donde silbó al burrito. “Capitán” se acercó con ligereza. El niño volvió a observar los pasitos del equino, demasiado rápidos para la pausada oscilación de la cabeza, donde las grandes orejas también parecían moverse por libre. Manuel dio a “Capitán” la comida, que mordisqueó con cuidado alzando el belfo. El campesino invitó a sus visitantes a acercarse, escogió un pedazo más grande para ofrecérselo al niño. Éste dejó que “Capitán” lo tomara de su mano, mientras reía al sentir la humedad del hocico y el cosquilleo de los dientes en su palma. Le maravilló la delicadeza del burrito. Sin duda, su abuelo tenía razón: a “Capitán” le gustaban los niños. Estuvieron un rato más acariciando al animal y dándole de comer, hasta que llegó el momento de marcharse.
— ¿No podemos quedarnos un poquito más, abuelo?
— Tenemos que regresar antes de que haga más calor. Además, Manuel tiene trabajo, y los demás niños también querrán jugar con “Capitán”. Pero podemos volver otro día…
— Cuando queráis, Biazzi – terció Manuel, sonriente.
Ramiro volvió a acariciar al burrito mientras los dos hombres se despedían. De camino a casa, fueron dejando atrás los solares yermos y desecados por el estío, y el abrazo devorador de la gran ciudad a los cada vez más escasos oasis rurales, como el del poblado que habían dejado atrás. En su mente, Ramiro llevaba el recuerdo de “Capitán”. Su abuelo le dijo que ahora ya estaba preparado para interpretar al piano a Adolfo Mejía, seguro que tan bien como él mismo. Los ojos de Ramiro se abrieron con el resplandor de dos grandes soles:
— ¿De verdad? ¿Cómo?
— Ahora verás…
Biazzi giró la llave en la cerradura de casa. Ramiro contuvo la respiración. A ese sonido solía ir asociado cualquier reproche de su madre. Se sintió aliviado al no encontrarla en casa, y no volvería hasta bastante tarde. Mientras Biazzi rebuscaba entre sus partituras, Ramiro tomaba un refresco y hojeaba los volúmenes de “El Jabato” que su abuelo había comprado para su cumpleaños, pero que Paula había insistido en que le diera la víspera sólo para que se estuviese quieto. Por fin dio con lo que buscaba.
— Dale, vení acá. — le llamó.
El pequeño se sentó en la banqueta del piano. Su abuelo había apoyado unos folios desgastados y poblados de notas que parecían estar posadas en las líneas del pentagrama, como enormes colonias de pájaros. Ramiro ya conocía bien casi todas las notas del piano, y podía tocar algunas piezas con mucha soltura. Pero al leer como titulo de la composición “El Burrito”, de Adolfo Mejía, miró con sorpresa a su abuelo.
— Ahora empezaré sólo un poquito, mientras seguís la partitura — dijo éste —, y luego tocás vos. Pero recordando todo el tiempo cómo andaba “Capitán”, ¿de acuerdo?
Ramiro asintió. Parecía un ejercicio divertido; al menos, más que las lecciones habituales. Biazzi dejó que sus dedos fuesen deslizándose por el teclado, ágiles y suaves; los de la mano izquierda controlando la monotonía de las notas más graves, mientras que los de la mano derecha mariposeaban sobre las teclas más agudas. El conjunto de la pieza parecía sonar desordenado, pero sólo en apariencia. Para asombro de Ramiro, la imagen de “Capitán” se fue materializando en mitad de una increíble armonía: cada nota aguda parecía cristalizar bajo las pezuñas del burrito de Villaamil, mientras que las más graves, en diferente compás, representaban el movimiento pesado de la cabeza y la gracia torpona de las grandes orejas.
— ¡Halaaaa…! — exclamó el pequeño.
Biazzi le cedió el sitio. Primero de manera vacilante, como los pasos del burrito, y luego con mayor soltura, Ramiro fue reproduciendo las notas de la partitura. “Capitán” parecía seguir trotando por el comedor ante el entusiasmo del pequeño, como si no se hubiese separado de él. Sólo se detuvo en los últimos compases, extrañado.
— ¿Y esto?
— Lo tocaré yo. Es muy sencillo de adivinar.
Siguió las manos de su abuelo, que casi golpeaban el teclado, para rematar la pieza con una rápida floritura. Era un sonido similar a… ¿el claxon de un coche? Pero no tenía mucha lógica. Biazzi le dirigió una sonrisa expectante durante unos segundos, hasta que el pequeño cayó en la cuenta:
— ¡Un rebuzno!
— ¡Eso es! ¿Viste? Tocar es mucho más fácil si encontrás el sentido de la composición. Así podrás interpretar cualquier obra que desees.
Las miradas de ambos se encontraron. La de Ramiro rebosaba admiración hacia su abuelo, y felicidad por un regalo de cumpleaños tan fabuloso; la de Biazzi, orgullo ante el talento y la inteligencia del pequeño. Hacía tiempo que había dejado de sorprenderse. Sabía que aquel niño de cuatro años recién cumplidos podía llegar muy lejos.
— ¡Muy bien, Ramiro! Lo lograste.