CI 1 - Aovillarse (Mención especial Jurado, 3º Pop) - Ororo
Publicado: 15 Oct 2015 14:31
AOVILLARSE
1
—Aovillarse es hacerse un ovillo —dijo la profesora, y se sentó frente a la clase sonriendo abiertamente. Todos se quedaron mudos sin saber qué contestar. Ninguno de los niños del aula tenía ni idea de lo que quería decir la señorita nueva.
—¿Y sabeis lo que es un ovillo? —volvió a preguntar con voz dulce mientras levantaba una ceja.
—¿Como un ovillo de lana? —preguntó tímidamente Penélope.
—Por ejemplo un ovillo de lana, muy bien —contestó la maestra mientras mordisqueaba la punta de su lapicero. Parecía que, mientras lo hacía, estaba pensando algo muy interesante.
La clase había empezado hacía diez minutos y, desde el principio, todos los niños creyeron que era una persona bastante rara pero al mismo tiempo les gustaba. Se llamaba Elisa y había pasado mucho tiempo en el extranjero, según había contado. Era joven y la melena de color rubio platino, casi blanco, le llegaba hasta la cintura.
—¿Y sabeis cómo se forma un ovillo? —volvió a preguntar. En ese momento sí que se hizo el silencio más absoluto. No se recordaba tanto silencio desde que el director del colegio había pillado a Gabriel pretendiendo volar desde el alféizar de la ventana del aula de música. Según Gabriel, le habían salido alas y quería salir volando. Algo lógico para alguien que cree que tiene alas, pero muy peligroso para quien cree que no las tiene.
La señorita Elisa miró fijamente a cada uno de los dieciocho niños que componían la clase. Entre ellos vio caras de sorpresa, de impaciencia, aburrimiento y una que le llamó la atención. Un niño de ojos grandes y marrones, con las pestañas larguísimas, parecía estar perdido en sus pensamientos.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó señalando con la punta del lapicero mordisqueado.
—¿Quién, yo? —se sorprendió el niño mirando hacia ambos lados.
—Sí, tú —replicó la profesora asomando la mirada por encima de las gafas. La verdad es que esas gafas de pasta negra que llevaba la profe parecían de mentira. No sabía muy bien por qué pensaba eso, pero así era. Parecían gafas de las que se compran en cualquier tienda de artículos de broma y no llevan cristales.
—Adán. ¿Y tú? —se atrevió a preguntar.
—Eva —rió la profesora. En ese momento una carcajada general estalló en el aula. La tensión que se había creado por la pregunta tan rara de la señorita desapareció y todos se encontraron de pronto más alegres y relajados.
Estaban tan contentos como el día en que a Nicolás, un niño un poco lunático, se le ocurrió ir a clase con un telescopio. Era de su padre y contó que podían verse muchas estrellas y constelaciones donde habitaban seres extraterrestres, incluso marcianos. Don Gerardo, el profesor de Historia se enfadó muchísimo porque, según él, ese colegio no era lugar para jugar a ver estrellas. Nicolás no entendía por qué don Gerardo se había enfadado tanto y acabó llorando, gritando y dando vueltas sobre sí mismo sin parar cuando, en uno de esos giros, se llevó por delante sin querer al profesor, que cayó al suelo y se quedó patiabierto y con un chichón en la cabeza. Todos se rieron mucho en ese momento, pues creían que había recibido su merecido.
—Yo soy Elisa. Me he presentado al llegar, pero veo que estabas tan perdido en tus pensamientos como ahora mismo, Adán —retomó la conversación la señorita.
—Seguramente —añadió el niño con una media sonrisa llena de timidez.
—Bueno, dime, Adán, ¿cómo se forma un ovillo? —insistió la maestra.
Adán se quedó unos segundos mirándola fijamente a los ojos. Tenía unos ojos preciosos la señorita. Eran verdes y alargados como los de una pantera que viven en las selvas de la India, según el libro de animales que tanto le gustaba. Si hubiera tenido el pelo oscuro se habría parecido mucho más.
—Pues un ovillo se forma a partir de un hilo. El hilo se va enroscando sobre sí mismo una y otra vez hasta que se forma una pelota.
—¡Bravo! —gritó de pronto la profesora—. Muy bien explicado.
Adán apartó la mirada con un poco de vergüenza por las alabanzas, pero se quedó igual de sorprendido que el resto de sus compañeros al no entender qué quería decir la señorita con todo eso de ouvillarse.
2
Al día siguiente no les tocaba clase con ella, así que no ocurrió nada nuevo.
Doña Gloria, de Matemáticas, castigó una vez más a Virginia por intentar borrar de la pizarra la lección de conjuntos que acababa de dar. A Virginia no le gustaba ver conjuntos de elementos y números encerrados. Prefería que todos pudieran jugar juntos, por eso cogió el borrador y luego dibujó un gran conjunto que contenía todos los elementos. Eso enfadó mucho a doña Gloria, que era muy ordenada, y la castigó a contar peras y manzanas cada tarde al salir de clase.
Don Gregorio tiró a la basura el libro de la semana como venía siendo habitual en clase de Lengua. Cada semana rompía un libro que consideraba malo para ellos y les hacía jurar a todos que nunca jamás lo leerían, porque ellos eran diferentes y no podían estar todo el día fantaseando. Ese día tiró Momo, pero ellos, también como cada semana, se apuntaron a escondidas el título del libro para buscarlo más adelante y leerlo.
Y don Gustavo continuó con su eterna batalla sobre cómo seguir los pasos de la tabla de gimnasia ordenadamente y en fila india, no a lo loco y haciendo el indio, como pretendían muchos de los niños. Entre ellos jugaban a inventarse una canción y a hacer los ejercicios de gimnasia a su aire, porque seguir el ritmo de don Gustavo era muy aburrido. Todo el rato igual: derecha, izquierda, derecha, izquierda…
Sí, digamos que el día pasó con total normalidad.
A los dieciocho niños de la clase, bueno, del colegio entero, porque no había más estudiantes que ellos, el edificio se les quedaba muy grande. Vivieron uno más de sus días grises y aburridos en ese edificio antiguo con, según el director, mucha historia por dentro y por fuera.
Había sido una antigua biblioteca y, después de haber servido como hospital durante la guerra, pasó a ser un colegio. Estaba construido con piedra blanca, pero la verdad es que ya no relucía como en las fotos que habían visto colgadas en el despacho del director. Cuando les llamaba para castigarlos, aguantaban la charla mirando las fotos en blanco y negro de las paredes. El paso de los años, las lluvias y la suciedad habían cambiado completamente la imagen del edificio. Los muros se veían grises y se habían roto algunas de las figuras de la fachada principal, como unos pequeños angelitos tocando el arpa y otras figuras más grandes y alargadas que daban un poco de miedo. Tampoco quedaba ninguna de las señoras medio desnudas que habían adornado la puerta principal y que tanto le gustaban a Adán.
3
Llegó el jueves y con él la clase de la señorita Elisa. Estaban todos muy emocionados porque era la única que les sonreía y, lo más importante, la única que parecía escucharles. A pesar de que no la entendían muy bien cuando hablaba, les parecía simpática. Cuando la profesora llegó al aula, les pilló discutiendo.
—Entonces, ¿qué dijo la profe que era uviallarse?
—¿Uviallarse? —Penélope soltó una carcajada—. Anda, que no te enteras Nicolás, se dice avoillarse y significa…
—Eso, ¿qué significa, lista? —preguntó Nicolás con burla.
—Pues… —dudó Penélope—, pues significa que…
—Significa que te haces un ovillo —contestó la profesora que ya había entrado en clase. Todos los niños se dieron un susto de muerte y, sobresaltados, corrieron a sus pupitres.
—Y también es una palabra mágica —añadió la señorita Elisa sonriendo y dejando los libros y el bolso encima de su mesa. Se hizo el silencio por unos segundos pero, de pronto, un murmullo empezó a escucharse en la clase.
Sorprendidos por la respuesta, unos se taparon la boca por si pronunciaban la palabra mágica sin querer y otros abrieron tanto los ojos que casi se marearon. En aquel colegio nadie hablaba de estrellas, de mezclar conjuntos, de volar o de bailar… ¿Cómo se le ocurría a la señorita Elisa hablar de magia?
—Antes de que me lo pregunteis, os lo voy a explicar yo —continuó la maestra—. A-o-vi-llar-se es una palabra mágica siempre que se use en el momento oportuno. —Empezó a caminar por el aula—. Pero teneis que aprenderla bien, puesto que un mal uso puede provocar el efecto contrario al deseado. ¿Entendeis lo que es eso?
Silencio. Y la señorita Elisa estaba harta de oír el silencio. Por los pasillos, las escaleras, la sala de profesores…, por todo el edificio lo único que escuchaba era el silencio. Lo normal era que en un colegio con niños hubiera risas, bromas, carreras por los pasillos y todo eso, pero aquel lugar era diferente. Parecía una cárcel. Por eso lo había elegido.
—Bien. Mirad atentamente. Voy a enseñaros, porque a eso he venido.
La maestra se puso de espaldas a toda la clase, mirando de frente la pizarra. En ella alguien había escrito con tiza el nombre de Adán, el suyo, Elisa, y había dibujado un corazón. La maestra sonrió: seguramente Virginia se había saltado las normas de nuevo y había creado un conjunto nuevo.
—A-o-vi-llar-se, recordad, a-o-vi-llar-se significa hacerse un ovillo. ¿Y cómo hacemos eso? —La profesora sintió en ese momento los ojos de los dieciocho alumnos clavados en el cogote—. Pues como bien dijo Adán el otro día, como si fuéramos un hilo, nos acurrucamos poco a poco, doblando la espalda, doblando las piernas y luego los brazos. Y, cuando nos damos cuenta, somos una pelotita. ¿Lo veis?
Los chicos no salían de su asombro. Se levantaron todos de las sillas para poder ver. La señorita se había hecho un ovillo y estaba en el suelo acurrucada abrazándose como un gatito cuando tiene frío. O como un bicho de bola cuando lo tocas con el pie.
—Y ahora —prosiguió—, sólo teneis que pensar con muchas fuerzas qué quereis conseguir y decir la palabra mágica.
En ese momento, las persianas de las ventanas cayeron y se cerraron, las luces se apagaron y se quedaron completamente a oscuras. Las sillas de los niños empezaron a tambalearse y a levantarse del suelo. Estaban todos nerviosísimos pero, al mismo tiempo, disfrutando el momento. Se oyó susurrar a Elisa con una voz que no parecía suya y, de pronto, la silla de Gabriel se levantó más que las demás y comenzó a flotar por el aire. A volar. Fue a parar al lado de la profesora y allí, a su lado, se posó en el suelo.
—¡He volado! ¡He volado! —gritó Gabriel como un loco. Y todos sus compañeros empezaron a aplaudir y a gritar su nombre.
—¿Ves, Gabriel? Sólo es cuestión de creer. —Le guiñó un ojo.
El pobre niño no salía de su asombro. La profesora le había hecho volar y, lo que era mejor, le había enseñado cómo hacerlo.
4
Esa misma tarde los dieciocho convocaron una reunión después de clase en el jardín próximo al colegio. A todos les brillaban los ojos de una forma especial y sus caras parecían haber envejecido algunos años. Virginia llegó después de una hora de castigo y se sentó en el césped junto a Penélope, que llevaba un buen rato esperándola.
—Ya estamos todos —anunció Gabriel. A su derecha estaba sentado Nicolás que se entretenía mirando el firmamento a través de un tubo de cartón —. ¿Quién quiere probar con la palabra mágica?— preguntó seguidamente.
—Yo misma —contestó Virginia decidida—. Parece sencillo. Repasemos: la seño lo que hizo fue encogerse como una pelota, decir la palabra mágica y pedir un deseo, ¿no?
—Sí –contestó Adán con decisión.
En ese momento, pareció que el tiempo se paraba. Sólo escucharon el viento moviendo las hojas de los árboles y el continuo murmullo del río. Virginia se levantó y se sacudió los restos de hierba del pantalón. Se separó un poco del grupo y fue encogiéndose como había visto hacer en clase a la señorita Elisa. Dobló todo su cuerpecito hasta convertirse en una pequeña bola. En ese momento se concentró y susurró:
—A-o-vi-llar-se.
En ese mismo instante, se reincorporó y empezó a caminar. Todos la siguieron y, al cabo de pocos minutos llegaron al río. Las pisadas de Virginia eran decididas y su mirada segura. Llegó a la ribera del río y se descalzó. Metió los pies en el agua pero, en lugar de sumergirse, comenzó a caminar por encima de ésta. Todos los demás aplaudieron entusiasmados.
—¡Ha podido!
—¡Bravo, Virginia!
—¡No se hunde!
5
Iban todos los niños celebrando el triunfo de su amiga gritando, gastándose bromas, corriendo por el camino hacia sus casas cuando se encontraron con algunos de los profesores cuando se acercaron colegio. Al escuchar tal algarabía habían salido para ver qué estaba pasando.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó don Gerardo con el ceño fruncido.
—¿Por qué pregunta eso? Venimos de pasar un rato en el río —contestó Adán.
—¿Sólo eso? ¿De pasar un rato en el río? —Don Gerardo habló imitando la aguda voz de Adán burlándose de él.
—¡Sí, sólo eso! —gritó para defenderse—. ¿Podría dejarnos en paz por una vez? No estamos en su asqueroso colegio para niños especiales.
—¿Cómo te atreves a contestarme así? ¿Especiales? —se rió don Gerardo—. Querrás decir para niños raritos con problemas para afrontar la realidad, que es lo que sois, panda de desvergonzados.
La mayoría de niños se echaron atrás ante las palabras y enfado del profesor. No querían problemas con él, pues ya sabían cómo se las gastaba. Llamaría a sus casas, se reuniría con sus padres y les convencería de que tenían que seguir algunos años más en aquel colegio-cárcel hasta que les borraran el cerebro. O les recomendarían ir a un psicólogo de esos a contarle su vida. O, peor, ponerles inyecciones.
—¡No! —gritó de pronto Nicolás—. ¡Se acabó! ¡No tenemos miedo de sus palabras!
—¡Ya nunca más! —se sumaron Penélope y Virginia.
Don Gerardo, don Gustavo y doña Gloria se quedaron como una piedra ante esas contestaciones. Esos niños tendrían su merecido.
—Doña Gloria, vaya inmediatamente a buscar a doña Elisa. Está claro que desde que llegó estos niños se han revolucionado.
—No hace falta que me vengan a buscar —contestó Elisa—. Aquí estoy. No doy crédito Gerardo. ¿Qué está ocurriendo aquí? Son niños, vienen de jugar del río y…
—¿Y eso les quita toda la culpa? ¿Ser niños? —interrumpió esta vez doña Gloria.
—No, ser niños no. Pero no podeis tratarles de esta… —Doña Gloria la interrumpió de pronto agarrándola por el pelo.
—¡Pero qué está haciendo! —chilló la señorita Elisa—. ¡Suélteme!
En ese momento, Adán no pudo más. Miró a Virginia y a Penélope que defendían su posición con los puños levantados. Se acercó a Nicolás y a Gabriel y les susurró en el oído. En un momento, los niños formaron un círculo.
Adán miró fijamente a los ojos de Elisa y ella lo comprendió. Es lo que venía esperando desde el momento en que llegó, que los niños despertaran y se defendieran. Sonrió. Entonces Adán se agachó, se hizo un ovillo en el suelo, bien apretadito, bien redondito y abrió la boca.
—A…, a…, avi…, avio… —Estaba nervioso y todos los demás lo miraban pidiendo por favor que no se equivocara al pronunciar la palabra mágica.
—Aovillarse.
Y sucedió. Sucedió que Virginia se agachó a su lado y formó un ovillo con él. Después, Penélope, Gabriel y Nicolás, todos, se hicieron una bola juntándose con el resto de sus compañeros y formaron un ovillo gigante. Brazos, piernas, todo mezclado.
La señorita Elisa no cabía en sí de la emoción. Comenzó a reírse a carcajadas y los demás maestros la miraron con horror. La bola gigante avanzó y los demás niños, todos, los dieciocho, se unieron al ovillo que empezó a girar y a girar. Se acercó hacia los profesores y empezó a perseguirles. Éstos corrieron todo lo que pudieron, pero el ovillo les alcanzó pasando por encima de ellos. Nunca más se levantarían.
Y así continuaron, todos juntos en un ovillo rodando por la ciudad arrasándolo todo. Se fueron muy lejos de aquel lugar todos juntos y se escucharon risas mientras el ovillo corría y corría por las llanuras de las afueras. Delante de ellos se pudo ver una sombra negra, como una pantera, que los guiaba. ¿Adónde? Eso no lo sabía nadie, pero seguramente a un lugar mucho más alegre que del que venían. ¿O no?
1
—Aovillarse es hacerse un ovillo —dijo la profesora, y se sentó frente a la clase sonriendo abiertamente. Todos se quedaron mudos sin saber qué contestar. Ninguno de los niños del aula tenía ni idea de lo que quería decir la señorita nueva.
—¿Y sabeis lo que es un ovillo? —volvió a preguntar con voz dulce mientras levantaba una ceja.
—¿Como un ovillo de lana? —preguntó tímidamente Penélope.
—Por ejemplo un ovillo de lana, muy bien —contestó la maestra mientras mordisqueaba la punta de su lapicero. Parecía que, mientras lo hacía, estaba pensando algo muy interesante.
La clase había empezado hacía diez minutos y, desde el principio, todos los niños creyeron que era una persona bastante rara pero al mismo tiempo les gustaba. Se llamaba Elisa y había pasado mucho tiempo en el extranjero, según había contado. Era joven y la melena de color rubio platino, casi blanco, le llegaba hasta la cintura.
—¿Y sabeis cómo se forma un ovillo? —volvió a preguntar. En ese momento sí que se hizo el silencio más absoluto. No se recordaba tanto silencio desde que el director del colegio había pillado a Gabriel pretendiendo volar desde el alféizar de la ventana del aula de música. Según Gabriel, le habían salido alas y quería salir volando. Algo lógico para alguien que cree que tiene alas, pero muy peligroso para quien cree que no las tiene.
La señorita Elisa miró fijamente a cada uno de los dieciocho niños que componían la clase. Entre ellos vio caras de sorpresa, de impaciencia, aburrimiento y una que le llamó la atención. Un niño de ojos grandes y marrones, con las pestañas larguísimas, parecía estar perdido en sus pensamientos.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó señalando con la punta del lapicero mordisqueado.
—¿Quién, yo? —se sorprendió el niño mirando hacia ambos lados.
—Sí, tú —replicó la profesora asomando la mirada por encima de las gafas. La verdad es que esas gafas de pasta negra que llevaba la profe parecían de mentira. No sabía muy bien por qué pensaba eso, pero así era. Parecían gafas de las que se compran en cualquier tienda de artículos de broma y no llevan cristales.
—Adán. ¿Y tú? —se atrevió a preguntar.
—Eva —rió la profesora. En ese momento una carcajada general estalló en el aula. La tensión que se había creado por la pregunta tan rara de la señorita desapareció y todos se encontraron de pronto más alegres y relajados.
Estaban tan contentos como el día en que a Nicolás, un niño un poco lunático, se le ocurrió ir a clase con un telescopio. Era de su padre y contó que podían verse muchas estrellas y constelaciones donde habitaban seres extraterrestres, incluso marcianos. Don Gerardo, el profesor de Historia se enfadó muchísimo porque, según él, ese colegio no era lugar para jugar a ver estrellas. Nicolás no entendía por qué don Gerardo se había enfadado tanto y acabó llorando, gritando y dando vueltas sobre sí mismo sin parar cuando, en uno de esos giros, se llevó por delante sin querer al profesor, que cayó al suelo y se quedó patiabierto y con un chichón en la cabeza. Todos se rieron mucho en ese momento, pues creían que había recibido su merecido.
—Yo soy Elisa. Me he presentado al llegar, pero veo que estabas tan perdido en tus pensamientos como ahora mismo, Adán —retomó la conversación la señorita.
—Seguramente —añadió el niño con una media sonrisa llena de timidez.
—Bueno, dime, Adán, ¿cómo se forma un ovillo? —insistió la maestra.
Adán se quedó unos segundos mirándola fijamente a los ojos. Tenía unos ojos preciosos la señorita. Eran verdes y alargados como los de una pantera que viven en las selvas de la India, según el libro de animales que tanto le gustaba. Si hubiera tenido el pelo oscuro se habría parecido mucho más.
—Pues un ovillo se forma a partir de un hilo. El hilo se va enroscando sobre sí mismo una y otra vez hasta que se forma una pelota.
—¡Bravo! —gritó de pronto la profesora—. Muy bien explicado.
Adán apartó la mirada con un poco de vergüenza por las alabanzas, pero se quedó igual de sorprendido que el resto de sus compañeros al no entender qué quería decir la señorita con todo eso de ouvillarse.
2
Al día siguiente no les tocaba clase con ella, así que no ocurrió nada nuevo.
Doña Gloria, de Matemáticas, castigó una vez más a Virginia por intentar borrar de la pizarra la lección de conjuntos que acababa de dar. A Virginia no le gustaba ver conjuntos de elementos y números encerrados. Prefería que todos pudieran jugar juntos, por eso cogió el borrador y luego dibujó un gran conjunto que contenía todos los elementos. Eso enfadó mucho a doña Gloria, que era muy ordenada, y la castigó a contar peras y manzanas cada tarde al salir de clase.
Don Gregorio tiró a la basura el libro de la semana como venía siendo habitual en clase de Lengua. Cada semana rompía un libro que consideraba malo para ellos y les hacía jurar a todos que nunca jamás lo leerían, porque ellos eran diferentes y no podían estar todo el día fantaseando. Ese día tiró Momo, pero ellos, también como cada semana, se apuntaron a escondidas el título del libro para buscarlo más adelante y leerlo.
Y don Gustavo continuó con su eterna batalla sobre cómo seguir los pasos de la tabla de gimnasia ordenadamente y en fila india, no a lo loco y haciendo el indio, como pretendían muchos de los niños. Entre ellos jugaban a inventarse una canción y a hacer los ejercicios de gimnasia a su aire, porque seguir el ritmo de don Gustavo era muy aburrido. Todo el rato igual: derecha, izquierda, derecha, izquierda…
Sí, digamos que el día pasó con total normalidad.
A los dieciocho niños de la clase, bueno, del colegio entero, porque no había más estudiantes que ellos, el edificio se les quedaba muy grande. Vivieron uno más de sus días grises y aburridos en ese edificio antiguo con, según el director, mucha historia por dentro y por fuera.
Había sido una antigua biblioteca y, después de haber servido como hospital durante la guerra, pasó a ser un colegio. Estaba construido con piedra blanca, pero la verdad es que ya no relucía como en las fotos que habían visto colgadas en el despacho del director. Cuando les llamaba para castigarlos, aguantaban la charla mirando las fotos en blanco y negro de las paredes. El paso de los años, las lluvias y la suciedad habían cambiado completamente la imagen del edificio. Los muros se veían grises y se habían roto algunas de las figuras de la fachada principal, como unos pequeños angelitos tocando el arpa y otras figuras más grandes y alargadas que daban un poco de miedo. Tampoco quedaba ninguna de las señoras medio desnudas que habían adornado la puerta principal y que tanto le gustaban a Adán.
3
Llegó el jueves y con él la clase de la señorita Elisa. Estaban todos muy emocionados porque era la única que les sonreía y, lo más importante, la única que parecía escucharles. A pesar de que no la entendían muy bien cuando hablaba, les parecía simpática. Cuando la profesora llegó al aula, les pilló discutiendo.
—Entonces, ¿qué dijo la profe que era uviallarse?
—¿Uviallarse? —Penélope soltó una carcajada—. Anda, que no te enteras Nicolás, se dice avoillarse y significa…
—Eso, ¿qué significa, lista? —preguntó Nicolás con burla.
—Pues… —dudó Penélope—, pues significa que…
—Significa que te haces un ovillo —contestó la profesora que ya había entrado en clase. Todos los niños se dieron un susto de muerte y, sobresaltados, corrieron a sus pupitres.
—Y también es una palabra mágica —añadió la señorita Elisa sonriendo y dejando los libros y el bolso encima de su mesa. Se hizo el silencio por unos segundos pero, de pronto, un murmullo empezó a escucharse en la clase.
Sorprendidos por la respuesta, unos se taparon la boca por si pronunciaban la palabra mágica sin querer y otros abrieron tanto los ojos que casi se marearon. En aquel colegio nadie hablaba de estrellas, de mezclar conjuntos, de volar o de bailar… ¿Cómo se le ocurría a la señorita Elisa hablar de magia?
—Antes de que me lo pregunteis, os lo voy a explicar yo —continuó la maestra—. A-o-vi-llar-se es una palabra mágica siempre que se use en el momento oportuno. —Empezó a caminar por el aula—. Pero teneis que aprenderla bien, puesto que un mal uso puede provocar el efecto contrario al deseado. ¿Entendeis lo que es eso?
Silencio. Y la señorita Elisa estaba harta de oír el silencio. Por los pasillos, las escaleras, la sala de profesores…, por todo el edificio lo único que escuchaba era el silencio. Lo normal era que en un colegio con niños hubiera risas, bromas, carreras por los pasillos y todo eso, pero aquel lugar era diferente. Parecía una cárcel. Por eso lo había elegido.
—Bien. Mirad atentamente. Voy a enseñaros, porque a eso he venido.
La maestra se puso de espaldas a toda la clase, mirando de frente la pizarra. En ella alguien había escrito con tiza el nombre de Adán, el suyo, Elisa, y había dibujado un corazón. La maestra sonrió: seguramente Virginia se había saltado las normas de nuevo y había creado un conjunto nuevo.
—A-o-vi-llar-se, recordad, a-o-vi-llar-se significa hacerse un ovillo. ¿Y cómo hacemos eso? —La profesora sintió en ese momento los ojos de los dieciocho alumnos clavados en el cogote—. Pues como bien dijo Adán el otro día, como si fuéramos un hilo, nos acurrucamos poco a poco, doblando la espalda, doblando las piernas y luego los brazos. Y, cuando nos damos cuenta, somos una pelotita. ¿Lo veis?
Los chicos no salían de su asombro. Se levantaron todos de las sillas para poder ver. La señorita se había hecho un ovillo y estaba en el suelo acurrucada abrazándose como un gatito cuando tiene frío. O como un bicho de bola cuando lo tocas con el pie.
—Y ahora —prosiguió—, sólo teneis que pensar con muchas fuerzas qué quereis conseguir y decir la palabra mágica.
En ese momento, las persianas de las ventanas cayeron y se cerraron, las luces se apagaron y se quedaron completamente a oscuras. Las sillas de los niños empezaron a tambalearse y a levantarse del suelo. Estaban todos nerviosísimos pero, al mismo tiempo, disfrutando el momento. Se oyó susurrar a Elisa con una voz que no parecía suya y, de pronto, la silla de Gabriel se levantó más que las demás y comenzó a flotar por el aire. A volar. Fue a parar al lado de la profesora y allí, a su lado, se posó en el suelo.
—¡He volado! ¡He volado! —gritó Gabriel como un loco. Y todos sus compañeros empezaron a aplaudir y a gritar su nombre.
—¿Ves, Gabriel? Sólo es cuestión de creer. —Le guiñó un ojo.
El pobre niño no salía de su asombro. La profesora le había hecho volar y, lo que era mejor, le había enseñado cómo hacerlo.
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Esa misma tarde los dieciocho convocaron una reunión después de clase en el jardín próximo al colegio. A todos les brillaban los ojos de una forma especial y sus caras parecían haber envejecido algunos años. Virginia llegó después de una hora de castigo y se sentó en el césped junto a Penélope, que llevaba un buen rato esperándola.
—Ya estamos todos —anunció Gabriel. A su derecha estaba sentado Nicolás que se entretenía mirando el firmamento a través de un tubo de cartón —. ¿Quién quiere probar con la palabra mágica?— preguntó seguidamente.
—Yo misma —contestó Virginia decidida—. Parece sencillo. Repasemos: la seño lo que hizo fue encogerse como una pelota, decir la palabra mágica y pedir un deseo, ¿no?
—Sí –contestó Adán con decisión.
En ese momento, pareció que el tiempo se paraba. Sólo escucharon el viento moviendo las hojas de los árboles y el continuo murmullo del río. Virginia se levantó y se sacudió los restos de hierba del pantalón. Se separó un poco del grupo y fue encogiéndose como había visto hacer en clase a la señorita Elisa. Dobló todo su cuerpecito hasta convertirse en una pequeña bola. En ese momento se concentró y susurró:
—A-o-vi-llar-se.
En ese mismo instante, se reincorporó y empezó a caminar. Todos la siguieron y, al cabo de pocos minutos llegaron al río. Las pisadas de Virginia eran decididas y su mirada segura. Llegó a la ribera del río y se descalzó. Metió los pies en el agua pero, en lugar de sumergirse, comenzó a caminar por encima de ésta. Todos los demás aplaudieron entusiasmados.
—¡Ha podido!
—¡Bravo, Virginia!
—¡No se hunde!
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Iban todos los niños celebrando el triunfo de su amiga gritando, gastándose bromas, corriendo por el camino hacia sus casas cuando se encontraron con algunos de los profesores cuando se acercaron colegio. Al escuchar tal algarabía habían salido para ver qué estaba pasando.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó don Gerardo con el ceño fruncido.
—¿Por qué pregunta eso? Venimos de pasar un rato en el río —contestó Adán.
—¿Sólo eso? ¿De pasar un rato en el río? —Don Gerardo habló imitando la aguda voz de Adán burlándose de él.
—¡Sí, sólo eso! —gritó para defenderse—. ¿Podría dejarnos en paz por una vez? No estamos en su asqueroso colegio para niños especiales.
—¿Cómo te atreves a contestarme así? ¿Especiales? —se rió don Gerardo—. Querrás decir para niños raritos con problemas para afrontar la realidad, que es lo que sois, panda de desvergonzados.
La mayoría de niños se echaron atrás ante las palabras y enfado del profesor. No querían problemas con él, pues ya sabían cómo se las gastaba. Llamaría a sus casas, se reuniría con sus padres y les convencería de que tenían que seguir algunos años más en aquel colegio-cárcel hasta que les borraran el cerebro. O les recomendarían ir a un psicólogo de esos a contarle su vida. O, peor, ponerles inyecciones.
—¡No! —gritó de pronto Nicolás—. ¡Se acabó! ¡No tenemos miedo de sus palabras!
—¡Ya nunca más! —se sumaron Penélope y Virginia.
Don Gerardo, don Gustavo y doña Gloria se quedaron como una piedra ante esas contestaciones. Esos niños tendrían su merecido.
—Doña Gloria, vaya inmediatamente a buscar a doña Elisa. Está claro que desde que llegó estos niños se han revolucionado.
—No hace falta que me vengan a buscar —contestó Elisa—. Aquí estoy. No doy crédito Gerardo. ¿Qué está ocurriendo aquí? Son niños, vienen de jugar del río y…
—¿Y eso les quita toda la culpa? ¿Ser niños? —interrumpió esta vez doña Gloria.
—No, ser niños no. Pero no podeis tratarles de esta… —Doña Gloria la interrumpió de pronto agarrándola por el pelo.
—¡Pero qué está haciendo! —chilló la señorita Elisa—. ¡Suélteme!
En ese momento, Adán no pudo más. Miró a Virginia y a Penélope que defendían su posición con los puños levantados. Se acercó a Nicolás y a Gabriel y les susurró en el oído. En un momento, los niños formaron un círculo.
Adán miró fijamente a los ojos de Elisa y ella lo comprendió. Es lo que venía esperando desde el momento en que llegó, que los niños despertaran y se defendieran. Sonrió. Entonces Adán se agachó, se hizo un ovillo en el suelo, bien apretadito, bien redondito y abrió la boca.
—A…, a…, avi…, avio… —Estaba nervioso y todos los demás lo miraban pidiendo por favor que no se equivocara al pronunciar la palabra mágica.
—Aovillarse.
Y sucedió. Sucedió que Virginia se agachó a su lado y formó un ovillo con él. Después, Penélope, Gabriel y Nicolás, todos, se hicieron una bola juntándose con el resto de sus compañeros y formaron un ovillo gigante. Brazos, piernas, todo mezclado.
La señorita Elisa no cabía en sí de la emoción. Comenzó a reírse a carcajadas y los demás maestros la miraron con horror. La bola gigante avanzó y los demás niños, todos, los dieciocho, se unieron al ovillo que empezó a girar y a girar. Se acercó hacia los profesores y empezó a perseguirles. Éstos corrieron todo lo que pudieron, pero el ovillo les alcanzó pasando por encima de ellos. Nunca más se levantarían.
Y así continuaron, todos juntos en un ovillo rodando por la ciudad arrasándolo todo. Se fueron muy lejos de aquel lugar todos juntos y se escucharon risas mientras el ovillo corría y corría por las llanuras de las afueras. Delante de ellos se pudo ver una sombra negra, como una pantera, que los guiaba. ¿Adónde? Eso no lo sabía nadie, pero seguramente a un lugar mucho más alegre que del que venían. ¿O no?