CN4 - La línea muerta - Kassiopea (1º)
Publicado: 23 Dic 2015 12:13
La línea muerta
«Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti».
Friedrich Nietzsche
Friedrich escribió esta frase, pero yo le susurré las palabras al oído. Las absorbió con fruición, como un adicto que siente penetrar el oscuro elixir en sus venas. ¡Ah, qué recuerdos! Poe, Shelley, Schumann, Woolf, Sartre, van Gogh, Gaudí, Beksiński... Todos fueron mis pupilos e incluso llegaron a alcanzar cierta notoriedad dentro de la historia humana. Muchos me acompañan aquí abajo —cientos, miles, millones— aunque una inmensa mayoría hayan sido ignorados, olvidados bajo el sudario del tiempo.
Todos ellos me buscaron sumergiéndose en un océano de oscuridad, enfrentándose a sus miedos más abyectos, gritando mi nombre antes de conocerlo. Entre nosotros, la vanidad humana es grande. Y mayor aún es su insensatez.
Todos terminan encontrándome, por supuesto, pues aquel que busca ineludiblemente hallará. Y una vez se ha cruzado esa frontera —a la que en un alarde poético me gusta llamar «línea muerta»— no hay vuelta atrás. Ciertos conocimientos resultan demasiado abrumadores para una simple mente humana; es inevitable que su percepción del mundo se transforme por completo.
Consideraos pues advertidos, no volveré a repetirlo: Pensadlo muy bien antes de cruzar la línea muerta. Y si lo hacéis, ateneos a las consecuencias...
La bombilla del rellano estaba fundida y la visibilidad era prácticamente nula. María palpó la puerta en busca de la cerradura. Sintió el arañazo de la madera astillada y soltó una maldición. En ese momento surgió desde alguno de los pisos inferiores la melodía de un villancico, aquello aún le crispó más los nervios. ¿Cómo era posible que ahí afuera hubiera gente disfrutando de la Navidad mientras todo su mundo se estaba desmoronando?
Consiguió abrir la puerta. Un olor nauseabundo invadió sus fosas nasales.
Había suciedad, miseria y basura por todas partes. Muebles destartalados y manchas de humedad por doquier. Montones de libros y revistas apoyados de cualquier manera contra las paredes del angosto pasillo. Jirones mohosos de papel pintado acumulándose sobre el suelo. Ropa sucia, botellas y envases vacíos tirados por cualquier lado. Restos de comida putrefacta sobre la encimera de la cocina y algunos insectos disfrutando del festín.
Se preguntó por enésima vez cómo podía alguien vivir en esas condiciones.
Cómo las cosas podían torcerse tanto.
Esa mañana había recibido una llamada de la policía informándola de que su padre se encontraba en el hospital. Según varios testigos, el hombre había saltado al vacío desde un balcón del quinto piso.
—Ha hecho el salto del ángel. No lo ha dudado ni un segundo, oiga —comentó un parroquiano que había salido del bar para fumar un pitillo. Había contemplado el macabro espectáculo en primera fila.
—Últimamente tenía ojos de ido, hasta me daba miedo pasar a cobrarle el alquiler. Eso sí, siempre pagaba sin rechistar. Parece ser que, de vez en cuando, vendía alguno de esos cuadros tan feos... —había comentado la portera a María. Y a continuación le había lanzado una mirada penetrante y perspicaz—. ¿Es verdad que hacía años que no sabía nada de su padre? Siempre pensé que...
María había tomado las llaves que la portera le ofrecía y, molesta, perdida ya la paciencia, había enfilado las escaleras dejando a la vieja chismosa hablando sola.
Era increíble, pero el hombre no había muerto en el acto. El viejo aguantó hasta instantes después de que llegara María al hospital. Como si la hubiera estado esperando.
—¿Por qué? —había balbuceado ella, rozándole apenas una mano.
Él la reconoció, estaba segura de ello. El hombre susurró algo y ella se acercó para oírle mejor.
—Están dentro de mí.
Habían sido sus últimas palabras.
En el apartamento, María quedó asombrada cuando prendió las luces del salón. Una de las paredes estaba cubierta de fotografías. Se acercó boquiabierta al muro y las acarició con dedos temblorosos. Había decenas de imágenes de su madre y de ella misma: con las bolsas de la compra, saliendo del trabajo, sentada en la parada del autobús... Algunas de las fotografías eran más viejas —había una en la que María lucía un vestidito de verano que hacía mucho tiempo que ya no le entraba—, otras eran muy recientes. La sorprendió en especial una instantánea de su madre tomada en el hospital, encontrándose ya muy enferma. Luego descubrió otra de ella misma ante la tumba de su madre, el día del funeral. Llovía. Recordó que alguien le prestó ese feo paraguas de rayas.
Se le escapó un gemido. Un abismo se había abierto bajo sus pies y se agrandaba por momentos. La invadía una angustiosa sensación de vértigo.
Siempre había creído que él las había abandonado. Y, aunque le costara reconocerlo, ¡cuánto le había odiado por eso! Y ahora descubría, contemplando aquellas imágenes, que siempre había estado pendiente de ellas. ¡Incluso había visitado a su madre en el hospital! ¿Por qué ella se lo habría ocultado?
—Él cambió, mi niña —decía su madre cada vez que María preguntaba por el padre—. Un día descubrí que el hombre que amaba ya no estaba ahí. Se convirtió en un extraño.
No supo cómo, pero se encontró sentada en el suelo con unos lagrimones abrasándole el rostro. Y, al fin, junto a esas fotografías que eran retazos de un tiempo perdido para siempre, consiguió llorar.
Las sombras ya se habían adueñado de las calles cuando se incorporó. Fue entonces cuando prestó atención a los cuadros que estaban en un rincón, medio ocultos bajo una sábana polvorienta. María se sintió un poco inquieta al contemplar las figuras retorcidas y esqueléticas inmortalizadas en los lienzos. Aquellos extraños seres se arrastraban a través de escenarios desoladores y siniestros. Había terror en las cuencas de sus ojos, sí, pero también cierta avidez. Ansia.
Le pareció increíble que su padre fuese el autor.
Uno de los cuadros la atrajo de forma especial. Lo colocó sobre el caballete y pasó un buen rato contemplándolo. En él estaba representado un abismo que se abría en mitad de un desierto de arenas encendidas. El cráter era oscuro, muy profundo. Junto al abismo, emergiendo de él, se acumulaban decenas de caracoles, reptando unos sobre los otros, arrastrando con esfuerzo sus pesados caparazones. Resultaba una imagen tan hipnótica como desasosegante.
A María le asaltó un recuerdo de su niñez. Fue tan repentino e intenso que se quedó sin aliento. De improviso volvía a ser esa niña que había entrado risueña en la cocina y había encontrado una olla hirviente repleta de caracoles. Algunos de los animalitos se asomaban y luchaban por escapar, reptando sobre el metal ardiente. Fue una visión atroz. Desde aquello nunca más quiso comer caracoles.
Sintió que le faltaba el aire. Era una niña. Era un caracol.
Apagó las luces y salió corriendo de allí.
Regresó al día siguiente. Llenó varias bolsas de basura, ordenó y limpió. De vez en cuando echaba una mirada al cuadro que había dejado en el caballete. Aquel abismo insondable cada vez le resultaba más familiar.
Encontró en un cajón algunas libretas llenas de bocetos y apuntes. Le costó reconocer la letra de su padre. Él siempre había escrito con mucha pulcritud, en hileras perfectamente alineadas y con letras redondeadas. Sin embargo, en estos cuadernos reinaba el caos. Incluso algunas partes resultaban ininteligibles.
María se acomodó en el sofá, cerca del cuadro, con las libretas en el regazo. Sentía la necesidad imperiosa de averiguar más cosas de aquel hombre que, ahora lo comprendía, en realidad no conocía. «¿Quién eres tú?», se preguntaba.
—Y... ¿quién soy yo?
El veinticuatro de diciembre, después del picoteo que habían organizado en la oficina, el jefe reclamó la presencia de María. Le entregó dos botellas de vino —«un detallito en estas fiestas entrañables para nuestros empleados»— y el finiquito. Prescindían de sus servicios. «Tal vez la llamaremos más adelante». Lo cierto es que a ella no le importó demasiado.
Fue directamente a su nueva casa. No lo había previsto. Simplemente sus pies la condujeron hasta allí. La escalera seguía oscura, pero no era ningún inconveniente porque a esas alturas ya la conocía como la palma de su mano. Cerró la puerta y de inmediato se sintió reconfortada. Olía a nuevo e incluso parecía que las viejas manchas de humedad habían desaparecido.
Puso el vino a enfriar y preparó algo para cenar. El teléfono móvil sonó y decidió desconectarlo. Luego se instaló en el sofá y vio cómo la luna llena se asomaba al balcón. Por lo visto, extraordinariamente, aquel año habría plenilunio en Navidad.
Estuvo revisando los cuadernos una vez más. «Están dentro de mí», escribía aquel desconocido que había sido su padre, llenando páginas enteras en una especie de delirio. Terminó la botella de vino rosado y abrió la de vino blanco.
—Gracias, jefe —dijo en voz alta, alzando la copa.
Y, de nuevo, sus ojos quedaron prendidos del abismo. Alargó el brazo y acarició el lienzo. Estaba caliente. O tal vez era su piel la que latía con más fuerza... Resiguió con un dedo el contorno del cráter que se abría en la tierra roja. Acarició los caparazones de los caracoles. Eran rugosos y... sobresalían. Le pareció curioso no haberlo advertido antes. Soltó una risita.
Acurrucada en el sofá, María perdió la noción del tiempo. La luna, curiosa, seguía asomada al balcón. En algún momento de la noche se empezó a escuchar el palpitar de su corazón. Y, con cada latido, la luna suspiraba y el lienzo revivía. Los caracoles luchaban para escapar del abismo abrasador. Se retorcían unos sobre los otros, hasta que sus conchas redondas emergieron del lienzo.
Y siguieron reptando fuera del cuadro.
María gimió en sueños. Volvía a ser una niña y su padre la tomó en brazos. La alzó bien alto y con sus manitas tocó el techo.
De improviso, los caracoles se desprendieron de sus caparazones. Sin ese lastre continuaron su marcha con fuerzas renovadas. Se dirigieron hacia el sofá. Hacia la pierna de María. Al poco alcanzaron el pie. Y fueron llegando uno tras otro, acariciando la piel de la chica con sus tentáculos. Luego dibujaron sobre su cuerpo un entramado de senderos plateados.
Y, al fin, fueron uno.
Meses después, en abril, una de las internas del hospital psiquiátrico se mordió las yemas de los dedos hasta conseguir que sangraran profusamente. Luego escribió en las paredes con la tinta de sus propias venas. «Están dentro de mí».
—Pues no parece peligrosa —comentó un celador novato a su compañero. Era su primer día de trabajo. Contemplaba cariacontecido la frágil figura de la chica atada a la cama. Se la veía demacrada e indefensa y en ese momento dormía como un bebé.
—Atacó a la casera cuando la vieja le reclamó el alquiler. Casi le arrancó el cuello a mordiscos.
—¡Joder!
—Está embarazada —añadió, estirando el brazo y acariciando el abdomen de la mujer por encima de la ropa. Chasqueó la lengua de forma desagradable y le dedicó una mirada lasciva—. No se puede aumentar la medicación y hay que atarla.
De repente, los ojos de María se abrieron como pozos sin fondo. Todo su cuerpo se tensó y arqueó, luchando contra las correas que la mantenían presa. El celador sonrió y siguió manoseándole el cuerpo con descaro.
—En el infierno te están esperando, cabrón —escupió ella. Sus pupilas se encendieron como brasas incandescentes.
El hombre se inclinó sobre María, seguro de sí, desafiante. Soltó una risotada. Risotada que se convirtió en aullido desgarrador cuando unos dedos se hundieron en las cuencas oculares del desgraciado.
El otro celador, inexperto y aterrado, a punto estuvo de mearse en los pantalones y salió corriendo como alma que lleva el diablo.
Con la mano que había conseguido liberar tras toda una noche de esfuerzo, María aflojó el resto de correas en un santiamén.
—No os alarméis, amores míos —dijo, acariciándose la barriga—. Los humanos son débiles y no saben lo que hacen. Una nueva vida nos espera. Nadie se interpondrá.
«Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti».
Friedrich Nietzsche
Friedrich escribió esta frase, pero yo le susurré las palabras al oído. Las absorbió con fruición, como un adicto que siente penetrar el oscuro elixir en sus venas. ¡Ah, qué recuerdos! Poe, Shelley, Schumann, Woolf, Sartre, van Gogh, Gaudí, Beksiński... Todos fueron mis pupilos e incluso llegaron a alcanzar cierta notoriedad dentro de la historia humana. Muchos me acompañan aquí abajo —cientos, miles, millones— aunque una inmensa mayoría hayan sido ignorados, olvidados bajo el sudario del tiempo.
Todos ellos me buscaron sumergiéndose en un océano de oscuridad, enfrentándose a sus miedos más abyectos, gritando mi nombre antes de conocerlo. Entre nosotros, la vanidad humana es grande. Y mayor aún es su insensatez.
Todos terminan encontrándome, por supuesto, pues aquel que busca ineludiblemente hallará. Y una vez se ha cruzado esa frontera —a la que en un alarde poético me gusta llamar «línea muerta»— no hay vuelta atrás. Ciertos conocimientos resultan demasiado abrumadores para una simple mente humana; es inevitable que su percepción del mundo se transforme por completo.
Consideraos pues advertidos, no volveré a repetirlo: Pensadlo muy bien antes de cruzar la línea muerta. Y si lo hacéis, ateneos a las consecuencias...
La bombilla del rellano estaba fundida y la visibilidad era prácticamente nula. María palpó la puerta en busca de la cerradura. Sintió el arañazo de la madera astillada y soltó una maldición. En ese momento surgió desde alguno de los pisos inferiores la melodía de un villancico, aquello aún le crispó más los nervios. ¿Cómo era posible que ahí afuera hubiera gente disfrutando de la Navidad mientras todo su mundo se estaba desmoronando?
Consiguió abrir la puerta. Un olor nauseabundo invadió sus fosas nasales.
Había suciedad, miseria y basura por todas partes. Muebles destartalados y manchas de humedad por doquier. Montones de libros y revistas apoyados de cualquier manera contra las paredes del angosto pasillo. Jirones mohosos de papel pintado acumulándose sobre el suelo. Ropa sucia, botellas y envases vacíos tirados por cualquier lado. Restos de comida putrefacta sobre la encimera de la cocina y algunos insectos disfrutando del festín.
Se preguntó por enésima vez cómo podía alguien vivir en esas condiciones.
Cómo las cosas podían torcerse tanto.
Esa mañana había recibido una llamada de la policía informándola de que su padre se encontraba en el hospital. Según varios testigos, el hombre había saltado al vacío desde un balcón del quinto piso.
—Ha hecho el salto del ángel. No lo ha dudado ni un segundo, oiga —comentó un parroquiano que había salido del bar para fumar un pitillo. Había contemplado el macabro espectáculo en primera fila.
—Últimamente tenía ojos de ido, hasta me daba miedo pasar a cobrarle el alquiler. Eso sí, siempre pagaba sin rechistar. Parece ser que, de vez en cuando, vendía alguno de esos cuadros tan feos... —había comentado la portera a María. Y a continuación le había lanzado una mirada penetrante y perspicaz—. ¿Es verdad que hacía años que no sabía nada de su padre? Siempre pensé que...
María había tomado las llaves que la portera le ofrecía y, molesta, perdida ya la paciencia, había enfilado las escaleras dejando a la vieja chismosa hablando sola.
Era increíble, pero el hombre no había muerto en el acto. El viejo aguantó hasta instantes después de que llegara María al hospital. Como si la hubiera estado esperando.
—¿Por qué? —había balbuceado ella, rozándole apenas una mano.
Él la reconoció, estaba segura de ello. El hombre susurró algo y ella se acercó para oírle mejor.
—Están dentro de mí.
Habían sido sus últimas palabras.
En el apartamento, María quedó asombrada cuando prendió las luces del salón. Una de las paredes estaba cubierta de fotografías. Se acercó boquiabierta al muro y las acarició con dedos temblorosos. Había decenas de imágenes de su madre y de ella misma: con las bolsas de la compra, saliendo del trabajo, sentada en la parada del autobús... Algunas de las fotografías eran más viejas —había una en la que María lucía un vestidito de verano que hacía mucho tiempo que ya no le entraba—, otras eran muy recientes. La sorprendió en especial una instantánea de su madre tomada en el hospital, encontrándose ya muy enferma. Luego descubrió otra de ella misma ante la tumba de su madre, el día del funeral. Llovía. Recordó que alguien le prestó ese feo paraguas de rayas.
Se le escapó un gemido. Un abismo se había abierto bajo sus pies y se agrandaba por momentos. La invadía una angustiosa sensación de vértigo.
Siempre había creído que él las había abandonado. Y, aunque le costara reconocerlo, ¡cuánto le había odiado por eso! Y ahora descubría, contemplando aquellas imágenes, que siempre había estado pendiente de ellas. ¡Incluso había visitado a su madre en el hospital! ¿Por qué ella se lo habría ocultado?
—Él cambió, mi niña —decía su madre cada vez que María preguntaba por el padre—. Un día descubrí que el hombre que amaba ya no estaba ahí. Se convirtió en un extraño.
No supo cómo, pero se encontró sentada en el suelo con unos lagrimones abrasándole el rostro. Y, al fin, junto a esas fotografías que eran retazos de un tiempo perdido para siempre, consiguió llorar.
Las sombras ya se habían adueñado de las calles cuando se incorporó. Fue entonces cuando prestó atención a los cuadros que estaban en un rincón, medio ocultos bajo una sábana polvorienta. María se sintió un poco inquieta al contemplar las figuras retorcidas y esqueléticas inmortalizadas en los lienzos. Aquellos extraños seres se arrastraban a través de escenarios desoladores y siniestros. Había terror en las cuencas de sus ojos, sí, pero también cierta avidez. Ansia.
Le pareció increíble que su padre fuese el autor.
Uno de los cuadros la atrajo de forma especial. Lo colocó sobre el caballete y pasó un buen rato contemplándolo. En él estaba representado un abismo que se abría en mitad de un desierto de arenas encendidas. El cráter era oscuro, muy profundo. Junto al abismo, emergiendo de él, se acumulaban decenas de caracoles, reptando unos sobre los otros, arrastrando con esfuerzo sus pesados caparazones. Resultaba una imagen tan hipnótica como desasosegante.
A María le asaltó un recuerdo de su niñez. Fue tan repentino e intenso que se quedó sin aliento. De improviso volvía a ser esa niña que había entrado risueña en la cocina y había encontrado una olla hirviente repleta de caracoles. Algunos de los animalitos se asomaban y luchaban por escapar, reptando sobre el metal ardiente. Fue una visión atroz. Desde aquello nunca más quiso comer caracoles.
Sintió que le faltaba el aire. Era una niña. Era un caracol.
Apagó las luces y salió corriendo de allí.
Regresó al día siguiente. Llenó varias bolsas de basura, ordenó y limpió. De vez en cuando echaba una mirada al cuadro que había dejado en el caballete. Aquel abismo insondable cada vez le resultaba más familiar.
Encontró en un cajón algunas libretas llenas de bocetos y apuntes. Le costó reconocer la letra de su padre. Él siempre había escrito con mucha pulcritud, en hileras perfectamente alineadas y con letras redondeadas. Sin embargo, en estos cuadernos reinaba el caos. Incluso algunas partes resultaban ininteligibles.
María se acomodó en el sofá, cerca del cuadro, con las libretas en el regazo. Sentía la necesidad imperiosa de averiguar más cosas de aquel hombre que, ahora lo comprendía, en realidad no conocía. «¿Quién eres tú?», se preguntaba.
—Y... ¿quién soy yo?
El veinticuatro de diciembre, después del picoteo que habían organizado en la oficina, el jefe reclamó la presencia de María. Le entregó dos botellas de vino —«un detallito en estas fiestas entrañables para nuestros empleados»— y el finiquito. Prescindían de sus servicios. «Tal vez la llamaremos más adelante». Lo cierto es que a ella no le importó demasiado.
Fue directamente a su nueva casa. No lo había previsto. Simplemente sus pies la condujeron hasta allí. La escalera seguía oscura, pero no era ningún inconveniente porque a esas alturas ya la conocía como la palma de su mano. Cerró la puerta y de inmediato se sintió reconfortada. Olía a nuevo e incluso parecía que las viejas manchas de humedad habían desaparecido.
Puso el vino a enfriar y preparó algo para cenar. El teléfono móvil sonó y decidió desconectarlo. Luego se instaló en el sofá y vio cómo la luna llena se asomaba al balcón. Por lo visto, extraordinariamente, aquel año habría plenilunio en Navidad.
Estuvo revisando los cuadernos una vez más. «Están dentro de mí», escribía aquel desconocido que había sido su padre, llenando páginas enteras en una especie de delirio. Terminó la botella de vino rosado y abrió la de vino blanco.
—Gracias, jefe —dijo en voz alta, alzando la copa.
Y, de nuevo, sus ojos quedaron prendidos del abismo. Alargó el brazo y acarició el lienzo. Estaba caliente. O tal vez era su piel la que latía con más fuerza... Resiguió con un dedo el contorno del cráter que se abría en la tierra roja. Acarició los caparazones de los caracoles. Eran rugosos y... sobresalían. Le pareció curioso no haberlo advertido antes. Soltó una risita.
Acurrucada en el sofá, María perdió la noción del tiempo. La luna, curiosa, seguía asomada al balcón. En algún momento de la noche se empezó a escuchar el palpitar de su corazón. Y, con cada latido, la luna suspiraba y el lienzo revivía. Los caracoles luchaban para escapar del abismo abrasador. Se retorcían unos sobre los otros, hasta que sus conchas redondas emergieron del lienzo.
Y siguieron reptando fuera del cuadro.
María gimió en sueños. Volvía a ser una niña y su padre la tomó en brazos. La alzó bien alto y con sus manitas tocó el techo.
De improviso, los caracoles se desprendieron de sus caparazones. Sin ese lastre continuaron su marcha con fuerzas renovadas. Se dirigieron hacia el sofá. Hacia la pierna de María. Al poco alcanzaron el pie. Y fueron llegando uno tras otro, acariciando la piel de la chica con sus tentáculos. Luego dibujaron sobre su cuerpo un entramado de senderos plateados.
Y, al fin, fueron uno.
Meses después, en abril, una de las internas del hospital psiquiátrico se mordió las yemas de los dedos hasta conseguir que sangraran profusamente. Luego escribió en las paredes con la tinta de sus propias venas. «Están dentro de mí».
—Pues no parece peligrosa —comentó un celador novato a su compañero. Era su primer día de trabajo. Contemplaba cariacontecido la frágil figura de la chica atada a la cama. Se la veía demacrada e indefensa y en ese momento dormía como un bebé.
—Atacó a la casera cuando la vieja le reclamó el alquiler. Casi le arrancó el cuello a mordiscos.
—¡Joder!
—Está embarazada —añadió, estirando el brazo y acariciando el abdomen de la mujer por encima de la ropa. Chasqueó la lengua de forma desagradable y le dedicó una mirada lasciva—. No se puede aumentar la medicación y hay que atarla.
De repente, los ojos de María se abrieron como pozos sin fondo. Todo su cuerpo se tensó y arqueó, luchando contra las correas que la mantenían presa. El celador sonrió y siguió manoseándole el cuerpo con descaro.
—En el infierno te están esperando, cabrón —escupió ella. Sus pupilas se encendieron como brasas incandescentes.
El hombre se inclinó sobre María, seguro de sí, desafiante. Soltó una risotada. Risotada que se convirtió en aullido desgarrador cuando unos dedos se hundieron en las cuencas oculares del desgraciado.
El otro celador, inexperto y aterrado, a punto estuvo de mearse en los pantalones y salió corriendo como alma que lleva el diablo.
Con la mano que había conseguido liberar tras toda una noche de esfuerzo, María aflojó el resto de correas en un santiamén.
—No os alarméis, amores míos —dijo, acariciándose la barriga—. Los humanos son débiles y no saben lo que hacen. Una nueva vida nos espera. Nadie se interpondrá.