CP XI El botón del apocalipsis - Zilum
Publicado: 17 Abr 2016 22:28
EL BOTÓN DEL APOCALIPSIS
Érase la mujer más insignificante, a la que a nadie le importa su muerte. Érase la mujer que con un dedo puede exterminar a la humanidad.
Los últimos granos de arena se filtraban y Nisa esperaba con impaciencia el momento de su muerte. Tal vez podría reunirse con su marido y su segundo hijo como así dictaba su fe. Los había perdido años atrás o, más bien, se los habían arrebatado. Una bomba en el mercado. Pese a ello, se sentía agradecida por cada instante que había podido compartir con ellos. De no ser por su recuerdo, ella misma hubiera roto el reloj de arena.
Nació hace sesenta años en un país africano de tantos, de los que no despiertan el menor interés en la comunidad internacional. Un país fracturado, en el que un soberano autoimpuesto y varios grupos terroristas se reparten los trozos del pastel. Allí vivió toda su vida, ganándose el pan a golpe de aguja y dedal y, desde que perdió a su familia, sirviendo como voluntaria en una ONG exprimiendo su escaso tiempo libre.
Y por fin aquella cálida luz. El dolor desapareció, pues los calmantes que le suministraban eran escasos, aunque al menos mitigaban su agonía durante un tercio de las horas del día. Su cuerpo se desdobló y su conciencia ascendió hacia aquel brillo de paz. Ahora Nisa esperaba atravesar un túnel, tal y como le había relatado un familiar que había sufrido un paro cardiaco del que había regresado a la vida. Al final le esperarían su marido, su segundo hijo e incluso podría conocer a su propia madre.
Sin embargo, el túnel no aparecía y pronto la paz se tornó en temor. Temor a verse yaciendo de nuevo en aquel lecho, temor a seguir viviendo. No le quedaba nada por lo que luchar, ni siquiera por su primer hijo, captado por un grupo terrorista años atrás. La última vez que sus ojos se encontraron, Nisa no lo reconoció. Su hijo ni siquiera bajó la mirada ante su madre, la única persona en el mundo que lo amaría siempre, hiciese lo que hiciese. Aquel día atisbó su alma corrompida y entonces asumió que no podría hacer nada más por él.
Todo se desvaneció y de la luz se pasó a la más absoluta oscuridad. Se dio cuenta de que estaba de pie, descalza sobre una superficie fría y lisa.
—¿Hola? —preguntó con la voz titubeante, comprobando que no había perdido la facultad del habla.
También se percató de que ya no la atenazaba aquel dolor permanente en el interior de su pecho, tormento desde hacía meses, al contrario, la invadía una vitalidad que jamás había experimentado. Lejos de alegrarla, esto aumentó su desconcierto.
—¿Hay alguien más aquí? —gritó, revelando con su tono a quien quiera que la escuchara la ansiedad que se expandía por todo su cuerpo—. ¿Qué lugar es este? ¿Estoy muerta?
Nadie respondió. Solo la respiración alterada y el latido del corazón retumbando en sus oídos rompían aquel silencio teñido de oscuridad. Pensó que si se quedaba quieta acabaría por desmayarse, así que decidió comenzar a caminar. Mientras se desplazaba a tientas recordó a su amiga Luya, invidente de nacimiento, y se imaginó que lo que estaba experimentando había sido su día a día. Tal vez Nisa se había quedado ciega, pero eso no explicaría sus energías renovadas. Descartada la ceguera, su siguiente pensamiento le sobrevino como un torbellino devastador que la arrastró de la desazón a un pánico incipiente. ¿Y si se había convertido en un alma en pena, condenada a vagar en las sombras durante toda la eternidad? Como si tratase de huir de aquella pesadilla más real que la vida misma, comenzó a correr lo más rápido que pudo, bramando con rabia contra aquella nada infinita.
—¿Hacia dónde corres? —le preguntó una voz masculina, grave y carrasposa, desde el interior de su cabeza. Nisa se detuvo con brusquedad echando las manos a la frente—. Tienes que disculparme, llego con un poco de retraso.
—¿Quién eres? —inquirió jadeante—. ¿Estoy muerta?
—Tu cuerpo descansa en el lecho, pero tú estás aquí —explicó aumentando el desconcierto de Nisa—. Quiero decir… que se ha creado este plano para ti. Tu cuerpo sigue en el mundo que recuerdas y al mismo tiempo tú, tu alma, ha tomado un nuevo cuerpo. —Aquella voz hizo una breve pausa—. ¡Bah! ¡Sigues viva!
A la mujer de piel oscura le surgieron tantas y tantas preguntas que su voz se quebró cuando intentó formular una de ellas. En un momento de lucidez entre la confusión generada por aquella situación imposible, pensó que lo mejor sería guardar silencio y esperar a que aquella voz le desvelase algo más.
—Desde que has llegado no has cerrado los ojos ni un instante —comentó la voz provocando que Nisa se sonrojara. Era verdad—. Aún perdida en la mayor de las tinieblas te encomiendas a los sentidos, muy humano por tu parte. ¡Vamos! Te estoy esperando, tienes la puerta delante de ti.
La mujer estiró las manos instintivamente tratando de palpar la puerta de la que hablaba aquella voz, pero, al comprobar que no había nada, las escondió avergonzada tras la espalda. Finalmente, cerró los ojos mientras suspiraba. A Nisa siempre le había costado concentrarse, desde niña fue una mujer muy fantasiosa y eso no cambió con el paso de los años. En aquella situación su mente dispersa no ayudaba, pues no paraba de concebir teorías sobre lo que estaba viviendo o puede que soñando. Si el tiempo existía en aquel plano, transcurrieron por lo menos diez minutos de silencio sin que nada cambiase hasta que, tras grandes esfuerzos, logró vaciar su mente. Entonces la vio. Realmente estaba justo delante de una puerta que emitía un suave resplandor celeste. Nisa sonrió por primera vez. Con curiosidad giró el pomo de la puerta y la abrió para descubrir una pequeña sala.
—¡Bienvenida a la nave del apocalipsis! —la recibió aquella voz que esta vez le entró por los oídos—. Ya puedes abrir los ojos.
El que hablaba era un anciano de piel morena, cabellos canos, cortos y rizados, rasgos amables pero pícaros, vestido con pantalón y camisa de lino color pastel. Se levantó con agilidad de su asiento, un sencillo sofá verde oliva de dos plazas. Los iris castaños de Nisa escrutaron al hombre y la pequeña sala. Además del sofá y del suelo, paredes y techo irradiando aquel celeste que transportaba a cielos despejados, tan solo había un componente más, justo al final de la sala: un pequeño panel metálico con un cilíndrico botón rojo. El hombre cerró la puerta y la invitó a sentarse y fue entonces cuando por primera vez Nisa miró hacia abajo. Vio su cuerpo ataviado con un precioso vestido de tela con flores bordadas en hilo o, más bien, vio el que había sido su cuerpo en la juventud, con su piel tersa, suave y brillante. Se acarició la cara y comprobó que tampoco había rastro de la cicatriz que le atravesaba el rostro, recuerdo de aquel violador que la rajó para doblegarla.
—El Gran Jefe pensó que así estarías más cómoda —susurró el hombre con una sonrisa. La miró de arriba abajo y asintió con la cabeza en un par de ocasiones—. Estás bastante bien, si me lo permites, pero lo siento, no puede haber nada entre nosotros. Soy muy profesional y trabajo es trabajo.
—¿Quién…? —trató de preguntar Nisa, pero su voz volvió a romperse. El miedo había desaparecido reemplazado por una perplejidad abrumadora.
—Puedes llamarme Lucius —se presentó el anciano, que se acomodó de nuevo en el sofá. Nisa, aunque dubitativa, hizo lo propio—. Aquí estamos.
—¿Eres un ángel? —acertó a preguntar.
—¡Sí, un ángel caído! —respondió Lucius soltando una carcajada—. ¿Acaso me ves alas y una bonita aureola sobre la cabeza? Niña, ni siquiera oposito para ello. Verás, entre tú y yo, la he cagado unas cuantas veces, pero he ido mejorando aunque los de arriba no sepan apreciarlo. —Hizo énfasis en esta última palabra—. Vale, no está bien visto arrasar aldeas, pero en vidas posteriores no lo… —El hombre cerró los párpados con fuerza, como si sintiese un dolor punzante. Nisa lo miraba sin entender nada de lo que estaba ocurriendo. De repente, el hombre se puso en pie y comenzó a hablar sin dirigirse a la mujer, encogido de hombros y con semblante arrepentido—. ¡Vamos, si solo buscaba romper el hielo! —se justificó—. Ya sé por lo que estoy aquí, jefe, pero es que la vi tan nerviosa. —Lucius guardó unos segundos de silencio, como si escuchara—. No, de acuerdo, confesarle que he arrasado aldeas a lo mejor no ha sido una buena idea. Me centro, prometo que me centro, jefe.
Ahora Nisa pensó que estaba encerrada con un loco.
—Ya te contaré en otro momento cómo he ido progresando —le susurró a la mujer—. Pero vayamos al grano. El Gran Jefe te ha elegido, niña. ¿Ves ese botón rojo? —Lucius señaló hacia el panel metálico. Nisa asintió—. Es el botón del apocalipsis. Si lo pulsas el ser humano se desactivará.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de la mujer.
—¿Desactivar?
—Vamos, que todos los humanos la palman al instante, la cascan, la espichan, pero sin dolor, ¿eh? Un plácido sueño final. Por si no quedó claro, lo que quiere decir es que si pulsas ese botón exterminas la humanidad, ¡la extingues para siempre!
—¿Pero por qué iba a hacer tal cosa? —preguntó escandalizada con los ojos abiertos de par en par.
—¿Que por qué? —respondió con una sonrisa burlona—. Diantres, sobran motivos para exterminar esa lacra, ¿no crees? ¿No te ha bastado con la vida que has padecido para tenerlo claro?
—¿Pero hablas en serio? —Cada vez estaba más convencida de que estaba soñando—. En caso de que esto fuera real, ¿por qué me iban a elegir a mí para decidir algo tan relevante?
—Verás, —el viejo Lucius se rascó la cabeza—, el Gran Jefe pactó con los primeros humanos darles total libertad para vivir su vida, el libre albedrío, y así ha sido a lo largo de los siglos. La cuestión radica en que para romper ese pacto es necesario un nuevo acuerdo entre el Gran Jefe y un ser humano vivo y tú eres el ser humano que el Gran Jefe ha elegido.
—Pero si estoy a punto de morir, incluso puede que ya esté muerta —dijo Nisa.
—Si estuvieras muerta me ahorrarías explicaciones —susurró Lucius, percatándose al instante de su metedura de pata—. ¡Quiero decir, que si hubieses fallecido recordarías todo! —añadió apuradamente—. Sabrías que es lo que hay entre el tránsito entre la muerte y la nueva vida y recordarías todas las lecciones aprendidas en las vidas pasadas. Ahora todo esto no lo comprendes.
—¿Quieres decir que he vivido más vidas como humana? —preguntó con asombro.
—Así es el ciclo de las almas. Vives una vida, libre, pero por el camino te encuentras señales que puedes aprovechar o puedes desperdiciar. Esas señales son adversidades, personas, oportunidades, un simple sueño… —Lucius hablaba con premura, como si le molestara explicar algo que a él le resultaba tan obvio—. Cuando tu vida llega a su fin, entonces toca repasar lo positivo y lo negativo y es ahí cuando hay que centrarse en los errores para elegir o que te sea impuesta la próxima vida. El objetivo de todo esto es crecer y crecer hasta trascender y llegado ese momento se acabó la reencarnación.
—¿Y si desperdicias las señales? —preguntó la mujer, que por un momento se sentía fascinada ante las explicaciones de Lucius, fuesen o no fuesen más que una ensoñación.
—¿Eso va por mí? —bromeó el hombre con una amplia sonrisa que descubrió su desalineada dentadura falta de piezas—, porque soy un experto. Verás, niña, si desperdicias las señales te reencarnarás de nuevo, pero lo más probable es que te toque una vida donde lo pases bien jodido, no sé si me entiendes. Pero no se trata de venganza, sino de seguir aprendiendo lecciones.
—De acuerdo, creo que lo entiendo —asintió Nisa—. Lucius, entonces, ¿qué quiere el Gran Jefe de mí? No tengo intención de apretar el botón.
—El Gran Jefe ha perdido la fe en la humanidad —aseguró Lucius. Ahora su semblante era serio—. Cree que ha llegado la hora del juicio final, que no es otra cosa que juzgar cada alma individualmente.
—Pues si te soy sincera no creo que yo sea la persona adecuada, Lucius. Dile que…
—¿Insinúas que el Gran Jefe no ha elegido a la persona adecuada? —interrumpió el hombre, tras lo que soltó una carcajada seca—. Hasta yo creo que eres la persona adecuada. Humana, de corazón puro, al borde de la muerte y sin nada que te ate a la tierra. Tu marido y tu hijo pequeño asesinados. El mayor es un caso perdido, mejor no hablar de ello. Has vivido en la miseria y pese a ello has ayudado al prójimo todo lo que has podido. ¡Niña, no se me ocurre una persona más idónea para tomar esta decisión!
La mujer tragó saliva y bajó la mirada. No quería ser la responsable de aniquilar a la humanidad, pero si el que se suponía que era su dios la había elegido para tomar la más relevante de las decisiones debería empezar a asumirlo. Sus ojos se desviaron con resignación hacia el botón rojo del apocalipsis.
—Está bien —accedió Nisa con gesto triste—. Dadme unos minutos para pensarlo.
A pesar de aceptar la tarea, sabía que su decisión estaba tomada. Tan solo tendría que buscar una justificación para darle una nueva oportunidad a la humanidad.
—Un momento, niña, pero creo que te falta información —susurró Lucius, que le ofreció la mano para ayudarla a levantar. Nisa la estrechó y se puso en pie—. Sé que es mucha presión, pero piensa que nadie te juzgará por esto y seguro que el Gran Jefe te recompensará por este mal trago. ¿Estás lista para un pequeño viaje?
—¿Viaje? ¿A dónde? —preguntó desconcertada.
El anciano apoyó la palma de la mano en la pared sin soltar con la otra la de Nisa y, de repente, las paredes de la gran sala se bañaron en mil colores que se transformaron en imágenes de la humanidad. La mujer contempló la muerte de la guerra y sus negocios manchados de sangre, la manipulación de los órganos de poder al servicio de sus propios intereses, le fueron reveladas las grandes conspiraciones de la humanidad, conoció el primer mundo y se estremeció al descubrir vidas nadando en la abundancia hasta el punto de tirar alimentos o amargarse por no poseer más y más, vio a sus hermanos morir ahogados al naufragar pateras próximas a la costa… y comprendió el daño del ser humano al planeta al observar aves embadurnadas de hidrocarburos, una isla de residuos en medio del océano, chimeneas humeantes manchando los cielos o selvas taladas con sus animales huyendo. Nisa contempló todo esto y mucho más hasta que sus ojos se quedaron secos de lágrimas y su alma sumida en tristeza e indignación.
—¿Por qué? —balbuceó con la mirada perdida.
Lucius le liberó la mano.
Cuando Nisa se recompuso sus ojos se clavaron en el panel. Todo había cambiado. Caminó decidida y se detuvo frente al botón rojo. La humanidad era una lacra que había que exterminar. Generaciones y generaciones habían poblado la Tierra durante siglos, almas y almas con nuevas oportunidades de redimirse, ser mejores, crecer, trascender, pero ¿para qué? ¿Para esto? El juicio final determinará quién es merecedor de ser acogido por el Gran Jefe y el que no…
—Mi hijo —murmuró Nisa con el rostro palidecido. Se volvió hacia Lucius—. ¿Qué pasará con mi hijo mayor?
—Con tu hijo el terrorista se hará una excepción —se apresuró a asegurarle—. Supongo que llevará unos buenos cachetes, pero puedes estar tranquila.
Suspiró aliviada, aunque había algo que no la terminaba de convencer. Por una parte deseaba salvarlo de un veredicto que se presagiaba desfavorable para su suerte, pero por otro lado debía ser él el que se ganase su salvación. Sacudió la cabeza tratando de evadirse de aquel pensamiento para recordar todo lo que Lucius le había mostrado. Cuando la yema de su dedo índice tocaba por primera vez el botón del apocalipsis y se disponía a presionarlo, una repentina necesidad por comprobar qué sería de su hijo pequeño irrumpió con vehemencia desde lo más profundo de su ser. Apartó el dedo, provocando que Lucius frunciera el ceño, y sin pedirle ayuda, simplemente guiándose por su instinto, se alejó del panel para situarse frente a una de las paredes y posar su mano en ella. Cerró los párpados con fuerza pensando en su hijo pequeño e, inmediatamente, su deseo se proyectó sobre la superficie tras atravesar un túnel multicolor. Abrió los ojos y allí estaba su hijo, pero presentaba un aspecto diferente. Ya no tenía los poco más de veinte años de cuando fuera asesinado, no, ahora era de nuevo un niño de cinco. Su piel no era oscura ni sus ojos castaños, sin embargo, a Nisa le bastó una simple mirada para reconocerlo, para vislumbrar su alma. El pequeño estaba sentado en la mesa de una lujosa cocina, con sus nuevos padres cocinando alegremente mientras él dibujaba en un papel una nave espacial. Había heredado el sueño de su vida pasada: ser astronauta.
—Ahora sé que lo conseguirás —susurró Nisa, pero al momento se percató de que estaba a punto de imposibilitar ese sueño—. Lo siento, pero debo hacerlo.
Pese a este último pensamiento, se sintió complacida al reencontrarse con su hijo pequeño y percibir su felicidad. Se despidió con un beso al aire y, sin poder evitarlo, sucumbió al deseo de hacer un segundo viaje. Quería volver a ver a su hijo mayor una última vez. Había tratado de convencerse a sí misma de que había perdido la esperanza en él, pero seguía siendo su hijo. Tal vez no fuera una buena idea, pero lo hizo, pensó en él sin apartar la mano de la pared y atravesó el tiempo y el espacio hasta aparecer en…
Las lágrimas que se habían agotado manaron de nuevo en un manantial que regó la más hermosa de las sonrisas, la de una madre. Entonces lo comprendió todo.
—No pulsaré el botón del apocalipsis —sentenció tajantemente.
—¿Cómo? ¿Pero qué has visto para cambiar de idea? —preguntó Lucius con una mezcolanza de perplejidad y decepción en su semblante. Al no entrar en contacto con la mujer no había podido contemplar sus visiones—. ¡Es un trato justo!
—Dile al Gran Jefe que no pierda la fe —dijo Nisa sin apartar la mano de la pared—. Un padre nunca lo hace, por mucho que su hijo lo decepcione siempre conserva esperanza. Lucius, dile que no pierda la esperanza en su humanidad.
—¿Pero has olvidado todo el mal que te he mostrado? —replicó Lucius, irritado, alzando la voz por primera vez—. ¡El mundo se pudre! ¡No hay remedio!
La mujer le ofreció la mano libre. El anciano la agarró con desagrado y entonces pudo observar en la pared el viejo cuerpo de Nisa tumbado en el lecho del hospital con un hombre arrodillado junto a ella, llorando desconsoladamente y suplicando perdón entre balbuceos.
—Yo soy su señal —aseguró Nisa con los ojos cerrados, con esa sonrisa imborrable, con esas lágrimas—. Mi muerte será su señal y esta vez la aprovechará.
Lucius, preso de ira, se liberó de la mano de la mujer con violencia y abandonó la sala.
Cuando Nisa abrió los ojos estaba en el lecho con su hijo a su lado, tal y como le había revelado la sala celeste. El Gran Jefe le había concedido unos granos de arena más, le había regalado unas últimas palabras para que su hijo creciera y, si lo conseguía, la humanidad también lo haría.
Érase la mujer más insignificante, a la que a nadie le importa su muerte. Érase la mujer que con un dedo puede exterminar a la humanidad.
Los últimos granos de arena se filtraban y Nisa esperaba con impaciencia el momento de su muerte. Tal vez podría reunirse con su marido y su segundo hijo como así dictaba su fe. Los había perdido años atrás o, más bien, se los habían arrebatado. Una bomba en el mercado. Pese a ello, se sentía agradecida por cada instante que había podido compartir con ellos. De no ser por su recuerdo, ella misma hubiera roto el reloj de arena.
Nació hace sesenta años en un país africano de tantos, de los que no despiertan el menor interés en la comunidad internacional. Un país fracturado, en el que un soberano autoimpuesto y varios grupos terroristas se reparten los trozos del pastel. Allí vivió toda su vida, ganándose el pan a golpe de aguja y dedal y, desde que perdió a su familia, sirviendo como voluntaria en una ONG exprimiendo su escaso tiempo libre.
Y por fin aquella cálida luz. El dolor desapareció, pues los calmantes que le suministraban eran escasos, aunque al menos mitigaban su agonía durante un tercio de las horas del día. Su cuerpo se desdobló y su conciencia ascendió hacia aquel brillo de paz. Ahora Nisa esperaba atravesar un túnel, tal y como le había relatado un familiar que había sufrido un paro cardiaco del que había regresado a la vida. Al final le esperarían su marido, su segundo hijo e incluso podría conocer a su propia madre.
Sin embargo, el túnel no aparecía y pronto la paz se tornó en temor. Temor a verse yaciendo de nuevo en aquel lecho, temor a seguir viviendo. No le quedaba nada por lo que luchar, ni siquiera por su primer hijo, captado por un grupo terrorista años atrás. La última vez que sus ojos se encontraron, Nisa no lo reconoció. Su hijo ni siquiera bajó la mirada ante su madre, la única persona en el mundo que lo amaría siempre, hiciese lo que hiciese. Aquel día atisbó su alma corrompida y entonces asumió que no podría hacer nada más por él.
Todo se desvaneció y de la luz se pasó a la más absoluta oscuridad. Se dio cuenta de que estaba de pie, descalza sobre una superficie fría y lisa.
—¿Hola? —preguntó con la voz titubeante, comprobando que no había perdido la facultad del habla.
También se percató de que ya no la atenazaba aquel dolor permanente en el interior de su pecho, tormento desde hacía meses, al contrario, la invadía una vitalidad que jamás había experimentado. Lejos de alegrarla, esto aumentó su desconcierto.
—¿Hay alguien más aquí? —gritó, revelando con su tono a quien quiera que la escuchara la ansiedad que se expandía por todo su cuerpo—. ¿Qué lugar es este? ¿Estoy muerta?
Nadie respondió. Solo la respiración alterada y el latido del corazón retumbando en sus oídos rompían aquel silencio teñido de oscuridad. Pensó que si se quedaba quieta acabaría por desmayarse, así que decidió comenzar a caminar. Mientras se desplazaba a tientas recordó a su amiga Luya, invidente de nacimiento, y se imaginó que lo que estaba experimentando había sido su día a día. Tal vez Nisa se había quedado ciega, pero eso no explicaría sus energías renovadas. Descartada la ceguera, su siguiente pensamiento le sobrevino como un torbellino devastador que la arrastró de la desazón a un pánico incipiente. ¿Y si se había convertido en un alma en pena, condenada a vagar en las sombras durante toda la eternidad? Como si tratase de huir de aquella pesadilla más real que la vida misma, comenzó a correr lo más rápido que pudo, bramando con rabia contra aquella nada infinita.
—¿Hacia dónde corres? —le preguntó una voz masculina, grave y carrasposa, desde el interior de su cabeza. Nisa se detuvo con brusquedad echando las manos a la frente—. Tienes que disculparme, llego con un poco de retraso.
—¿Quién eres? —inquirió jadeante—. ¿Estoy muerta?
—Tu cuerpo descansa en el lecho, pero tú estás aquí —explicó aumentando el desconcierto de Nisa—. Quiero decir… que se ha creado este plano para ti. Tu cuerpo sigue en el mundo que recuerdas y al mismo tiempo tú, tu alma, ha tomado un nuevo cuerpo. —Aquella voz hizo una breve pausa—. ¡Bah! ¡Sigues viva!
A la mujer de piel oscura le surgieron tantas y tantas preguntas que su voz se quebró cuando intentó formular una de ellas. En un momento de lucidez entre la confusión generada por aquella situación imposible, pensó que lo mejor sería guardar silencio y esperar a que aquella voz le desvelase algo más.
—Desde que has llegado no has cerrado los ojos ni un instante —comentó la voz provocando que Nisa se sonrojara. Era verdad—. Aún perdida en la mayor de las tinieblas te encomiendas a los sentidos, muy humano por tu parte. ¡Vamos! Te estoy esperando, tienes la puerta delante de ti.
La mujer estiró las manos instintivamente tratando de palpar la puerta de la que hablaba aquella voz, pero, al comprobar que no había nada, las escondió avergonzada tras la espalda. Finalmente, cerró los ojos mientras suspiraba. A Nisa siempre le había costado concentrarse, desde niña fue una mujer muy fantasiosa y eso no cambió con el paso de los años. En aquella situación su mente dispersa no ayudaba, pues no paraba de concebir teorías sobre lo que estaba viviendo o puede que soñando. Si el tiempo existía en aquel plano, transcurrieron por lo menos diez minutos de silencio sin que nada cambiase hasta que, tras grandes esfuerzos, logró vaciar su mente. Entonces la vio. Realmente estaba justo delante de una puerta que emitía un suave resplandor celeste. Nisa sonrió por primera vez. Con curiosidad giró el pomo de la puerta y la abrió para descubrir una pequeña sala.
—¡Bienvenida a la nave del apocalipsis! —la recibió aquella voz que esta vez le entró por los oídos—. Ya puedes abrir los ojos.
El que hablaba era un anciano de piel morena, cabellos canos, cortos y rizados, rasgos amables pero pícaros, vestido con pantalón y camisa de lino color pastel. Se levantó con agilidad de su asiento, un sencillo sofá verde oliva de dos plazas. Los iris castaños de Nisa escrutaron al hombre y la pequeña sala. Además del sofá y del suelo, paredes y techo irradiando aquel celeste que transportaba a cielos despejados, tan solo había un componente más, justo al final de la sala: un pequeño panel metálico con un cilíndrico botón rojo. El hombre cerró la puerta y la invitó a sentarse y fue entonces cuando por primera vez Nisa miró hacia abajo. Vio su cuerpo ataviado con un precioso vestido de tela con flores bordadas en hilo o, más bien, vio el que había sido su cuerpo en la juventud, con su piel tersa, suave y brillante. Se acarició la cara y comprobó que tampoco había rastro de la cicatriz que le atravesaba el rostro, recuerdo de aquel violador que la rajó para doblegarla.
—El Gran Jefe pensó que así estarías más cómoda —susurró el hombre con una sonrisa. La miró de arriba abajo y asintió con la cabeza en un par de ocasiones—. Estás bastante bien, si me lo permites, pero lo siento, no puede haber nada entre nosotros. Soy muy profesional y trabajo es trabajo.
—¿Quién…? —trató de preguntar Nisa, pero su voz volvió a romperse. El miedo había desaparecido reemplazado por una perplejidad abrumadora.
—Puedes llamarme Lucius —se presentó el anciano, que se acomodó de nuevo en el sofá. Nisa, aunque dubitativa, hizo lo propio—. Aquí estamos.
—¿Eres un ángel? —acertó a preguntar.
—¡Sí, un ángel caído! —respondió Lucius soltando una carcajada—. ¿Acaso me ves alas y una bonita aureola sobre la cabeza? Niña, ni siquiera oposito para ello. Verás, entre tú y yo, la he cagado unas cuantas veces, pero he ido mejorando aunque los de arriba no sepan apreciarlo. —Hizo énfasis en esta última palabra—. Vale, no está bien visto arrasar aldeas, pero en vidas posteriores no lo… —El hombre cerró los párpados con fuerza, como si sintiese un dolor punzante. Nisa lo miraba sin entender nada de lo que estaba ocurriendo. De repente, el hombre se puso en pie y comenzó a hablar sin dirigirse a la mujer, encogido de hombros y con semblante arrepentido—. ¡Vamos, si solo buscaba romper el hielo! —se justificó—. Ya sé por lo que estoy aquí, jefe, pero es que la vi tan nerviosa. —Lucius guardó unos segundos de silencio, como si escuchara—. No, de acuerdo, confesarle que he arrasado aldeas a lo mejor no ha sido una buena idea. Me centro, prometo que me centro, jefe.
Ahora Nisa pensó que estaba encerrada con un loco.
—Ya te contaré en otro momento cómo he ido progresando —le susurró a la mujer—. Pero vayamos al grano. El Gran Jefe te ha elegido, niña. ¿Ves ese botón rojo? —Lucius señaló hacia el panel metálico. Nisa asintió—. Es el botón del apocalipsis. Si lo pulsas el ser humano se desactivará.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de la mujer.
—¿Desactivar?
—Vamos, que todos los humanos la palman al instante, la cascan, la espichan, pero sin dolor, ¿eh? Un plácido sueño final. Por si no quedó claro, lo que quiere decir es que si pulsas ese botón exterminas la humanidad, ¡la extingues para siempre!
—¿Pero por qué iba a hacer tal cosa? —preguntó escandalizada con los ojos abiertos de par en par.
—¿Que por qué? —respondió con una sonrisa burlona—. Diantres, sobran motivos para exterminar esa lacra, ¿no crees? ¿No te ha bastado con la vida que has padecido para tenerlo claro?
—¿Pero hablas en serio? —Cada vez estaba más convencida de que estaba soñando—. En caso de que esto fuera real, ¿por qué me iban a elegir a mí para decidir algo tan relevante?
—Verás, —el viejo Lucius se rascó la cabeza—, el Gran Jefe pactó con los primeros humanos darles total libertad para vivir su vida, el libre albedrío, y así ha sido a lo largo de los siglos. La cuestión radica en que para romper ese pacto es necesario un nuevo acuerdo entre el Gran Jefe y un ser humano vivo y tú eres el ser humano que el Gran Jefe ha elegido.
—Pero si estoy a punto de morir, incluso puede que ya esté muerta —dijo Nisa.
—Si estuvieras muerta me ahorrarías explicaciones —susurró Lucius, percatándose al instante de su metedura de pata—. ¡Quiero decir, que si hubieses fallecido recordarías todo! —añadió apuradamente—. Sabrías que es lo que hay entre el tránsito entre la muerte y la nueva vida y recordarías todas las lecciones aprendidas en las vidas pasadas. Ahora todo esto no lo comprendes.
—¿Quieres decir que he vivido más vidas como humana? —preguntó con asombro.
—Así es el ciclo de las almas. Vives una vida, libre, pero por el camino te encuentras señales que puedes aprovechar o puedes desperdiciar. Esas señales son adversidades, personas, oportunidades, un simple sueño… —Lucius hablaba con premura, como si le molestara explicar algo que a él le resultaba tan obvio—. Cuando tu vida llega a su fin, entonces toca repasar lo positivo y lo negativo y es ahí cuando hay que centrarse en los errores para elegir o que te sea impuesta la próxima vida. El objetivo de todo esto es crecer y crecer hasta trascender y llegado ese momento se acabó la reencarnación.
—¿Y si desperdicias las señales? —preguntó la mujer, que por un momento se sentía fascinada ante las explicaciones de Lucius, fuesen o no fuesen más que una ensoñación.
—¿Eso va por mí? —bromeó el hombre con una amplia sonrisa que descubrió su desalineada dentadura falta de piezas—, porque soy un experto. Verás, niña, si desperdicias las señales te reencarnarás de nuevo, pero lo más probable es que te toque una vida donde lo pases bien jodido, no sé si me entiendes. Pero no se trata de venganza, sino de seguir aprendiendo lecciones.
—De acuerdo, creo que lo entiendo —asintió Nisa—. Lucius, entonces, ¿qué quiere el Gran Jefe de mí? No tengo intención de apretar el botón.
—El Gran Jefe ha perdido la fe en la humanidad —aseguró Lucius. Ahora su semblante era serio—. Cree que ha llegado la hora del juicio final, que no es otra cosa que juzgar cada alma individualmente.
—Pues si te soy sincera no creo que yo sea la persona adecuada, Lucius. Dile que…
—¿Insinúas que el Gran Jefe no ha elegido a la persona adecuada? —interrumpió el hombre, tras lo que soltó una carcajada seca—. Hasta yo creo que eres la persona adecuada. Humana, de corazón puro, al borde de la muerte y sin nada que te ate a la tierra. Tu marido y tu hijo pequeño asesinados. El mayor es un caso perdido, mejor no hablar de ello. Has vivido en la miseria y pese a ello has ayudado al prójimo todo lo que has podido. ¡Niña, no se me ocurre una persona más idónea para tomar esta decisión!
La mujer tragó saliva y bajó la mirada. No quería ser la responsable de aniquilar a la humanidad, pero si el que se suponía que era su dios la había elegido para tomar la más relevante de las decisiones debería empezar a asumirlo. Sus ojos se desviaron con resignación hacia el botón rojo del apocalipsis.
—Está bien —accedió Nisa con gesto triste—. Dadme unos minutos para pensarlo.
A pesar de aceptar la tarea, sabía que su decisión estaba tomada. Tan solo tendría que buscar una justificación para darle una nueva oportunidad a la humanidad.
—Un momento, niña, pero creo que te falta información —susurró Lucius, que le ofreció la mano para ayudarla a levantar. Nisa la estrechó y se puso en pie—. Sé que es mucha presión, pero piensa que nadie te juzgará por esto y seguro que el Gran Jefe te recompensará por este mal trago. ¿Estás lista para un pequeño viaje?
—¿Viaje? ¿A dónde? —preguntó desconcertada.
El anciano apoyó la palma de la mano en la pared sin soltar con la otra la de Nisa y, de repente, las paredes de la gran sala se bañaron en mil colores que se transformaron en imágenes de la humanidad. La mujer contempló la muerte de la guerra y sus negocios manchados de sangre, la manipulación de los órganos de poder al servicio de sus propios intereses, le fueron reveladas las grandes conspiraciones de la humanidad, conoció el primer mundo y se estremeció al descubrir vidas nadando en la abundancia hasta el punto de tirar alimentos o amargarse por no poseer más y más, vio a sus hermanos morir ahogados al naufragar pateras próximas a la costa… y comprendió el daño del ser humano al planeta al observar aves embadurnadas de hidrocarburos, una isla de residuos en medio del océano, chimeneas humeantes manchando los cielos o selvas taladas con sus animales huyendo. Nisa contempló todo esto y mucho más hasta que sus ojos se quedaron secos de lágrimas y su alma sumida en tristeza e indignación.
—¿Por qué? —balbuceó con la mirada perdida.
Lucius le liberó la mano.
Cuando Nisa se recompuso sus ojos se clavaron en el panel. Todo había cambiado. Caminó decidida y se detuvo frente al botón rojo. La humanidad era una lacra que había que exterminar. Generaciones y generaciones habían poblado la Tierra durante siglos, almas y almas con nuevas oportunidades de redimirse, ser mejores, crecer, trascender, pero ¿para qué? ¿Para esto? El juicio final determinará quién es merecedor de ser acogido por el Gran Jefe y el que no…
—Mi hijo —murmuró Nisa con el rostro palidecido. Se volvió hacia Lucius—. ¿Qué pasará con mi hijo mayor?
—Con tu hijo el terrorista se hará una excepción —se apresuró a asegurarle—. Supongo que llevará unos buenos cachetes, pero puedes estar tranquila.
Suspiró aliviada, aunque había algo que no la terminaba de convencer. Por una parte deseaba salvarlo de un veredicto que se presagiaba desfavorable para su suerte, pero por otro lado debía ser él el que se ganase su salvación. Sacudió la cabeza tratando de evadirse de aquel pensamiento para recordar todo lo que Lucius le había mostrado. Cuando la yema de su dedo índice tocaba por primera vez el botón del apocalipsis y se disponía a presionarlo, una repentina necesidad por comprobar qué sería de su hijo pequeño irrumpió con vehemencia desde lo más profundo de su ser. Apartó el dedo, provocando que Lucius frunciera el ceño, y sin pedirle ayuda, simplemente guiándose por su instinto, se alejó del panel para situarse frente a una de las paredes y posar su mano en ella. Cerró los párpados con fuerza pensando en su hijo pequeño e, inmediatamente, su deseo se proyectó sobre la superficie tras atravesar un túnel multicolor. Abrió los ojos y allí estaba su hijo, pero presentaba un aspecto diferente. Ya no tenía los poco más de veinte años de cuando fuera asesinado, no, ahora era de nuevo un niño de cinco. Su piel no era oscura ni sus ojos castaños, sin embargo, a Nisa le bastó una simple mirada para reconocerlo, para vislumbrar su alma. El pequeño estaba sentado en la mesa de una lujosa cocina, con sus nuevos padres cocinando alegremente mientras él dibujaba en un papel una nave espacial. Había heredado el sueño de su vida pasada: ser astronauta.
—Ahora sé que lo conseguirás —susurró Nisa, pero al momento se percató de que estaba a punto de imposibilitar ese sueño—. Lo siento, pero debo hacerlo.
Pese a este último pensamiento, se sintió complacida al reencontrarse con su hijo pequeño y percibir su felicidad. Se despidió con un beso al aire y, sin poder evitarlo, sucumbió al deseo de hacer un segundo viaje. Quería volver a ver a su hijo mayor una última vez. Había tratado de convencerse a sí misma de que había perdido la esperanza en él, pero seguía siendo su hijo. Tal vez no fuera una buena idea, pero lo hizo, pensó en él sin apartar la mano de la pared y atravesó el tiempo y el espacio hasta aparecer en…
Las lágrimas que se habían agotado manaron de nuevo en un manantial que regó la más hermosa de las sonrisas, la de una madre. Entonces lo comprendió todo.
—No pulsaré el botón del apocalipsis —sentenció tajantemente.
—¿Cómo? ¿Pero qué has visto para cambiar de idea? —preguntó Lucius con una mezcolanza de perplejidad y decepción en su semblante. Al no entrar en contacto con la mujer no había podido contemplar sus visiones—. ¡Es un trato justo!
—Dile al Gran Jefe que no pierda la fe —dijo Nisa sin apartar la mano de la pared—. Un padre nunca lo hace, por mucho que su hijo lo decepcione siempre conserva esperanza. Lucius, dile que no pierda la esperanza en su humanidad.
—¿Pero has olvidado todo el mal que te he mostrado? —replicó Lucius, irritado, alzando la voz por primera vez—. ¡El mundo se pudre! ¡No hay remedio!
La mujer le ofreció la mano libre. El anciano la agarró con desagrado y entonces pudo observar en la pared el viejo cuerpo de Nisa tumbado en el lecho del hospital con un hombre arrodillado junto a ella, llorando desconsoladamente y suplicando perdón entre balbuceos.
—Yo soy su señal —aseguró Nisa con los ojos cerrados, con esa sonrisa imborrable, con esas lágrimas—. Mi muerte será su señal y esta vez la aprovechará.
Lucius, preso de ira, se liberó de la mano de la mujer con violencia y abandonó la sala.
Cuando Nisa abrió los ojos estaba en el lecho con su hijo a su lado, tal y como le había revelado la sala celeste. El Gran Jefe le había concedido unos granos de arena más, le había regalado unas últimas palabras para que su hijo creciera y, si lo conseguía, la humanidad también lo haría.