CP XI En equilibrio precario - Frigg (3° Pop)
Publicado: 17 Abr 2016 22:31
EN EQUILIBRIO PRECARIO
“La memoria es la inteligencia de los tontos”
Albert Einstein.
Cuando se mira en el espejo no se reconoce. Los recuerdos han ido marcando, de manera selectiva en su memoria, un instante por cada arruga de piel. Poco a poco se ha difuminado el escenario del mundo que le concedió un dios en el que increíblemente aún cree. Piensa que esa imagen no es la suya, ni si quiera se parece a esa mujer que paseaba por la calle con la espalda erguida y los ojos encendidos, esa hembra que dinamitaba a los hombres con su sonrisa. No le importa reconocer que nace un escalofrío en su entrepierna al recordar a alguno de ellos y se yergue inmensa y elegante en las entrañas de la memoria. Estrellas pedigüeñas le piden besos mientras se enredan en su cano pelo, y ella se peina, dejándolas caer y dando paso al amanecer.
Un día, cuando empezó a tener problemas de memoria, la encontré sentada en el suelo, con un zapato en la mano. No encuentro la pareja, me dijo.
Las lágrimas caían por su mejilla mientras me decía que la memoria es como un zapato con el tacón roto.
“Cojeas, maldices el momento en el que algo tan fino se quiebra, te sientes vulnerable y no sabes cuántos pasos vas a ser capaz de dar antes de caer de bruces. A veces ese zapato tiene remedio con un poco de pegamento y otras acabas andando descalza por el asfalto y temblando de frío.”
Y ella insistía: “No quiero perder mis zapatos, hija mía, no lo permitas.”
Pasó un tiempo y empezó a perder cosas, las llaves, el monedero, el pan que acababa de comprar... En ocasiones bromeaba diciendo que quería dejar rastros de su presencia allá a donde iba, marcando los lugares con un objeto que había formado parte de su vida. Iba envejeciendo, pero seguía con su coquetería y se maquillaba a diario mientras repetía siempre la misma historia: “No te lo he contado nunca, pero tu padre solía decir que tus ojos y los míos son azules como las colas de las sirenas que viven en los mares más indómitos”.
Lo siguiente fue el observar la vida como si de una cesta de cerezas se tratara. Al coger una historia nunca se sabía cuál era la que iba a estar atada a ella, entrelazándose a veces otras diferentes de forma arbitraria. Se convirtió en una niña pequeña, impertinente y encantadora, caminando a veces con un solo zapato y con delirios cargados de verdad.
Voy en equilibrio precario, gritaba. Y me explicaba que intentaba domar a la locura haciéndola cómplice de la razón, uniéndolas como dos hermanas siamesas condenadas a vivir juntas. – Mira hija, una habita en el pie izquierdo y la otra en el derecho. Y mientras ellas combaten, mi rumbo no cesa y sigo caminando. Voy huyendo de los fantasmas, pero ellos viven en los armarios de las casas y las casas son la concha que como caracolas llevamos a cuestas. Y no hacen mucho ruido, hija mía, pero aparecen y crean en nuestras vidas telarañas confusas. Las telarañas son débiles y nos engañan, son capaces de atrapar presas y además nunca se sabe cuándo han empezado a crearse. Te descuidas y ha nacido una en tu cerebro, una telaraña abisal.
Por su cumpleaños le regalamos un cuaderno. Pensábamos que era una buena idea que escribiera todo aquello que deseara recordar para leerlo cuando tuviera lagunas en la memoria.
“EL CUADERNO DE LOS ZAPATOS ROJOS”
Escribió el título bien grande y a continuación nos sorprendió con lo siguiente:
“He vivido mi propia historia de OZ. He conocido a personas de paja sin cerebro, a leones que perdieron el valor y a demasiados humanos de hojalata que no tuvieron corazón. Para mí, la familia es ese par de zapatos mágicos que al chasquearlos tres veces me traen de vuelta a casa, con sus luces y sus telarañas, a mi casa con fantasmas y payasos, donde una caricia me rescata de los huracanes y de los vuelos con estrepitoso final.
Pero el final está cerca, y no hay un mago que cambie el cuento. Dentro de poco lloverá a mares y la humedad me cubrirá todo el cuerpo. Entonces, los huesos rotos que parecían haber sanado, desde sus grietas soltarán al aire nostalgias que a todos nos harán temblar. Y habrá que mojarse, sentir la lluvia, porque no hay forma de escapar de la tormenta, habrá que mostrarse soberano ante ella, como el rey de las tempestades erguido ante la paz de millones de gotas de lluvia ambarina. “
El alzhéimer vino de la mano de la literatura. Leía y escribía cada ver más, olvidando su vida para ir poco a poco llenando los espacios de la memoria con poemas recién inventados y la trama de cualquier libro que caía en sus manos.
Me llamaba Ofelia o Bernarda, de repente era su criada o su enemiga. Para mí su mirada era un mar ajeno y misterioso, y sin embargo conocido. Su cuerpo empezó a oler a olvido, a sueño recurrente, a tiempo emborronado en negro de un plumazo, como un tintero derramado sobre las sábanas.
Fueron dos largos años de demonios combatidos y de ángeles en su rostro cuando sonreía. Y llegó la noche. Sonó el mar al romper en la orilla de su cama, con su estela de espuma blanca y un olor mezcla de especias y calima. Ella me llamó, sin decir mi nombre, apenas con un susurro que me buscaba rebotando entre las telarañas de la casa.
Le puse sus zapatos rojos y la besé mientras mi llanto lavaba su cara. Su cuaderno estaba sobre su regazo y su último párrafo decía:
“No sé bien a quién escribo, pero seguro que mis palabras encuentran su destino:
Cuando caigan las hojas, tras el invierno, espero que tu corazón malherido haya sanado y que comprendas que este otoño inexistente por el que me pierdo, es una estación por la que he de pasar. Salta a la comba con la primavera, caza mariposas y si alguna vez se te rompe un tacón, rompe tu otro zapato y ponte a bailar”
Yo la miraba, era hermosa y eterna. Ojalá hubiera olvidado mi nombre muchos más días. Ojalá hubiera podido recordarle cada día que nuestros ojos son azules como las colas de las sirenas.
“La memoria es la inteligencia de los tontos”
Albert Einstein.
Cuando se mira en el espejo no se reconoce. Los recuerdos han ido marcando, de manera selectiva en su memoria, un instante por cada arruga de piel. Poco a poco se ha difuminado el escenario del mundo que le concedió un dios en el que increíblemente aún cree. Piensa que esa imagen no es la suya, ni si quiera se parece a esa mujer que paseaba por la calle con la espalda erguida y los ojos encendidos, esa hembra que dinamitaba a los hombres con su sonrisa. No le importa reconocer que nace un escalofrío en su entrepierna al recordar a alguno de ellos y se yergue inmensa y elegante en las entrañas de la memoria. Estrellas pedigüeñas le piden besos mientras se enredan en su cano pelo, y ella se peina, dejándolas caer y dando paso al amanecer.
Un día, cuando empezó a tener problemas de memoria, la encontré sentada en el suelo, con un zapato en la mano. No encuentro la pareja, me dijo.
Las lágrimas caían por su mejilla mientras me decía que la memoria es como un zapato con el tacón roto.
“Cojeas, maldices el momento en el que algo tan fino se quiebra, te sientes vulnerable y no sabes cuántos pasos vas a ser capaz de dar antes de caer de bruces. A veces ese zapato tiene remedio con un poco de pegamento y otras acabas andando descalza por el asfalto y temblando de frío.”
Y ella insistía: “No quiero perder mis zapatos, hija mía, no lo permitas.”
Pasó un tiempo y empezó a perder cosas, las llaves, el monedero, el pan que acababa de comprar... En ocasiones bromeaba diciendo que quería dejar rastros de su presencia allá a donde iba, marcando los lugares con un objeto que había formado parte de su vida. Iba envejeciendo, pero seguía con su coquetería y se maquillaba a diario mientras repetía siempre la misma historia: “No te lo he contado nunca, pero tu padre solía decir que tus ojos y los míos son azules como las colas de las sirenas que viven en los mares más indómitos”.
Lo siguiente fue el observar la vida como si de una cesta de cerezas se tratara. Al coger una historia nunca se sabía cuál era la que iba a estar atada a ella, entrelazándose a veces otras diferentes de forma arbitraria. Se convirtió en una niña pequeña, impertinente y encantadora, caminando a veces con un solo zapato y con delirios cargados de verdad.
Voy en equilibrio precario, gritaba. Y me explicaba que intentaba domar a la locura haciéndola cómplice de la razón, uniéndolas como dos hermanas siamesas condenadas a vivir juntas. – Mira hija, una habita en el pie izquierdo y la otra en el derecho. Y mientras ellas combaten, mi rumbo no cesa y sigo caminando. Voy huyendo de los fantasmas, pero ellos viven en los armarios de las casas y las casas son la concha que como caracolas llevamos a cuestas. Y no hacen mucho ruido, hija mía, pero aparecen y crean en nuestras vidas telarañas confusas. Las telarañas son débiles y nos engañan, son capaces de atrapar presas y además nunca se sabe cuándo han empezado a crearse. Te descuidas y ha nacido una en tu cerebro, una telaraña abisal.
Por su cumpleaños le regalamos un cuaderno. Pensábamos que era una buena idea que escribiera todo aquello que deseara recordar para leerlo cuando tuviera lagunas en la memoria.
“EL CUADERNO DE LOS ZAPATOS ROJOS”
Escribió el título bien grande y a continuación nos sorprendió con lo siguiente:
“He vivido mi propia historia de OZ. He conocido a personas de paja sin cerebro, a leones que perdieron el valor y a demasiados humanos de hojalata que no tuvieron corazón. Para mí, la familia es ese par de zapatos mágicos que al chasquearlos tres veces me traen de vuelta a casa, con sus luces y sus telarañas, a mi casa con fantasmas y payasos, donde una caricia me rescata de los huracanes y de los vuelos con estrepitoso final.
Pero el final está cerca, y no hay un mago que cambie el cuento. Dentro de poco lloverá a mares y la humedad me cubrirá todo el cuerpo. Entonces, los huesos rotos que parecían haber sanado, desde sus grietas soltarán al aire nostalgias que a todos nos harán temblar. Y habrá que mojarse, sentir la lluvia, porque no hay forma de escapar de la tormenta, habrá que mostrarse soberano ante ella, como el rey de las tempestades erguido ante la paz de millones de gotas de lluvia ambarina. “
El alzhéimer vino de la mano de la literatura. Leía y escribía cada ver más, olvidando su vida para ir poco a poco llenando los espacios de la memoria con poemas recién inventados y la trama de cualquier libro que caía en sus manos.
Me llamaba Ofelia o Bernarda, de repente era su criada o su enemiga. Para mí su mirada era un mar ajeno y misterioso, y sin embargo conocido. Su cuerpo empezó a oler a olvido, a sueño recurrente, a tiempo emborronado en negro de un plumazo, como un tintero derramado sobre las sábanas.
Fueron dos largos años de demonios combatidos y de ángeles en su rostro cuando sonreía. Y llegó la noche. Sonó el mar al romper en la orilla de su cama, con su estela de espuma blanca y un olor mezcla de especias y calima. Ella me llamó, sin decir mi nombre, apenas con un susurro que me buscaba rebotando entre las telarañas de la casa.
Le puse sus zapatos rojos y la besé mientras mi llanto lavaba su cara. Su cuaderno estaba sobre su regazo y su último párrafo decía:
“No sé bien a quién escribo, pero seguro que mis palabras encuentran su destino:
Cuando caigan las hojas, tras el invierno, espero que tu corazón malherido haya sanado y que comprendas que este otoño inexistente por el que me pierdo, es una estación por la que he de pasar. Salta a la comba con la primavera, caza mariposas y si alguna vez se te rompe un tacón, rompe tu otro zapato y ponte a bailar”
Yo la miraba, era hermosa y eterna. Ojalá hubiera olvidado mi nombre muchos más días. Ojalá hubiera podido recordarle cada día que nuestros ojos son azules como las colas de las sirenas.