CP XI Manitú - Kassiopea
Publicado: 17 Abr 2016 22:39
Manitú
«Cuando el último árbol sea cortado, el último
río envenenado y el último pez pescado,
solo entonces el hombre descubrirá
que el dinero no se puede comer».
Proverbio Cree.
En algún lugar del condado de Gallatin, Montana:
Los frenéticos acordes de «Autopista al infierno», de AC/DC, surgían del reproductor de la camioneta y se perdían en la noche. Jimmy apuró el contenido de la lata de cerveza y la estrujó entre los dedos mientras lanzaba un sonoro eructo. Beber cerveza era bueno, aplastar los envases al terminar era genial.
—Odio esta maldita carretera, casi tanto como a esos malditos perros —dijo por enésima vez Tom, el conductor. Ni siquiera la música a todo volumen lograba mitigar los ladridos de los perros que llevaban enjaulados en la parte trasera.
—Joder, macho, ¿no estarías tú inquieto en su lugar?
—¡Ja! ¡No me digas ahora que te dan penita! —se carcajeó—. Por eso los inmovilizas con la pistola eléctrica, los metes en la jaula y los vendes a los organizadores de peleas clandestinas, claaaro. ¡Ya me quedaré yo tu parte de la pasta si no la quieres!
Tom chasqueó la lengua y lanzó un escupitajo por la ventanilla. En ese instante, de reojo, vislumbró un reflejo extraño en el espejo retrovisor.
—Hay algo ahí afuera —comentó, frunciendo el ceño.
—¿Qué dices, tío?
—Me ha parecido ver un animal grande junto a la carretera, observándonos.
—¿Y? Sería una vaca...
—Tenía los ojos rojos.
—Demasiada cerveza, colega —aseguró Jimmy, prorrumpiendo en carcajadas—. Tal vez sea mejor que conduzca yo...
Los ladridos cesaron de repente. Un único aullido se elevó desde la parte trasera de la camioneta. No se trataba de un aullido lastimero, sino de una llamada poderosa, dirigida al rey de la manada. Pero... ¿a quién podían estar llamando unos simples chuchos callejeros? Los dos hombres sintieron cómo empezaba a erizárseles el vello.
Y entonces sucedió.
Una mole negra, surgida de la nada, golpeó el lateral del vehículo, arrojándoles fuera del camino de tierra. La tremenda fuerza del impacto hizo volcar la camioneta, que finalmente quedó empotrada entre los troncos de unos árboles.
Jimmy abrió los ojos y sintió la sangre corriendo sobre su cara. Era la sangre de Tom, que se había abierto la cabeza contra el parabrisas. Además, vio que su compañero tenía parte del lateral incrustado en el abdomen. «Tanto amaba a su camioneta que ni la muerte les ha podido separar», pensó con ironía. Sentía un leve zumbido en los oídos pero, al parecer, él estaba entero. Decidió que lo mejor sería librarse del cinturón de seguridad y salir de allí, no fuera a producirse un incendio.
Justo mientras se arrastraba fuera del vehículo, Jimmy escuchó el chirrido de hierros retorcidos y los perros ladraron con fuerzas renovadas. Luego los vio. Los chuchos saltaban desde la parte posterior de la camioneta, excitados, y se le acercaron enseñando los dientes. En ese momento distinguió la pistola taser en el suelo, que como consecuencia de la colisión había salido despedida por la ventanilla. Estiró el brazo y la agarró esbozando una sonrisa. Después de todo, parecía que la fortuna le sonreía.
Pero los perros no estaban solos.
Jimmy no vio la mole oscura hasta que la tuvo encima, hasta que una de sus poderosas extremidades le golpeó el brazo, arrancándole la taser y parte de la mano. Aquel ser era inmenso como una montaña y, sin embargo, resultaba invisible cuando se vestía de sombras; solo sus ojos llameantes, como pozos encendidos en la noche, podían revelar su posición. Mirarle a los ojos era un camino sin retorno: eso fue lo que Jimmy alcanzó a comprender mientras el ser le aplastaba como a una lata de cerveza.
Universidad Estatal de Montana, en Bozeman:
La poderosa voz del profesor reverberaba en las paredes del aula de historia. Como siempre que conferenciaba sobre alguno de sus temas predilectos, la cadencia de sus palabras y la pasión que reflejaba lograba cautivar a la mayoría de estudiantes. Las imágenes que se iban proyectando en la pantalla, a la par con el vehemente discurso, contribuían sin duda a aumentar la atmósfera hipnótica —aunque también opresiva— que les iba rodeando.
—La caza del búfalo era vital para los indígenas. Los proveía de carne, piel, tendones para los arcos, grasa, estiércol para el fuego e incluso un pegamento obtenido al hervir las pezuñas. El búfalo era venerado y respetado por muchas de las tribus nativas de Norteamérica, era considerado «dador de vida», pues todo en este ser era utilizado.
»A los cazadores blancos, sin embargo, les interesaba básicamente la piel. Dejaban la carne del animal —una tonelada de carne fresca por cada macho adulto— descomponiéndose al sol. Cuando los animales terminaban de pudrirse, sus huesos eran amontonados y enviados al este en tren; los huesos pulverizados eran vendidos como fertilizante.
En la pantalla, tras la figura enjuta del profesor Hopkins, apareció una estremecedora imagen en color sepia. En ella todos pudieron ver a dos hombres posando sonrientes sobre una montaña de cráneos de búfalo. Miles de cráneos blanqueados por el sol.
»Durante el siglo XIX se mataron cuarenta millones de búfalos. Esta masacre fue alentada por el gobierno federal de los EE.UU. y por el ejército porque, al destruir su base económica y vital, esperaban derrotar y expulsar a los indios de las grandes praderas.
Sonó el timbre que indicaba el fin de las clases y se rompió el hechizo. Los estudiantes se incorporaron, saltando como resortes, trasladándose en milésimas de segundo del siglo XIX al siglo XXI. Estallaron animadas conversaciones por doquier y el aula se vació en un santiamén. La vida seguía su curso...
Maka y Claire, que eran compañeras de habitación y buenas amigas, tomaron asiento en una de las escasas mesas que quedaban libres en la cafetería del campus. Maka era morena, bajita y delgada como un junco, cautelosa y reservada por naturaleza. En cambio, Claire era rubia, alta y curvilínea, jovial e impulsiva. Las dos, como dos polos opuestos, se complementaban a la perfección.
—Por lo visto, el profesor Hopkins también lee la prensa amarilla —comentó Claire, acercando a su compañera un arrugado periódico que alguien había dejado sobre la mesa.
—Dos hombres devorados por los perros que habían apresado —leyó Maka—. Un testigo afirma haber visto un búfalo gigantesco junto a los perros huyendo del lugar.
—¡Ha llegado la hora de la venganza animal! —rio Claire—. Ahora entiendo por qué el profesor ha retomado el tema de la masacre de los búfalos... El timbre nos libró de que arremetiera contra el «sacrosanto» ferrocarril, otro de sus temas estrella.
—Pues a mí me ha puesto la piel de gallina —confesó Maka—. Además, me ha hecho recordar historias que me contaba mi abuela cuando era niña. La echo de menos, ¿sabes?
—¡Oh, soy una bocazas! —exclamó Claire, dando un rápido abrazo a su amiga—. Siempre olvido que por tus venas corre sangre sioux y... ¡Maldita sea! Tengo que trabajar mi empatía. ¿Me perdonas? —preguntó, dedicándole un mohín encantador.
—No hay nada que disculpar.
—Oye, este finde Benny quiere presentarme a su familia, puedes venirte con nosotros y te acercamos a casa de tu abuela, que está cerca. Saldremos dentro de un rato. Chica, ya va siendo hora de que aprendas que pasar muchos días seguidos en el campus es altamente perjudicial para la salud mental.
Ambas rieron y, después de preparar unos bocadillos, fueron a su habitación a hacer las maletas. De hecho, Maka se limitó a meter un par de vaqueros, suéters y ropa interior de recambio en la mochila, mientras Claire intentaba decidir qué modelitos serían más apropiados para cautivar a los padres de Benny, su último novio. Finalmente, incapaz de elegir, acabó llenando dos maletas.
Benny pasó a recogerlas con su todoterreno Dodge a la hora señalada y, tras algunas indicaciones de Maka, llegaron a media tarde a un pintoresco recodo del río Gallatin. El sol arrancaba reflejos dorados de los árboles y el agua cristalina gorjeaba sobre los cantos rodados. Muy cerca de la orilla, rodeada por un grupo de abedules, distinguieron la vieja cabaña de la abuela de Maka. Aquel también había sido su hogar durante muchos años, pero cada vez que la joven contemplaba el río tenía sentimientos encontrados, pues no podía evitar recordar a sus padres.
Su madre había sido una monitora de rafting y su padre un turista de ciudad que se enamoró de aquel lugar y ya nunca más quiso abandonarlo. El río les unió pero, desgraciadamente, también se los había llevado a ambos de este mundo. Desde entonces Maka había odiado el río. Y no lograba comprender por qué su abuela nunca había dejado de amarlo.
Wachiwi:
La anciana, que ya les había oído al llegar, abrió la puerta con una gran sonrisa. Era menuda y multitud de arrugas cubrían su piel curtida, pero una poderosa determinación brillaba en la profundidad de su mirada. Avanzó decidida hacia los jóvenes que permanecían inmóviles, observándola con expresión un tanto bobalicona, y abrazó con fuerza a su nieta.
—¡Qué orgullosa estoy de mi niña universitaria! —exclamó—. Y dime, ¿quiénes son tus amigos?
—Ellos son Claire y Benny —explicó Maka—. Os presento a mi abuela, Wachiwi.
—Encantado, señora —dijo Benny, muy cortés.
—Me gusta este joven. Aunque siempre he desconfiado un poco de los pelirrojos... ¿Es tu novio, Maka?
—Nooo, es el novio de Claire.
—El pelo rojo es herencia de mis abuelos escoceses, señora —declaró Benny, ya sonriendo abiertamente—. Ellos también eran un poco desconfiados, pero buena gente.
Pasaron un buen rato sentados junto al río, contando anécdotas de la universidad y hablando sobre los estudios y futuros proyectos. Claire dedicó miraditas a Benny en varias ocasiones, pues lo cierto era que esperaba con impaciencia el momento de que le presentara a sus padres, pero entonces Wachiwi se sinceró con ellos:
—Todo empezó con la fábrica, talando árboles y contaminando el río. En el pueblo todo el mundo sabe lo que hacen ahí arriba: contrabando de drogas, peleas clandestinas... Asuntos y dinero muy sucios. Esos hombres no respetan nada, no conocen el valor de nada. Los espíritus están molestos.
—Pero abuela, no podemos luchar contra eso... —opinó Maka.
—¿No podemos o no queremos, jovencita? —respondió Wachiwi, mirándola durante un instante con severidad—. Hay cosas en este mundo que no se aprenden en la universidad, nunca debes olvidarte de eso. Mañana es la primera luna llena de primavera, nos reuniremos en el Valle del Búfalo para honrar a los espíritus como se merecen.
—¡Qué interesante! —exclamó Benny—. Siempre me han fascinado estos temas. ¿Podríamos nosotros presenciar la ceremonia? Me encantaría.
—Naturalmente que podéis. Sois bienvenidos.
La mirada de absoluta incredulidad que Claire le dedicó a su novio no tuvo precio.
Pasaron la noche en la cabaña y, al alba, montaron en el Dodge y enfilaron hacia el Valle del Búfalo. Benny conducía entusiasmado, se había tomado aquello como una gran aventura, Maka permanecía taciturna en el asiento de atrás y Claire no dejaba de preguntarse qué estaba haciendo ahí. ¿Cómo podía vivir aquella anciana sola en el bosque? ¡Sin luz eléctrica ni agua corriente! ¡Rodeada de bestias salvajes! No había podido pegar ojo. «Me moriré si tengo que pasar otra noche aquí», meditaba.
Cuando llegaron al valle, Maka comprendió por qué habían otorgado al estado de Montana el apelativo de «País del gran cielo». Admiró largo rato la panorámica, con las montañas blancas al fondo y el cielo de un prístino azul salpicado de nubes algodonosas. El mundo era verde, blanco y azul. Incluso Claire se entretuvo un buen rato haciendo fotografías con su teléfono móvil, pensando en que quedarían genial en su cuenta de Instagram.
—Miles, millones de turistas acuden a visitar el Parque Nacional de Yellowstone —empezó a explicar Wachiwi, alzando la voz entre todos los reunidos—, el Parque Nacional de los Glaciares o el lugar de la batalla de Little Big Horn, famosa porque varias tribus indígenas, bajo el mando del gran jefe sioux Caballo Loco, derrotaron al Séptimo Regimiento de Caballería comandado por el teniente coronel Custer. Pero nadie se acuerda de este valle, por ejemplo, donde fueron masacrados miles de búfalos. Esta tierra está impregnada con su sangre y a nosotros nos importa, por eso hoy estamos aquí.
Empezó la ceremonia. Los ancianos, siempre mirando al este, comenzaron los cánticos e iban turnándose, de forma que el cántico nunca se interrumpiera. Otros realizaban dibujos rituales sobre el suelo utilizando arena de distintos colores. Los más jóvenes tomaban asiento alrededor de hogueras y participaban elaborando abalorios con conchas, semillas coloreadas, tiras de cuero, hilo y plumas de aves.
—En los cánticos se repite mucho la palabra «manitú» —comentó Benny en un momento determinado—. ¿Qué significa?
—Tomad vuestras manos, jovencitos —respondió Wachiwi—. Respirad profundamente y sentid todo lo que hay a vuestro alrededor. Manitú es la «Gran Conexión», el equilibrio entre la Naturaleza y la Vida.
Fue entonces cuando Maka quedó absorta contemplando las llamas de la hoguera. Todos sus sentidos se concentraron en el fuego y en las volutas de humo que se elevaban hacia el cielo. La humareda pareció aumentar por momentos y, de repente, distinguió una figura emergiendo del centro: era un búfalo blanco. Pero los contornos del ser rápidamente empezaron a desdibujarse y se transformaron en una hermosa mujer que vestía ropas níveas y lucía plumas de águila en sus largos cabellos. Aquella mujer la miró con intensidad, como si la reconociera, y estiró uno de sus brazos hacia ella. Sintió el roce de las yemas de sus dedos. El vértigo la embargó y cayó y cayó...
—¡Maka! Mi pequeña, toma un poco de agua —Wachiwi, preocupada, le refrescaba la frente con un pañuelo mojado. Maka se incorporó y se alejó un poco del sofocante calor de la hoguera.
—Qué mareo tan tonto, supongo que habrá sido el exceso de sol en la cabeza —dijo la chica, tras beber un poco—. Pero he visto algo extraño...
Maka les relató su visión, sin dejar de quitarle importancia al asunto insistiendo en que había sido fruto de una simple insolación. Pero su abuela la contempló asombrada.
—La mujer búfalo blanco te ha elegido, mi niña —afirmó Wachiwi, visiblemente emocionada.
La mujer búfalo blanco:
—Cuenta la leyenda que nuestros hermanos lakota sufrieron una terrible hambruna —dijo Wachiwi, buceando en su memoria—. Y sucedió en esos aciagos días que una nube bajó del cielo y, de ella, surgió un ternero de búfalo blanco. Este rodó sobre la tierra y se convirtió en una mujer que les entregó un objeto sagrado: la Pipa de la Paz. Así nació el importante ritual de honrar al Gran Espíritu fumando tabaco en la Pipa Sagrada.
—¡Maka! —exclamó Claire—. ¡Yo creía que no fumabas!
—Y no lo hago —respondió, divertida por las ocurrencias de su amiga. Después se dirigió a su abuela—: Yo creo que el asunto no tiene mayor trascendencia, pero ¿qué piensas tú que puede significar esa... «visión»?
—Solo puedo decirte que se te ha concedido un gran honor. Y seguro que sabrás qué hacer cuando llegue el momento.
Una flamante camioneta se detuvo entonces a lo lejos, en la colina, y dos hombres descendieron del vehículo. Estuvieron observando con el ceño fruncido y un evidente rictus de desagrado las actividades que se estaban llevando a cabo en el valle.
—¡Malditos indios! —exclamó uno de ellos, escupiendo en el suelo.
—Esa vieja ha conseguido convencer a mucha gente del pueblo —comentó el otro, chasqueando los dedos—. Parecía inofensiva, pero se ha convertido en un problema. Y Pete, los problemas hay que zanjarlos. Ha llegado la hora de hacerle una visita para que aprenda, de una vez por todas, a tener la boca cerrada.
—Se lo ha buscado, jefe. Reuniré a los chicos.
El sol comenzó a declinar sobre el horizonte y un viento muy frío, procedente de las montañas nevadas, llegó para arañar las tierras del valle. La temperatura descendió varios grados y el cielo se cubrió de jirones púrpuras y carmesíes. Había llegado el momento de finalizar los rituales. Los cánticos cesaron, las hogueras se apagaron y los vistosos dibujos que se habían realizado sobre el suelo utilizando arena de colores fueron borrados; dejarlos expuestos a la vista de cualquiera hubiera sido una ofensa para los espíritus. En pocos minutos todo el mundo fue abandonando el valle, los vehículos desfilando en procesión bajo aquel firmamento funesto, encendido, salpicado de sangre.
La luna llena resplandecía en lo alto cuando Wachiwi, Maka, Benny y Claire llegaron a la cabaña. Como ya era noche cerrada, estos dos últimos acordaron pasar la noche allí y partir con la salida del sol. Cenaron un poco de pescado en salazón y pan. Wachiwi y Maka se acostaron en la cabaña y Benny y Claire se acomodaron en el coche.
Al poco rato, Maka despertó con la frente cubierta de sudor y un grito en la garganta. Había estado soñando con el río, con las aguas negras y revueltas del río que arrastraban todo a su paso. Sus padres habían estado allí, flotando, alejándose corriente abajo, y ella había luchado con todas sus fuerzas para intentar alcanzarlos. Pero no había podido. Nunca podía. Miró a su abuela, que dormía tranquila a su lado. Entonces llegó hasta ella el rugido del viento en el exterior, que aullaba como una bestia acorralada.
Oyó cómo se rompía el cristal de una de las ventanas delanteras.
Salió de la cama, se enfundó rápidamente los vaqueros, un suéter y las botas y fue a inspeccionar. Permaneció un momento ante la ventana destrozada y el viento frío le azotó el rostro. Un fuerte olor inundó sus fosas nasales: era gasolina. ¡La pared y el suelo estaban impregnados con gasolina!
Fue entonces cuando distinguió un movimiento en el exterior, una silueta oscura recortándose del manto de la noche. Hubo un súbito destello de luz. Aquel desconocido había presionado la rueda de su Zippo y la mecha había prendido. Al comprender sus intenciones, Maka retrocedió unos pasos, tambaleándose sobre el suelo mojado. Gritó.
El hombre alzó el brazo, apuntando hacia la ventana rota.
Una figura gigantesca apareció detrás del hombre. Negro sobre negro. En un principio Maka no comprendió lo que estaba viendo, pero los contornos del ser fueron ganando en nitidez, al mismo tiempo que aumentaba el terrible fulgor de sus ojos rojos. Parecía un enorme búfalo salido del mismo infierno.
Maka observó, sorprendida y aterrorizada a la vez, cómo el ser ladeaba su cabeza y arremetía contra el desgraciado, que terminó empalado en uno de los cuernos. El Zippo cayó de su mano antes de que hubiera podido arrojarlo contra la casa.
Se escucharon más gritos en el exterior. ¡Había más hombres ahí afuera! Maka pensó en sus amigos, que habían decidido pasar la noche en el coche; deseó con todas sus fuerzas que estuvieran a salvo. Corrió en busca de su abuela.
—Tenemos que salir de aquí —le dijo, abrigándola con una chaqueta—. ¡Han rociado la casa con gasolina y quieren incendiarla!
Al abrir la puerta se encontraron con Benny, que justo en ese momento iba a entrar.
—¿Y Claire? —preguntó Maka.
—En el coche. Se puso tapones en los oídos y está durmiendo como un angelito.
—¡El gran espíritu búfalo! —exclamó Wachiwi, que no podía creer lo que estaba viendo con sus propios ojos.
Todos contemplaron a la criatura, que en aquellos momentos embestía a dos hombres que intentaban escapar. Uno de ellos se metió entre los árboles y se lanzó al río. Sintiéndose ya a salvo, oculto por las aguas oscuras, empezó a disparar. Pero el ser se arrojó tras él, derribando incluso alguno de los jóvenes abedules que había en la orilla. A continuación se revolcó sobre el lecho del río, aplastando al hombre como a un gusano.
—¡Rápido, vamos al coche! —dijo Benny, rodeando la cintura de ambas mujeres, animándolas a avanzar—. ¡Es peligroso seguir aquí!
—Id vosotros dos —respondió Maka, retrocediendo—. Hay algo que tengo que hacer.
Y, tras mirarles una vez más, la joven avanzó con determinación hacia el río.
La criatura se sacudía en la orilla, desperdigando a su alrededor mil gotas de agua y saliva. Sus ojos rojos llamearon cuando reparó en la joven que se le acercaba. Ella, nerviosa pero decidida, tan menuda e insignificante, se detuvo ante él. Y entonces, respirando profundamente, se atrevió a asomarse a los ojos de aquel ser.
Vio cólera, tristeza y muerte, pero también coraje y esperanza.
El gran espíritu búfalo agitó orgulloso su poderosa cornamenta y, luego, muy lentamente, fue descendiendo la cabeza hasta rozar los cabellos de Maka. Frente contra frente. Sus alientos se entremezclaron.
Maka estiró un brazo y acarició el pelaje aún húmedo.
—Ya se ha derramado demasiada sangre —dijo, sin dejar de acariciarle.
Y en ese instante se produjo la conexión.
Un fulgor plateado empezó a cubrir el pelaje del ser en el lugar en el que la joven lo había tocado y, poco a poco, fue propagándose por todo su cuerpo, transformándolo en un majestuoso búfalo blanco. Maka sonrió, maravillada. Entonces vio cómo las brasas de aquellos ojos se apagaban. Cuando volvieron a abrirse, dos pupilas de un límpido azul celeste la observaron con curiosidad.
Después, mientras la chica sentía crecer en su interior una intensa sensación de paz, el gran búfalo blanco se desvaneció en el aire para correr tras el viento.
«Cuando el último árbol sea cortado, el último
río envenenado y el último pez pescado,
solo entonces el hombre descubrirá
que el dinero no se puede comer».
Proverbio Cree.
En algún lugar del condado de Gallatin, Montana:
Los frenéticos acordes de «Autopista al infierno», de AC/DC, surgían del reproductor de la camioneta y se perdían en la noche. Jimmy apuró el contenido de la lata de cerveza y la estrujó entre los dedos mientras lanzaba un sonoro eructo. Beber cerveza era bueno, aplastar los envases al terminar era genial.
—Odio esta maldita carretera, casi tanto como a esos malditos perros —dijo por enésima vez Tom, el conductor. Ni siquiera la música a todo volumen lograba mitigar los ladridos de los perros que llevaban enjaulados en la parte trasera.
—Joder, macho, ¿no estarías tú inquieto en su lugar?
—¡Ja! ¡No me digas ahora que te dan penita! —se carcajeó—. Por eso los inmovilizas con la pistola eléctrica, los metes en la jaula y los vendes a los organizadores de peleas clandestinas, claaaro. ¡Ya me quedaré yo tu parte de la pasta si no la quieres!
Tom chasqueó la lengua y lanzó un escupitajo por la ventanilla. En ese instante, de reojo, vislumbró un reflejo extraño en el espejo retrovisor.
—Hay algo ahí afuera —comentó, frunciendo el ceño.
—¿Qué dices, tío?
—Me ha parecido ver un animal grande junto a la carretera, observándonos.
—¿Y? Sería una vaca...
—Tenía los ojos rojos.
—Demasiada cerveza, colega —aseguró Jimmy, prorrumpiendo en carcajadas—. Tal vez sea mejor que conduzca yo...
Los ladridos cesaron de repente. Un único aullido se elevó desde la parte trasera de la camioneta. No se trataba de un aullido lastimero, sino de una llamada poderosa, dirigida al rey de la manada. Pero... ¿a quién podían estar llamando unos simples chuchos callejeros? Los dos hombres sintieron cómo empezaba a erizárseles el vello.
Y entonces sucedió.
Una mole negra, surgida de la nada, golpeó el lateral del vehículo, arrojándoles fuera del camino de tierra. La tremenda fuerza del impacto hizo volcar la camioneta, que finalmente quedó empotrada entre los troncos de unos árboles.
Jimmy abrió los ojos y sintió la sangre corriendo sobre su cara. Era la sangre de Tom, que se había abierto la cabeza contra el parabrisas. Además, vio que su compañero tenía parte del lateral incrustado en el abdomen. «Tanto amaba a su camioneta que ni la muerte les ha podido separar», pensó con ironía. Sentía un leve zumbido en los oídos pero, al parecer, él estaba entero. Decidió que lo mejor sería librarse del cinturón de seguridad y salir de allí, no fuera a producirse un incendio.
Justo mientras se arrastraba fuera del vehículo, Jimmy escuchó el chirrido de hierros retorcidos y los perros ladraron con fuerzas renovadas. Luego los vio. Los chuchos saltaban desde la parte posterior de la camioneta, excitados, y se le acercaron enseñando los dientes. En ese momento distinguió la pistola taser en el suelo, que como consecuencia de la colisión había salido despedida por la ventanilla. Estiró el brazo y la agarró esbozando una sonrisa. Después de todo, parecía que la fortuna le sonreía.
Pero los perros no estaban solos.
Jimmy no vio la mole oscura hasta que la tuvo encima, hasta que una de sus poderosas extremidades le golpeó el brazo, arrancándole la taser y parte de la mano. Aquel ser era inmenso como una montaña y, sin embargo, resultaba invisible cuando se vestía de sombras; solo sus ojos llameantes, como pozos encendidos en la noche, podían revelar su posición. Mirarle a los ojos era un camino sin retorno: eso fue lo que Jimmy alcanzó a comprender mientras el ser le aplastaba como a una lata de cerveza.
Universidad Estatal de Montana, en Bozeman:
La poderosa voz del profesor reverberaba en las paredes del aula de historia. Como siempre que conferenciaba sobre alguno de sus temas predilectos, la cadencia de sus palabras y la pasión que reflejaba lograba cautivar a la mayoría de estudiantes. Las imágenes que se iban proyectando en la pantalla, a la par con el vehemente discurso, contribuían sin duda a aumentar la atmósfera hipnótica —aunque también opresiva— que les iba rodeando.
—La caza del búfalo era vital para los indígenas. Los proveía de carne, piel, tendones para los arcos, grasa, estiércol para el fuego e incluso un pegamento obtenido al hervir las pezuñas. El búfalo era venerado y respetado por muchas de las tribus nativas de Norteamérica, era considerado «dador de vida», pues todo en este ser era utilizado.
»A los cazadores blancos, sin embargo, les interesaba básicamente la piel. Dejaban la carne del animal —una tonelada de carne fresca por cada macho adulto— descomponiéndose al sol. Cuando los animales terminaban de pudrirse, sus huesos eran amontonados y enviados al este en tren; los huesos pulverizados eran vendidos como fertilizante.
En la pantalla, tras la figura enjuta del profesor Hopkins, apareció una estremecedora imagen en color sepia. En ella todos pudieron ver a dos hombres posando sonrientes sobre una montaña de cráneos de búfalo. Miles de cráneos blanqueados por el sol.
»Durante el siglo XIX se mataron cuarenta millones de búfalos. Esta masacre fue alentada por el gobierno federal de los EE.UU. y por el ejército porque, al destruir su base económica y vital, esperaban derrotar y expulsar a los indios de las grandes praderas.
Sonó el timbre que indicaba el fin de las clases y se rompió el hechizo. Los estudiantes se incorporaron, saltando como resortes, trasladándose en milésimas de segundo del siglo XIX al siglo XXI. Estallaron animadas conversaciones por doquier y el aula se vació en un santiamén. La vida seguía su curso...
Maka y Claire, que eran compañeras de habitación y buenas amigas, tomaron asiento en una de las escasas mesas que quedaban libres en la cafetería del campus. Maka era morena, bajita y delgada como un junco, cautelosa y reservada por naturaleza. En cambio, Claire era rubia, alta y curvilínea, jovial e impulsiva. Las dos, como dos polos opuestos, se complementaban a la perfección.
—Por lo visto, el profesor Hopkins también lee la prensa amarilla —comentó Claire, acercando a su compañera un arrugado periódico que alguien había dejado sobre la mesa.
—Dos hombres devorados por los perros que habían apresado —leyó Maka—. Un testigo afirma haber visto un búfalo gigantesco junto a los perros huyendo del lugar.
—¡Ha llegado la hora de la venganza animal! —rio Claire—. Ahora entiendo por qué el profesor ha retomado el tema de la masacre de los búfalos... El timbre nos libró de que arremetiera contra el «sacrosanto» ferrocarril, otro de sus temas estrella.
—Pues a mí me ha puesto la piel de gallina —confesó Maka—. Además, me ha hecho recordar historias que me contaba mi abuela cuando era niña. La echo de menos, ¿sabes?
—¡Oh, soy una bocazas! —exclamó Claire, dando un rápido abrazo a su amiga—. Siempre olvido que por tus venas corre sangre sioux y... ¡Maldita sea! Tengo que trabajar mi empatía. ¿Me perdonas? —preguntó, dedicándole un mohín encantador.
—No hay nada que disculpar.
—Oye, este finde Benny quiere presentarme a su familia, puedes venirte con nosotros y te acercamos a casa de tu abuela, que está cerca. Saldremos dentro de un rato. Chica, ya va siendo hora de que aprendas que pasar muchos días seguidos en el campus es altamente perjudicial para la salud mental.
Ambas rieron y, después de preparar unos bocadillos, fueron a su habitación a hacer las maletas. De hecho, Maka se limitó a meter un par de vaqueros, suéters y ropa interior de recambio en la mochila, mientras Claire intentaba decidir qué modelitos serían más apropiados para cautivar a los padres de Benny, su último novio. Finalmente, incapaz de elegir, acabó llenando dos maletas.
Benny pasó a recogerlas con su todoterreno Dodge a la hora señalada y, tras algunas indicaciones de Maka, llegaron a media tarde a un pintoresco recodo del río Gallatin. El sol arrancaba reflejos dorados de los árboles y el agua cristalina gorjeaba sobre los cantos rodados. Muy cerca de la orilla, rodeada por un grupo de abedules, distinguieron la vieja cabaña de la abuela de Maka. Aquel también había sido su hogar durante muchos años, pero cada vez que la joven contemplaba el río tenía sentimientos encontrados, pues no podía evitar recordar a sus padres.
Su madre había sido una monitora de rafting y su padre un turista de ciudad que se enamoró de aquel lugar y ya nunca más quiso abandonarlo. El río les unió pero, desgraciadamente, también se los había llevado a ambos de este mundo. Desde entonces Maka había odiado el río. Y no lograba comprender por qué su abuela nunca había dejado de amarlo.
Wachiwi:
La anciana, que ya les había oído al llegar, abrió la puerta con una gran sonrisa. Era menuda y multitud de arrugas cubrían su piel curtida, pero una poderosa determinación brillaba en la profundidad de su mirada. Avanzó decidida hacia los jóvenes que permanecían inmóviles, observándola con expresión un tanto bobalicona, y abrazó con fuerza a su nieta.
—¡Qué orgullosa estoy de mi niña universitaria! —exclamó—. Y dime, ¿quiénes son tus amigos?
—Ellos son Claire y Benny —explicó Maka—. Os presento a mi abuela, Wachiwi.
—Encantado, señora —dijo Benny, muy cortés.
—Me gusta este joven. Aunque siempre he desconfiado un poco de los pelirrojos... ¿Es tu novio, Maka?
—Nooo, es el novio de Claire.
—El pelo rojo es herencia de mis abuelos escoceses, señora —declaró Benny, ya sonriendo abiertamente—. Ellos también eran un poco desconfiados, pero buena gente.
Pasaron un buen rato sentados junto al río, contando anécdotas de la universidad y hablando sobre los estudios y futuros proyectos. Claire dedicó miraditas a Benny en varias ocasiones, pues lo cierto era que esperaba con impaciencia el momento de que le presentara a sus padres, pero entonces Wachiwi se sinceró con ellos:
—Todo empezó con la fábrica, talando árboles y contaminando el río. En el pueblo todo el mundo sabe lo que hacen ahí arriba: contrabando de drogas, peleas clandestinas... Asuntos y dinero muy sucios. Esos hombres no respetan nada, no conocen el valor de nada. Los espíritus están molestos.
—Pero abuela, no podemos luchar contra eso... —opinó Maka.
—¿No podemos o no queremos, jovencita? —respondió Wachiwi, mirándola durante un instante con severidad—. Hay cosas en este mundo que no se aprenden en la universidad, nunca debes olvidarte de eso. Mañana es la primera luna llena de primavera, nos reuniremos en el Valle del Búfalo para honrar a los espíritus como se merecen.
—¡Qué interesante! —exclamó Benny—. Siempre me han fascinado estos temas. ¿Podríamos nosotros presenciar la ceremonia? Me encantaría.
—Naturalmente que podéis. Sois bienvenidos.
La mirada de absoluta incredulidad que Claire le dedicó a su novio no tuvo precio.
Pasaron la noche en la cabaña y, al alba, montaron en el Dodge y enfilaron hacia el Valle del Búfalo. Benny conducía entusiasmado, se había tomado aquello como una gran aventura, Maka permanecía taciturna en el asiento de atrás y Claire no dejaba de preguntarse qué estaba haciendo ahí. ¿Cómo podía vivir aquella anciana sola en el bosque? ¡Sin luz eléctrica ni agua corriente! ¡Rodeada de bestias salvajes! No había podido pegar ojo. «Me moriré si tengo que pasar otra noche aquí», meditaba.
Cuando llegaron al valle, Maka comprendió por qué habían otorgado al estado de Montana el apelativo de «País del gran cielo». Admiró largo rato la panorámica, con las montañas blancas al fondo y el cielo de un prístino azul salpicado de nubes algodonosas. El mundo era verde, blanco y azul. Incluso Claire se entretuvo un buen rato haciendo fotografías con su teléfono móvil, pensando en que quedarían genial en su cuenta de Instagram.
—Miles, millones de turistas acuden a visitar el Parque Nacional de Yellowstone —empezó a explicar Wachiwi, alzando la voz entre todos los reunidos—, el Parque Nacional de los Glaciares o el lugar de la batalla de Little Big Horn, famosa porque varias tribus indígenas, bajo el mando del gran jefe sioux Caballo Loco, derrotaron al Séptimo Regimiento de Caballería comandado por el teniente coronel Custer. Pero nadie se acuerda de este valle, por ejemplo, donde fueron masacrados miles de búfalos. Esta tierra está impregnada con su sangre y a nosotros nos importa, por eso hoy estamos aquí.
Empezó la ceremonia. Los ancianos, siempre mirando al este, comenzaron los cánticos e iban turnándose, de forma que el cántico nunca se interrumpiera. Otros realizaban dibujos rituales sobre el suelo utilizando arena de distintos colores. Los más jóvenes tomaban asiento alrededor de hogueras y participaban elaborando abalorios con conchas, semillas coloreadas, tiras de cuero, hilo y plumas de aves.
—En los cánticos se repite mucho la palabra «manitú» —comentó Benny en un momento determinado—. ¿Qué significa?
—Tomad vuestras manos, jovencitos —respondió Wachiwi—. Respirad profundamente y sentid todo lo que hay a vuestro alrededor. Manitú es la «Gran Conexión», el equilibrio entre la Naturaleza y la Vida.
Fue entonces cuando Maka quedó absorta contemplando las llamas de la hoguera. Todos sus sentidos se concentraron en el fuego y en las volutas de humo que se elevaban hacia el cielo. La humareda pareció aumentar por momentos y, de repente, distinguió una figura emergiendo del centro: era un búfalo blanco. Pero los contornos del ser rápidamente empezaron a desdibujarse y se transformaron en una hermosa mujer que vestía ropas níveas y lucía plumas de águila en sus largos cabellos. Aquella mujer la miró con intensidad, como si la reconociera, y estiró uno de sus brazos hacia ella. Sintió el roce de las yemas de sus dedos. El vértigo la embargó y cayó y cayó...
—¡Maka! Mi pequeña, toma un poco de agua —Wachiwi, preocupada, le refrescaba la frente con un pañuelo mojado. Maka se incorporó y se alejó un poco del sofocante calor de la hoguera.
—Qué mareo tan tonto, supongo que habrá sido el exceso de sol en la cabeza —dijo la chica, tras beber un poco—. Pero he visto algo extraño...
Maka les relató su visión, sin dejar de quitarle importancia al asunto insistiendo en que había sido fruto de una simple insolación. Pero su abuela la contempló asombrada.
—La mujer búfalo blanco te ha elegido, mi niña —afirmó Wachiwi, visiblemente emocionada.
La mujer búfalo blanco:
—Cuenta la leyenda que nuestros hermanos lakota sufrieron una terrible hambruna —dijo Wachiwi, buceando en su memoria—. Y sucedió en esos aciagos días que una nube bajó del cielo y, de ella, surgió un ternero de búfalo blanco. Este rodó sobre la tierra y se convirtió en una mujer que les entregó un objeto sagrado: la Pipa de la Paz. Así nació el importante ritual de honrar al Gran Espíritu fumando tabaco en la Pipa Sagrada.
—¡Maka! —exclamó Claire—. ¡Yo creía que no fumabas!
—Y no lo hago —respondió, divertida por las ocurrencias de su amiga. Después se dirigió a su abuela—: Yo creo que el asunto no tiene mayor trascendencia, pero ¿qué piensas tú que puede significar esa... «visión»?
—Solo puedo decirte que se te ha concedido un gran honor. Y seguro que sabrás qué hacer cuando llegue el momento.
Una flamante camioneta se detuvo entonces a lo lejos, en la colina, y dos hombres descendieron del vehículo. Estuvieron observando con el ceño fruncido y un evidente rictus de desagrado las actividades que se estaban llevando a cabo en el valle.
—¡Malditos indios! —exclamó uno de ellos, escupiendo en el suelo.
—Esa vieja ha conseguido convencer a mucha gente del pueblo —comentó el otro, chasqueando los dedos—. Parecía inofensiva, pero se ha convertido en un problema. Y Pete, los problemas hay que zanjarlos. Ha llegado la hora de hacerle una visita para que aprenda, de una vez por todas, a tener la boca cerrada.
—Se lo ha buscado, jefe. Reuniré a los chicos.
El sol comenzó a declinar sobre el horizonte y un viento muy frío, procedente de las montañas nevadas, llegó para arañar las tierras del valle. La temperatura descendió varios grados y el cielo se cubrió de jirones púrpuras y carmesíes. Había llegado el momento de finalizar los rituales. Los cánticos cesaron, las hogueras se apagaron y los vistosos dibujos que se habían realizado sobre el suelo utilizando arena de colores fueron borrados; dejarlos expuestos a la vista de cualquiera hubiera sido una ofensa para los espíritus. En pocos minutos todo el mundo fue abandonando el valle, los vehículos desfilando en procesión bajo aquel firmamento funesto, encendido, salpicado de sangre.
La luna llena resplandecía en lo alto cuando Wachiwi, Maka, Benny y Claire llegaron a la cabaña. Como ya era noche cerrada, estos dos últimos acordaron pasar la noche allí y partir con la salida del sol. Cenaron un poco de pescado en salazón y pan. Wachiwi y Maka se acostaron en la cabaña y Benny y Claire se acomodaron en el coche.
Al poco rato, Maka despertó con la frente cubierta de sudor y un grito en la garganta. Había estado soñando con el río, con las aguas negras y revueltas del río que arrastraban todo a su paso. Sus padres habían estado allí, flotando, alejándose corriente abajo, y ella había luchado con todas sus fuerzas para intentar alcanzarlos. Pero no había podido. Nunca podía. Miró a su abuela, que dormía tranquila a su lado. Entonces llegó hasta ella el rugido del viento en el exterior, que aullaba como una bestia acorralada.
Oyó cómo se rompía el cristal de una de las ventanas delanteras.
Salió de la cama, se enfundó rápidamente los vaqueros, un suéter y las botas y fue a inspeccionar. Permaneció un momento ante la ventana destrozada y el viento frío le azotó el rostro. Un fuerte olor inundó sus fosas nasales: era gasolina. ¡La pared y el suelo estaban impregnados con gasolina!
Fue entonces cuando distinguió un movimiento en el exterior, una silueta oscura recortándose del manto de la noche. Hubo un súbito destello de luz. Aquel desconocido había presionado la rueda de su Zippo y la mecha había prendido. Al comprender sus intenciones, Maka retrocedió unos pasos, tambaleándose sobre el suelo mojado. Gritó.
El hombre alzó el brazo, apuntando hacia la ventana rota.
Una figura gigantesca apareció detrás del hombre. Negro sobre negro. En un principio Maka no comprendió lo que estaba viendo, pero los contornos del ser fueron ganando en nitidez, al mismo tiempo que aumentaba el terrible fulgor de sus ojos rojos. Parecía un enorme búfalo salido del mismo infierno.
Maka observó, sorprendida y aterrorizada a la vez, cómo el ser ladeaba su cabeza y arremetía contra el desgraciado, que terminó empalado en uno de los cuernos. El Zippo cayó de su mano antes de que hubiera podido arrojarlo contra la casa.
Se escucharon más gritos en el exterior. ¡Había más hombres ahí afuera! Maka pensó en sus amigos, que habían decidido pasar la noche en el coche; deseó con todas sus fuerzas que estuvieran a salvo. Corrió en busca de su abuela.
—Tenemos que salir de aquí —le dijo, abrigándola con una chaqueta—. ¡Han rociado la casa con gasolina y quieren incendiarla!
Al abrir la puerta se encontraron con Benny, que justo en ese momento iba a entrar.
—¿Y Claire? —preguntó Maka.
—En el coche. Se puso tapones en los oídos y está durmiendo como un angelito.
—¡El gran espíritu búfalo! —exclamó Wachiwi, que no podía creer lo que estaba viendo con sus propios ojos.
Todos contemplaron a la criatura, que en aquellos momentos embestía a dos hombres que intentaban escapar. Uno de ellos se metió entre los árboles y se lanzó al río. Sintiéndose ya a salvo, oculto por las aguas oscuras, empezó a disparar. Pero el ser se arrojó tras él, derribando incluso alguno de los jóvenes abedules que había en la orilla. A continuación se revolcó sobre el lecho del río, aplastando al hombre como a un gusano.
—¡Rápido, vamos al coche! —dijo Benny, rodeando la cintura de ambas mujeres, animándolas a avanzar—. ¡Es peligroso seguir aquí!
—Id vosotros dos —respondió Maka, retrocediendo—. Hay algo que tengo que hacer.
Y, tras mirarles una vez más, la joven avanzó con determinación hacia el río.
La criatura se sacudía en la orilla, desperdigando a su alrededor mil gotas de agua y saliva. Sus ojos rojos llamearon cuando reparó en la joven que se le acercaba. Ella, nerviosa pero decidida, tan menuda e insignificante, se detuvo ante él. Y entonces, respirando profundamente, se atrevió a asomarse a los ojos de aquel ser.
Vio cólera, tristeza y muerte, pero también coraje y esperanza.
El gran espíritu búfalo agitó orgulloso su poderosa cornamenta y, luego, muy lentamente, fue descendiendo la cabeza hasta rozar los cabellos de Maka. Frente contra frente. Sus alientos se entremezclaron.
Maka estiró un brazo y acarició el pelaje aún húmedo.
—Ya se ha derramado demasiada sangre —dijo, sin dejar de acariciarle.
Y en ese instante se produjo la conexión.
Un fulgor plateado empezó a cubrir el pelaje del ser en el lugar en el que la joven lo había tocado y, poco a poco, fue propagándose por todo su cuerpo, transformándolo en un majestuoso búfalo blanco. Maka sonrió, maravillada. Entonces vio cómo las brasas de aquellos ojos se apagaban. Cuando volvieron a abrirse, dos pupilas de un límpido azul celeste la observaron con curiosidad.
Después, mientras la chica sentía crecer en su interior una intensa sensación de paz, el gran búfalo blanco se desvaneció en el aire para correr tras el viento.