CV4 - Desiertos - Frigg (1º)
Publicado: 04 Jul 2016 08:27
DESIERTOS
Gotas de sudor le hacían cosquillas desde la frente al cuello como hormigas desorientadas. Tenía la boca pastosa y el seco sabor del orgasmo asfixiado en la garganta. Su novia dormía desde hacía horas y él acababa de contemplar una escena en el ordenador que le había hecho erupcionar en menos de cinco minutos. Lo hacía a menudo, pero en ésta ocasión había sentido que una parte importante de él había quedado en el papel higiénico que acababa de regar, como si el alma se hubiera hecho líquida y turbia. De hecho, el color se iba volviendo ocre y le recordaba al dicromato de potasio que utilizaba su padre para revelar las fotografías. Se fue a la ducha. Quizás el agua podía limpiarle y expiarle de la culpa. Después, se acostaría junto al cuerpo desnudo de Silvia, entrelazando los pies a los suyos como un ancla en puerto seguro.
A la mañana siguiente la alarma del móvil sonó puntual y ella, aún adormecida, encendió la cafetera y fue al aseo.
-Cariño, ¿qué diablos hiciste anoche? -La voz sorprendida de Silvia hizo que él se levantara de un salto.
-¿Yo, por que lo dices?
-La bañera está llena de arena, ¿estuviste haciendo la croqueta en la playa a las tantas de la madrugada?.
-Si, algo así, lo siento. Tómate el café que ahora mismo la limpio para que puedas ducharte tranquila.
La arena era anaranjada como polvo de azafrán y al entrar en contacto con el agua se diluía en imágenes, como si decenas de fotogramas pasaran por la superficie resbaladiza hasta ser engullidas por el desagüe.
Pablo creyó estar alucinando; le pareció verse de pequeño, persiguiendo una pelota que acababa de rodar tubería abajo. Entonces, abrió más el grifo y arrastró todos los restos con la mano.
Silvia se acababa de marchar y el perfume del jabón aún inundaba el pequeño apartamento. Él, como todos los días, se plantó frente al ordenador para ver si había surgido alguna nueva oferta de trabajo. No había mensajes en la bandeja de entrada. Encendió un cigarro y la imagen de las chicas de anoche le produjo una erección incipiente. Eran dos pelirrojas de cabello ondulado y piel virginalmente blanca dándose placer sobre hierba fresca y húmeda. Buscó la página en el historial y, tras dudarlo un segundo, hizo clic en el enlace. La página que busca no existe, apareció rotundamente en la pantalla. Lo intentó dos veces más con idéntico resultado.
Pablo, desconcertado, dio un largo trago al café y un intenso dolor en el bajo vientre le hizo replegarse sobre la silla. Apoyándose en las paredes logró alcanzar el cuarto de baño hasta abrazar el lavabo con las manos y contemplar su rostro en el espejo. Ahí estaba él, con las dos manchas violáceas que subrayaban sus ojos desde hacía meses por la falta de sueño, con los labios apretados y resecos bajo la barba descuidada. Tenía un aspecto aún más enfermizo de lo normal. De nuevo sintió una punzada junto con las ganas de orinar. Levantó ambas tapas del inodoro y sintió un gran alivio al miccionar, como si todo el dolor se vertiera sobre la taza. El sonido de la orina empezó a resultarle extraño y solo entonces echó un vistazo hacia abajo. Arena, estaba echando arena color alazán que al caer sobre la superficie mojada se unía para formar una fotografía desgastada y mal revelada. Adivinó de qué imagen se trataba, el momento en el que conoció a Silvia en la estación de esquí de Gourette. Contempló unos segundos su cuerpo voluptuoso, incluso bajo el mono, y los hoyuelos a cada lado de la sonrisa que siempre se le hacían cuando estaba alegre. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces?, ¿diez años?, ¿cuándo vio esa expresión en su cara por última vez?.
Como un acto instintivo tiró de la cadena haciendo una espiral de color casi hipnótica. Silvia, dando vueltas con sus esquís había desaparecido por una catarata cuyo destino desconocía, quizás hacia el pirineo, ésta vez sin él que con las piernas separadas limpiaba lo que quedaba de tierra con el papel.
El resto de la mañana lo pasó tumbado sobre la cama, esperando la hora de regreso habitual de ella. Al ver que no venía a comer, decidió llamarla.
De alguna manera el comprobar que el número no existía no le terminó de sorprender. Sentía que su vida junto a ella había sido una invención, momentos no aprovechados que al no atraparlos como Silvia se merecía habían cambiado de rumbo. Puede que años atrás, en la nieve, en vez de conocerlo a él, su encuentro fortuito se hubiera producido con un anestesista de nombre exótico, y ahora estarían de viaje por Malasia en una autocaravana.
Volvió al ordenador, la página moonmedusas.com seguía sin existir. Se quedó mirando el nombre pensando que por algún extraño motivo esas dos medusas de pelo serpentino le estaban convirtiendo en piedra desde dentro hacia fuera, haciéndole expulsar poco a poco su vida en forma de sal. Recordó la canción con la que las caricias de ambas hacían un baile erótico irresistible, Bird on the wire de Leonard Cohen. La buscó en youtube con la letra subtitulada al español. “Como un niño aún no nacido, como una bestia con su cuerno he destrozado a todo el que se acercó a mí”. De alguna forma se sentía así; como si hubiera apagado las esperanzas de todos los seres queridos que habían formado parte de su vida.
El calor incesante de la tarde se hacía pegajoso sobre la piel que poco a poco se le estaba volviendo grisácea. Volvió a orinar y ésta vez la tierra caleidoscópica plasmó un día en el colegio en el que se burlaron de él. Acababan de descubrir que en las páginas finales de la libreta de matemáticas había poemas de amor dedicados a Ángela, la niña delgaducha cuyos mechones de pelo siempre cubrían el azul de sus ojos, despeinada y salvaje como un gato callejero.
No se atrevió a darle al botón de la cisterna, bloqueado por el recuerdo de las carcajadas y el portazo de la niña tras salir corriendo, pero a los pocos segundos todo se deshizo con un remolino surgido desde el océano de la alcantarilla.
Ésta vez se acercó al ordenador para pedir cita con el médico. No había hueco hasta dentro de tres días así que cogió las llaves de casa y se dirigió a urgencias del hospital.
Al entrar en el box, la doctora le recibió con una sonrisa. Llevaba el pelo recogido en un moño medio deshecho que dejaba ver un pequeño tatuaje en el cuello, tres puntos suspensivos entre paréntesis. La media erección le volvió a inundar inesperadamente pero ni bajo esas circunstancias notaba rubor en las mejillas.
-¿Qué le ocurre señor Jara?
-Desde anoche siento dolores púbicos y en vez de orinar líquido expulso una especie de arena fina coloreada.- De las visiones fotográficas y de la extraña ausencia de Silvia tras hacerla desaparecer por el retrete no dijo ni media palabra por miedo a acabar ingresado en la planta de psiquiatría.
-¿Ha tenido algún síntoma más?, ¿fiebre alta con alucinaciones?, ¿náuseas?, ¿falta de libido?
Esa última pregunta le excitó aún más y fantaseó con hacerle ver a la doctora que ese no era precisamente el problema.-Nada más- dijo sin embargo.
La doctora le indicó que abriera la boca y poniéndose de pie se acercó a él con un depresor de madera para inspeccionarle. Un leve gemido salió de él y después palabras que no pasaban por su mente sino que nacían desde algún lugar de sus vísceras.
-Desiertos y arenas movedizas te ofrezco, ya no me quedan líquidos para calmar la sed de nadie.- Al terminar la última sílaba comenzó a toser expectorantemente, vomitando polvo de almagre y perdiendo la conciencia.
Despertó en una cama de hospital con una vía cogida en el dorso de la mano. Había tenido un extraño sueño en el que una enorme mujer montaña, con un pezón en cada risco, amamantaba a decenas de lobos. Él era uno de ellos, intentando saciarse primero a sorbos y luego a mordiscos, masticando piedras con odio y desesperación.
La puerta de la habitación se abrió y apareció una de las chicas de la página web inexistente vestida de enfermera. Le pareció aún más provocativa a éste lado de la pantalla, con ropa cubriendo sus sensuales proporciones, con el cinturón de la bata enmarcando el arco de una cintura curvada como media luna. Al acercarse para cambiar la bolsa de suero, Pablo pudo ver de nuevo el mismo tatuaje, ésta vez sobre la fina capa de piel que cubría la clavícula de la pelirroja. Ella olía a mar y él se deshacía por nadarla pero fue incapaz de mover un solo músculo, apenas un pequeño gesto involuntario al notar la aguja de una jeringuilla en el antebrazo. Después la chica volvió a marcharse, silenciosa y fantasmal, con una bolsita de solución llena de alguna sustancia brillante.
Entonces fue cuando se dio cuenta, a través de la vía no le entraba líquido alguno sino que le era succionado, gota a gota, para llenar el vacío de un globo desinflado sujeto a la barra de acero. Intentó incorporarse pero una niebla blanca cegó su voluntad haciéndole caer de nuevo en el sueño.
Un castillo de arena deshecho por una ola, así se sentía. Su mundo desmoronándose con el agua desconocida que le arrastraba hacia las profundidades. Mujeres pelirrojas que le secaban la piel como los rayos de sol a las plantas sedientas. Fotografías de los momentos vividos despegándose de su calendario, desligándose de su presencia para volar lejos hacia otros rumbos más afortunados. Él se dejaba llevar, en el horizonte se vislumbraban tres pequeñas islas entre las montañas de la vida y la muerte (...)
A la mañana siguiente, tan sólo quedaba tierra en las sábanas y en el suelo de la habitación, no había ni rastro de Pablo y la aguja del gotero pendía balanceándose sin nada a lo que asirse. Las dos chicas de moonmedusas.com entraron para barrer cada ínfimo grano, llevando cuidadosamente los restos hacia un enorme reloj de arena que había en el jardín del hospital.
Gotas de sudor le hacían cosquillas desde la frente al cuello como hormigas desorientadas. Tenía la boca pastosa y el seco sabor del orgasmo asfixiado en la garganta. Su novia dormía desde hacía horas y él acababa de contemplar una escena en el ordenador que le había hecho erupcionar en menos de cinco minutos. Lo hacía a menudo, pero en ésta ocasión había sentido que una parte importante de él había quedado en el papel higiénico que acababa de regar, como si el alma se hubiera hecho líquida y turbia. De hecho, el color se iba volviendo ocre y le recordaba al dicromato de potasio que utilizaba su padre para revelar las fotografías. Se fue a la ducha. Quizás el agua podía limpiarle y expiarle de la culpa. Después, se acostaría junto al cuerpo desnudo de Silvia, entrelazando los pies a los suyos como un ancla en puerto seguro.
A la mañana siguiente la alarma del móvil sonó puntual y ella, aún adormecida, encendió la cafetera y fue al aseo.
-Cariño, ¿qué diablos hiciste anoche? -La voz sorprendida de Silvia hizo que él se levantara de un salto.
-¿Yo, por que lo dices?
-La bañera está llena de arena, ¿estuviste haciendo la croqueta en la playa a las tantas de la madrugada?.
-Si, algo así, lo siento. Tómate el café que ahora mismo la limpio para que puedas ducharte tranquila.
La arena era anaranjada como polvo de azafrán y al entrar en contacto con el agua se diluía en imágenes, como si decenas de fotogramas pasaran por la superficie resbaladiza hasta ser engullidas por el desagüe.
Pablo creyó estar alucinando; le pareció verse de pequeño, persiguiendo una pelota que acababa de rodar tubería abajo. Entonces, abrió más el grifo y arrastró todos los restos con la mano.
Silvia se acababa de marchar y el perfume del jabón aún inundaba el pequeño apartamento. Él, como todos los días, se plantó frente al ordenador para ver si había surgido alguna nueva oferta de trabajo. No había mensajes en la bandeja de entrada. Encendió un cigarro y la imagen de las chicas de anoche le produjo una erección incipiente. Eran dos pelirrojas de cabello ondulado y piel virginalmente blanca dándose placer sobre hierba fresca y húmeda. Buscó la página en el historial y, tras dudarlo un segundo, hizo clic en el enlace. La página que busca no existe, apareció rotundamente en la pantalla. Lo intentó dos veces más con idéntico resultado.
Pablo, desconcertado, dio un largo trago al café y un intenso dolor en el bajo vientre le hizo replegarse sobre la silla. Apoyándose en las paredes logró alcanzar el cuarto de baño hasta abrazar el lavabo con las manos y contemplar su rostro en el espejo. Ahí estaba él, con las dos manchas violáceas que subrayaban sus ojos desde hacía meses por la falta de sueño, con los labios apretados y resecos bajo la barba descuidada. Tenía un aspecto aún más enfermizo de lo normal. De nuevo sintió una punzada junto con las ganas de orinar. Levantó ambas tapas del inodoro y sintió un gran alivio al miccionar, como si todo el dolor se vertiera sobre la taza. El sonido de la orina empezó a resultarle extraño y solo entonces echó un vistazo hacia abajo. Arena, estaba echando arena color alazán que al caer sobre la superficie mojada se unía para formar una fotografía desgastada y mal revelada. Adivinó de qué imagen se trataba, el momento en el que conoció a Silvia en la estación de esquí de Gourette. Contempló unos segundos su cuerpo voluptuoso, incluso bajo el mono, y los hoyuelos a cada lado de la sonrisa que siempre se le hacían cuando estaba alegre. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces?, ¿diez años?, ¿cuándo vio esa expresión en su cara por última vez?.
Como un acto instintivo tiró de la cadena haciendo una espiral de color casi hipnótica. Silvia, dando vueltas con sus esquís había desaparecido por una catarata cuyo destino desconocía, quizás hacia el pirineo, ésta vez sin él que con las piernas separadas limpiaba lo que quedaba de tierra con el papel.
El resto de la mañana lo pasó tumbado sobre la cama, esperando la hora de regreso habitual de ella. Al ver que no venía a comer, decidió llamarla.
De alguna manera el comprobar que el número no existía no le terminó de sorprender. Sentía que su vida junto a ella había sido una invención, momentos no aprovechados que al no atraparlos como Silvia se merecía habían cambiado de rumbo. Puede que años atrás, en la nieve, en vez de conocerlo a él, su encuentro fortuito se hubiera producido con un anestesista de nombre exótico, y ahora estarían de viaje por Malasia en una autocaravana.
Volvió al ordenador, la página moonmedusas.com seguía sin existir. Se quedó mirando el nombre pensando que por algún extraño motivo esas dos medusas de pelo serpentino le estaban convirtiendo en piedra desde dentro hacia fuera, haciéndole expulsar poco a poco su vida en forma de sal. Recordó la canción con la que las caricias de ambas hacían un baile erótico irresistible, Bird on the wire de Leonard Cohen. La buscó en youtube con la letra subtitulada al español. “Como un niño aún no nacido, como una bestia con su cuerno he destrozado a todo el que se acercó a mí”. De alguna forma se sentía así; como si hubiera apagado las esperanzas de todos los seres queridos que habían formado parte de su vida.
El calor incesante de la tarde se hacía pegajoso sobre la piel que poco a poco se le estaba volviendo grisácea. Volvió a orinar y ésta vez la tierra caleidoscópica plasmó un día en el colegio en el que se burlaron de él. Acababan de descubrir que en las páginas finales de la libreta de matemáticas había poemas de amor dedicados a Ángela, la niña delgaducha cuyos mechones de pelo siempre cubrían el azul de sus ojos, despeinada y salvaje como un gato callejero.
No se atrevió a darle al botón de la cisterna, bloqueado por el recuerdo de las carcajadas y el portazo de la niña tras salir corriendo, pero a los pocos segundos todo se deshizo con un remolino surgido desde el océano de la alcantarilla.
Ésta vez se acercó al ordenador para pedir cita con el médico. No había hueco hasta dentro de tres días así que cogió las llaves de casa y se dirigió a urgencias del hospital.
Al entrar en el box, la doctora le recibió con una sonrisa. Llevaba el pelo recogido en un moño medio deshecho que dejaba ver un pequeño tatuaje en el cuello, tres puntos suspensivos entre paréntesis. La media erección le volvió a inundar inesperadamente pero ni bajo esas circunstancias notaba rubor en las mejillas.
-¿Qué le ocurre señor Jara?
-Desde anoche siento dolores púbicos y en vez de orinar líquido expulso una especie de arena fina coloreada.- De las visiones fotográficas y de la extraña ausencia de Silvia tras hacerla desaparecer por el retrete no dijo ni media palabra por miedo a acabar ingresado en la planta de psiquiatría.
-¿Ha tenido algún síntoma más?, ¿fiebre alta con alucinaciones?, ¿náuseas?, ¿falta de libido?
Esa última pregunta le excitó aún más y fantaseó con hacerle ver a la doctora que ese no era precisamente el problema.-Nada más- dijo sin embargo.
La doctora le indicó que abriera la boca y poniéndose de pie se acercó a él con un depresor de madera para inspeccionarle. Un leve gemido salió de él y después palabras que no pasaban por su mente sino que nacían desde algún lugar de sus vísceras.
-Desiertos y arenas movedizas te ofrezco, ya no me quedan líquidos para calmar la sed de nadie.- Al terminar la última sílaba comenzó a toser expectorantemente, vomitando polvo de almagre y perdiendo la conciencia.
Despertó en una cama de hospital con una vía cogida en el dorso de la mano. Había tenido un extraño sueño en el que una enorme mujer montaña, con un pezón en cada risco, amamantaba a decenas de lobos. Él era uno de ellos, intentando saciarse primero a sorbos y luego a mordiscos, masticando piedras con odio y desesperación.
La puerta de la habitación se abrió y apareció una de las chicas de la página web inexistente vestida de enfermera. Le pareció aún más provocativa a éste lado de la pantalla, con ropa cubriendo sus sensuales proporciones, con el cinturón de la bata enmarcando el arco de una cintura curvada como media luna. Al acercarse para cambiar la bolsa de suero, Pablo pudo ver de nuevo el mismo tatuaje, ésta vez sobre la fina capa de piel que cubría la clavícula de la pelirroja. Ella olía a mar y él se deshacía por nadarla pero fue incapaz de mover un solo músculo, apenas un pequeño gesto involuntario al notar la aguja de una jeringuilla en el antebrazo. Después la chica volvió a marcharse, silenciosa y fantasmal, con una bolsita de solución llena de alguna sustancia brillante.
Entonces fue cuando se dio cuenta, a través de la vía no le entraba líquido alguno sino que le era succionado, gota a gota, para llenar el vacío de un globo desinflado sujeto a la barra de acero. Intentó incorporarse pero una niebla blanca cegó su voluntad haciéndole caer de nuevo en el sueño.
Un castillo de arena deshecho por una ola, así se sentía. Su mundo desmoronándose con el agua desconocida que le arrastraba hacia las profundidades. Mujeres pelirrojas que le secaban la piel como los rayos de sol a las plantas sedientas. Fotografías de los momentos vividos despegándose de su calendario, desligándose de su presencia para volar lejos hacia otros rumbos más afortunados. Él se dejaba llevar, en el horizonte se vislumbraban tres pequeñas islas entre las montañas de la vida y la muerte (...)
A la mañana siguiente, tan sólo quedaba tierra en las sábanas y en el suelo de la habitación, no había ni rastro de Pablo y la aguja del gotero pendía balanceándose sin nada a lo que asirse. Las dos chicas de moonmedusas.com entraron para barrer cada ínfimo grano, llevando cuidadosamente los restos hacia un enorme reloj de arena que había en el jardín del hospital.