CV4 - Lugares comunes tejen complicidad - Indigeitor
Publicado: 04 Jul 2016 08:40
LUGARES COMUNES TEJEN COMPLICIDAD (La Prueba).
SI me parase a pensar, no podría evitar echar la mirada atrás hasta el punto de no retorno que me ha traído hasta el momento presente. Fue una entrevista de trabajo. O, más bien, la prueba que me hicieron para saber si era apto para el cargo que actualmente desempeño. Supongo que, filosóficamente, dicho punto estaría localizado mucho antes, incluso muchísimo antes, sin embargo, cada vez que me planteo esta pregunta, mi mente me lleva hasta este mismo lugar. Hará seis años ya de aquel día y lo que sucedió fue lo siguiente.
Estaba sentado en una siniestra sala de espera. Se trataba de un recibidor descomunal y diáfano, situado en la planta veintitrés de un lujoso rascacielos. Detrás de mí, a mano izquierda, estaba la puerta del ascensor que me había llevado hasta allí. Justo en frente tenía una puerta de doble hoja lacada en un brillante color negro. Estaba cerrada. Yo ocupaba la única silla de la habitación, a parte del sillón giratorio que usaba la persona que me había dicho que esperase sentado: una mujer de mediana edad, elegante y discretamente vestida, y con un gesto en la mirada que denotaba un total desprecio hacia mí. Sin embargo mostraba una sonrisa tan cautivadora que casi conseguía eclipsar por completo sus acerados ojos. Ella estaba tras un escritorio de madera oscura, concentrada en la pantalla del ordenador que tenía delante. A su espalda, toda la pared era un único ventanal que daba a la gran ciudad. El ardiente sol de verano se estaba poniendo. A pesar de que la sala estaba climatizada, al mirar fuera, aún podía notar el asfixiante calor del exterior. La noche comenzaba a engullir la luz lentamente, sin que ninguna de las dos apenas se percatara.
Por mi parte, a mi espalda, cargaba con cada uno de los pasos que había tenido que dar para llegar hasta donde me encontraba. Con la mejor de las intenciones, tiempo atrás me había adentrado en una feroz competición, y por nada del mundo me iba a echar atrás. Había conseguido llegar casi hasta la meta, dejando tras de mí a los que, en otro tiempo, habían sido compañeros. Mi determinación era mayor que la suya, y mis objetivos eran más justos, más elevados. Porque yo quería un mundo mejor para mis hijos, por eso me metí en política, el único lugar donde realmente pueden cambiarse las cosas. Y ésa era mi intención, adentrarme en las altas, profundas y ocultas esferas del juego, para, una vez allí, cambiar las reglas desde dentro.
Cuando una de las hojas de la puerta brillante y negra se abrió, me levanté en gesto solemne. De ella salió el máximo representante del partido en el que yo militaba. Se dirigió a mí con una amplia sonrisa y con su mano derecha por delante. La estreché devolviendo el saludo y añadiendo una leve inclinación de cabeza. Tras intercambiar unas palabras huecas, me guió hasta la puerta de doble hoja. Cuando llegamos abrió la que había dejado cerrada al entrar, por lo que ahora el acceso estaba abierto de par en par. Me invitó a pasar como si yo fuera el invitado más exclusivo. Me sentí importante. Decidí afianzar mi lugar evitando mostrar gesto alguno de gratitud.
Crucé el umbral y me adentré en una sala habitada por la penumbra. Entonces, inesperadamente, escuché el sonido de la puerta cerrándose detrás de mí. El máximo representante del partido se había quedado en el otro lado. Me vi rodeado de una casi completa oscuridad. No entendía lo que pasaba, por lo que me reí en respuesta al repentino pánico que sentí. Dije algo en voz alta, no recuerdo qué, y, después, esperé. Traté de no ponerme nervioso, me repetí incesantemente que debía tener paciencia y mantener la calma. Después de un rato que se me hizo largísimo se encendieron, tras titilar bruscamente, una pareja de pantallas de cuatro fluorescentes. Bajo ellas había una mesa metálica con una silla a cada lado. Y, sobre la mesa, una pantalla de ordenador que no estaba conectada a nada. En la pared opuesta a la puerta por la que yo había entrado había otra de idénticas características. Casi de inmediato me pregunté si habría otra sala igual a ésta tras esa segunda puerta. Y si quizá habría una tercera, incluso una cuarta. Mientras deambulaba por estas indagaciones, decidí sentarme en frente de la pantalla apagada y esperar.
Cuando una de las hojas de la segunda puerta brillante y negra se abrió, me levanté en gesto solemne, tal y como había hecho la primera vez. De ella salió un rostro que me era muy conocido. De hecho era alguien con gran poder, que todo el mundo conoce. No se trata de una persona que forme parte de ningún partido político, pero sí está muy relacionada con estos. Sin moverme del sitio, tratando de no mostrar la intimidación que sentía, adelanté mi mano derecha para saludarle como a un igual. Me ignoró completamente. Realmente actuaba como si estuviera solo en la sala. Nunca me he sentido tan invisible como en aquella ocasión. Se acercó tranquilamente a la silla que estaba en frente de mí, la separó de la mesa pausadamente, como si poseyera todo el tiempo del mundo, se sentó, se cruzó de piernas con una elegancia sublime, y esperó. Por un momento no supe muy bien cómo actuar, pero finalmente decidí imitar sus gestos, tratando de mantener una simetría perfecta. Aguardamos en silencio. Después la pantalla se encendió, lo que hizo que mi corazón diese un vuelco, pues no me esperaba que un aparato que no estuviera conectado a nada se encendiera de repente. En ese momento la persona que tenía delante me miró a los ojos y se dirigió a mí haciéndome una pregunta. Sentí como si su mirada fuera una lanza de punta candente, que podía atravesar mi carne con suma facilidad.
—¿Crees en la confianza? —me preguntó como si ya conociera la respuesta.
—No —contesté sin titubear.
—Sin embargo, para que puedas seguir adelante, yo deberé confiar en ti. Lo entiendes, ¿verdad?
—Sí.
—Así que, como tú y yo sabemos que la confianza es una ilusión, debemos convenir apoyarnos en algo lo suficientemente sólido como para que yo pueda dormir tranquilo por las noches. ¿Estás de acuerdo?
—Sí.
—¿Sabes lo que es la complicidad?
—Sí.
—Perfecto. Pero, por si acaso, pongamos en común mi concepto y el tuyo. Según dice textualmente el diccionario, complicidad es la «actitud con que se muestra que existe conocimiento por parte de dos o más personas de algo que es secreto u oculto para los demás». ¿Estás de acuerdo?
—Sí.
—Bien. Por esto, para que yo pueda confiar en ti, debemos convertirnos en cómplices de alguna forma, compartir un secreto. No te sorprenderá saber que tú no tienes secretos para mí. Lo hemos investigado todo sobre ti. Pero esto ya lo sabrás. Así que lo que voy a hacer es compartir contigo un secreto mío. Es algo que me encanta hacer, y no tengo la oportunidad de hacerlo todo lo que me gustaría. Hay algo profundamente liberador en compartir un secreto con un extraño, pero ésa no es la emoción que más me atrae. Lo que realmente me apasiona es ver la reacción del extraño en cuestión. En este caso, tú. Te contaré lo que va a pasar a continuación. A través de esa pantalla vas a visionar una serie de imágenes, en algunas salgo yo y en otras no. Tú verás los vídeos y yo veré cómo reaccionas ante ellos. Si en cualquier momento percibo el mínimo atisbo de rechazo por tu parte, esto se habrá acabado para ti. ¿Lo entiendes?
—Eh… —Titubeé un instante. Acto seguido me centré y asentí—. Sí.
—¡Genial! —gritó mientras se le dibujaba una sonrisa escalofriante—. Antes de nada, debes saber que yo soy muy bueno captando las mentiras de la gente. Si finges, lo sabré. Si tratas de mostrar agrado cuando en realidad estás sintiendo repulsión, lo veré. Lo mismo si intentas simular placer, satisfacción o curiosidad, para ocultar asco, nauseas o cualquier tipo de juicio que desencadene una reacción física negativa. En realidad es sencillo. No te diré que no juzgues, eso es lo que dicen todos los puritanos: «No juzguéis y no seréis juzgados». ¡Chorradas! Todo el mundo juzga todo el tiempo. Lo que importa es cómo lo haces. Y lo que te digo es que abras tu mente lo suficiente como para juzgar lo que vas a ver como algo positivo, placentero, satisfactorio, agradable. Si le concedes el beneficio de la duda a esa curiosidad innata que te concedió Dios, verás hasta dónde eres capaz de llegar. Y si lo que quieres es continuar el camino que hace tiempo empezaste, deberás ser capaz de desplegar dicha curiosidad. Yo lo hice en su día. De hecho, todos aquellos que conoces que han llegado a algo, también lo hicieron en su momento. Y, como todos nosotros, tú también puedes hacerlo. Si no lo haces, yo lo veré, y, si lo veo, todo terminará en ese preciso momento. ¿Lo has entendido?
—Sí.
—¡De puta madre! —Exclamó con gran alegría, sorprendiéndome—. Entonces, ¿empezamos?
—Sí.
Entonces fijó su mirada en una esquina del techo que estaba detrás de mí y luego asintió. A continuación clavó sus ojos en mi rostro, analizando cada detalle de mis gestos. La pantalla, tal y como había sido advertido, me mostró unos vídeos que no describiré. En ellos vi a mucha gente que ya conocía, y que es conocida por muchos. De inmediato fui consciente de lo que supondría saber lo que ahora sabía y no pasar la prueba. Vi la muerte de mi mujer y mis hijos, incluso la de toda mi familia y amigos, y esto sin duda sucedería si no conseguía abrir mi mente lo suficiente como para no mostrar rechazo ante lo que veía. Casi pude sentir el cañón de una pistola presionando mi sien. Tenía que aparentar aceptación. No, no podía aparentarla, debía sentirla. Aún así no era suficiente con la aceptación, debía sentir placer con lo que veía. Ante esta idea sentí nauseas. Tuve la suerte, y la desgracia, de que mi instinto de supervivencia, que se extendió hasta la vida de mi mujer y mis hijos, se impusiese a todo lo demás. Y he de admitir que, una vez cruzada la línea, una vez sentida la satisfacción en una situación en la que habías venido sintiendo repulsión, tu percepción se pone boca abajo y todo deja de tener sentido. El mundo se vuelve absurdo, kafkiano. A pesar de todo, fue cuando más cerca he estado de captar la verdadera naturaleza humana, de ver la verdad. Creo que es lo más cerca que puedo estar de alcanzar aquello que algunos llaman iluminación. O, lo que yo llamo, ser Dios.
SI me parase a pensar, no podría evitar echar la mirada atrás hasta el punto de no retorno que me ha traído hasta el momento presente. Fue una entrevista de trabajo. O, más bien, la prueba que me hicieron para saber si era apto para el cargo que actualmente desempeño. Supongo que, filosóficamente, dicho punto estaría localizado mucho antes, incluso muchísimo antes, sin embargo, cada vez que me planteo esta pregunta, mi mente me lleva hasta este mismo lugar. Hará seis años ya de aquel día y lo que sucedió fue lo siguiente.
Estaba sentado en una siniestra sala de espera. Se trataba de un recibidor descomunal y diáfano, situado en la planta veintitrés de un lujoso rascacielos. Detrás de mí, a mano izquierda, estaba la puerta del ascensor que me había llevado hasta allí. Justo en frente tenía una puerta de doble hoja lacada en un brillante color negro. Estaba cerrada. Yo ocupaba la única silla de la habitación, a parte del sillón giratorio que usaba la persona que me había dicho que esperase sentado: una mujer de mediana edad, elegante y discretamente vestida, y con un gesto en la mirada que denotaba un total desprecio hacia mí. Sin embargo mostraba una sonrisa tan cautivadora que casi conseguía eclipsar por completo sus acerados ojos. Ella estaba tras un escritorio de madera oscura, concentrada en la pantalla del ordenador que tenía delante. A su espalda, toda la pared era un único ventanal que daba a la gran ciudad. El ardiente sol de verano se estaba poniendo. A pesar de que la sala estaba climatizada, al mirar fuera, aún podía notar el asfixiante calor del exterior. La noche comenzaba a engullir la luz lentamente, sin que ninguna de las dos apenas se percatara.
Por mi parte, a mi espalda, cargaba con cada uno de los pasos que había tenido que dar para llegar hasta donde me encontraba. Con la mejor de las intenciones, tiempo atrás me había adentrado en una feroz competición, y por nada del mundo me iba a echar atrás. Había conseguido llegar casi hasta la meta, dejando tras de mí a los que, en otro tiempo, habían sido compañeros. Mi determinación era mayor que la suya, y mis objetivos eran más justos, más elevados. Porque yo quería un mundo mejor para mis hijos, por eso me metí en política, el único lugar donde realmente pueden cambiarse las cosas. Y ésa era mi intención, adentrarme en las altas, profundas y ocultas esferas del juego, para, una vez allí, cambiar las reglas desde dentro.
Cuando una de las hojas de la puerta brillante y negra se abrió, me levanté en gesto solemne. De ella salió el máximo representante del partido en el que yo militaba. Se dirigió a mí con una amplia sonrisa y con su mano derecha por delante. La estreché devolviendo el saludo y añadiendo una leve inclinación de cabeza. Tras intercambiar unas palabras huecas, me guió hasta la puerta de doble hoja. Cuando llegamos abrió la que había dejado cerrada al entrar, por lo que ahora el acceso estaba abierto de par en par. Me invitó a pasar como si yo fuera el invitado más exclusivo. Me sentí importante. Decidí afianzar mi lugar evitando mostrar gesto alguno de gratitud.
Crucé el umbral y me adentré en una sala habitada por la penumbra. Entonces, inesperadamente, escuché el sonido de la puerta cerrándose detrás de mí. El máximo representante del partido se había quedado en el otro lado. Me vi rodeado de una casi completa oscuridad. No entendía lo que pasaba, por lo que me reí en respuesta al repentino pánico que sentí. Dije algo en voz alta, no recuerdo qué, y, después, esperé. Traté de no ponerme nervioso, me repetí incesantemente que debía tener paciencia y mantener la calma. Después de un rato que se me hizo largísimo se encendieron, tras titilar bruscamente, una pareja de pantallas de cuatro fluorescentes. Bajo ellas había una mesa metálica con una silla a cada lado. Y, sobre la mesa, una pantalla de ordenador que no estaba conectada a nada. En la pared opuesta a la puerta por la que yo había entrado había otra de idénticas características. Casi de inmediato me pregunté si habría otra sala igual a ésta tras esa segunda puerta. Y si quizá habría una tercera, incluso una cuarta. Mientras deambulaba por estas indagaciones, decidí sentarme en frente de la pantalla apagada y esperar.
Cuando una de las hojas de la segunda puerta brillante y negra se abrió, me levanté en gesto solemne, tal y como había hecho la primera vez. De ella salió un rostro que me era muy conocido. De hecho era alguien con gran poder, que todo el mundo conoce. No se trata de una persona que forme parte de ningún partido político, pero sí está muy relacionada con estos. Sin moverme del sitio, tratando de no mostrar la intimidación que sentía, adelanté mi mano derecha para saludarle como a un igual. Me ignoró completamente. Realmente actuaba como si estuviera solo en la sala. Nunca me he sentido tan invisible como en aquella ocasión. Se acercó tranquilamente a la silla que estaba en frente de mí, la separó de la mesa pausadamente, como si poseyera todo el tiempo del mundo, se sentó, se cruzó de piernas con una elegancia sublime, y esperó. Por un momento no supe muy bien cómo actuar, pero finalmente decidí imitar sus gestos, tratando de mantener una simetría perfecta. Aguardamos en silencio. Después la pantalla se encendió, lo que hizo que mi corazón diese un vuelco, pues no me esperaba que un aparato que no estuviera conectado a nada se encendiera de repente. En ese momento la persona que tenía delante me miró a los ojos y se dirigió a mí haciéndome una pregunta. Sentí como si su mirada fuera una lanza de punta candente, que podía atravesar mi carne con suma facilidad.
—¿Crees en la confianza? —me preguntó como si ya conociera la respuesta.
—No —contesté sin titubear.
—Sin embargo, para que puedas seguir adelante, yo deberé confiar en ti. Lo entiendes, ¿verdad?
—Sí.
—Así que, como tú y yo sabemos que la confianza es una ilusión, debemos convenir apoyarnos en algo lo suficientemente sólido como para que yo pueda dormir tranquilo por las noches. ¿Estás de acuerdo?
—Sí.
—¿Sabes lo que es la complicidad?
—Sí.
—Perfecto. Pero, por si acaso, pongamos en común mi concepto y el tuyo. Según dice textualmente el diccionario, complicidad es la «actitud con que se muestra que existe conocimiento por parte de dos o más personas de algo que es secreto u oculto para los demás». ¿Estás de acuerdo?
—Sí.
—Bien. Por esto, para que yo pueda confiar en ti, debemos convertirnos en cómplices de alguna forma, compartir un secreto. No te sorprenderá saber que tú no tienes secretos para mí. Lo hemos investigado todo sobre ti. Pero esto ya lo sabrás. Así que lo que voy a hacer es compartir contigo un secreto mío. Es algo que me encanta hacer, y no tengo la oportunidad de hacerlo todo lo que me gustaría. Hay algo profundamente liberador en compartir un secreto con un extraño, pero ésa no es la emoción que más me atrae. Lo que realmente me apasiona es ver la reacción del extraño en cuestión. En este caso, tú. Te contaré lo que va a pasar a continuación. A través de esa pantalla vas a visionar una serie de imágenes, en algunas salgo yo y en otras no. Tú verás los vídeos y yo veré cómo reaccionas ante ellos. Si en cualquier momento percibo el mínimo atisbo de rechazo por tu parte, esto se habrá acabado para ti. ¿Lo entiendes?
—Eh… —Titubeé un instante. Acto seguido me centré y asentí—. Sí.
—¡Genial! —gritó mientras se le dibujaba una sonrisa escalofriante—. Antes de nada, debes saber que yo soy muy bueno captando las mentiras de la gente. Si finges, lo sabré. Si tratas de mostrar agrado cuando en realidad estás sintiendo repulsión, lo veré. Lo mismo si intentas simular placer, satisfacción o curiosidad, para ocultar asco, nauseas o cualquier tipo de juicio que desencadene una reacción física negativa. En realidad es sencillo. No te diré que no juzgues, eso es lo que dicen todos los puritanos: «No juzguéis y no seréis juzgados». ¡Chorradas! Todo el mundo juzga todo el tiempo. Lo que importa es cómo lo haces. Y lo que te digo es que abras tu mente lo suficiente como para juzgar lo que vas a ver como algo positivo, placentero, satisfactorio, agradable. Si le concedes el beneficio de la duda a esa curiosidad innata que te concedió Dios, verás hasta dónde eres capaz de llegar. Y si lo que quieres es continuar el camino que hace tiempo empezaste, deberás ser capaz de desplegar dicha curiosidad. Yo lo hice en su día. De hecho, todos aquellos que conoces que han llegado a algo, también lo hicieron en su momento. Y, como todos nosotros, tú también puedes hacerlo. Si no lo haces, yo lo veré, y, si lo veo, todo terminará en ese preciso momento. ¿Lo has entendido?
—Sí.
—¡De puta madre! —Exclamó con gran alegría, sorprendiéndome—. Entonces, ¿empezamos?
—Sí.
Entonces fijó su mirada en una esquina del techo que estaba detrás de mí y luego asintió. A continuación clavó sus ojos en mi rostro, analizando cada detalle de mis gestos. La pantalla, tal y como había sido advertido, me mostró unos vídeos que no describiré. En ellos vi a mucha gente que ya conocía, y que es conocida por muchos. De inmediato fui consciente de lo que supondría saber lo que ahora sabía y no pasar la prueba. Vi la muerte de mi mujer y mis hijos, incluso la de toda mi familia y amigos, y esto sin duda sucedería si no conseguía abrir mi mente lo suficiente como para no mostrar rechazo ante lo que veía. Casi pude sentir el cañón de una pistola presionando mi sien. Tenía que aparentar aceptación. No, no podía aparentarla, debía sentirla. Aún así no era suficiente con la aceptación, debía sentir placer con lo que veía. Ante esta idea sentí nauseas. Tuve la suerte, y la desgracia, de que mi instinto de supervivencia, que se extendió hasta la vida de mi mujer y mis hijos, se impusiese a todo lo demás. Y he de admitir que, una vez cruzada la línea, una vez sentida la satisfacción en una situación en la que habías venido sintiendo repulsión, tu percepción se pone boca abajo y todo deja de tener sentido. El mundo se vuelve absurdo, kafkiano. A pesar de todo, fue cuando más cerca he estado de captar la verdadera naturaleza humana, de ver la verdad. Creo que es lo más cerca que puedo estar de alcanzar aquello que algunos llaman iluminación. O, lo que yo llamo, ser Dios.