CF 2 - Rancojo y el castillo del no retorno - Zilum
Publicado: 15 Oct 2016 20:11
«…no quería ser ya el más grande, el más fuerte o el más inteligente. Todo eso lo había superado. Deseaba ser querido como era, bueno o malo, hermoso o feo, listo o tonto, con todos sus defectos... O precisamente por ellos.» // Michael Ende, «La historia interminable» (1979).
RANCOJO Y EL CASTILLO DEL NO RETORNO
El cielo amenazaba tormenta en aquel mediodía otoñal en la plaza central de Coredo. Como todos los sábados desde hacía tres meses, se estaba celebrando una convocatoria que se presagiaba sin voluntarios pese a que la recompensa a la que aspirarían no podía ser más tentadora: erigirse como rey de Torwen. Sin embargo, el hecho de que el último y más ambicioso de los intentos por liberar el castillo de Torwen hubiera fracasado amedrentaba al más valiente. Del ejército formado por doscientos setenta soldados, comandado por el general Ludo Capister, no se volvió a tener noticias, simplemente desapareció.
El castillo de Torwen custodiaba el paso a través del estrecho de Salos, única vía por tierra hacia los yacimientos del norte, ricos en obsilita. Este mineral mágico era la clave de la prosperidad que rebosaba el impero de Coredo, una prosperidad que peligraba desde hacía dos años y medio a causa de una maldición, un hechizo o quién sabe. La única certeza era que todo el que se adentraba en aquel castillo jamás regresaba.
Aquella mañana Ranco el ebanista, renombrado despectivamente como Rancojo para burlarse así de su pierna izquierda, más corta que la derecha, caminó con su particular balanceo hacia la plaza central. El espigado cuarentón de rostro también desproporcionado, con una ceja que ocultaba su ojo derecho y nariz aguileña que se desviaba hacia el mismo lado, había dejado sus labores de carpintería tras un impulso que no luchó por atajar. Ignorando mofas e insultos, se plantó en medio de la plaza con la mirada clavada en el consejero real, que pregonaba la concesión del señorío del castillo de Torwen y sus tierras para aquel que lograse liberarlo. Tras rematar la proclama, sonaron las trompetas que dieron paso a un silencio que por primera vez en tres meses se quebró.
—Iré yo —anunció Ranco con apatía.
Las carcajadas de la muchedumbre resonaron casi por encima de las protocolarias trompetas. Ranco subió a la tarima de madera y, para cuando se volvió, la afluencia de gente casi se había duplicado, en su mayoría luciendo aquella maliciosa sonrisa que al ebanista le resultaba tan familiar. Sin embargo, por mucho que se burlaran nadie le podría negar aquel derecho, si bien tampoco habría persona alguna que le implorase que no se aventurara en aquel reto imposible. Y es que Coredo no era el mejor lugar para la gente como Ranco. Los que nacían con deformidades o deficiencias eran sacrificados y a los que habían superado la criba se les marginaba y vilipendiaba. Pese a ello, no todo eran malas personas en Coredo. Por supuesto los había que sentían lástima por aquellos repudiados, no obstante, las buenas gentes no podían arriesgarse a entablar amistad con esos seres malditos por los dioses. Su reputación estaba en juego. Tan solo los niños parecieron mostrar disgusto al comprender que Rancojo se marcharía para siempre, pues con ello se quedarían sin sus apreciadas figuritas de guerreros de madera que tallaba con maestría.
—¡Hágase el silencio! —Una mujer subió a la tarima, saludando con una reverencia al consejero real y al propio Ranco. Era una joven rubicunda que lucía un elegante jubón de terciopelo—. Me complace anunciarles la presencia del futuro rey de Torwen. ¡Cazador de las Arpías de Sulán, el guerrero que derrotó a los tres Magos Rojos, el capitán que lideró al escuadrón de Torsiana en la batalla de Aostra y el asesino del Dragón de Tásloc! —Las miradas, ahora de admiración y esperanza, se habían desviado hacia la joven que, con su armónica entonación, presentó—. ¡Sir Germano «Sangre de Dragón»!
A lomos de un poderoso corcel avanzó el caballero, con el sol reverberando en su coraza plateada, casi cegando a los presentes que lo contemplaban como si fuese un enviado de los dioses. Así fue como sir Germano, el que en su día se bañó en la sangre del Dragón de Tásloc, acabó a la vera de Rancojo, sumándose al desafío que los aguardaba en el interior del castillo de Torwen, el castillo del no retorno. El caballero, que a pesar de sus numerosas hazañas apenas superaba la cuarentena, estrechó la curtida mano del ebanista como si se tratase de un igual.
Despuntaba el día cuando partieron rumbo al castillo, con la pequeña expedición compuesta por sir Germano a lomos de una yegua parda, protegido por su impecable armadura de acero y el mandoble «Hielo Abrasador» a la espalda, y Ranco a pie, con ropas raídas y su cuchillo preferido, con el que tallaba la madera, a la cintura. Las doncellas despidieron a Sangre de Dragón con especial fervor, mientras que Rancojo agradeció para sus adentros ser invisible en su adiós. Miró hacia atrás y entonces se percató de que no dejaba nada más que su taller. Hacía un mes que había fallecido la única persona que le importaba, la pequeña Sele, abandonada siendo un bebé a orillas de un río. Ranco la rescató y la cuidó durante siete años hasta que una enfermedad segó lo que sus padres no se atrevieron a consumar. Aunque Sele nunca había logrado articular más que balbuceos, para el ebanista su sonrisa era lo más hermoso que jamás había contemplado.
Pero cuando parecía que Ranco se marcharía oculto bajo la alargada sombra de Sangre de Dragón, uno de los campesinos inició las burlas que muchos siguieron. Sin embargo, por una vez un cómplice le tendió una mano capaz de acallar las mofas de los pusilánimes. El ebanista, sorprendido, dudó si el guerrero la retiraría en el último momento, no obstante, accedió y sir Germano compartió su montura.
—Me resulta indignante que se juzgue a las personas por su aspecto —comentó. Ranco se mantuvo en silencio—. Si no es indiscreción, ¿quién evitó tu muerte?
—Mi abuela engañó a mis padres —respondió en un apocado murmullo—. Les dijo que ella se encargaría de sacrificarme.
—Veo que mintió y que has sobrevivido, pero también he observado el desprecio con el que tu pueblo se ha dirigido a ti a pesar de que vas a arriesgar la vida por liberar el paso a través del estrecho de Salos. ¿De verdad te merece la pena?
—Si lo consigo, esos infelices vivirán frustrados el resto de sus vidas sabiendo que Rancojo les salvó el culo.
Sir Germano soltó una sonora risotada mientras que el ebanista, contagiado, rió soplando por la nariz sin que su semblante se inmutara.
Apenas se detuvieron a lo largo del viaje a través de un camino invadido por la floresta. Recorrieron lugares que Ranco jamás había visitado, como el valle de Briganta, el puente sobre el caudaloso río Ela y, durante la mayor parte del trayecto, el Bosque Azul, poblado por los árboles tenures, cuyo follaje pigmentado daba nombre a este paraje donde las nubes nunca se imponían ante aquel cielo eterno que, incluso en la actual estación otoñal, tan solo los relámpagos conseguían teñir de celeste.
Al anochecer acamparon en las proximidades del castillo del no retorno y sir Germano prendió una hoguera. El guerrero insistió en que lo más idóneo sería asaltar el castillo aquella misma madrugada, ante lo que el ebanista accedió con indiferencia. Así pues, puso a asar un par de piezas de conejo que llevaba en las alforjas de la yegua, Camila, mientras Ranco daba forma a un pequeño trozo de madera.
—¿No tienes más armas que ese cuchillo? —preguntó el guerrero con incredulidad—. Te cederé una daga, si me lo permites.
—Con esto me basta —rechazó sin apartar la mirada de su creación.
—Es evidente que eres un hombre parco en palabras. —El ebanista alzó su ceja izquierda—. A pesar de ello, quisiera pedirte un favor. Verás, tengo mis manías, rituales, supersticiones… llámalo como quieras. Antes de una batalla o de afrontar un cometido peligroso acostumbro a compartir un secreto, algo que nunca haya contado a nadie. —Ahora arqueó la ceja—. No me mires así, yo te confío un secreto y tú haces lo mismo conmigo. Es sencillo.
Al carpintero le pareció una idea estúpida, pero asintió con desdén.
—¡Estupendo, pues comenzaré yo! —Ranco se limitó a escuchar sin dejar de tallar—. Sé que me precede la fama de héroe y en verdad he encarado la vida regido por el ideal de ayudar a los más desfavorecidos y, de paso, forjar mi leyenda, pero en esta ocasión hay algo más. ¡Faldas! Concretamente las reales faldas de una princesa. —Esto atrajo la atención del ebanista, pues le agradaban las historias románticas, en especial las que acababan mal. Sir Germano sonrió complacido—. Amo a la princesa de Anlar, Serena, y por fortuna mi amor es correspondido. Todo sería perfecto si no fuera por un pequeño detalle: no poseo ningún título nobiliario. Sí, soy un reconocido héroe, puedo acreditar todas mis hazañas, soy «sir», ¿y qué? Eso no basta para pedir la mano de Serena. El rey de Anlar no aceptaría como marido de su hija a un mercenario hijo de campesinos. En cambio, si consigo liberar el castillo de Torwen pasaré a ser el señor de estas tierras, alguien digno de reclamar su mano.
—Debe ser hermosa —rompió por fin su silencio Ranco.
—La más hermosa, como toda mujer a ojos de su enamorado. Y ese es mi secreto, eres la primera persona a la que se lo confieso. Después de romper la maldición de este castillo me retiraré, no más aventuras temerarias. Mis únicas preocupaciones serán satisfacer a mi amada, criar hijos y mantener el orden en Torwen. —El rostro del guerrero palideció—. Con esto no pretendo subestimarte. Lo lograremos entre los dos y nos repartiremos…
—No me has ofendido —interrumpió con aspereza.
Sir Germano suspiró aliviado y se apresuró a cederle una de las dos piezas de conejo, asada en su punto. El ebanista se percató de que la mirada del guerrero revelaba ansia por escuchar su secreto. Dudando si más que complacerlo lo decepcionaría, se dispuso a contarle su confidencia cuando Sangre de Dragón se le adelantó.
—¿Te has enamorado en alguna ocasión?
Aquella pregunta incomodó a Ranco y sir Germano no tardó en darse cuenta y tratar de disculparse por el descortés atrevimiento, pero el ebanista respondió.
—En una ocasión, pero en mi caso tuve que lidiar con alguien más temible que un rey: un herrero. —En contra de lo que Ranco esperaba, el guerrero no rió—. Se encargó de que su hija no acabase con Rancojo, muy acertado por su parte. Lo peor de todo es que los amores imposibles te acompañan el resto de tu vida. —Sir Germano asintió con complicidad. Ranco bebió un trago de su pellejo de agua dando por concluido su escaso historial amoroso—. ¿Quieres oír mi secreto?
—¡Estoy deseando escucharlo!
—No se me da mal trabajar la madera. En mi tiempo libre tallo figuras de guerreros para los niños y niñas de Coredo y, gracias a eso, me he ganado su aprecio, al menos por un tiempo. Todos los guerreros y guerreras que tallo descansan su pierna izquierda sobre una piedra. —Realizó una breve pausa durante la que se acarició la barbilla—. Pensándolo mejor, si sales airoso de ésta, te agradecería que desvelases mi secreto.
—¿Pero cuál es el secreto?
—Diles a los padres que midan las piernas de las figuras.
Las miradas de los dos hombres se cruzaron y sir Germano abrió los ojos de par en par justo antes de romper a reír a carcajadas. Ranco sonrió, malicioso.
—¡Les has fabricado guerreros «Rancojo»!
Después de cenar, el guerrero propuso turnarse a dormir media hora, lo cual sorprendió al ebanista, perplejidad que aumentó cuando, en apenas unos segundos, escuchó los ronquidos de sir Germano. En ese momento comprendió que aquel hombre en verdad no temía a nada ni a nadie. Tras el breve descanso se prepararon para partir. El guerrero acarició el pescuezo de Camila y se despidió susurrándole instrucciones que la yegua pareció entender. Fue entonces cuando por fin se adentraron en Torwen, recorriendo en silencio sus calles desiertas con las viviendas engullidas por la naturaleza, bajo una bruma que a cada paso se hacía más densa. Los dos hombres, con Sangre de Dragón antorcha en mano, caminaron hasta que un susurro estremeció al ebanista: «Rancojo».
—¿Has oído eso? —preguntó alterado.
—Sí, no sé de dónde ha venido, pero alguien ha pronunciado mi nombre —respondió sir Germano incrementando el desconcierto de Ranco.
—Fue mi… mi nombre lo que escuché —concretó, provocando que el guerrero se detuviera.
—Aquí hay brujería de por medio, Ranco. —Lo miró sin mirarlo, meditabundo, hasta que regresó frente al ebanista—. Vuelve con Camila y espérame allí.
—¡No! —rechazó—. ¡No he llegado hasta aquí para echarme atrás ahora!
La determinación demostrada por Ranco zanjó la cuestión. Sir Germano simplemente asintió y retomaron el camino, de nuevo en silencio. Aquel susurro se repitió, pero en esta ocasión optó por ignorarlo. Las miradas de los dos hombres se cruzaron una vez más cuando descubrieron que el puente levadizo estaba bajado y las puertas del castillo, presidido por dos enormes torreones, abiertas de par en par. El guerrero sacó un pequeño saquito de un bolsillo, lo abrió y esparció unas sales rosadas por sus hombros y por los de Ranco.
—Nos protegerá de la magia… tal vez…
Aquellas palabras no reconfortaron a Ranco, que pese a ello fue el primero en avanzar con su particular balanceo hacia el interior del castillo del no retorno. Nada más cruzar aquel umbral, sintió un drástico descenso de las temperaturas, como si miles de agujas se clavasen por todo su cuerpo. El vaho de su respirar apenas mitigaba el frío en las manos. El patio del castillo estaba vacío hasta donde alcanzaban sus ojos, pues la penumbra se adueñaba de cada esquina. Tras una puerta cerrada los esperaría la sala del trono y hacia allí se dirigieron. Sin embargo, apenas dieron un par de pasos y de nuevo aquella voz dentro de su cabeza.
—Será mejor que nos presentemos. —En esta ocasión retumbó grave y poderosa. Ranco se echó los dedos a las sienes—. No seré descortés. Vosotros primero.
De la oscuridad surgieron puntos rojos que, acercándose lentamente, se descubrieron como ojos llameantes. El ebanista volvió a quedarse sin habla al reconocer los rostros ajados de siete hombres armados con espadas. Cuatro de ellos habían sido soldados de Coredo, mientras que los otros tres eran campesinos. Tenían algo en común: sus semblantes revelaban terror. Eran como las ánimas de las historias que contaba Yada «La Contrabandista» en torno a una hoguera, solo que pronto comprobó que aquellos cuerpos, vivos y muertos a la vez, se movían con destreza y con una furia propia de un depredador. Ranco echó la mano al mango de su cuchillo de tallar y lo blandió instintivamente sin percatarse de lo ridículo e inofensivo que resultaba ante rivales que portaban espadas. Dumon, otrora soldado de no muy grato recuerdo para el ebanista, acometió contra él, ofensiva ante la que Ranco respondió cerrando los ojos y frunciendo el ceño. No fue el acero lo que recibió, sino un golpe en un costado que lo derribó, para a continuación sentir cómo alguien se abalanzaba sobre él. El ebanista forcejeó con el enemigo agarrándole las muñecas, tardando unos segundos en darse cuenta de que estaba luchando contra el cuerpo decapitado de Dumon. Aliviado, lo apartó hacia un lado quitándoselo de encima.
Golpes de espada contra espada reclamaron su atención en el centro de la sala. Apenas pudo vislumbrar sombras, pues la antorcha que asía sir Germano reposaba en el suelo de piedra, pero sí distinguió que una de ellas combatía contra otras seis empuñando a Hielo Abrasador. Sin duda se trataba de Sangre de Dragón, el mismo que le acababa de salvar la vida y que ahora hacía frente con maestría al enemigo de ojos llameantes. El guerrero contrarrestaba la voracidad de sus rivales con una depurada técnica y certeros mandobles, acabando uno a uno con sus oponentes.
—¿Estás bien? —preguntó sir Germano, jadeante.
—La sangre que mancha mis ropas creo que no es mía —respondió Ranco, sintiéndose en aquel momento más un estorbo que un aliado.
El guerrero lo ayudó a levantarse y a continuación recuperó la antorcha. Sin dejar margen para la duda, avanzaron hasta la puerta que conducía a la sala del trono y, antes de que pudieran empujarla, ésta se abrió lentamente sin que hubiese nadie justo al otro lado. La amplia estancia que se les presentó estaba iluminada por las velas de incontables candelabros, todos diferentes. Ranco reparó en los extraños grabados grisáceos del suelo, que parpadeaban en un resplandeciente plateado. Entre los candelabros se abría un pasillo hasta el trono, donde una figura reposaba con las manos apretando los reposabrazos.
—Me ha impresionado tu demostración, sir Germano —retumbó la voz dentro del cráneo del ebanista.
—¡Aún no he terminado, brujo, he venido a matarte! —replicó el guerrero.
—Has demostrado tu valor, pero, ¿es más fuerte que tus miedos? —dijo el brujo entre carcajadas—. Veamos…
El ebanista se giró hacia su compañero, que de pronto tenía problemas para sostener su mandoble e incluso la antorcha, que dejó caer. La punta de la espada golpeó en el suelo y las poderosas piernas de sir Germano comenzaron a temblar. Finalmente, soltó el arma y retrocedió un par de pasos con expresión despavorida.
—¿Qué te ocurre? —inquirió Ranco, con la frente empapada en sudor.
—Mis brazos… he perdido mi fuerza… ¡soy débil! —lamentó Sangre de Dragón, que cayó de rodillas—. ¿Qué me ha hecho ese maldito brujo?
—¡No has perdido los músculos, sir Germano! ¡Sigues siendo el recio guerrero que derrotó a esos siete hombres! —aseguró con vehemencia señalando hacia atrás.
—Soy débil… soy débil… ¿es que no ves mis brazos?
Las carcajadas del brujo rugieron como truenos ante las que Ranco respondió bramando y volviendo la mirada hacia el trono.
—¿Qué le has hecho? ¡Enfréntate a él sin tretas si tienes agallas!
—El que no tiene agallas es él, Rancojo. —Una vez más volvió a nombrarlo empleando su mote. El brujo estaba dentro de su mente—. He expuesto a sir Germano ante sus miedos y es evidente que no es tan valiente como él creía, pero tranquilo, se convertirá en un sumiso servidor libre de toda preocupación.
El ebanista resopló, sujetó el mango del cuchillo con rabia y se encaminó hacia el trono. Apenas había comenzado su avance cuando escuchó todos y cada uno de los insultos que le habían dedicado a lo largo de su vida: rancojo, monstruo, renco, aberración… pero aquello no detuvo su avance; se vio solo en su taller, junto al cuerpo sin vida de la pequeña Sele, no obstante, apretó los dientes y continuó; luego se manifestaron las imágenes de los niños a los que había obsequiado con sus guerreros de madera y cómo el afecto ganado se iba transformando en burla y repulsa, pero siguió adelante; y por último surgió la imagen de su padre aborreciendo el cuerpo deforme de su hijo recién nacido y, tras aquella visión, el ebanista sonrió con su coraje reforzado. Y así fue como Rancojo llegó hasta el trono, deteniéndose frente a un anciano decrépito, sin cabellos, vestido con una holgada túnica y con los labios cosidos. El brujo lo miró con incredulidad.
—¿Cómo es posible? —le preguntó telepáticamente—. ¡El hechizo hizo efecto sobre ti! ¿Acaso eres más fuerte que tus miedos… o tal vez no…? —El semblante del brujo se tornó horrorizado. Ranco alzó el cuchillo de tallar madera—. ¡No has venido aquí a matarme! ¡Has venido a morir! No temes a tus miedos porque ya nada te importa. —El ebanista volvió la vista atrás al escuchar el sonido de multitud de pisadas: cientos de pares de puntos rojos descendían por las escaleras desde la planta superior. Cuando regresó la mirada al brujo, su rostro estaba completamente desfigurado en una mueca de terror—. ¡Yo te ayudaré a vengarte de todos los que…!
El brujo no pudo terminar su oferta, pues el cuchillo de Ranco cortó su garganta y, con ello, los hilos del pánico con los que manejaba a sus títeres, todos ellos presas del conjuro que encerraba el castillo del no retorno. Sin embargo, un par de ojos llameantes se desvanecieron justo en el momento en el que el ebanista era atravesado por la espalda. Sir Germano soltó a Hielo Abrasador sin entender lo que había ocurrido, sostuvo el cuerpo de Ranco y lo tendió en el suelo.
—¿Cómo he podido hacerte esto, amigo mío? —Las lágrimas descendían por las mejillas de Sangre de Dragón mientras se afanaba en taponar la hendidura frontal. El ebanista sonrió débilmente. Nunca nadie lo había llamado amigo, nunca nadie había derramado una lágrima por él—. ¡Necesitamos ayuda! ¡Rápido!
Ranco estrechó la mano de sir Germano.
—Rancojo tiene una última voluntad. —Tuvo que hacer una breve pausa a causa de un ataque de tos. El guerrero lo miraba de tal forma que el ebanista tuvo la certeza de que cumpliría con su petición—. Te atribuirás la liberación del castillo y reinarás con tu princesa. —Sir Germano hizo ademán de rebatir, pero bastó con contemplar los ojos humedecidos de Ranco y su sonrisa para que guardara silencio. En un último esfuerzo, el ebanista deslizó la mano derecha hasta el bolsillo del pantalón y de ahí sacó una pieza de madera que le entregó—. Reina para todos… incluso para los que su único delito haya sido nacer.
La voz de Ranco se apagó para siempre mientras sir Germano observaba la última obra del ebanista, una pequeña yegua. A su espalda se escucharon los murmullos desconcertados de las gentes que habían recuperado su voluntad y que se acercaban al guerrero para agradecerle la proeza que asumiría como suya.
RANCOJO Y EL CASTILLO DEL NO RETORNO
El cielo amenazaba tormenta en aquel mediodía otoñal en la plaza central de Coredo. Como todos los sábados desde hacía tres meses, se estaba celebrando una convocatoria que se presagiaba sin voluntarios pese a que la recompensa a la que aspirarían no podía ser más tentadora: erigirse como rey de Torwen. Sin embargo, el hecho de que el último y más ambicioso de los intentos por liberar el castillo de Torwen hubiera fracasado amedrentaba al más valiente. Del ejército formado por doscientos setenta soldados, comandado por el general Ludo Capister, no se volvió a tener noticias, simplemente desapareció.
El castillo de Torwen custodiaba el paso a través del estrecho de Salos, única vía por tierra hacia los yacimientos del norte, ricos en obsilita. Este mineral mágico era la clave de la prosperidad que rebosaba el impero de Coredo, una prosperidad que peligraba desde hacía dos años y medio a causa de una maldición, un hechizo o quién sabe. La única certeza era que todo el que se adentraba en aquel castillo jamás regresaba.
Aquella mañana Ranco el ebanista, renombrado despectivamente como Rancojo para burlarse así de su pierna izquierda, más corta que la derecha, caminó con su particular balanceo hacia la plaza central. El espigado cuarentón de rostro también desproporcionado, con una ceja que ocultaba su ojo derecho y nariz aguileña que se desviaba hacia el mismo lado, había dejado sus labores de carpintería tras un impulso que no luchó por atajar. Ignorando mofas e insultos, se plantó en medio de la plaza con la mirada clavada en el consejero real, que pregonaba la concesión del señorío del castillo de Torwen y sus tierras para aquel que lograse liberarlo. Tras rematar la proclama, sonaron las trompetas que dieron paso a un silencio que por primera vez en tres meses se quebró.
—Iré yo —anunció Ranco con apatía.
Las carcajadas de la muchedumbre resonaron casi por encima de las protocolarias trompetas. Ranco subió a la tarima de madera y, para cuando se volvió, la afluencia de gente casi se había duplicado, en su mayoría luciendo aquella maliciosa sonrisa que al ebanista le resultaba tan familiar. Sin embargo, por mucho que se burlaran nadie le podría negar aquel derecho, si bien tampoco habría persona alguna que le implorase que no se aventurara en aquel reto imposible. Y es que Coredo no era el mejor lugar para la gente como Ranco. Los que nacían con deformidades o deficiencias eran sacrificados y a los que habían superado la criba se les marginaba y vilipendiaba. Pese a ello, no todo eran malas personas en Coredo. Por supuesto los había que sentían lástima por aquellos repudiados, no obstante, las buenas gentes no podían arriesgarse a entablar amistad con esos seres malditos por los dioses. Su reputación estaba en juego. Tan solo los niños parecieron mostrar disgusto al comprender que Rancojo se marcharía para siempre, pues con ello se quedarían sin sus apreciadas figuritas de guerreros de madera que tallaba con maestría.
—¡Hágase el silencio! —Una mujer subió a la tarima, saludando con una reverencia al consejero real y al propio Ranco. Era una joven rubicunda que lucía un elegante jubón de terciopelo—. Me complace anunciarles la presencia del futuro rey de Torwen. ¡Cazador de las Arpías de Sulán, el guerrero que derrotó a los tres Magos Rojos, el capitán que lideró al escuadrón de Torsiana en la batalla de Aostra y el asesino del Dragón de Tásloc! —Las miradas, ahora de admiración y esperanza, se habían desviado hacia la joven que, con su armónica entonación, presentó—. ¡Sir Germano «Sangre de Dragón»!
A lomos de un poderoso corcel avanzó el caballero, con el sol reverberando en su coraza plateada, casi cegando a los presentes que lo contemplaban como si fuese un enviado de los dioses. Así fue como sir Germano, el que en su día se bañó en la sangre del Dragón de Tásloc, acabó a la vera de Rancojo, sumándose al desafío que los aguardaba en el interior del castillo de Torwen, el castillo del no retorno. El caballero, que a pesar de sus numerosas hazañas apenas superaba la cuarentena, estrechó la curtida mano del ebanista como si se tratase de un igual.
Despuntaba el día cuando partieron rumbo al castillo, con la pequeña expedición compuesta por sir Germano a lomos de una yegua parda, protegido por su impecable armadura de acero y el mandoble «Hielo Abrasador» a la espalda, y Ranco a pie, con ropas raídas y su cuchillo preferido, con el que tallaba la madera, a la cintura. Las doncellas despidieron a Sangre de Dragón con especial fervor, mientras que Rancojo agradeció para sus adentros ser invisible en su adiós. Miró hacia atrás y entonces se percató de que no dejaba nada más que su taller. Hacía un mes que había fallecido la única persona que le importaba, la pequeña Sele, abandonada siendo un bebé a orillas de un río. Ranco la rescató y la cuidó durante siete años hasta que una enfermedad segó lo que sus padres no se atrevieron a consumar. Aunque Sele nunca había logrado articular más que balbuceos, para el ebanista su sonrisa era lo más hermoso que jamás había contemplado.
Pero cuando parecía que Ranco se marcharía oculto bajo la alargada sombra de Sangre de Dragón, uno de los campesinos inició las burlas que muchos siguieron. Sin embargo, por una vez un cómplice le tendió una mano capaz de acallar las mofas de los pusilánimes. El ebanista, sorprendido, dudó si el guerrero la retiraría en el último momento, no obstante, accedió y sir Germano compartió su montura.
—Me resulta indignante que se juzgue a las personas por su aspecto —comentó. Ranco se mantuvo en silencio—. Si no es indiscreción, ¿quién evitó tu muerte?
—Mi abuela engañó a mis padres —respondió en un apocado murmullo—. Les dijo que ella se encargaría de sacrificarme.
—Veo que mintió y que has sobrevivido, pero también he observado el desprecio con el que tu pueblo se ha dirigido a ti a pesar de que vas a arriesgar la vida por liberar el paso a través del estrecho de Salos. ¿De verdad te merece la pena?
—Si lo consigo, esos infelices vivirán frustrados el resto de sus vidas sabiendo que Rancojo les salvó el culo.
Sir Germano soltó una sonora risotada mientras que el ebanista, contagiado, rió soplando por la nariz sin que su semblante se inmutara.
Apenas se detuvieron a lo largo del viaje a través de un camino invadido por la floresta. Recorrieron lugares que Ranco jamás había visitado, como el valle de Briganta, el puente sobre el caudaloso río Ela y, durante la mayor parte del trayecto, el Bosque Azul, poblado por los árboles tenures, cuyo follaje pigmentado daba nombre a este paraje donde las nubes nunca se imponían ante aquel cielo eterno que, incluso en la actual estación otoñal, tan solo los relámpagos conseguían teñir de celeste.
Al anochecer acamparon en las proximidades del castillo del no retorno y sir Germano prendió una hoguera. El guerrero insistió en que lo más idóneo sería asaltar el castillo aquella misma madrugada, ante lo que el ebanista accedió con indiferencia. Así pues, puso a asar un par de piezas de conejo que llevaba en las alforjas de la yegua, Camila, mientras Ranco daba forma a un pequeño trozo de madera.
—¿No tienes más armas que ese cuchillo? —preguntó el guerrero con incredulidad—. Te cederé una daga, si me lo permites.
—Con esto me basta —rechazó sin apartar la mirada de su creación.
—Es evidente que eres un hombre parco en palabras. —El ebanista alzó su ceja izquierda—. A pesar de ello, quisiera pedirte un favor. Verás, tengo mis manías, rituales, supersticiones… llámalo como quieras. Antes de una batalla o de afrontar un cometido peligroso acostumbro a compartir un secreto, algo que nunca haya contado a nadie. —Ahora arqueó la ceja—. No me mires así, yo te confío un secreto y tú haces lo mismo conmigo. Es sencillo.
Al carpintero le pareció una idea estúpida, pero asintió con desdén.
—¡Estupendo, pues comenzaré yo! —Ranco se limitó a escuchar sin dejar de tallar—. Sé que me precede la fama de héroe y en verdad he encarado la vida regido por el ideal de ayudar a los más desfavorecidos y, de paso, forjar mi leyenda, pero en esta ocasión hay algo más. ¡Faldas! Concretamente las reales faldas de una princesa. —Esto atrajo la atención del ebanista, pues le agradaban las historias románticas, en especial las que acababan mal. Sir Germano sonrió complacido—. Amo a la princesa de Anlar, Serena, y por fortuna mi amor es correspondido. Todo sería perfecto si no fuera por un pequeño detalle: no poseo ningún título nobiliario. Sí, soy un reconocido héroe, puedo acreditar todas mis hazañas, soy «sir», ¿y qué? Eso no basta para pedir la mano de Serena. El rey de Anlar no aceptaría como marido de su hija a un mercenario hijo de campesinos. En cambio, si consigo liberar el castillo de Torwen pasaré a ser el señor de estas tierras, alguien digno de reclamar su mano.
—Debe ser hermosa —rompió por fin su silencio Ranco.
—La más hermosa, como toda mujer a ojos de su enamorado. Y ese es mi secreto, eres la primera persona a la que se lo confieso. Después de romper la maldición de este castillo me retiraré, no más aventuras temerarias. Mis únicas preocupaciones serán satisfacer a mi amada, criar hijos y mantener el orden en Torwen. —El rostro del guerrero palideció—. Con esto no pretendo subestimarte. Lo lograremos entre los dos y nos repartiremos…
—No me has ofendido —interrumpió con aspereza.
Sir Germano suspiró aliviado y se apresuró a cederle una de las dos piezas de conejo, asada en su punto. El ebanista se percató de que la mirada del guerrero revelaba ansia por escuchar su secreto. Dudando si más que complacerlo lo decepcionaría, se dispuso a contarle su confidencia cuando Sangre de Dragón se le adelantó.
—¿Te has enamorado en alguna ocasión?
Aquella pregunta incomodó a Ranco y sir Germano no tardó en darse cuenta y tratar de disculparse por el descortés atrevimiento, pero el ebanista respondió.
—En una ocasión, pero en mi caso tuve que lidiar con alguien más temible que un rey: un herrero. —En contra de lo que Ranco esperaba, el guerrero no rió—. Se encargó de que su hija no acabase con Rancojo, muy acertado por su parte. Lo peor de todo es que los amores imposibles te acompañan el resto de tu vida. —Sir Germano asintió con complicidad. Ranco bebió un trago de su pellejo de agua dando por concluido su escaso historial amoroso—. ¿Quieres oír mi secreto?
—¡Estoy deseando escucharlo!
—No se me da mal trabajar la madera. En mi tiempo libre tallo figuras de guerreros para los niños y niñas de Coredo y, gracias a eso, me he ganado su aprecio, al menos por un tiempo. Todos los guerreros y guerreras que tallo descansan su pierna izquierda sobre una piedra. —Realizó una breve pausa durante la que se acarició la barbilla—. Pensándolo mejor, si sales airoso de ésta, te agradecería que desvelases mi secreto.
—¿Pero cuál es el secreto?
—Diles a los padres que midan las piernas de las figuras.
Las miradas de los dos hombres se cruzaron y sir Germano abrió los ojos de par en par justo antes de romper a reír a carcajadas. Ranco sonrió, malicioso.
—¡Les has fabricado guerreros «Rancojo»!
Después de cenar, el guerrero propuso turnarse a dormir media hora, lo cual sorprendió al ebanista, perplejidad que aumentó cuando, en apenas unos segundos, escuchó los ronquidos de sir Germano. En ese momento comprendió que aquel hombre en verdad no temía a nada ni a nadie. Tras el breve descanso se prepararon para partir. El guerrero acarició el pescuezo de Camila y se despidió susurrándole instrucciones que la yegua pareció entender. Fue entonces cuando por fin se adentraron en Torwen, recorriendo en silencio sus calles desiertas con las viviendas engullidas por la naturaleza, bajo una bruma que a cada paso se hacía más densa. Los dos hombres, con Sangre de Dragón antorcha en mano, caminaron hasta que un susurro estremeció al ebanista: «Rancojo».
—¿Has oído eso? —preguntó alterado.
—Sí, no sé de dónde ha venido, pero alguien ha pronunciado mi nombre —respondió sir Germano incrementando el desconcierto de Ranco.
—Fue mi… mi nombre lo que escuché —concretó, provocando que el guerrero se detuviera.
—Aquí hay brujería de por medio, Ranco. —Lo miró sin mirarlo, meditabundo, hasta que regresó frente al ebanista—. Vuelve con Camila y espérame allí.
—¡No! —rechazó—. ¡No he llegado hasta aquí para echarme atrás ahora!
La determinación demostrada por Ranco zanjó la cuestión. Sir Germano simplemente asintió y retomaron el camino, de nuevo en silencio. Aquel susurro se repitió, pero en esta ocasión optó por ignorarlo. Las miradas de los dos hombres se cruzaron una vez más cuando descubrieron que el puente levadizo estaba bajado y las puertas del castillo, presidido por dos enormes torreones, abiertas de par en par. El guerrero sacó un pequeño saquito de un bolsillo, lo abrió y esparció unas sales rosadas por sus hombros y por los de Ranco.
—Nos protegerá de la magia… tal vez…
Aquellas palabras no reconfortaron a Ranco, que pese a ello fue el primero en avanzar con su particular balanceo hacia el interior del castillo del no retorno. Nada más cruzar aquel umbral, sintió un drástico descenso de las temperaturas, como si miles de agujas se clavasen por todo su cuerpo. El vaho de su respirar apenas mitigaba el frío en las manos. El patio del castillo estaba vacío hasta donde alcanzaban sus ojos, pues la penumbra se adueñaba de cada esquina. Tras una puerta cerrada los esperaría la sala del trono y hacia allí se dirigieron. Sin embargo, apenas dieron un par de pasos y de nuevo aquella voz dentro de su cabeza.
—Será mejor que nos presentemos. —En esta ocasión retumbó grave y poderosa. Ranco se echó los dedos a las sienes—. No seré descortés. Vosotros primero.
De la oscuridad surgieron puntos rojos que, acercándose lentamente, se descubrieron como ojos llameantes. El ebanista volvió a quedarse sin habla al reconocer los rostros ajados de siete hombres armados con espadas. Cuatro de ellos habían sido soldados de Coredo, mientras que los otros tres eran campesinos. Tenían algo en común: sus semblantes revelaban terror. Eran como las ánimas de las historias que contaba Yada «La Contrabandista» en torno a una hoguera, solo que pronto comprobó que aquellos cuerpos, vivos y muertos a la vez, se movían con destreza y con una furia propia de un depredador. Ranco echó la mano al mango de su cuchillo de tallar y lo blandió instintivamente sin percatarse de lo ridículo e inofensivo que resultaba ante rivales que portaban espadas. Dumon, otrora soldado de no muy grato recuerdo para el ebanista, acometió contra él, ofensiva ante la que Ranco respondió cerrando los ojos y frunciendo el ceño. No fue el acero lo que recibió, sino un golpe en un costado que lo derribó, para a continuación sentir cómo alguien se abalanzaba sobre él. El ebanista forcejeó con el enemigo agarrándole las muñecas, tardando unos segundos en darse cuenta de que estaba luchando contra el cuerpo decapitado de Dumon. Aliviado, lo apartó hacia un lado quitándoselo de encima.
Golpes de espada contra espada reclamaron su atención en el centro de la sala. Apenas pudo vislumbrar sombras, pues la antorcha que asía sir Germano reposaba en el suelo de piedra, pero sí distinguió que una de ellas combatía contra otras seis empuñando a Hielo Abrasador. Sin duda se trataba de Sangre de Dragón, el mismo que le acababa de salvar la vida y que ahora hacía frente con maestría al enemigo de ojos llameantes. El guerrero contrarrestaba la voracidad de sus rivales con una depurada técnica y certeros mandobles, acabando uno a uno con sus oponentes.
—¿Estás bien? —preguntó sir Germano, jadeante.
—La sangre que mancha mis ropas creo que no es mía —respondió Ranco, sintiéndose en aquel momento más un estorbo que un aliado.
El guerrero lo ayudó a levantarse y a continuación recuperó la antorcha. Sin dejar margen para la duda, avanzaron hasta la puerta que conducía a la sala del trono y, antes de que pudieran empujarla, ésta se abrió lentamente sin que hubiese nadie justo al otro lado. La amplia estancia que se les presentó estaba iluminada por las velas de incontables candelabros, todos diferentes. Ranco reparó en los extraños grabados grisáceos del suelo, que parpadeaban en un resplandeciente plateado. Entre los candelabros se abría un pasillo hasta el trono, donde una figura reposaba con las manos apretando los reposabrazos.
—Me ha impresionado tu demostración, sir Germano —retumbó la voz dentro del cráneo del ebanista.
—¡Aún no he terminado, brujo, he venido a matarte! —replicó el guerrero.
—Has demostrado tu valor, pero, ¿es más fuerte que tus miedos? —dijo el brujo entre carcajadas—. Veamos…
El ebanista se giró hacia su compañero, que de pronto tenía problemas para sostener su mandoble e incluso la antorcha, que dejó caer. La punta de la espada golpeó en el suelo y las poderosas piernas de sir Germano comenzaron a temblar. Finalmente, soltó el arma y retrocedió un par de pasos con expresión despavorida.
—¿Qué te ocurre? —inquirió Ranco, con la frente empapada en sudor.
—Mis brazos… he perdido mi fuerza… ¡soy débil! —lamentó Sangre de Dragón, que cayó de rodillas—. ¿Qué me ha hecho ese maldito brujo?
—¡No has perdido los músculos, sir Germano! ¡Sigues siendo el recio guerrero que derrotó a esos siete hombres! —aseguró con vehemencia señalando hacia atrás.
—Soy débil… soy débil… ¿es que no ves mis brazos?
Las carcajadas del brujo rugieron como truenos ante las que Ranco respondió bramando y volviendo la mirada hacia el trono.
—¿Qué le has hecho? ¡Enfréntate a él sin tretas si tienes agallas!
—El que no tiene agallas es él, Rancojo. —Una vez más volvió a nombrarlo empleando su mote. El brujo estaba dentro de su mente—. He expuesto a sir Germano ante sus miedos y es evidente que no es tan valiente como él creía, pero tranquilo, se convertirá en un sumiso servidor libre de toda preocupación.
El ebanista resopló, sujetó el mango del cuchillo con rabia y se encaminó hacia el trono. Apenas había comenzado su avance cuando escuchó todos y cada uno de los insultos que le habían dedicado a lo largo de su vida: rancojo, monstruo, renco, aberración… pero aquello no detuvo su avance; se vio solo en su taller, junto al cuerpo sin vida de la pequeña Sele, no obstante, apretó los dientes y continuó; luego se manifestaron las imágenes de los niños a los que había obsequiado con sus guerreros de madera y cómo el afecto ganado se iba transformando en burla y repulsa, pero siguió adelante; y por último surgió la imagen de su padre aborreciendo el cuerpo deforme de su hijo recién nacido y, tras aquella visión, el ebanista sonrió con su coraje reforzado. Y así fue como Rancojo llegó hasta el trono, deteniéndose frente a un anciano decrépito, sin cabellos, vestido con una holgada túnica y con los labios cosidos. El brujo lo miró con incredulidad.
—¿Cómo es posible? —le preguntó telepáticamente—. ¡El hechizo hizo efecto sobre ti! ¿Acaso eres más fuerte que tus miedos… o tal vez no…? —El semblante del brujo se tornó horrorizado. Ranco alzó el cuchillo de tallar madera—. ¡No has venido aquí a matarme! ¡Has venido a morir! No temes a tus miedos porque ya nada te importa. —El ebanista volvió la vista atrás al escuchar el sonido de multitud de pisadas: cientos de pares de puntos rojos descendían por las escaleras desde la planta superior. Cuando regresó la mirada al brujo, su rostro estaba completamente desfigurado en una mueca de terror—. ¡Yo te ayudaré a vengarte de todos los que…!
El brujo no pudo terminar su oferta, pues el cuchillo de Ranco cortó su garganta y, con ello, los hilos del pánico con los que manejaba a sus títeres, todos ellos presas del conjuro que encerraba el castillo del no retorno. Sin embargo, un par de ojos llameantes se desvanecieron justo en el momento en el que el ebanista era atravesado por la espalda. Sir Germano soltó a Hielo Abrasador sin entender lo que había ocurrido, sostuvo el cuerpo de Ranco y lo tendió en el suelo.
—¿Cómo he podido hacerte esto, amigo mío? —Las lágrimas descendían por las mejillas de Sangre de Dragón mientras se afanaba en taponar la hendidura frontal. El ebanista sonrió débilmente. Nunca nadie lo había llamado amigo, nunca nadie había derramado una lágrima por él—. ¡Necesitamos ayuda! ¡Rápido!
Ranco estrechó la mano de sir Germano.
—Rancojo tiene una última voluntad. —Tuvo que hacer una breve pausa a causa de un ataque de tos. El guerrero lo miraba de tal forma que el ebanista tuvo la certeza de que cumpliría con su petición—. Te atribuirás la liberación del castillo y reinarás con tu princesa. —Sir Germano hizo ademán de rebatir, pero bastó con contemplar los ojos humedecidos de Ranco y su sonrisa para que guardara silencio. En un último esfuerzo, el ebanista deslizó la mano derecha hasta el bolsillo del pantalón y de ahí sacó una pieza de madera que le entregó—. Reina para todos… incluso para los que su único delito haya sido nacer.
La voz de Ranco se apagó para siempre mientras sir Germano observaba la última obra del ebanista, una pequeña yegua. A su espalda se escucharon los murmullos desconcertados de las gentes que habían recuperado su voluntad y que se acercaban al guerrero para agradecerle la proeza que asumiría como suya.