CF 2 - Nostalgia - Ororo
Publicado: 15 Oct 2016 20:46
NOSTALGIA
—Vos veréis, a medida que avanzaba por el paso del Lobo que, como bien sabéis, se halla flanqueado por hayas y abedules, comencé a ver que no iba mal encaminado. De los árboles despuntaban hojas doradas y ocres y los tenues rayos del otoñal atardecer me dotaron del necesario coraje para continuar. El camino se estrechaba y, como quien fuera presa de una ensoñación, la vi.
El posadero, prendado del discurso del joven, ni siquiera pestañeó. Sus ojos, abiertos como platos, reclamaban más y más información. El pizpireto muchacho, ducho en el arte de la pillería, supo que lo tenía en el bolsillo.
—Pues bien, la vi. Sus cabellos ondulados se mecían con una gracia similar a las espigas al sol y, arrullada por el sonido del manantial, descansaba sobre la hiedra —continuó el chico alardeando de su recargada prosa que, curiosamente, tenía un efecto hipnótico en su interlocutor.
El jovenzuelo no se percató de ello, pero en ese instante dos hombres fornidos a los que la vida había curtido a base de peleas, hicieron acto de presencia en la taberna. Se acomodaron en la barra y apoyaron los codos inclinándose levemente hacia adelante.
—¿Pero cómo es eso posible, muchacho? ¿Cómo un ser mágico de esa índole va a vivir en el bosque? —El tabernero, que no tenía ojos para nadie más en ese momento, obvió la presencia de los nuevos clientes—. Cuéntame más —suplicó.
—Vos veréis —siguió el joven dirigiendo su pícara mirada hacia la jarra ya vacía—, la muchacha apareció en el bosque sin saber cómo. Me contó a través del llanto de su mirada que no sabía quién era y que allí se hallaba varada. —Alzó la jarra que el dueño del local había rellenado al punto y dio un enorme sorbo de cerveza que rezumó por las comisuras de sus labios.
—¡Camarero! —gritó uno de los hombres— ¿Aquí se sirve uno mismo? ¡Diantres! Lo que hay que aguantar.
La regordeta figura del tabernero se desplazó de un brinco a la altura de los dos hombretones y, con una desdentada sonrisa, les atendió.
«Bonitas posaderas», pensó Aysa, que se encontraba sentada en una mesa enfrente de estos cuatro personajes. Desde que había llegado a la localidad hacía dos jornadas no había visto a ningún joven tan apuesto como ese muchacho y una sonrisa maliciosa apareció en su rostro. «Carne fresca», dijo para sí. Y continuó bebiendo ese asqueroso brebaje que en la zona llamaban cerveza.
Las olas del mar son equilibrio, son vida y muerte. Las mágicas ondulaciones desplazan mi cuerpo, que flota, aunque a veces parece volar. Me mecen suavemente, manteniéndome prácticamente en el mismo punto del océano, pero parece que esté recorriendo distancias inimaginables. El medio líquido transporta sonidos desterrados del pasado, llantos apagados de ballenas, sordos crujidos de naves a la deriva. Y yo aquí, en este inmenso lugar que se me queda pequeño. Oscuro, aún desconocido. Tan profundo.
—¿Así es como llegaste hasta aquí? Absurda historia —sentenció Aysa que ya había entablado conversación con el joven Raygar—. Y harto increíble.
—Os juro que así fue. Mis pasos fueron guiados por un destino incierto que…
—Basta –gritó Aysa—, ya han sido suficientes historias por hoy. Me preguntaba si dispones de alojamiento para esta noche…, algún lugar lo suficientemente cómodo para descansar las…, posaderas.
—Pues… -Raygar se detuvo a meditar unos instantes mientras contemplaba el precioso color pardo de sus ojos. Unos ojos grandes, seductores, ávidos de aventuras y nada inocentes. —Aquí mismo, mi amigo el posadero, me tiene reservada una de las cámaras que…
—No se hable más. Pasaré la noche contigo.
Raygar sonrió e íntimamente pensó que era normal que las chicas se fijaran en él: al fin y al cabo la calvicie sólo había afectado a parte de su, antaño, frondosa melena y él se encargaba de disimular cuidadosamente la coronilla con exóticos pañuelos, diversos abalorios y sombreros algo pasados de moda. Se levantó del taburete al tiempo que Aysa y emprendieron el ascenso por las escaleras aprovechando que el obeso tabernero quitaba el polvo a una vieja botella de ron.
Percibo el sonido mortecino de la realidad; me fundo con la arena en las desasosegantes rocas de una playa desierta. El sonido de las olas es muy diferente aquí fuera. No me cansaré de escucharlo una y otra vez cuando me vea en la necesidad de emerger. Duele, pero hace que me sienta viva. Comencé a hacerlo hace varias lunas, y así continuaré. El sol se pone y su color de fuego poco tiene que ver con el calor que desprende, demasiado tenue para alentar mi espíritu. Si el viento arrastra alguno de mis cabellos, que lo lleve a donde otras manos puedan acariciarlo cargado de salitre y sentirme. Creer en mí.
La mañana despuntó entre gritos de abejarucos y el llanto de Raygar. Desde el catre, Aysa le escuchaba hipar y sonarse los mocos una y otra vez. «No estuvo tan mal», pensó ella recordando el mordisco que le propinó en una de las nalgas, y se le escapó una risita. Al ver que continuaba sollozando detrás de la puerta, se aseó como pudo en la limitada cámara y se vistió.
—¿Qué demonios...?
Raygar estaba tendido en el frío suelo completamente desconsolado.
—He vuelto a soñar con ella —murmuró.
Tras desayunar unos huevos revueltos con tocino, se sintió con las fuerzas necesarias para contárselo a Aysa, aunque prefirió que lo viera con sus propios ojos y llevarla a aquel lugar. Asombrada, la joven le siguió pensando ya en qué festín iba a sonsacarle a la hora de la cena cuando llegaron al paso del Lobo. Adivinó de lejos unos rizos rubios y se detuvo en seco. La figura que reposaba frente a sus ojos, la mujer, la niña, el ser o el monstruo inclinó su cuerpo grácilmente hacia ellos al intuir su presencia entre las hayas.
Tiempo de perdón, tiempo de soledad, tiempo y más tiempo. Entre nosotros hay un dicho: «El tiempo no es más que la vana ilusión de que el mundo se mueve». Puede que así sea en las aguas, mis ancianos y sabios congéneres saben de lo que hablan, pero aquí fuera, en esta desolada orilla, el tiempo es real. Y se mueven las aguas, ondulan las ramas de los árboles, los pequeños moluscos van y vienen al son del mar. Hasta mi canto, perdido en el tiempo, siente el paso de cada minuto, cada hora, cada día que paso aquí. No hay una nota idéntica a otra. Eso es para mí el tiempo ahora.
Raygar pensó que la escena era tan hermosa como las leyendas y cantares aseguraban desde hacía siglos. Historias casi olvidadas que no se equivocaban. El perfil más bello jamás imaginado flotaba entre cabellos infinitos de oro. Los labios más jugosos y, al mismo tiempo, más inocentes, delicadamente entreabiertos, mostraban asombro. Y los ojos, unos ojos profundos, cargados de destellos, guardianes de secretos. Su frágil cuerpo se encogió de temor por un momento, ocultando así con su larga cabellera unos senos pequeños y delicados. Raygar observó a Aysa que, extasiada, fijaba la mirada en la sirena mientras con la mano derecha se buscaba el corazón.
Cuando reconoció a Raygar la sirena se tranquilizó, puesto que ya lo había visitado en sueños y, es en ese mundo donde uno no puede engañar a otro. No tuvieron que decirse nada. Ella habló con la mirada.
No hay dolor, llanto, violencia ni odio en el lugar del que provengo. El océano es tan sabio como sus habitantes, y vivimos en perfecta armonía y comprensión. No hay cabida en nuestras mentes para buscar problemas o saciar inquietudes. Nos limitamos a observar y aprender, a ser sabios y etéreos, entes casi incorpóreos cuya felicidad se basa en la evasión y la aceptación de nuestra naturaleza. Tanto es así, que nadie se plantea, no ya romper, sino avanzar por un sendero diferente en el transcurso de la vida.
Juro que no quise hacer daño a esos hombres. Ellos tripulaban la nave que, enfrentada a la temible tempestad, luchaba por no hundirse ni estrellarse contra las rocas. Yo les advertí, les hablé de la única forma que sé, pero enloquecieron al escucharme. Tuve que acabar con ellos como me han enseñado, pues es mi naturaleza.
En ese momento, la sirena formó con sus hermosos labios una amplia sonrisa y unos colmillos afilados aparecieron como puñales de mármol. Los dos muchachos dieron un paso atrás al ver semejante dentadura en una cara tan dulce, pero continuaron seducidos por su mirada. Continuó hablando de tristeza, de incomprensión y, finalmente, de querer romper con el mayor secreto de su estirpe y darse a conocer al resto del mundo. Ansiaba que creyeran en ella, que pudieran olerla, tocarla, dotarla de identidad.
Es como no existir, por mucho que yo sepa que estoy aquí.
¿Y qué podían hacer por ella? ¿Dónde iba a esconderse? La destrozarían cuando la descubrieran. ¿Cómo ayudarla?
El sol había alcanzado su cénit y los chicos consideraron oportuno volver a la ciudad. Tendida, su espectacular cola multicolor brillaba como deben de brillar las piedras preciosas. Sus ojos, de un insoportable azul turquesa, centellearon con pasión en cuanto se dieron la vuelta para retornar por el angosto sendero.
—Raygar, ahora te entiendo. Soñaste con ella, ¿no es cierto? Con esos ojos que atrapan y no te sueltan. ¿Has sentido su tristeza?
—Así es. La primera noche que soñé con ella todavía no la había visto. Me guió en sueños con un dulce canto para inmenso gozo de mis sentidos. Me mostró el camino. Y desde que la descubrí aquí hace dos días no he podido conciliar el sueño. Veo esa mirada y esa dulzura, pero también la determinación y el arrojo.
Después de calentar el cuerpo con un poco de carne de vaca y varias copas de vino, fueron a pasear por el río. Un pequeño puente permitía cruzar a la otra orilla y, mientras caminaban por él, Aysa comenzó a ponerse furiosa.
—¿Desde cuándo es necesario que los demás crean en ti para existir? ¿No es absurdo? Existes porque existes. Y punto. Estás aquí, tienes carne, tienes pellejo —dijo enfurecida pellizcándose el brazo—, ¿qué más necesitamos?
El discurso trascendental no era el preferido de Raygar, que solía salir bien parado alardeando de su prosa tan vacía como la última jarra de vino que había apurado en la taberna. Así que se limitó a asentir y a dar indicaciones sobre la ruta que harían.
—Seguidme por aquí, Aysa. No hay mejor lugar que la ribera del río para huir del mundanal ruido de la urbe y digerir bien las viandas. Vos no conocéis el lugar todavía, pero me consta que…
—¡Vamos! —interrumpió descortésmente—. Yo tengo muy claro que estoy aquí por mucho que otros se empeñen en decirme que no. ¡Soberana estupidez! La vida es sencilla: sólo hay que sobrevivir y cuidar este cuerpo que es el que te mantiene con vida.
Dicho esto, dio un puntapié a un guijarro y apoyó con furia los brazos en el muro que conformaba el puente. El río llevaba bastante caudal, pero las aguas estaban calmadas. Las nubes se reflejaban en ellas, pero también se adivinaban las formas del lecho del río. Permaneció sumida en sus pensamientos durante unos segundos contemplando cómo las algas y plantas sumergidas eran mecidas por la corriente. Por un momento, consiguió abstraerse de la realidad y se imaginó moviéndose a su son, dejándose llevar por el sinuoso movimiento. Comenzó a escuchar un murmullo de voces extrañas, murmullos tapándose los unos a los otros. Voces infantiles, pero voces sabias. Sin apartar la mirada del agua, sucumbió a los cantares y, dejándose llevar, comenzó a divisar sombras entre los guijarros que las aguas moldeaban. El reflejo de las ramas de un árbol ancestral que descansaba pesadamente en la margen izquierda comenzó a danzar. Las ramas tomaron vida y, siguiendo el son, empezaron a retorcerse. Elegantemente primero. A los susurros se sumaron sonidos amortiguados de tambores lejanos y el reflejo del árbol aceleró el ritmo. Las ramas se retorcían hasta formar siluetas terroríficas enroscándose las unas con las otras para, más tarde, liberarse del ovillo y mostrar su longitud y fortaleza imparables.
—Aysa… —dijo Raygar con preocupación—. Aysa, por favor…
Pero Aysa ya no estaba allí. Al reflejo de las ramas danzantes, tambores y murmullos, se sumaron risas, coros de voces y todo ello vibrando en sus oídos y palpitando en su cerebro. El latido en las sienes se volvió insoportable y fue entonces cuando consiguió ver. El agua era un espejo, pero devolvía la imagen de un mundo insólito. Mostraba un universo azul y transparente, donde seres plagados de escamas brillantes coleteaban de forma incesante por doquier. Lucían con los rayos del sol como hermosos seres marinos víctimas del trance de alguna antigua ceremonia.
—Escuchad, no tenéis buena cara. Creo que deberíamos tomar el atajo que lleva a…
En ese momento, de un empellón apartó a Raygar de su lado y con un ágil movimiento subió al muro del puente de piedra. Aguantó el equilibrio sin apartar la mirada del fondo del río y sin dejar de sonreír en una suerte de mueca de dolor. No necesitó hacerse la pregunta de qué era todo aquello, por qué veía lo que veía, qué estaba ocurriendo. Simplemente, lo supo.
Cuando saltó, el amargo grito de Raygar se desplomó con ella hasta el río. Su cuerpo cayó con la seguridad de los que conocen la verdad y se reunió con los lirios y jacintos, que celebraron su encuentro con dulces movimientos.
El devenir de la vida nos lleva a tomar decisiones que creemos nuestras como fruto de las disyuntivas que se nos presentan, pero están impresas en nuestro ser desde que nacemos. Así pues, yo no decidí apartarme de mi pueblo, puesto que estaba escrito que emergiera para continuar con la leyenda. No proferí cantos y proyecté sueños en las mentes de los hombres para ser descubierta como individuo y, así, afianzarme y revocar mi inexistencia. Al contrario, todo ello estaba escrito, porque a esto nos debemos. Necesitamos tanto que crean en nosotros como ellos precisan nuestra mágica existencia. Lo comprendí cuando la mujer de ojos pardos cayó al agua. Porque no cayó y tampoco decidió caer. Simplemente, volvió. Y, gracias a mí, recuperó la memoria y su propia esencia.
Se puso el nombre de Aysa en honor a su madre, pero ella no lo recordaba. Anduvo dos jornadas por el mundo terrestre disfrutando de los placeres más básicos. Olvidó por fin que el tiempo para nosotros no existe, que es la vana ilusión de que el mundo se mueve.
¿Qué sería de nosotros sin ellos? Pero, ¿qué sería de ellos sin nosotros? Piensan que somos fruto de la fantasía, del éxtasis de algún iluminado, de la alucinación que provocan algunas sustancias. Y que así sigan.
—Vos veréis, no conocí en esta ciudad mujer como aquélla. Frondosa cabellera, seductores ojos pardos, decidida y realmente voraz —comentaba a un grupo de pescadores el joven Raygar—. Sus carnes, prietas y suaves; su andar, grácil y delicado. ¿Que os dé una prueba de ello? ¡Aquí la tenéis viejos lobos de mar! —En ese momento, Raygar desanudó sus pantalones y mostró a un público sediento de fantasías una cicatriz en el glúteo derecho. —Esto sólo es capaz de hacerlo un ser maravilloso! —carcajeó—. Pero, un momento, todavía no os he referido lo mejor. ¿Habéis oído hablar de las sirenas?
—Vos veréis, a medida que avanzaba por el paso del Lobo que, como bien sabéis, se halla flanqueado por hayas y abedules, comencé a ver que no iba mal encaminado. De los árboles despuntaban hojas doradas y ocres y los tenues rayos del otoñal atardecer me dotaron del necesario coraje para continuar. El camino se estrechaba y, como quien fuera presa de una ensoñación, la vi.
El posadero, prendado del discurso del joven, ni siquiera pestañeó. Sus ojos, abiertos como platos, reclamaban más y más información. El pizpireto muchacho, ducho en el arte de la pillería, supo que lo tenía en el bolsillo.
—Pues bien, la vi. Sus cabellos ondulados se mecían con una gracia similar a las espigas al sol y, arrullada por el sonido del manantial, descansaba sobre la hiedra —continuó el chico alardeando de su recargada prosa que, curiosamente, tenía un efecto hipnótico en su interlocutor.
El jovenzuelo no se percató de ello, pero en ese instante dos hombres fornidos a los que la vida había curtido a base de peleas, hicieron acto de presencia en la taberna. Se acomodaron en la barra y apoyaron los codos inclinándose levemente hacia adelante.
—¿Pero cómo es eso posible, muchacho? ¿Cómo un ser mágico de esa índole va a vivir en el bosque? —El tabernero, que no tenía ojos para nadie más en ese momento, obvió la presencia de los nuevos clientes—. Cuéntame más —suplicó.
—Vos veréis —siguió el joven dirigiendo su pícara mirada hacia la jarra ya vacía—, la muchacha apareció en el bosque sin saber cómo. Me contó a través del llanto de su mirada que no sabía quién era y que allí se hallaba varada. —Alzó la jarra que el dueño del local había rellenado al punto y dio un enorme sorbo de cerveza que rezumó por las comisuras de sus labios.
—¡Camarero! —gritó uno de los hombres— ¿Aquí se sirve uno mismo? ¡Diantres! Lo que hay que aguantar.
La regordeta figura del tabernero se desplazó de un brinco a la altura de los dos hombretones y, con una desdentada sonrisa, les atendió.
«Bonitas posaderas», pensó Aysa, que se encontraba sentada en una mesa enfrente de estos cuatro personajes. Desde que había llegado a la localidad hacía dos jornadas no había visto a ningún joven tan apuesto como ese muchacho y una sonrisa maliciosa apareció en su rostro. «Carne fresca», dijo para sí. Y continuó bebiendo ese asqueroso brebaje que en la zona llamaban cerveza.
Las olas del mar son equilibrio, son vida y muerte. Las mágicas ondulaciones desplazan mi cuerpo, que flota, aunque a veces parece volar. Me mecen suavemente, manteniéndome prácticamente en el mismo punto del océano, pero parece que esté recorriendo distancias inimaginables. El medio líquido transporta sonidos desterrados del pasado, llantos apagados de ballenas, sordos crujidos de naves a la deriva. Y yo aquí, en este inmenso lugar que se me queda pequeño. Oscuro, aún desconocido. Tan profundo.
—¿Así es como llegaste hasta aquí? Absurda historia —sentenció Aysa que ya había entablado conversación con el joven Raygar—. Y harto increíble.
—Os juro que así fue. Mis pasos fueron guiados por un destino incierto que…
—Basta –gritó Aysa—, ya han sido suficientes historias por hoy. Me preguntaba si dispones de alojamiento para esta noche…, algún lugar lo suficientemente cómodo para descansar las…, posaderas.
—Pues… -Raygar se detuvo a meditar unos instantes mientras contemplaba el precioso color pardo de sus ojos. Unos ojos grandes, seductores, ávidos de aventuras y nada inocentes. —Aquí mismo, mi amigo el posadero, me tiene reservada una de las cámaras que…
—No se hable más. Pasaré la noche contigo.
Raygar sonrió e íntimamente pensó que era normal que las chicas se fijaran en él: al fin y al cabo la calvicie sólo había afectado a parte de su, antaño, frondosa melena y él se encargaba de disimular cuidadosamente la coronilla con exóticos pañuelos, diversos abalorios y sombreros algo pasados de moda. Se levantó del taburete al tiempo que Aysa y emprendieron el ascenso por las escaleras aprovechando que el obeso tabernero quitaba el polvo a una vieja botella de ron.
Percibo el sonido mortecino de la realidad; me fundo con la arena en las desasosegantes rocas de una playa desierta. El sonido de las olas es muy diferente aquí fuera. No me cansaré de escucharlo una y otra vez cuando me vea en la necesidad de emerger. Duele, pero hace que me sienta viva. Comencé a hacerlo hace varias lunas, y así continuaré. El sol se pone y su color de fuego poco tiene que ver con el calor que desprende, demasiado tenue para alentar mi espíritu. Si el viento arrastra alguno de mis cabellos, que lo lleve a donde otras manos puedan acariciarlo cargado de salitre y sentirme. Creer en mí.
La mañana despuntó entre gritos de abejarucos y el llanto de Raygar. Desde el catre, Aysa le escuchaba hipar y sonarse los mocos una y otra vez. «No estuvo tan mal», pensó ella recordando el mordisco que le propinó en una de las nalgas, y se le escapó una risita. Al ver que continuaba sollozando detrás de la puerta, se aseó como pudo en la limitada cámara y se vistió.
—¿Qué demonios...?
Raygar estaba tendido en el frío suelo completamente desconsolado.
—He vuelto a soñar con ella —murmuró.
Tras desayunar unos huevos revueltos con tocino, se sintió con las fuerzas necesarias para contárselo a Aysa, aunque prefirió que lo viera con sus propios ojos y llevarla a aquel lugar. Asombrada, la joven le siguió pensando ya en qué festín iba a sonsacarle a la hora de la cena cuando llegaron al paso del Lobo. Adivinó de lejos unos rizos rubios y se detuvo en seco. La figura que reposaba frente a sus ojos, la mujer, la niña, el ser o el monstruo inclinó su cuerpo grácilmente hacia ellos al intuir su presencia entre las hayas.
Tiempo de perdón, tiempo de soledad, tiempo y más tiempo. Entre nosotros hay un dicho: «El tiempo no es más que la vana ilusión de que el mundo se mueve». Puede que así sea en las aguas, mis ancianos y sabios congéneres saben de lo que hablan, pero aquí fuera, en esta desolada orilla, el tiempo es real. Y se mueven las aguas, ondulan las ramas de los árboles, los pequeños moluscos van y vienen al son del mar. Hasta mi canto, perdido en el tiempo, siente el paso de cada minuto, cada hora, cada día que paso aquí. No hay una nota idéntica a otra. Eso es para mí el tiempo ahora.
Raygar pensó que la escena era tan hermosa como las leyendas y cantares aseguraban desde hacía siglos. Historias casi olvidadas que no se equivocaban. El perfil más bello jamás imaginado flotaba entre cabellos infinitos de oro. Los labios más jugosos y, al mismo tiempo, más inocentes, delicadamente entreabiertos, mostraban asombro. Y los ojos, unos ojos profundos, cargados de destellos, guardianes de secretos. Su frágil cuerpo se encogió de temor por un momento, ocultando así con su larga cabellera unos senos pequeños y delicados. Raygar observó a Aysa que, extasiada, fijaba la mirada en la sirena mientras con la mano derecha se buscaba el corazón.
Cuando reconoció a Raygar la sirena se tranquilizó, puesto que ya lo había visitado en sueños y, es en ese mundo donde uno no puede engañar a otro. No tuvieron que decirse nada. Ella habló con la mirada.
No hay dolor, llanto, violencia ni odio en el lugar del que provengo. El océano es tan sabio como sus habitantes, y vivimos en perfecta armonía y comprensión. No hay cabida en nuestras mentes para buscar problemas o saciar inquietudes. Nos limitamos a observar y aprender, a ser sabios y etéreos, entes casi incorpóreos cuya felicidad se basa en la evasión y la aceptación de nuestra naturaleza. Tanto es así, que nadie se plantea, no ya romper, sino avanzar por un sendero diferente en el transcurso de la vida.
Juro que no quise hacer daño a esos hombres. Ellos tripulaban la nave que, enfrentada a la temible tempestad, luchaba por no hundirse ni estrellarse contra las rocas. Yo les advertí, les hablé de la única forma que sé, pero enloquecieron al escucharme. Tuve que acabar con ellos como me han enseñado, pues es mi naturaleza.
En ese momento, la sirena formó con sus hermosos labios una amplia sonrisa y unos colmillos afilados aparecieron como puñales de mármol. Los dos muchachos dieron un paso atrás al ver semejante dentadura en una cara tan dulce, pero continuaron seducidos por su mirada. Continuó hablando de tristeza, de incomprensión y, finalmente, de querer romper con el mayor secreto de su estirpe y darse a conocer al resto del mundo. Ansiaba que creyeran en ella, que pudieran olerla, tocarla, dotarla de identidad.
Es como no existir, por mucho que yo sepa que estoy aquí.
¿Y qué podían hacer por ella? ¿Dónde iba a esconderse? La destrozarían cuando la descubrieran. ¿Cómo ayudarla?
El sol había alcanzado su cénit y los chicos consideraron oportuno volver a la ciudad. Tendida, su espectacular cola multicolor brillaba como deben de brillar las piedras preciosas. Sus ojos, de un insoportable azul turquesa, centellearon con pasión en cuanto se dieron la vuelta para retornar por el angosto sendero.
—Raygar, ahora te entiendo. Soñaste con ella, ¿no es cierto? Con esos ojos que atrapan y no te sueltan. ¿Has sentido su tristeza?
—Así es. La primera noche que soñé con ella todavía no la había visto. Me guió en sueños con un dulce canto para inmenso gozo de mis sentidos. Me mostró el camino. Y desde que la descubrí aquí hace dos días no he podido conciliar el sueño. Veo esa mirada y esa dulzura, pero también la determinación y el arrojo.
Después de calentar el cuerpo con un poco de carne de vaca y varias copas de vino, fueron a pasear por el río. Un pequeño puente permitía cruzar a la otra orilla y, mientras caminaban por él, Aysa comenzó a ponerse furiosa.
—¿Desde cuándo es necesario que los demás crean en ti para existir? ¿No es absurdo? Existes porque existes. Y punto. Estás aquí, tienes carne, tienes pellejo —dijo enfurecida pellizcándose el brazo—, ¿qué más necesitamos?
El discurso trascendental no era el preferido de Raygar, que solía salir bien parado alardeando de su prosa tan vacía como la última jarra de vino que había apurado en la taberna. Así que se limitó a asentir y a dar indicaciones sobre la ruta que harían.
—Seguidme por aquí, Aysa. No hay mejor lugar que la ribera del río para huir del mundanal ruido de la urbe y digerir bien las viandas. Vos no conocéis el lugar todavía, pero me consta que…
—¡Vamos! —interrumpió descortésmente—. Yo tengo muy claro que estoy aquí por mucho que otros se empeñen en decirme que no. ¡Soberana estupidez! La vida es sencilla: sólo hay que sobrevivir y cuidar este cuerpo que es el que te mantiene con vida.
Dicho esto, dio un puntapié a un guijarro y apoyó con furia los brazos en el muro que conformaba el puente. El río llevaba bastante caudal, pero las aguas estaban calmadas. Las nubes se reflejaban en ellas, pero también se adivinaban las formas del lecho del río. Permaneció sumida en sus pensamientos durante unos segundos contemplando cómo las algas y plantas sumergidas eran mecidas por la corriente. Por un momento, consiguió abstraerse de la realidad y se imaginó moviéndose a su son, dejándose llevar por el sinuoso movimiento. Comenzó a escuchar un murmullo de voces extrañas, murmullos tapándose los unos a los otros. Voces infantiles, pero voces sabias. Sin apartar la mirada del agua, sucumbió a los cantares y, dejándose llevar, comenzó a divisar sombras entre los guijarros que las aguas moldeaban. El reflejo de las ramas de un árbol ancestral que descansaba pesadamente en la margen izquierda comenzó a danzar. Las ramas tomaron vida y, siguiendo el son, empezaron a retorcerse. Elegantemente primero. A los susurros se sumaron sonidos amortiguados de tambores lejanos y el reflejo del árbol aceleró el ritmo. Las ramas se retorcían hasta formar siluetas terroríficas enroscándose las unas con las otras para, más tarde, liberarse del ovillo y mostrar su longitud y fortaleza imparables.
—Aysa… —dijo Raygar con preocupación—. Aysa, por favor…
Pero Aysa ya no estaba allí. Al reflejo de las ramas danzantes, tambores y murmullos, se sumaron risas, coros de voces y todo ello vibrando en sus oídos y palpitando en su cerebro. El latido en las sienes se volvió insoportable y fue entonces cuando consiguió ver. El agua era un espejo, pero devolvía la imagen de un mundo insólito. Mostraba un universo azul y transparente, donde seres plagados de escamas brillantes coleteaban de forma incesante por doquier. Lucían con los rayos del sol como hermosos seres marinos víctimas del trance de alguna antigua ceremonia.
—Escuchad, no tenéis buena cara. Creo que deberíamos tomar el atajo que lleva a…
En ese momento, de un empellón apartó a Raygar de su lado y con un ágil movimiento subió al muro del puente de piedra. Aguantó el equilibrio sin apartar la mirada del fondo del río y sin dejar de sonreír en una suerte de mueca de dolor. No necesitó hacerse la pregunta de qué era todo aquello, por qué veía lo que veía, qué estaba ocurriendo. Simplemente, lo supo.
Cuando saltó, el amargo grito de Raygar se desplomó con ella hasta el río. Su cuerpo cayó con la seguridad de los que conocen la verdad y se reunió con los lirios y jacintos, que celebraron su encuentro con dulces movimientos.
El devenir de la vida nos lleva a tomar decisiones que creemos nuestras como fruto de las disyuntivas que se nos presentan, pero están impresas en nuestro ser desde que nacemos. Así pues, yo no decidí apartarme de mi pueblo, puesto que estaba escrito que emergiera para continuar con la leyenda. No proferí cantos y proyecté sueños en las mentes de los hombres para ser descubierta como individuo y, así, afianzarme y revocar mi inexistencia. Al contrario, todo ello estaba escrito, porque a esto nos debemos. Necesitamos tanto que crean en nosotros como ellos precisan nuestra mágica existencia. Lo comprendí cuando la mujer de ojos pardos cayó al agua. Porque no cayó y tampoco decidió caer. Simplemente, volvió. Y, gracias a mí, recuperó la memoria y su propia esencia.
Se puso el nombre de Aysa en honor a su madre, pero ella no lo recordaba. Anduvo dos jornadas por el mundo terrestre disfrutando de los placeres más básicos. Olvidó por fin que el tiempo para nosotros no existe, que es la vana ilusión de que el mundo se mueve.
¿Qué sería de nosotros sin ellos? Pero, ¿qué sería de ellos sin nosotros? Piensan que somos fruto de la fantasía, del éxtasis de algún iluminado, de la alucinación que provocan algunas sustancias. Y que así sigan.
—Vos veréis, no conocí en esta ciudad mujer como aquélla. Frondosa cabellera, seductores ojos pardos, decidida y realmente voraz —comentaba a un grupo de pescadores el joven Raygar—. Sus carnes, prietas y suaves; su andar, grácil y delicado. ¿Que os dé una prueba de ello? ¡Aquí la tenéis viejos lobos de mar! —En ese momento, Raygar desanudó sus pantalones y mostró a un público sediento de fantasías una cicatriz en el glúteo derecho. —Esto sólo es capaz de hacerlo un ser maravilloso! —carcajeó—. Pero, un momento, todavía no os he referido lo mejor. ¿Habéis oído hablar de las sirenas?