CN5 - Semilla en occidente y raíz en el oriente - Topito
Publicado: 25 Dic 2016 10:33
Semilla en occidente y raíz en el oriente
La fe lo había abandonado décadas atrás, cuando el odio cayó sobre ellos. Pero ahora, tras el largo viaje emprendido, tras su larga estancia en la aldea, tras comprender que había obrado bien, que aquella decisión había sido la correcta, regresaba de nuevo a él.
De repente, un ruido seco, proveniente de la entrada al hogar de la familia Ba, sobresaltó al viejo pastor. Giró la cabeza, apartando la vista del extenso manto de nieve que cubría los campos de arroz, y descubrió al pequeño Shaoran sentado sobre el suelo con el ceño fruncido y retando con la mirada a uno de los dos dragones de jade que presidía la puerta.
—¿Cuántas veces te he dicho que no corras sin mirar hacia adelante? —le riñó en su precario chino, caminando hacia él para cerciorarse de que no se había hecho daño.
Shaoran, el incansable y torbellino Shaoran, era la razón por la cual se encontraban en aquella aldea de montaña.
Aún recordaba su llegada a la aldea, cuando los lugareños los miraban con recelo mientras caminaban hacia el hogar de la familia Ba. Entonces, pensó que había errado, que se había precipitado en su decisión, y que, aun sabiendo que el tiempo se le escaba, debía haber esperado una respuesta a la carta que envió, pues aquella tierra que tantas veces le habían descrito no era tan afable como él había pensado. Cierto es que entonces no sabía que la población china miraba a los «demonios extranjeros» con recelo, suspicacia o desaprobación. Por ello, en las primeras semanas de viaje, no llegaba a comprender que el trato fuera tan funesto, que tuvieran tantas dificultades para hospedarse o comprar alimentos, achacando aquellos contratiempos a un posible pésimo espíritu negociador del guía que había contratado en el malecón de Shanghái.
El viejo pastor lo aupó, acomodándole entre sus brazos, se giró y continuó contemplando las montañas.
Después, tras un largo rato en silencio, mientras el pequeño jugaba aferrando con ambas manos su enorme nariz y estrujándola hasta dejarla enrojecida, dijo:
—Tú padre siempre me habló de estos arrozales, pero nunca pensé que fueran aún más bellos de cómo los describía.
Dos décadas, sí. Dos décadas había transcurrido desde que aquel joven chino entrara tambaleándose en la parroquia. Mucho tiempo, la verdad, pero aún recordaba aquel año de 1877 como si hubiera sido ayer.
Era tarde, había anochecido y se disponía a cerrar las puertas del templo cuando, de súbito, un hombre entró corriendo y se desplomó frente a él. Tenía el rostro ensangrentado y los brazos amoratados. Él, por supuesto, sin importarle que fuera chino, ya que a ojos de Dios todos éramos iguales, lo atendió sin miramientos, ajeno a la turba del exterior que comenzaban a quemar las tiendas chinas. Luego, lo llevó a su hogar, situado justo detrás del templo, y lo cobijó hasta que San Francisco retornó a la calma.
Él, entonces, no se dio cuenta, pero el amor entre su única hija y ese joven y apuesto oriental nació durante aquellos días de paños húmedos, cálidas sábanas y cuencos de humeante sopa.
Las nubes descendieron y la luz se atenuó. Después, cuando el viento dejó de silbar, un sinfín de copos de nieve comenzaron a caer, danzando frente a ellos.
El pequeño Shaoran extendió los brazos e intentó cazar el mayor número de aquellos helados bailarines, sin conseguirlo, pues se les deshacían en las manos. El viejo pastor le estuvo observando con una amplia sonrisa hasta que el gélido ambiente atenazó sus músculos. Entonces, decidió que ya era hora de entrar. Shaoran, por supuesto, se reveló, agitando los brazos hacia el exterior mientras pronunciaba una y otra vez la palabra «nieve» en inglés.
Una vez entraron en la habitación se agachó y el pequeño saltó de sus brazos. A continuación, se tiró sobre la cálida tarima, quedándose quieto y mirándole enfurruñado. El viejo pastor, que estaba acostumbrado a aquellas rabietas, le ignoró, y fue a sentarse frente al escritorio presidido por la única fotografía que aún conservaba junto a su peculiar familia.
Cuando el joven chino pidió la mano de su hija, una vez lo bautizó, el viejo pastor no dejó de pensar que sus fieles nunca aceptarían aquella unión; y que, si oficiaba la boda, le instarían a abandonar la congregación. Sin embargo, no tenía opción. No sin quebrantar aquella promesa realizada a su esposa justo antes de falleciera, cuando le imploró entre toses que los casara, ya que el amor de los jóvenes nacía de Dios.
Así pues, lo hizo, tras la puesta del sol, ocultándose en la noche de los necios que no entendían la Palabra de Dios.
Luego, tras despuntar los primeros rayos de sol, se marcharon sin mirar atrás.
Jilguero Cantarín entró con un gran cuenco de jade entre las manos. En su interior, se apilaban desordenados un sinfín de animales de papel rojo: conejos, zorros, grullas y faisanes, entre muchos otros. El pequeño Shaoran saltó a su encuentro, abandonando el enojo sobre la tarima, y comenzó a girar a su alrededor al tiempo que lanzaba al aire cientos y cientos de risas.
Mientras, el criado se quedó quieto, mirándole de forma afectuosa, casi rozando el cariño de un hermano mayor.
Lo cierto es que la desconfianza de los lugareños se desvaneció con el tiempo, lentamente, como el caer de las hojas en el otoño, dejando paso a miradas llenas de afecto y amor, como las que les brindaba Jilguero Cantarín.
Miradas que hicieron renacer la fe perdida del viejo pastor.
Cuando regresaron de nuevo a San Francisco, en octubre de 1885, tras escapar milagrosamente de la masacre de Rock Spring, la fe del viejo pastor comenzaba a tambalearse. No solo por el horror que había presenciado, sino porque su hija perdió al nieto que tanto deseaba. Por contra, su nuero, el ya no tan joven chino, reforzó su fe, pues sentía que Dios estuvo a su lado en todo momento, protegiéndole de aquella turba de demonios blancos que gritaban, reían y disparaban.
El viejo pastor, de pronto, comenzó a toser, y un hilo de sangre se deslizó por su barbilla. Shaoran se detuvo en seco y lo miró asustado. Jilguero Cantarín salió rauda hacia la cocina, dejando caer el cuenco de entre sus manos, permitiendo que los animales de papel se desbocaran sobre el suelo.
Jilguero Cantarín regresó sin demora y ofreció al viejo pastor un cuenco de infusión con lúpulo, recetado por el médico de la ciudad provincial. Lo bebió pausadamente hasta que remitió la tos. Shaoran, entonces, salió corriendo y le aferró las piernas, temblando, como un asustadizo lobezno.
Tras las cesantes negativas de los médicos, tras escuchar una y otra vez que su útero estaba seco, que todo era fruto de la pérdida de su anterior hijo, tras llegar la aceptación y someterse a los designios de Dios, se produjo el milagro. Un milagro tan inesperado como agridulce, pues la madre murió en el parto. Un hecho que remató la moribunda fe del viejo predicador y que sumió a su nuero en una larga y destructora depresión.
Pasó dos años y el pequeño creció bajo los cuidados de su abuelo, ya que su padre se pasaba los días en Jackson Street, tumbado entre la niebla del opio y las caricias de mujeres, jugando y bebiendo sin cesar, suplicando a Dios que le hiciera despertar para comprobar que todo había sido una pesadilla. Pero parecía que no le escuchaba. Así pues, un día, uno de esos tantos que calentaban la ciudad en verano, decidió finalizar por sí mismo aquel mal sueño. Al menos, así volvería a tener paz.
Una vez el viejo pastor dejó de percibir el temblor de su nieto, elevó la mano y señaló el hermoso ciruelo que presidía el patio del este: había llegado la hora de decorarlo, como le había prometido, sabiendo con certeza que sería la última vez que lo hicieran juntos. Y, aunque no era un abeto, les serviría igualmente.
Se levantó y asió la mano del pequeño. Sus pasos eran lentos, pausados. Traspasaron juntos el umbral que separaba el techo de madera del abierto cielo del patio y, pisando un fino manto de nieve, llegaron hasta el árbol.
Jilguero Cantarín, mientras, anticipándose a las necesidades de su amo, como se esperaba de un buen sirviente, había recogido el zoológico de papel disperso por la tarima y los esperaba bajo las ramas desnudas del ciruelo con el cuenco de jade entre sus manos.
El viejo predicador aupó al pequeño Shaoran, metió la mano en el cuenco y asió una garza, ofreciéndosela a su nieto. Luego fue un perro; después una grulla, un tigre, un mono y hasta un panda. Así estuvieron largo tiempo, colgando los animales de fino papel rojo, como no podía ser de otra manera, ya que ese color atraía la buena suerte. Al final, colgaron el último. Y, echándose atrás, miró a su nieto y le dijo en su lengua materna:
—Merry Christmas, my Little Shaoran.
La fe lo había abandonado décadas atrás, cuando el odio cayó sobre ellos. Pero ahora, tras el largo viaje emprendido, tras su larga estancia en la aldea, tras comprender que había obrado bien, que aquella decisión había sido la correcta, regresaba de nuevo a él.
De repente, un ruido seco, proveniente de la entrada al hogar de la familia Ba, sobresaltó al viejo pastor. Giró la cabeza, apartando la vista del extenso manto de nieve que cubría los campos de arroz, y descubrió al pequeño Shaoran sentado sobre el suelo con el ceño fruncido y retando con la mirada a uno de los dos dragones de jade que presidía la puerta.
—¿Cuántas veces te he dicho que no corras sin mirar hacia adelante? —le riñó en su precario chino, caminando hacia él para cerciorarse de que no se había hecho daño.
Shaoran, el incansable y torbellino Shaoran, era la razón por la cual se encontraban en aquella aldea de montaña.
Aún recordaba su llegada a la aldea, cuando los lugareños los miraban con recelo mientras caminaban hacia el hogar de la familia Ba. Entonces, pensó que había errado, que se había precipitado en su decisión, y que, aun sabiendo que el tiempo se le escaba, debía haber esperado una respuesta a la carta que envió, pues aquella tierra que tantas veces le habían descrito no era tan afable como él había pensado. Cierto es que entonces no sabía que la población china miraba a los «demonios extranjeros» con recelo, suspicacia o desaprobación. Por ello, en las primeras semanas de viaje, no llegaba a comprender que el trato fuera tan funesto, que tuvieran tantas dificultades para hospedarse o comprar alimentos, achacando aquellos contratiempos a un posible pésimo espíritu negociador del guía que había contratado en el malecón de Shanghái.
El viejo pastor lo aupó, acomodándole entre sus brazos, se giró y continuó contemplando las montañas.
Después, tras un largo rato en silencio, mientras el pequeño jugaba aferrando con ambas manos su enorme nariz y estrujándola hasta dejarla enrojecida, dijo:
—Tú padre siempre me habló de estos arrozales, pero nunca pensé que fueran aún más bellos de cómo los describía.
Dos décadas, sí. Dos décadas había transcurrido desde que aquel joven chino entrara tambaleándose en la parroquia. Mucho tiempo, la verdad, pero aún recordaba aquel año de 1877 como si hubiera sido ayer.
Era tarde, había anochecido y se disponía a cerrar las puertas del templo cuando, de súbito, un hombre entró corriendo y se desplomó frente a él. Tenía el rostro ensangrentado y los brazos amoratados. Él, por supuesto, sin importarle que fuera chino, ya que a ojos de Dios todos éramos iguales, lo atendió sin miramientos, ajeno a la turba del exterior que comenzaban a quemar las tiendas chinas. Luego, lo llevó a su hogar, situado justo detrás del templo, y lo cobijó hasta que San Francisco retornó a la calma.
Él, entonces, no se dio cuenta, pero el amor entre su única hija y ese joven y apuesto oriental nació durante aquellos días de paños húmedos, cálidas sábanas y cuencos de humeante sopa.
Las nubes descendieron y la luz se atenuó. Después, cuando el viento dejó de silbar, un sinfín de copos de nieve comenzaron a caer, danzando frente a ellos.
El pequeño Shaoran extendió los brazos e intentó cazar el mayor número de aquellos helados bailarines, sin conseguirlo, pues se les deshacían en las manos. El viejo pastor le estuvo observando con una amplia sonrisa hasta que el gélido ambiente atenazó sus músculos. Entonces, decidió que ya era hora de entrar. Shaoran, por supuesto, se reveló, agitando los brazos hacia el exterior mientras pronunciaba una y otra vez la palabra «nieve» en inglés.
Una vez entraron en la habitación se agachó y el pequeño saltó de sus brazos. A continuación, se tiró sobre la cálida tarima, quedándose quieto y mirándole enfurruñado. El viejo pastor, que estaba acostumbrado a aquellas rabietas, le ignoró, y fue a sentarse frente al escritorio presidido por la única fotografía que aún conservaba junto a su peculiar familia.
Cuando el joven chino pidió la mano de su hija, una vez lo bautizó, el viejo pastor no dejó de pensar que sus fieles nunca aceptarían aquella unión; y que, si oficiaba la boda, le instarían a abandonar la congregación. Sin embargo, no tenía opción. No sin quebrantar aquella promesa realizada a su esposa justo antes de falleciera, cuando le imploró entre toses que los casara, ya que el amor de los jóvenes nacía de Dios.
Así pues, lo hizo, tras la puesta del sol, ocultándose en la noche de los necios que no entendían la Palabra de Dios.
Luego, tras despuntar los primeros rayos de sol, se marcharon sin mirar atrás.
Jilguero Cantarín entró con un gran cuenco de jade entre las manos. En su interior, se apilaban desordenados un sinfín de animales de papel rojo: conejos, zorros, grullas y faisanes, entre muchos otros. El pequeño Shaoran saltó a su encuentro, abandonando el enojo sobre la tarima, y comenzó a girar a su alrededor al tiempo que lanzaba al aire cientos y cientos de risas.
Mientras, el criado se quedó quieto, mirándole de forma afectuosa, casi rozando el cariño de un hermano mayor.
Lo cierto es que la desconfianza de los lugareños se desvaneció con el tiempo, lentamente, como el caer de las hojas en el otoño, dejando paso a miradas llenas de afecto y amor, como las que les brindaba Jilguero Cantarín.
Miradas que hicieron renacer la fe perdida del viejo pastor.
Cuando regresaron de nuevo a San Francisco, en octubre de 1885, tras escapar milagrosamente de la masacre de Rock Spring, la fe del viejo pastor comenzaba a tambalearse. No solo por el horror que había presenciado, sino porque su hija perdió al nieto que tanto deseaba. Por contra, su nuero, el ya no tan joven chino, reforzó su fe, pues sentía que Dios estuvo a su lado en todo momento, protegiéndole de aquella turba de demonios blancos que gritaban, reían y disparaban.
El viejo pastor, de pronto, comenzó a toser, y un hilo de sangre se deslizó por su barbilla. Shaoran se detuvo en seco y lo miró asustado. Jilguero Cantarín salió rauda hacia la cocina, dejando caer el cuenco de entre sus manos, permitiendo que los animales de papel se desbocaran sobre el suelo.
Jilguero Cantarín regresó sin demora y ofreció al viejo pastor un cuenco de infusión con lúpulo, recetado por el médico de la ciudad provincial. Lo bebió pausadamente hasta que remitió la tos. Shaoran, entonces, salió corriendo y le aferró las piernas, temblando, como un asustadizo lobezno.
Tras las cesantes negativas de los médicos, tras escuchar una y otra vez que su útero estaba seco, que todo era fruto de la pérdida de su anterior hijo, tras llegar la aceptación y someterse a los designios de Dios, se produjo el milagro. Un milagro tan inesperado como agridulce, pues la madre murió en el parto. Un hecho que remató la moribunda fe del viejo predicador y que sumió a su nuero en una larga y destructora depresión.
Pasó dos años y el pequeño creció bajo los cuidados de su abuelo, ya que su padre se pasaba los días en Jackson Street, tumbado entre la niebla del opio y las caricias de mujeres, jugando y bebiendo sin cesar, suplicando a Dios que le hiciera despertar para comprobar que todo había sido una pesadilla. Pero parecía que no le escuchaba. Así pues, un día, uno de esos tantos que calentaban la ciudad en verano, decidió finalizar por sí mismo aquel mal sueño. Al menos, así volvería a tener paz.
Una vez el viejo pastor dejó de percibir el temblor de su nieto, elevó la mano y señaló el hermoso ciruelo que presidía el patio del este: había llegado la hora de decorarlo, como le había prometido, sabiendo con certeza que sería la última vez que lo hicieran juntos. Y, aunque no era un abeto, les serviría igualmente.
Se levantó y asió la mano del pequeño. Sus pasos eran lentos, pausados. Traspasaron juntos el umbral que separaba el techo de madera del abierto cielo del patio y, pisando un fino manto de nieve, llegaron hasta el árbol.
Jilguero Cantarín, mientras, anticipándose a las necesidades de su amo, como se esperaba de un buen sirviente, había recogido el zoológico de papel disperso por la tarima y los esperaba bajo las ramas desnudas del ciruelo con el cuenco de jade entre sus manos.
El viejo predicador aupó al pequeño Shaoran, metió la mano en el cuenco y asió una garza, ofreciéndosela a su nieto. Luego fue un perro; después una grulla, un tigre, un mono y hasta un panda. Así estuvieron largo tiempo, colgando los animales de fino papel rojo, como no podía ser de otra manera, ya que ese color atraía la buena suerte. Al final, colgaron el último. Y, echándose atrás, miró a su nieto y le dijo en su lengua materna:
—Merry Christmas, my Little Shaoran.