CPXII - Te daré las estrellas - Sagaz
Publicado: 14 Abr 2017 11:41
TE DARÉ LAS ESTRELLAS
El Telar del Destino vibró con un espasmo casi imperceptible. Ceriana levantó la mirada con esfuerzo, el peso de los años hundiéndole los hombros, nublando su juicio. Sus ojos buscaron el origen de la resonancia. Con manos enfermas y decrépitas tanteó los hilos, y sus dedos se detuvieron en el aire como si se negaran a moverse. Ella emitió un gruñido de desaprobación. Las delicadas manos que antaño surcaron las hebras del destino de los humanos habían sido reemplazados por garras retorcidas. Su piel ya no era blanca y sedosa, sino oscura como la brea, áspera y protuberante. El horror que le suscitaba la visión de su propia monstruosidad era algo a lo que nunca terminaría de acostumbrarse. Por suerte, hacía tiempo que ordenó destruir todos los espejos del santuario.
Ceriana suspiró, sintiendo cómo el cansancio se alojaba en su pecho y desterraba una decepción ilusoria; la resonancia había sido accidental. Claro. A veces ocurría, cuando los vientos del valle arrastraban noticias que solo el Telar comprendía, pero que ya no anticipaba.
Ceriana se incorporó y se alejó del altar. La simple cercanía del Telar y la visión de su lento estertor eran un recordatorio constante de su propia divinidad marchita. Con movimientos cansados de un cuerpo que no reconocía ni deseaba, Ceriana se dirigió hacia el balcón, descorrió el vaporoso dosel que ondulaba como la marea y contempló el valle desde las alturas.
La brisa de la mañana era agradable y, a pesar de todo, fue capaz de encontrar en ese momento algo de paz. Si sus fauces se lo permitiesen, probablemente hubiera sonreído.
Eldred se abrió paso entre los escombros. Los cadáveres se hacinaban en las avenidas de la Vieja Ciudad, rememorando en silencioso testimonio el precio que habían pagado por la libertad. Eldred atesoró esta escena. La historia nunca conocería sus nombres; la historia no entendía de personas, sino de cifras. Pero él no. Él no los olvidaría.
La multitud dejó paso a Eldred, que caminaba hacia el centro de la plaza. Allí, sus guerreros habían dado muerte a Beldais. El cuerpo humeaba como una montaña de pesadilla, la expresión de su rostro congelada en un manifiesto de puro rencor. Eldred examinó al monstruo; diecisiete lanzas de seis pulgadas sobresalían de diferentes partes de su anatomía. Aún manaba sangre de los puntos donde había sido alcanzado. El líquido oscuro regaba los relieves del pavimento, componiendo un dibujo macabro que se serpenteaba con lentitud hacia los confines de la plaza.
Eldred buscó a sus guerreros y asintió con vehemencia, solo lamentando no haber estado presente para arrancar el último suspiro al demonio. Ocho días de batalla. Beldais se había asegurado de dejar su impronta antes de ser enviado de vuelta al Abismo. Una impronta de muerte y dolor.
—Se acabó —dijo Jerah, poniendo un guantelete aún ensangrentado sobre el hombro de Eldred. El horror de la batalla aún estaba fresco en sus ojos—. Beldais era el último.
Eldred se giró hacia la multitud, apretando los puños.
—No —dijo—. El último no.
A veces, Ceriana se permitía mirar a hurtadillas entre los hilos de la historia. Era un gesto caprichoso, inadecuado para una diosa. Herético, quizás, porque delataba lo terrenales que habían sido sus años más felices.
Ceriana acarició los hilos del Telar y cerró los ojos. Ahora que lo había perdido todo, a Ceriana le gustaba recordar que hubo un tiempo en el que sostenía entre sus brazos a la criatura más hermosa del mundo. El bebé no era suyo, claro; la maternidad carnal escapaba al interés y a las opciones biológicas de los dioses. Eso creía ella, al menos. Encontró al pequeño entre los arbustos de un bosquecillo de píceas, y su corazón cambió para siempre.
Ceriana se envolvió en los recuerdos, viviéndolos al tacto, cuidando de que sus garras no dañasen el Telar. Aquel día, junto al arroyo, Ceriana tomó al bebé con la torpe diligencia de quien nunca ha sostenido algo tan frágil, y lo lavó a conciencia. Lloraba, pues el agua estaba fría, pero era un chico fuerte.
Los meses pasaron en rápida sucesión ante sus ojos. Ceriana siempre supo que los otros dioses nunca perdonarían su desliz. Ocultó a su hijo. Quería protegerlo de ellos, aunque más adelante comprendió que en sus actos siempre hubo un contraste de egoísmo. Quizás fue en aquella época cuando el Telar empezó a fallar. Ceriana no lo recordaba con claridad.
Una noche, Ceriana y el chico salieron al raso. De espaldas sobre un enorme terraplén, contemplaron un cielo salpicado de estrellas que refulgían como ascuas sobre el tapete oscuro del universo.
—¿Qué son? —preguntó el muchacho.
—Estrellas, Eldred. ¿No te parecen lo más hermoso que hayas visto?
El chico asintió.
—Lo sé, pero, ¿qué son?
—Enormes esferas de fuego.
Eldred abrió mucho los ojos, mirándola con incredulidad.
—¿Y cómo se mantienen ahí arriba?
Ceriana se rio y le revolvió el cabello al pequeño.
—Ellas pertenecen a universo. Están ahí arriba por el mismo motivo por el que tú estás aquí abajo. Es como debe ser.
—¿Y qué pasa si se caen? —preguntó con los labios fruncidos—. Me aplastarían.
Ceriana rodeó a Eldred y lo atrajo hacia su pecho en un cálido abrazo.
—Eso nunca ocurrirá, Eldred. Ellas velan por ti, aunque no lo sepas.
—Yo puedo cuidarme solo.
—Seguro que sí. —Ceriana cerró los ojos, dejando que el sueño la embriagase—. Pero, si quieres, subiré hasta el cielo y te daré las estrellas, y cuando estén en tus manos comprenderás que no hay nada que temer.
Eldred bajó la mirada, y finalmente sacudió la cabeza.
—Te equivocas, mamá.
—¿Por qué?
—Porque no les tengo miedo.
No pasó mucho tiempo hasta que los otros dioses descubrieron al chico. En los últimos meses, Ceriana había desatendido sus obligaciones con el Telar del Destino, y eso era algo que ninguna divinidad estaba dispuesta a consentir. Así que se lo arrebataron de sus brazos. A ella la encerraron en el santuario, encomendada por siempre a la tarea para la que había nacido. Gracias a las súplicas de Ceriana, su hijo fue perdonado, y en este mismo arrebato de benevolencia utilizaron magia antigua en Eldred, borrando sus recuerdos.
Todo se torció después de aquello. Cada año las predicciones del Telar erraban con más frecuencia, y Ceriana no puedo hacer otra cosa que resignarse. Algunos dioses, despojados entonces del sosiego de la clarividencia, consumidos por el recelo y el miedo, descendieron de sus tronos y sembraron la tiranía en las tierras de los humanos.
Un día comenzó la rebelión. Las nuevas ideas se propagaron como una enfermedad, hasta que los siervos se levantaron contra sus señores. Por aquel entonces nadie pensaba en ellos como «dioses».
Eldred fue uno de los artífices de esa rebelión.
Cuando los humanos abandonaron su fe, la apariencia externa de los dioses cambió. Sus cuerpos, antaño efigies idealizadas de la perfección humana, mutaron en gigantescas y deformes aberraciones de carne. El nuevo aspecto de los tiranos no ayudó a recuperar la fe perdida. Todo lo contrario; la visión de tales horrores solo consiguió alimentar la determinación de los humanos. Algunos dioses lo atribuyeron a la herejía, que los empujaba irremediablemente hacia el Abismo; otros sostuvieron que la transformación era un retorno a sus formas originales, que solo habían estado ocultas gracias al poder de la oración. Ceriana lo entendió como una inevitable simetría; una adaptación del cuerpo al alma que hacía años que habían perdido.
Eldred se detuvo frente a las puertas del santuario. Miró hacia sus filas, escudriñando los rostros cansados de los hombres que lo habían seguido, notando en su corazón el peso de los que faltaban.
—Seguiré yo solo —anunció. Un murmullo recorrió las huestes de lanceros—. Ya os he pedido demasiado.
Eldred empujó las enormes planchas de bronce taraceado, lo suficiente para abrir un hueco de apenas cinco palmos de ancho. Bajo la atenta mirada de los hombres, dio un paso hacia la oscuridad. El sol se derramaba sobre los picos occidentales como un disco de metal fundido. Y hacía frío.
Sus pasos resonaron en la bóveda del santuario. Al fondo de la sala, una figura abominable se giró. Eldred buscó los ojos del demonio, que lo inspeccionaban desde arriba con aire ausente.
—Ceriana, demonio del Destino y la Clarividencia —dijo—. Sabes a qué he venido. Hoy termina vuestra era.
—¿Y qué viene después? —articuló ella con sus fauces monstruosas.
—La nuestra.
Ceriana cargó contra su hijo, que se preparó para recibirla en una postura defensiva. Sus garras cayeron sobre el humano, pero Eldred rodó hacia su derecha en el último suspiro. Las losas saltaron por los aires en una neblina de fragmentos de mármol. Eldred se inclinó, se impulsó con los talones y dio fuerza a su estocada. La sangre roció el suelo, y Ceriana gritó.
Su hijo jamás lo sabría, pero había sido un grito de puro júbilo. Al final, el destino le había reservado algo maravilloso: la posibilidad de ver a Eldred una última vez. ¿Cuántos años habían pasado? «Ha crecido tanto… —pensó Ceriana—. Hágase pues el fin de nuestra era». Así debía ser. El Tapiz, con su silencio, había dictado la sentencia: en este nuevo mundo ya no había lugar para los dioses. Afortunadamente, Eldred nunca sabría quién era ella. Aunque hubiera conservado sus recuerdos no habría podido reconocer a su madre en el monstruo contra el que ahora luchaba. Ceriana daba gracias por ello.
El acero bailaba en las manos de Eldred. Con la misma volatilidad que una brisa nocturna, quebró hacia su flanco y un tajo horizontal la alcanzó en uno de sus tendones. La diosa bufó, apretando los dientes. Su enorme cuerpo se escoró hacia un lado. Ceriana aprovechó la inercia y asestó un coletazo brutal que derribó a Eldred. Las garras brillaron en la penumbra y estallaron contra la pechera del humano. El golpe arrojó a Eldred contra las columnas, pero se incorporó con rapidez, el labio partido goteando sobre su mentón, los ojos ardiendo. Ceriana sonrió; su hijo era fuerte. Aulló, haciendo temblar los pilares del santuario, y se preparó para el contraataque. Su hijo había prendido las llamas de la rebelión. Su destino era guiar a la humanidad hacia nuevos horizontes. Ceriana no iba a permitir que ese preciso instante, ese último enfrentamiento, ese momento incardinado en el centro de las ruedas del destino, pasase a la historia como algo trivial. Mientras le quedase un resquicio de vida, haría sangrar a su hijo. Ayudaría a forjar su leyenda.
Eldred tiró de la lanza, y la hoja desgarró la carne del demonio al salir. Ceriana cayó, toda ella reducida a un bulto sanguinolento. Eldred se apartó jadeante, sintiendo el corazón como un yunque al ser golpeado por el martillo. Estaba cubierto de sangre y sudor. Pero todo había acabado.
El monstruo aún respiraba, aunque no sería por mucho tiempo. Los ojos sangrantes de Ceriana lo miraban intensamente. El pecho se le hinchaba en una respiración entrecortada y agonizante. Eldred le dio la espala y caminó hacia el fondo del santuario. Se detuvo frente al Telar y, aunque sintió la tentación de hacerlo, evitó tocar sus hilos. En lugar de ello, alzó su arma. Con golpes pesados debido a la extenuación y a las heridas, Eldred destruyó el artefacto. Luego dejó caer la lanza y miró hacia arriba.
—Al final no pudiste darme las estrellas —susurró—. Pero hoy las conquisto para ti.
Ceriana abrió mucho los ojos, sintiendo cómo la vida se le escapaba en cada exhalación, como agua que se filtra entre los dedos.
—¿Qué…? —consiguió preguntar.
—¿Aún puedes hablar? —Eldred se giró. Había una lágrima en su mejilla—. Hablaba con mi madre. Vosotros me la arrebatasteis. Me arrancasteis de sus brazos cuando era solo un niño. Es por ella que estoy aquí.
Ceriana rio, y era una risa sincera.
—Entonces debió de ser una gran mujer.
—Aún lo es —respondió Eldred, inclinando la cabeza—. Esté donde esté.
Ceriana asintió. Su hijo pasó junto a ella, abandonándola en el dolor. Sin fuerzas para moverse, la diosa escuchó las puertas del santuario cerrase para siempre. Las últimas briznas de luz desaparecieron tras las montañas.
Ceriana murió sola.
Se fue con una sonrisa, y una imagen la acompañó hasta el final. Fue la muerte más feliz que nunca pudo desear.
De Eldred poco se supo después de aquello. A veces, la historia lo revive entre leyendas y mitos desdibujados por el tiempo. El poder nunca lo sedujo. Nunca guio a la humanidad hacia nuevos horizontes. Nunca le interesó tal cosa.
Sí, la historia también lo olvidó, y los libros poco dicen de él. Salvo que murió en los bosques, y que nunca jamás volvió a mirar al cielo.
El Telar del Destino vibró con un espasmo casi imperceptible. Ceriana levantó la mirada con esfuerzo, el peso de los años hundiéndole los hombros, nublando su juicio. Sus ojos buscaron el origen de la resonancia. Con manos enfermas y decrépitas tanteó los hilos, y sus dedos se detuvieron en el aire como si se negaran a moverse. Ella emitió un gruñido de desaprobación. Las delicadas manos que antaño surcaron las hebras del destino de los humanos habían sido reemplazados por garras retorcidas. Su piel ya no era blanca y sedosa, sino oscura como la brea, áspera y protuberante. El horror que le suscitaba la visión de su propia monstruosidad era algo a lo que nunca terminaría de acostumbrarse. Por suerte, hacía tiempo que ordenó destruir todos los espejos del santuario.
Ceriana suspiró, sintiendo cómo el cansancio se alojaba en su pecho y desterraba una decepción ilusoria; la resonancia había sido accidental. Claro. A veces ocurría, cuando los vientos del valle arrastraban noticias que solo el Telar comprendía, pero que ya no anticipaba.
Ceriana se incorporó y se alejó del altar. La simple cercanía del Telar y la visión de su lento estertor eran un recordatorio constante de su propia divinidad marchita. Con movimientos cansados de un cuerpo que no reconocía ni deseaba, Ceriana se dirigió hacia el balcón, descorrió el vaporoso dosel que ondulaba como la marea y contempló el valle desde las alturas.
La brisa de la mañana era agradable y, a pesar de todo, fue capaz de encontrar en ese momento algo de paz. Si sus fauces se lo permitiesen, probablemente hubiera sonreído.
Eldred se abrió paso entre los escombros. Los cadáveres se hacinaban en las avenidas de la Vieja Ciudad, rememorando en silencioso testimonio el precio que habían pagado por la libertad. Eldred atesoró esta escena. La historia nunca conocería sus nombres; la historia no entendía de personas, sino de cifras. Pero él no. Él no los olvidaría.
La multitud dejó paso a Eldred, que caminaba hacia el centro de la plaza. Allí, sus guerreros habían dado muerte a Beldais. El cuerpo humeaba como una montaña de pesadilla, la expresión de su rostro congelada en un manifiesto de puro rencor. Eldred examinó al monstruo; diecisiete lanzas de seis pulgadas sobresalían de diferentes partes de su anatomía. Aún manaba sangre de los puntos donde había sido alcanzado. El líquido oscuro regaba los relieves del pavimento, componiendo un dibujo macabro que se serpenteaba con lentitud hacia los confines de la plaza.
Eldred buscó a sus guerreros y asintió con vehemencia, solo lamentando no haber estado presente para arrancar el último suspiro al demonio. Ocho días de batalla. Beldais se había asegurado de dejar su impronta antes de ser enviado de vuelta al Abismo. Una impronta de muerte y dolor.
—Se acabó —dijo Jerah, poniendo un guantelete aún ensangrentado sobre el hombro de Eldred. El horror de la batalla aún estaba fresco en sus ojos—. Beldais era el último.
Eldred se giró hacia la multitud, apretando los puños.
—No —dijo—. El último no.
A veces, Ceriana se permitía mirar a hurtadillas entre los hilos de la historia. Era un gesto caprichoso, inadecuado para una diosa. Herético, quizás, porque delataba lo terrenales que habían sido sus años más felices.
Ceriana acarició los hilos del Telar y cerró los ojos. Ahora que lo había perdido todo, a Ceriana le gustaba recordar que hubo un tiempo en el que sostenía entre sus brazos a la criatura más hermosa del mundo. El bebé no era suyo, claro; la maternidad carnal escapaba al interés y a las opciones biológicas de los dioses. Eso creía ella, al menos. Encontró al pequeño entre los arbustos de un bosquecillo de píceas, y su corazón cambió para siempre.
Ceriana se envolvió en los recuerdos, viviéndolos al tacto, cuidando de que sus garras no dañasen el Telar. Aquel día, junto al arroyo, Ceriana tomó al bebé con la torpe diligencia de quien nunca ha sostenido algo tan frágil, y lo lavó a conciencia. Lloraba, pues el agua estaba fría, pero era un chico fuerte.
Los meses pasaron en rápida sucesión ante sus ojos. Ceriana siempre supo que los otros dioses nunca perdonarían su desliz. Ocultó a su hijo. Quería protegerlo de ellos, aunque más adelante comprendió que en sus actos siempre hubo un contraste de egoísmo. Quizás fue en aquella época cuando el Telar empezó a fallar. Ceriana no lo recordaba con claridad.
Una noche, Ceriana y el chico salieron al raso. De espaldas sobre un enorme terraplén, contemplaron un cielo salpicado de estrellas que refulgían como ascuas sobre el tapete oscuro del universo.
—¿Qué son? —preguntó el muchacho.
—Estrellas, Eldred. ¿No te parecen lo más hermoso que hayas visto?
El chico asintió.
—Lo sé, pero, ¿qué son?
—Enormes esferas de fuego.
Eldred abrió mucho los ojos, mirándola con incredulidad.
—¿Y cómo se mantienen ahí arriba?
Ceriana se rio y le revolvió el cabello al pequeño.
—Ellas pertenecen a universo. Están ahí arriba por el mismo motivo por el que tú estás aquí abajo. Es como debe ser.
—¿Y qué pasa si se caen? —preguntó con los labios fruncidos—. Me aplastarían.
Ceriana rodeó a Eldred y lo atrajo hacia su pecho en un cálido abrazo.
—Eso nunca ocurrirá, Eldred. Ellas velan por ti, aunque no lo sepas.
—Yo puedo cuidarme solo.
—Seguro que sí. —Ceriana cerró los ojos, dejando que el sueño la embriagase—. Pero, si quieres, subiré hasta el cielo y te daré las estrellas, y cuando estén en tus manos comprenderás que no hay nada que temer.
Eldred bajó la mirada, y finalmente sacudió la cabeza.
—Te equivocas, mamá.
—¿Por qué?
—Porque no les tengo miedo.
No pasó mucho tiempo hasta que los otros dioses descubrieron al chico. En los últimos meses, Ceriana había desatendido sus obligaciones con el Telar del Destino, y eso era algo que ninguna divinidad estaba dispuesta a consentir. Así que se lo arrebataron de sus brazos. A ella la encerraron en el santuario, encomendada por siempre a la tarea para la que había nacido. Gracias a las súplicas de Ceriana, su hijo fue perdonado, y en este mismo arrebato de benevolencia utilizaron magia antigua en Eldred, borrando sus recuerdos.
Todo se torció después de aquello. Cada año las predicciones del Telar erraban con más frecuencia, y Ceriana no puedo hacer otra cosa que resignarse. Algunos dioses, despojados entonces del sosiego de la clarividencia, consumidos por el recelo y el miedo, descendieron de sus tronos y sembraron la tiranía en las tierras de los humanos.
Un día comenzó la rebelión. Las nuevas ideas se propagaron como una enfermedad, hasta que los siervos se levantaron contra sus señores. Por aquel entonces nadie pensaba en ellos como «dioses».
Eldred fue uno de los artífices de esa rebelión.
Cuando los humanos abandonaron su fe, la apariencia externa de los dioses cambió. Sus cuerpos, antaño efigies idealizadas de la perfección humana, mutaron en gigantescas y deformes aberraciones de carne. El nuevo aspecto de los tiranos no ayudó a recuperar la fe perdida. Todo lo contrario; la visión de tales horrores solo consiguió alimentar la determinación de los humanos. Algunos dioses lo atribuyeron a la herejía, que los empujaba irremediablemente hacia el Abismo; otros sostuvieron que la transformación era un retorno a sus formas originales, que solo habían estado ocultas gracias al poder de la oración. Ceriana lo entendió como una inevitable simetría; una adaptación del cuerpo al alma que hacía años que habían perdido.
Eldred se detuvo frente a las puertas del santuario. Miró hacia sus filas, escudriñando los rostros cansados de los hombres que lo habían seguido, notando en su corazón el peso de los que faltaban.
—Seguiré yo solo —anunció. Un murmullo recorrió las huestes de lanceros—. Ya os he pedido demasiado.
Eldred empujó las enormes planchas de bronce taraceado, lo suficiente para abrir un hueco de apenas cinco palmos de ancho. Bajo la atenta mirada de los hombres, dio un paso hacia la oscuridad. El sol se derramaba sobre los picos occidentales como un disco de metal fundido. Y hacía frío.
Sus pasos resonaron en la bóveda del santuario. Al fondo de la sala, una figura abominable se giró. Eldred buscó los ojos del demonio, que lo inspeccionaban desde arriba con aire ausente.
—Ceriana, demonio del Destino y la Clarividencia —dijo—. Sabes a qué he venido. Hoy termina vuestra era.
—¿Y qué viene después? —articuló ella con sus fauces monstruosas.
—La nuestra.
Ceriana cargó contra su hijo, que se preparó para recibirla en una postura defensiva. Sus garras cayeron sobre el humano, pero Eldred rodó hacia su derecha en el último suspiro. Las losas saltaron por los aires en una neblina de fragmentos de mármol. Eldred se inclinó, se impulsó con los talones y dio fuerza a su estocada. La sangre roció el suelo, y Ceriana gritó.
Su hijo jamás lo sabría, pero había sido un grito de puro júbilo. Al final, el destino le había reservado algo maravilloso: la posibilidad de ver a Eldred una última vez. ¿Cuántos años habían pasado? «Ha crecido tanto… —pensó Ceriana—. Hágase pues el fin de nuestra era». Así debía ser. El Tapiz, con su silencio, había dictado la sentencia: en este nuevo mundo ya no había lugar para los dioses. Afortunadamente, Eldred nunca sabría quién era ella. Aunque hubiera conservado sus recuerdos no habría podido reconocer a su madre en el monstruo contra el que ahora luchaba. Ceriana daba gracias por ello.
El acero bailaba en las manos de Eldred. Con la misma volatilidad que una brisa nocturna, quebró hacia su flanco y un tajo horizontal la alcanzó en uno de sus tendones. La diosa bufó, apretando los dientes. Su enorme cuerpo se escoró hacia un lado. Ceriana aprovechó la inercia y asestó un coletazo brutal que derribó a Eldred. Las garras brillaron en la penumbra y estallaron contra la pechera del humano. El golpe arrojó a Eldred contra las columnas, pero se incorporó con rapidez, el labio partido goteando sobre su mentón, los ojos ardiendo. Ceriana sonrió; su hijo era fuerte. Aulló, haciendo temblar los pilares del santuario, y se preparó para el contraataque. Su hijo había prendido las llamas de la rebelión. Su destino era guiar a la humanidad hacia nuevos horizontes. Ceriana no iba a permitir que ese preciso instante, ese último enfrentamiento, ese momento incardinado en el centro de las ruedas del destino, pasase a la historia como algo trivial. Mientras le quedase un resquicio de vida, haría sangrar a su hijo. Ayudaría a forjar su leyenda.
Eldred tiró de la lanza, y la hoja desgarró la carne del demonio al salir. Ceriana cayó, toda ella reducida a un bulto sanguinolento. Eldred se apartó jadeante, sintiendo el corazón como un yunque al ser golpeado por el martillo. Estaba cubierto de sangre y sudor. Pero todo había acabado.
El monstruo aún respiraba, aunque no sería por mucho tiempo. Los ojos sangrantes de Ceriana lo miraban intensamente. El pecho se le hinchaba en una respiración entrecortada y agonizante. Eldred le dio la espala y caminó hacia el fondo del santuario. Se detuvo frente al Telar y, aunque sintió la tentación de hacerlo, evitó tocar sus hilos. En lugar de ello, alzó su arma. Con golpes pesados debido a la extenuación y a las heridas, Eldred destruyó el artefacto. Luego dejó caer la lanza y miró hacia arriba.
—Al final no pudiste darme las estrellas —susurró—. Pero hoy las conquisto para ti.
Ceriana abrió mucho los ojos, sintiendo cómo la vida se le escapaba en cada exhalación, como agua que se filtra entre los dedos.
—¿Qué…? —consiguió preguntar.
—¿Aún puedes hablar? —Eldred se giró. Había una lágrima en su mejilla—. Hablaba con mi madre. Vosotros me la arrebatasteis. Me arrancasteis de sus brazos cuando era solo un niño. Es por ella que estoy aquí.
Ceriana rio, y era una risa sincera.
—Entonces debió de ser una gran mujer.
—Aún lo es —respondió Eldred, inclinando la cabeza—. Esté donde esté.
Ceriana asintió. Su hijo pasó junto a ella, abandonándola en el dolor. Sin fuerzas para moverse, la diosa escuchó las puertas del santuario cerrase para siempre. Las últimas briznas de luz desaparecieron tras las montañas.
Ceriana murió sola.
Se fue con una sonrisa, y una imagen la acompañó hasta el final. Fue la muerte más feliz que nunca pudo desear.
De Eldred poco se supo después de aquello. A veces, la historia lo revive entre leyendas y mitos desdibujados por el tiempo. El poder nunca lo sedujo. Nunca guio a la humanidad hacia nuevos horizontes. Nunca le interesó tal cosa.
Sí, la historia también lo olvidó, y los libros poco dicen de él. Salvo que murió en los bosques, y que nunca jamás volvió a mirar al cielo.