Tu nombre es Olga - Josep Mª Espinàs

Aquellas maravillosas cartas.

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AresMart
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Tu nombre es Olga - Josep Mª Espinàs

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Título original: "El teu nom és Olga"
Editorial: La Campana
Publicación: 1986 (català), 1987 (castellano)
Páginas: 120
Precio: 13€
El autor, Josep Mª Espinàs, explica cómo es su hija Olga, afectada por el síndrome de Down (SD) y sus relaciones con ella a lo largo de los años. Es un texto de una profunda sensibilidad pero sin sentimentalismos; el afecto queda perfectamente encuadrado por la lucidez y la serenidad, y todo ello concretado en un lenguaje de gran calidad comunicativa.

Es para ella que escribe las 17 cartas de reflexión en las cuales trata temas del mundo de la discapacidad como el concepto de normalidad, el sentimiento de culpabilidad paterno/materno de engendrar un hijo con deficiencia, el desconocimiento entorno este campo y la responsabilidad inesperada, el uso de una terminología más o menos adecuada...
Pero si este libro ha obtenido tanto éxito, y sigue reeditándose, es porque su interés no se limita al de las familias que viven una situación parecida a la del autor, ya que plantea los sentimientos de un padre y de toda una familia, unos problemas y alegría que pueden extrapolarse perfectamente a cualquier familia con un hijo/a con cualquier tipo de transtorno.

Es un texto que renueva, constructivamente, la visión de los diversos aspectos de la convivencia humana y estimula el necesario respeto a la diferencia. Esta dimensión cívica del libro explica que sea utilizado en muchas escuelas e incluso esté recomendado en centros de enseñanza universitaria.


Pocos libros son reeditados tan regularmente, y desde hace años, como Tu nombre es Olga.
A las 36 ediciones en catalán se añaden las traducciones publicadas en castellano, inglés, francés, alemán, itlaliano, holandés, portugués, checo y japonés. Además, ha sido radiado íntegramente por la BBC de Londres.

Querida Olga,
Nunca nos habíamos imaginado que podías no ser normal, como suele decirse.
Te lo diré francamente: no habíamos imaginado nada, no te habíamos imaginado de ninguna manera concreta. Tenía que nacer un hijo, o una hija, nada más. Entonces –hace ya treinta y dos años- el sexo no podía ser conocido antes del nacimiento, y los padres acostumbraban a elegir previamente dos nombres, uno masculino y otro femenino, para estar preparados para la sorpresa.
Es curioso, pero no recuerdo qué nombre habíamos pensado para el caso que fueras un niño. Si lo teníamos, se nos ha borrado. ¿Sabes, Olga, cuántas preocupaciones innecesarias nos has ayudado a borrar en esta vida?
No, no suponíamos que podíamos tener una hija como tú.
Quizás hoy hay más gente que tiene presente esta posibilidad, porque se habla más de vosotros, y salís más a la calle, y vivís más años, y poco a poco vuestra presencia es más aceptada; para los padres de hoy, la aparición de un hijo mongólico puede ser preocupante, pero en 1954 era difícilmente pensable.
A pesar -¡qué cosas!- de que dos veranos antes de que tú existieses alguien me pidió que fuese a visitar el centro que había fundado el doctor Jeroni de Moragas, y donde aquel admirable pedagogo atendía a niños como tú. Entonces yo escribía en “ Destino “ y unas líneas mías podían ser útiles para aquella escuela y, en consecuencia, para los Moragas, que me parece que vivían una postguerra difícil. Salí de aquella casa de la calle de Iradier con el corazón encogido, te lo confieso, y tal vez por ello he comprendido siempre a los extraños que no pueden evitar ante vosotros un instintivo movimiento de rechazo. Me parece absolutamente natural, a la vez que creo que la naturaleza ha sido con vosotros lo bastante compasiva para que no os deis cuenta.
Aquel mes de julio de 1952, Jeroni de Moragas me escribió una carta, que guardé, y que entonces no podía prever todo lo que significaría para mí. “Querido amigo: gracias, muchas gracias por el acierto del reportaje, exacto, claro y preciso. Me ha prestado un gran servicio. Sobre todo por este concepto tan adecuado y que nunca se me había ocurrido: “la infancia disminuida”. Dice todo lo que debe decir y con todo el amor posible. Desde hoy lo utilizaré.”
El amigo Moragas –que también habría sido amigo tuyo, Olga, porque tú has tenido la suerte de contar con muchos amigos, pero de eso hablaremos otro día- veía en la idea de disminuido mental una expresión de amor, porque en aquellos tiempos anormal ( y luego subnormal ) sonaba como un bofetón. Sin embargo ahora le discutiría aquello de “dice todo lo que debe decir y con todo el amor posible”. He aprendido que el máximo amor te lleva a decir en este caso –y seguramente en otros- las cosas con la palabra exacta, o por lo menos con la palabra que la gente identifica con la realidad. Con el tiempo, fuimos ganando el derecho a presentarnos públicamente como padres de niños subnormales, y por el mero hecho de usar la palabra que los demás, por discreción, no se atrevían a aplicar a nuestros hijos delante de nosotros, creo que hacíamos un acto de afirmación de amor.
Unos dirán que eres, querida Olga, “disminuida”, pero no debes preocuparte: es verdad, aunque no sea toda la verdad. Otros te calificarán de “subnormal”, y también lo aceptaremos, ¿verdad?, porque no se trata de esconder una realidad esgrimiendo sutilezas sobre lo que es “normal” y lo que es “sub”. Si piensan “mongólica” hacen otra aproximación, muy válida, y si precisan que eres una muchacha con el “síndrome de Down” el tono es más neutro. Pero tanto da.
Mira, hija, yo sé lo que tú eres, y ninguna palabra-etiqueta, ningún diagnóstico que os pretenda “explicar” conjuntamente a ti y a todos tus compañeros llegará a descubrirlo.
Tú también lo sabes, y cuando llamas a la puerta del despacho donde me he encerrado a escribir, para avisarme que la cena está a punto o que suena el teléfono, lo dices muy claro:
-Soy yo. Olga.
Soy yo. Todos somos yo. Lo que ocurre es que no conseguimos entenderlo porque sólo usamos el “yo” para hablar de “mí”. La gramática nos ha enseñado a distinguir: yo, tú, él, ella, nosotros, nosotras, vosotros, vosotras, ellos, ellas. O sea: los demás no son “yo”.
Conocer esta norma gramatical es indispensable para hablar bien, pero creérsela como si fuera una verdad es absolutamente negativo para pensar bien. Nos exponemos a creer que somos el único “yo” de verdad, cuando lo cierto es que cada uno de los demás es también un “yo” para sí mismo, y nosotros somos su “tú” o su “él”.
Has sido tú, Olga, quien me ha ayudado más a comprenderlo. Porque me has obligado –sí, me has obligado en conciencia- a aceptar que yo no podía verte exclusivamente como “tú” o como “ella”, como una persona que se relacionaba conmigo desde fuera de mí mismo, y desde un plano secundario o subordinado.
Me has hecho pensar quién eras, cuáles eran tus derechos, que no eras como una de aquellas –tantas- personas que en el escenario de nuestra vida nos hemos acostumbrado a ver como extras, como figuras-satélite. He tenido que desprenderme de mi visión “yo” del mundo para poder comprender que tú también eres un “centro” de vida humana, que eres tan “yo” –tan protagonista, pues, tan único y tan “principal”- en tu universo como pueda serlo, en el suyo, cualquier otra persona.
Mi universo es más amplio. He aquí la única diferencia, y una diferencia ciertamente insignificante para quien no tenga un “yo” enfermo, un “yo” inflamado. ¿Acaso una brizna de hierba no tiene “yo” porque no es un roble?.
Tú no lo sabes, pero cada vez que te acercas y dices Soy yo no tan solo te pones exactamente en tu lugar, sino que consigues que yo reconozca el mío –soy “tú”, para ti- y aún más: pones en su lugar todas las cosas de este mundo.
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