Ocnos.-Luis Cernuda

¿Qué es poesía? Dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... ¡eres tú!

Moderadores: Tessia, lunallena

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nosequé
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Mensaje por nosequé »

Como leve sonido:
hoja que roza un vidrio,
agua que acaricia unas guijas,
lluvia que besa una frente juvenil;

Como rápida caricia:
pie desnudo sobre el camino,
dedos que ensayan el primer amor,
sábanas tibias sobre el cuerpo solitario;

Como fugaz deseo:
seda brillante en la luz,
esbelto adolescente entrevisto,
lágrimas por ser más que un hombre;

Como esta vida que no es mía
y sin embargo es la mía,
como este afán sin nombre
que no me pertenece y sin embargo soy yo;

Como todo aquello que de cerca o de lejos
me roza, me besa, me hiere,
tu presencia está conmigo fuera y dentro,
es mi vida misma y no es mi vida,
así como una hoja y otra hoja
son la apariencia del viento que las lleva.



Luis Cernuda

Siempre me hago la misma pregunta, y además creo que hay hilo abierto. ¿Nos tiene que afectar que fuera una mala persona, o homosexual, o exiliado, para poder leer a un escritor?.
Que nos importa de una persona que no vamos a convivir con ella y por lo tanto ni a sufrirla y tampoco educarla, que sea un cafre y encima el pobre esta muerto.
Nos llegan sus palabras, las sentimos. Pues a mi me vale.
Otra cosa son los entendidos, que hacen muy que requetebién de estudiarles como bichos de laboratorio y poder luego explicar porque ellos creen que escribió tal cosa o tal otra
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madison
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Mensaje por madison »

A mi también me vale, pero aun hoy existe una mayoría importante que no lo ve así.
Por mi parte me dedico a disfrutar de su lectura, además también disfruto de su figura si miro alguna foto suya, porque era un hombre muy guapo y elegante, daba gusto mirarlo :wink:
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nosequé
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Mensaje por nosequé »

Totalmente de acuerdo era guapo, bien vestido 8) y seguro que olia muy bien.
Pero sólo para eso, para mirarlo.
Me quedo con sus palabras
:shock: :D
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madison
La dama misteriosa
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Re: Ocnos.-Luis Cernuda

Mensaje por madison »

Imagen
Casa de Cernuda en Sevilla
Luis Cernuda
Paisajes

" La soledad. No se siente
el mundo: sus hojas sella.
Ya la luz abre su huella
en la tersura indolente.
Acogida está la frente
al regazo del hastío.
¿Qué prisa, qué desvarío
a la belleza hizo ajena?
Porque sólo el tiempo llena
el blanco papel vacío

Imagen
Soñábamos algunos cuando niños, caídos
En una vasta hora de ocio solitario
Bajo la lámpara, ante las estampas de un libro,
Con la revolución. Y vimos su ala fúlgida
Plegar como una mies los cuerpos poderosos.
Jóvenes luego, el sueño quedó lejos
De un mundo donde desorden e injusticia,
Hinchendo oscuramente la ávidas ciudades,
Se alzaban hasta el aire absorto de los campos.
Y en la revolución pensábamos: un mar
Cuya ira azul tragase tanta fría miseria.
El hombre es una nube de la que el sueño es viento.
¿Quién podrá al pensamiento separarlo del sueño?
Sabedlo bien vosotros, los que envidiéis mañana
En la calma este soplo de muerte que nos lleva
Pisando entre ruinas un fango con rocío de sangre.
Un continente de mercaderes y de histriones,
Al acecho de este loco país, está esperando
Que vencido se hunda, solo ante su destino,
Para arrancar jirones de su esplendor antiguo.
Le alienta únicamente su propia gran historia dolorida.
Si con el dolor el alma se ha templado, es invencible;
Pero, como el amor, debe el dolor ser mudo:
No lo digáis, sufridlo en esperanza. Así este pueblo iluso
Agonizará antes, presa ya de la muerte,
Y vedle luego abierto, rosa eterna en los mares.


Imagen
El magnolio

Se entraba a la calle por un arco. Era estrecha, tanto que quien iba por en medio de ella, al extender a los lados sus brazos, podía tocar ambos muros. Luego, tras una cancela, iba sesgada a perderse en el dédalo de otras callejas y plazoletas que componían aquel barrio antiguo. Al fondo de la calle sólo había una puertecilla siempre cerrada, y parecía como si la única salida fuera por encima de las casas, hacia el cielo de un ardiente azul. En un recodo de la calle estaba el balcón, al que se podía trepar, sin esfuerzo casi, desde el suelo; y al lado suyo, sobre las tapias del jardín, brotaba cubriéndolo todo con sus ramas el inmenso magnolio. Entre las hojas brillantes y agudas se posaban en primavera, con ese sutil misterio de lo virgen, los copos nevados de sus flores. Aquel magnolio fue siempre para mí algo más que una hermosa realidad: en él se cifraba la imagen de la vida. Aunque a veces la deseara de otro modo, más libre, más en la corriente de los seres y de las cosas, yo sabía que era precisamente aquel apartado vivir del árbol, aquel florecer sin testigos, quienes daban a la hermosura tan alta calidad. Su propio ardor lo consumía, y brotaba en la soledad unas puras flores, como sacrificio inaceptado ante el altar de un dios.
Pájaros en la mano

El aire, tan transparente, ¿se enturbia ahora con ondas oscuras? ¡Pájaros de nuevo! Bélicamente se despliegan sus bandos en volandas por el azul -por el azul, que

ellos crean, más que devuelven…-. La agudísima espada de fuego del arcangélico otoño los arrojó del paraíso suyo. Y se fueron, sin verlos el hombre. Pero

vuelven, vuelven siempre, como mi insaciado deseo constante de felicidad. Viéndolos volar, contemplando las figuras tan geométricas que trazan trinando musicales

y alados, ¿no vuelan también los ojos que los contemplan? ¡Divinos pájaros: pájaros, sí, más casi humanos!



El amor

Estaban al borde de un ribazo. Eran tres chopos jóvenes, el tronco fino, de un gris claro, erguidos sobre el fondo pálido del cielo, y sus hojas blancas y verdes

revolonado en las ramas delgadas. El aire y la luz del paisaje realzaban aún más con su serena belleza la de aquellos tres árboles.
Yo iba con frecuencia a verlos. Me sentaba frente a ellos, cara al sol de mediodía, y mientras los contemplaba, poco a poco sentía cómo iba invadiéndome una

especie de beatitud. Todo en el paisaje fuera un pensamiento, de una tranquila hermosura clásica: la colina donde se erguían, la llanura que desde allí se divisaba, la hierba, el aire, la luz.
Algún reloj, en la ciudad cercana, daba una hora. Todo era bello, en aquel silencio y soledad, que se me saltaban las lágrimas de admiración y de ternura. Mi efusión, concretándose en torno a la clara silueta de los tres chopos, me llevaba hacia ellos. Y como nadie aparecía por el campo, me acercaba confiado a su tronco y los abrazaba, para estrechar contra mi pecho un poco de su fresca y verde juventud.

El tiempo

Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien.) Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre ha vivido una vez libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?
Recuerdo aquel rincón del patio en la casa natal, yo a solas y sentado en el primer peldaño de la escalera de mármol. La vela estaba echada, sumiendo el ambiente en una fresca penumbra, y sobre la lona, por donde se filtraba tamizada la luz del mediodía, una estrella destacaba sus seis puntas de paño rojo. Subían hasta los balcones abiertos, por el hueco del patio, las hojas anchas de las latanias, de un verde oscuro y brillante, y abajo, en torno de la fuente, agrupadas, las matas floridas de adelfas y azaleas. Sonaba el agua al caer con un ritmo igual, adormecedor, y allá en el fondo del agua unos peces escarlata nadaban con inquieto movimiento, centelleando sus escamas en un relámpago de oro. Disuelta en el ambiente había una languidez que lentamente iba invadiendo mi cuerpo.
Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar.

Luis Cernuda



Donde habite el olvido.-



Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.

Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.

Donde habite el olvido

Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.

Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.

Luis Cernuda
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madison
La dama misteriosa
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Re: Ocnos.-Luis Cernuda

Mensaje por madison »

Imagen
El vicio

Camino del colegio, por aquella calle de casas señoriales, a través de cuyo zaguán se entreveía en el patio anchuroso, entre la blancura del mármol, verde, fina, solitaria, una palma, cierta casa de persianas siempre corridas y cancela cerrada por un portón, conventual y enigmática, me intrigaba. ¿Qué familia, qué comunidad recatada podía habitarla? Jamás, en mis diarias idas y venidas por delante de ella, pude ver un balcón abierto, y rara vez el verdulero detenía allí su borriquillo para pasar a través de una reja, la celosía apenas entreabierta, su fresca y brillante mercancía de tomates, pepinos y lechugas.

Una mañana de invierno, camino yo del colegio más temprano, roja aún la luz eléctrica en algún cristal, luchando con el vago amanecer, al cruzar aquella calle vi parado un coche ante la casa; un coche de punto, viejo y maltratado, echada la capota, y el cochero de pañolillo blanco anudado al cuello, gorra de hule ladeada en la cabeza y una pierna sobre la otra en actitud jacarandosa, como quien espera. Por la acera, una mujer alta vestida de amarillo, el abrigo de piel derribado sobre un hombro, paseaba dando voces coléricas junto a la puerta de la casa, al fin abierta.

Un temor infantil me impidió pasar junto a ella, y desde la otra acera vi su cara pálida y deslucida, cubierta de pesados afeites, el pelo estoposo teñido, negreando a ambos lados de la raya que lo dividía sobre la frente, terrible y risible, con algo de muñeca flácida cuyo relleno se desinfla. Por la cancela abierta de la casa venía un relente de perfume rancio, de vicio que la ley pasa por alto y ante el cual la religión cierra los ojos. El cochero, en su pescante, reía de los gritos de la mujer, y recostado de mala gana en el quicio de la puerta, un policía contemplaba abstraído y soñoliento.
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