Lo haré. Lo dicho, gracias.
Oír la luz - Eloy Sánchez Rosillo
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Re: Oír la luz - Eloy Sánchez Rosillo
Soñar... ¡Donosa locura!
Blanca de los Ríos Nostench.
Erase una persona tan despistada que se quedó una semana en su casa encerrada pues sus llaves no encontraba.
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Re: Oír la luz - Eloy Sánchez Rosillo
Iba a añadir que, en estos tiempos tan convulsos y llenos de pesimismo, merece muchísimo la pena,
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Re: Oír la luz - Eloy Sánchez Rosillo
Sin dudarlo ni un momento. La esperanza y la vitalidad que fluye de su poesía es un gran remedio contra el pesimismo. Os animo a leerloAben Razín escribió: ↑25 Mar 2021 12:50 Iba a añadir que, en estos tiempos tan convulsos y llenos de pesimismo, merece muchísimo la pena,
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Re: Oír la luz - Eloy Sánchez Rosillo
Creo que no se puede definir mejor la poesía de Eloy Sánchez Rosillo; al menos, hasta donde conozco, @lunallena
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Re: Oír la luz - Eloy Sánchez Rosillo
Me estáis tentando Voy a buscarlo...
"Cuando madures búscame, estaré en los columpios" Anónimo
Leyendo:
Waverley, Walter Scott
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Re: Oír la luz - Eloy Sánchez Rosillo
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Re: Oír la luz - Eloy Sánchez Rosillo
Cierto
"Cuando madures búscame, estaré en los columpios" Anónimo
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Re: Oír la luz - Eloy Sánchez Rosillo
Condición de lo bello
Qué extraña la belleza. Cuántas veces
a un tiempo nos alegra y nos aflige;
su luz te da en los ojos y te salva,
pero en el pecho canta la elegía.
Al leer este poema ha acudido a mi cabeza la imagen de bodegones, con sus frutas, espigas y demás. Así que al leer la elegía a su amigo Ramón Gaya, porque nada termina, y la alusión a este (... vi surgir tu pintura del abismo del lienzo ...) he sentido ese dolor de pérdida que a todos nos es común.
Lo dicho. Gracias.
Qué extraña la belleza. Cuántas veces
a un tiempo nos alegra y nos aflige;
su luz te da en los ojos y te salva,
pero en el pecho canta la elegía.
Al leer este poema ha acudido a mi cabeza la imagen de bodegones, con sus frutas, espigas y demás. Así que al leer la elegía a su amigo Ramón Gaya, porque nada termina, y la alusión a este (... vi surgir tu pintura del abismo del lienzo ...) he sentido ese dolor de pérdida que a todos nos es común.
Lo dicho. Gracias.
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Re: Oír la luz - Eloy Sánchez Rosillo
Gracias por compartir este sentimiento. El verso lo describe tan exacto que no falta, ni sobra nada,
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Re: Oír la luz - Eloy Sánchez Rosillo
EN LA CASA DE KEATS
TAMBIÉN, yo estuve allí, también yo hice
mi peregrinación hasta la casa
que en sus últimos años londinenses
habitara John Keats en el barrio de Hampstead.
Era un día de abril,
una de esas mañanas de primavera inglesa
en las que cae a ratos una lluvia menuda
que no molesta y que acompaña incluso
a quien pasea a solas.
Llegué en el metro, y caminé sin prisa,
debajo del paraguas,
con un plano de Londres en la mano,
por aquellos parajes bellísimos y llenos
de un verdor tan cuidado y a la vez tan silvestre.
Y poco a poco iba aproximándome
a la apartada calle e la que está
la casa del poeta. No podría
decir con cuánto asombro ni con cuánta emoción
me vi al fin ante ella. Tienen siempre
como un algo irreal estos lugares
que en tantas ocasiones hemos visto
en fotos y hasta en sueño.
No alcanzaba a creer que de verdad
esa casa se hallara en aquel sitio,
ni que estuviera yo
delante de su puerta en la mañana.
Pero sí, se encontraba por fortuna
allí precisamente, y junto a ella
me habían dejado sin error mis pasos.
Tuve, además la suerte
— acaso por la lluvia y la temprana hora—
de que ni un alma hubiera visitándola,
y así pude a mis anchas deambular,
con gran recogimiento, por sus habitaciones
y observar sin premura los recuerdos de Keats
que tan devotamente guardan esas paredes.
Después salí al jardín
que es lo que me produjo, en realidad,
impresión más profunda.
Seguía la llovizna. Y pasé mucho tiempo
mirando los parterres
de tulipanes rojos y alhelíes,
las violetas que alzaban su tímida hermosura
al amparo de un muro. Miré también los árboles:
un plátano muy grande, con hiedra trepadora
que casi hasta la copa abrazaba su tronco,
un laurel, un castaño,
un tilo y algún sauce, dos espinos en flor.
Unos mirlos saltaban por el césped, buscando
muy concienzudamente, con pericia implacable,
su alimento en la hierba. Un petirrojo vino
y se posó un buen rato en unas ramas.
¿Y a quién tan insistente y amoroso
llamaba con sus trinos? Al fin, su compañera
llegó como pidiéndole disculpas
por el retraso, y luego
los dos de pronto echaron a volar por la vida.
El pequeño jardín brillaba todo
bajo la lluvia. Yo no me olvidaba
de que aquí, en esta casa, hace casi dos siglos,
en una noche en que el verano estaba
a punto de llegar,
el poeta más puro, más hondo y desdichado
que ha tenido Inglaterra
oyó cantar a un ruiseñor. Y supo
que ese pájaro era el ruiseñor eterno,
el que no sabe nada de la muerte,
ajeno al tiempo, a nuestra angustia, el mismo
que en todos los lugares y las épocas
pudo escuchar al rey o atendió al pordiosero,
y cuyo canto prodigioso siempre
le procuró consuelo y alegría
al lacerado corazón del hombre.
Miraba aquella casa, aquel jardín,
mientras iba pensando
que si alguna vez hubo un lugar
en el que decidiera la Poesía
revelarnos del todo, con plenitud, su rostro
sereno y hermosísimo, aquí fue, desde luego,
aquí sin duda sucedió el milagro.
Y esa imagen tan dulce, tan misericordiosa,
se quedó reflejada de forma permanente
en las palabras mágicas de John Keats, un poeta
herido ya de muerte por la vida
—y que humilde, supuso
su propio nombre escrito apenas en agua—,
pero, que gracias a sus versos, siempre
será joven, eterno, igual que el ruiseñor
que él oyera cantar una noche de luna.
Conmovido por estos pensamientos,
durante un rato pude disfrutar todavía
la perfecta quietud, absorto en un silencio
que subrayaba apenas el rumor de la lluvia
con mucha mansedumbre.
No quería marcharme, aunque al cabo hube de irme.
Y bajo mi paraguas,
caminando despacio y volviendo los ojos
hacia atrás con frecuencia,
me alejé melancólico y alegre
de aquel lugar sagrado.
TAMBIÉN, yo estuve allí, también yo hice
mi peregrinación hasta la casa
que en sus últimos años londinenses
habitara John Keats en el barrio de Hampstead.
Era un día de abril,
una de esas mañanas de primavera inglesa
en las que cae a ratos una lluvia menuda
que no molesta y que acompaña incluso
a quien pasea a solas.
Llegué en el metro, y caminé sin prisa,
debajo del paraguas,
con un plano de Londres en la mano,
por aquellos parajes bellísimos y llenos
de un verdor tan cuidado y a la vez tan silvestre.
Y poco a poco iba aproximándome
a la apartada calle e la que está
la casa del poeta. No podría
decir con cuánto asombro ni con cuánta emoción
me vi al fin ante ella. Tienen siempre
como un algo irreal estos lugares
que en tantas ocasiones hemos visto
en fotos y hasta en sueño.
No alcanzaba a creer que de verdad
esa casa se hallara en aquel sitio,
ni que estuviera yo
delante de su puerta en la mañana.
Pero sí, se encontraba por fortuna
allí precisamente, y junto a ella
me habían dejado sin error mis pasos.
Tuve, además la suerte
— acaso por la lluvia y la temprana hora—
de que ni un alma hubiera visitándola,
y así pude a mis anchas deambular,
con gran recogimiento, por sus habitaciones
y observar sin premura los recuerdos de Keats
que tan devotamente guardan esas paredes.
Después salí al jardín
que es lo que me produjo, en realidad,
impresión más profunda.
Seguía la llovizna. Y pasé mucho tiempo
mirando los parterres
de tulipanes rojos y alhelíes,
las violetas que alzaban su tímida hermosura
al amparo de un muro. Miré también los árboles:
un plátano muy grande, con hiedra trepadora
que casi hasta la copa abrazaba su tronco,
un laurel, un castaño,
un tilo y algún sauce, dos espinos en flor.
Unos mirlos saltaban por el césped, buscando
muy concienzudamente, con pericia implacable,
su alimento en la hierba. Un petirrojo vino
y se posó un buen rato en unas ramas.
¿Y a quién tan insistente y amoroso
llamaba con sus trinos? Al fin, su compañera
llegó como pidiéndole disculpas
por el retraso, y luego
los dos de pronto echaron a volar por la vida.
El pequeño jardín brillaba todo
bajo la lluvia. Yo no me olvidaba
de que aquí, en esta casa, hace casi dos siglos,
en una noche en que el verano estaba
a punto de llegar,
el poeta más puro, más hondo y desdichado
que ha tenido Inglaterra
oyó cantar a un ruiseñor. Y supo
que ese pájaro era el ruiseñor eterno,
el que no sabe nada de la muerte,
ajeno al tiempo, a nuestra angustia, el mismo
que en todos los lugares y las épocas
pudo escuchar al rey o atendió al pordiosero,
y cuyo canto prodigioso siempre
le procuró consuelo y alegría
al lacerado corazón del hombre.
Miraba aquella casa, aquel jardín,
mientras iba pensando
que si alguna vez hubo un lugar
en el que decidiera la Poesía
revelarnos del todo, con plenitud, su rostro
sereno y hermosísimo, aquí fue, desde luego,
aquí sin duda sucedió el milagro.
Y esa imagen tan dulce, tan misericordiosa,
se quedó reflejada de forma permanente
en las palabras mágicas de John Keats, un poeta
herido ya de muerte por la vida
—y que humilde, supuso
su propio nombre escrito apenas en agua—,
pero, que gracias a sus versos, siempre
será joven, eterno, igual que el ruiseñor
que él oyera cantar una noche de luna.
Conmovido por estos pensamientos,
durante un rato pude disfrutar todavía
la perfecta quietud, absorto en un silencio
que subrayaba apenas el rumor de la lluvia
con mucha mansedumbre.
No quería marcharme, aunque al cabo hube de irme.
Y bajo mi paraguas,
caminando despacio y volviendo los ojos
hacia atrás con frecuencia,
me alejé melancólico y alegre
de aquel lugar sagrado.
- Ceinwyn
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Re: Oír la luz - Eloy Sánchez Rosillo
Qué bonito testimonio de su visita. Gracias, @lunallena .
Silba la calandria y nos sorprende en vela, amuchados, con ganas de seguir.
- Aben Razín
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- Registrado: 19 Feb 2009 14:28
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Re: Oír la luz - Eloy Sánchez Rosillo
Por supuesto,
En el catálogo de la biblioteca, he encontrado dos poemarios. Gracias por compartir este poema, @lunallena
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