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Nacido casi con el siglo XX, Jacques Henri Lartigue fue desde niño un testigo maravillado de todas las invenciones tecnológicas que revolucionaron la vida del hombre y que transformaron de modo radical los hábitos de la visión. Educado en un ambiente acomodado y ávido de novedades, pronto se sintió atraído por la velocidad y se aficionó a todos los deportes de moda en la época, como las carreras de coches, el vuelo sin motor, el tenis, el esquí o la natación. Parecía poseer una aptitud especial para la felicidad y para disfrutar de la vida con una elegancia despreocupada. No obstante, dotado de una extrema sensibilidad, también tomó conciencia rápidamente de que todo aquello que tan intensamente experimentaba podía desaparecer: la felicidad y la juventud, la luz y la belleza son verdades fugaces. Buscando el modo de retener a toda costa lo que le gustaba descubrió la fotografía, un instrumento ideal y libre que le permitió "capturar" esos días felices y canalizar el paso del tiempo.
La calidad de la mirada de Lartigue sobre el mundo reside tanto en la ligereza y la gracia con que elegía sus temas como en la conciencia sensible de una repentina relatividad de las cosas, de una flotación de las realidades que constituyen la cotidianidad. En sus imágenes, parece que los seres y los acontecimientos hayan perdido toda consistencia y vayan a la deriva, con perspectivas inciertas. El agua y sus movimientos de flujo y reflujo son omnipresentes. Todo ocurre como si nos liberásemos de la gravedad y del inmovilismo que rigen el antiguo universo para dirigirnos hacia un nuevo mundo más fluido, más veloz, en el que las instantáneas mágicas y los encuadres audaces refuerzan el sentimiento de que, bajo la influencia de una aceleración general, el tiempo se contrae y el espacio se hace realmente elástico.
(Todos los textos corresponden a la exposición 'Un mundo flotante. Fotografía de Jacques Henri Lartigue'. CaixaForum)
Lartigue pronto se da cuenta de que el mundo puede enfocarse desde puntos de vista distintos, incluso opuestos. Este descubrimiento orienta su mirada de fotógrafo, que en todo momento tiene presente lo ambigua que es la realidad: lo que debería estar delante puede pasar atrás, lo infinitamente pequeño puede tener mayor tamaño que lo más grande, lo lento puede ir a tanta velocidad como lo rápido. Gracias a su instantaneidad, la fotografía puede captar la magia de la incertidumbre, en la que el tiempo oscila entre dos puntos de interés contrarios o duda entre la sombra y la luz. Y precismante en ese intervalo, en esa suspensión, reside la verdad eterna de las imágenes de Lartigue que, aunque en apariencia estáticas, nos recuerdan siempre que el tiempo nunca se detiene.
Lartigue no sólo se entrega a los encantos de la instantánea, sino también a los sortilegios del encuadre. Éste puede intervenir en el momento de accionar el disparador y, en ese caso, la mirada se convierte en una prolongación del cuerpo: a veces se sitúa muy abajo, casi a ras del suelo, como la de un niño observando sorprendido el mundo de los adultos; otras siguiendo los andares de una transeúnte o acompañando el esfuerzo de un atleta. El encuadre también puede derivarse del interés por una determinada novedad técnica, como el formato 6 x 13 cm., que, por el alargamiento o por curvaturas del espacio, favorece las suspensiones y los vértigos. En imágenes posteriores, para acentuar la sensación de ambigüedad que experimenta ante el espectáculo de la realidad, Lartigue recurre a los motivos arquitectónicos que, repetidos o reflejados provocan una incertidumbre espacial: las personas parecen flotar, perdidas entre la vanidad y la inexistencia, entre el silencio y la incomunicación.
A principios del siglo XX, todo el mundo sueña con disfrutar de los nuevos placeres que ofrecen la velocidad y el deporte. Para protegerse contra el frío, el exceso de luz e impedir quemaduras o asfixia por los gases, el viajero se arma de gorro, gafas protectoras y chaqueta de cuero. Gracias a su buen humor, Lartigue pronto descubre el lado gracioso de esta vestimenta y la utiliza con sus amigos y familia. Sin embargo, las máscaras con las que cubre el rostro de los suyos son, como todas las máscaras, reveladoras de misterios insospechados. Esas figuras enmascaradas, pesadas y paralizadas en su singular atuendo, esos nuevos exploradores, parecen venir de otro mundo y también ver más allá, tanto en el tiempo como en el espacio.
A partir de 1910, Lartigue acude regularmente a la Avenue du Bois de Boulogne de París, o a las carreras de Auteuil, donde las damas distinguidas han establecido el ritual del paseo para lucir sus nuevos y extravagantes modelos. Al joven fotógrafo le fascina esta efímera aparición de una silueta que va acercándose a él y que parece permanecer más a la especie de los insectos o las aves que al género humano... Incapaz de enfrentarse a su temible atractivo, se esconde. Tiene miedo de asustarlas, de no poder fotografiarlas o, lo que es peor, de que acaben persiguiéndolo. De ahí sus encuadres oblicuos y esas tomas de vista tan bajas, como agazapado entre los arbustos: traducen su exaltación, su alegría y una desconocida turbación ante la belleza de las mujeres.
Para Lartigue, cuando la ligereza no es fruto del esfuerzo físico es el resultado de una determinada disposición de espíritu, o bien de los innumerables juegos e invenciones en los que participan todos lo habitantes de su casa. Justas absurdas alrededor del estanque, construcción de objetos efímeros, experimentos perspicaces y alocados al mismo tiempo... Todos participan en la aventura con fingida convicción o con alegría explosiva. En esos juegos no faltan nunca la curiosidad por los nuevos descubrimientos, los adelantamientos a toda velocidad o la búsqueda de nuevos récords. El humor es para el espíritu lo que el deporte para el cuerpo: una forma de evadirse de los límites de las convenciones sociales, de la rutina y del inmovilismo.
Es dífícil calcular cuántos saltos y despegues hay en la obra fotográfica de Lartigue. No cabe duda de que el mayor sueño del joven Jacques es volar. Es la forma de eludir la inercia del propio cuerpo, conocer la exaltación de las altura y experimentar la embriaguez que produce la independencia total. No es de extrañar pues que, ya de niño, se apasionara por la aviación, que en cierto modo materializa ese deseo. Pronto frecuenta los campos de aviación, acude a exhibiciones aéreas y se apasiona por las gestas heroicas de los pioneros de esta nueva actividad. En 1912, una de sus fotografías ocupa la portada de la revista La vie au grand air. Finalmente en 1916 tiene lugar su propio bautismo aéreo, durante el que experimenta ese "miedo alegre" que tanto se parece al éxtasis amoroso.
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Los comentarios son muy interesantes y geniales las fotografías 
