El inventor mental (relato)

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Carlos Alberto
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El inventor mental (relato)

Mensaje por Carlos Alberto »

Lord Matthew Clever nació en 1752, año de la invención del pararrayos. Estudió en el colegio Think About (uno de los más prestigiosos de la ciudad de Londres), donde logró más sobresalientes que amistades. Su inteligencia le granjeó tantos recelos como la constante ostentación que hacía de ella. El primer día en que ingresó en la Universidad de Oxford se presentó ante el rector con una libreta, en la que había apuntado doce sugerencias para mejorar su funcionamiento. Ninguna se aceptó mientras formaba parte de la facultad, pero todas se adoptaron más tarde, tras arduas deliberaciones de la Congregación.
Matthew Clever se sintió muy ofendido e infravalorado, así que decidió que jamás lucharía por nada ni por nadie. Comenzó cinco carreras científicas en Oxford y no terminó ninguna; no lo necesitaba. Heredero de la fortuna de su padre, un noble terrateniente del norte de Inglaterra, su única motivación consistía en demostrarse a sí mismo (y muy de vez en cuando a los demás) lo inteligente que era. Llevaba una vida retirada en una mansión campestre donde la hiedra se acumulaba en las paredes, a la vez que unas canas prematuras se adosaban a su pelo. El único contacto que mantenía con el exterior era la lectura de las gacetas científicas que, por aquel entonces, comenzaban a proliferar.
En una de esas publicaciones, fechada en 1769, leyó que un tal James Watt había patentado un ingenio al que llamaba “máquina de vapor”, capaz de transformar la energía térmica en energía mecánica. Sorprendido de que aquello supusiese una revolución, reunió a diez lores que conocía su padre para demostrarles que él ya la había inventado cinco años antes. Les enseñó su libreta, en la que había trazado unos planos que explicaban sus principios. Después de echarle un vistazo, el lord de mayor edad tomó la palabra:
–Como sin duda habrá leído, Watt no solo ha presentado la patente. También ha fabricado un modelo que funciona, o al menos así lo creen los técnicos. Si usted lo tenía tan claro, ¿por qué no intentó producir la máquina?
–Producir máquinas es una labor que carece de interés para mí, señor Wiggins. No pretendo ser el primero en construir ingenios revolucionarios, sino en concebirlos. Si analiza la Historia, comprobará que todas las creaciones se estropean en cuanto salen de la mente de su inventor. Se estropean al producirse y se estropean al utilizarse, manchándose para siempre el honor de quien las ha ideado. Yo no me expondré a semejante oprobio.
Nadie fue capaz de convencerle de que obrase de otra forma. A partir de entonces, cuando Clever leía que alguien había patentado un artilugio cuya primacía intelectual creía pertenecerle, enviaba una carta al Registro de Patentes con las siguientes palabras: “Yo lo concebí primero”. Después adjuntaba los planos y apuntes que, según él, demostraban su autoría. Pero, por muy detallados y precisos que fueran o parecieran, los documentos no tenían fecha. En el registro pensaban que se trataba de un mentiroso que intentaba usurparle el mérito al auténtico inventor y los desechaban nada más verlos.
Cansado de escribir esas breves cartas, Matthew Clever decidió ir un paso más allá. Corría el año 1787 cuando ordenó al mayordomo –su único criado– que copiase lo siguiente:
“Yo, Lord Matthew Clever, inventor intelectual de la máquina de vapor Clever (decisiva evolución de sus rudimentarias predecesoras), el globo de aire caliente, la lámpara de aceite y la hélice, les anuncio que recibirán en los próximos años la petición de una nueva patente relacionada con el vapor y un medio de transporte ya conocido. Estimo que los ingenieros que produzcan el invento tardarán al menos una década en adquirir los conocimientos que he alcanzado. Estén atentos.
De no haberla visto primero Wilfred Jamison, el destino más probable de la carta hubiese sido la hoguera. Jamison trabajaba en el Registro de Patentes y, aunque su deseo era ser fabricante de máquinas, carecía de la capacidad necesaria. Mas no carecía de sagacidad y ciertas habilidades técnicas. Decidió enviar una carta a Clever prometiéndole que le otorgaría la patente si le mostraba las pruebas. La firmó con el sello oficial del registro, pero no con la rúbrica del jefe como era costumbre, sino con la suya. Clever no esperaba esa respuesta ni ninguna otra, de modo que invitó a Jamison a su residencia para hacerse una idea más clara de sus propósitos.
Al contemplar la mansión, Jamison comprendió por qué Clever no se había molestado en patentar sus inventos. Se imaginó fumando un puro en los amplios pasillos de hierba, mirando por las quince ventanas blancas que jalonaban el edificio y acariciando sus paredes color caoba. Clever debió de leer los ojos ambiciosos de su invitado y le instó a sentarse fuera, en una mesa ubicada en mitad del jardín. El mayordomo trajo una segunda silla y les sirvió té.
–Bien, señor Jamison. Déme una razón para que le enseñe los planos de mi invento.
–Señor Clever, la razón es tan cristalina como los beneficios que supondría la patente.
El anfitrión chascó la lengua, bajó la barbilla y habló en tono desdeñoso mientras negaba con la cabeza.
–Veo que es tan estúpido como sus compañeros del registro.
–¿Por qué lo dice? —preguntó Jamison en un tono de curiosidad científica.
–Por varias razones. En primer lugar asegura que mi patente me proporcionaría beneficios, cuando ni siquiera sabe qué es lo que he inventado. En segundo lugar supone que me interesa el dinero, cuando si así fuera me habría molestado en patentar mis creaciones anteriores. En tercer lugar (y esto es lo más grave y lo más estúpido) pretende engañarme.
–¿Por qué lo dice? —repitió Jamison, con la boca semiabierta y las cejas levantadas.
–Usted no acude en nombre del Registro de Patentes, sino a título personal. Es tan obvio... incluso su expresión de incredulidad es lo más ridículo que he visto nunca.
Jamison apuró su taza de té antes de contestar.
–Usted supone que soy estúpido. En cambio, yo supongo que usted es inteligente. No albergaba la esperanza de engañarlo por mucho tiempo. Le pido disculpas.
–Muy bien, pero le recuerdo que no estoy haciendo suposiciones, sino afirmaciones. Y ahoga dígame, ¿qué es lo que pretende? ¿Para qué desea ver mis planos?
–En parte es por curiosidad. Mi padre fue maquinista. Siempre se quejaba de su trabajo: horas y horas guiando los carros por tablas de madera que se torcían o partían con frecuencia... Solía llevarse a mi madre porque era la única forma de que estuvieran juntos. Fui engendrado entre los caballos que se utilizan como fuerza de transporte. Por lo que dice en la carta, intuyo que usted podría mejorar eso, ¿verdad?
–¿Mejorarle a usted? Lo dudo mucho. En cuanto a los carros, tal vez podría mejorarlos. Y también podría equivocarse de plano, o de pleno. No sería la primera vez.
Jamison ignoró las ironías de su interlocutor y continuó hablando con tranquilidad.
–Me he apostado una semana de rondas cerveceras con uno de mis compañeros del registro. Él dice que usted es un majadero; yo digo que quizá sea un genio. Tal vez ha inventado de veras el globo, la lámpara de aceite, la hélice y la nueva y mejorada máquina de vapor. En tal caso, me gustaría saber por qué ha guardado esas maravillas… encerradas en su propia mente.
–Es donde mejor están, a salvo de los políticos y de los curiosos.
–Señor, ¿no cree que es obligación de todos contribuir al progreso? Algunos solo aspiramos a pequeñas cosas. Pero usted, con su cabeza... podría hacernos avanzar diez años en el tiempo.
–Y entonces seríamos todos más viejos. No veo motivos para...
Clever iba a tomar un sorbo de té; una sucesión de estornudos se lo impidió. Un movimiento reflejo de su brazo provocó la caída de la taza, que se partió en numerosos fragmentos.
–Oh, maldita sea.
–No se preocupe.
Jamison se acuclilló, recogió con cuidado los trozos y los dejó encima de la mesa, ante la mirada indiferente del dueño de la mansión.
–Gracias, pero no requiero de nuevos sirvientes.
–No soy su criado, pero puedo convertirme en su colaborador. Mi padre me enseñó mucho acerca de las máquinas. Si de verdad ha encontrado una forma de optimizar los carros, o algún otro medio de transporte, me encargaría de la aplicación de esas mejoras. ¿No le gustaría ver cómo su creatividad se convierte en la admiración de todo el imperio?

Clever se pasó el dedo índice por los labios durante unos segundos, mientras fijaba su vista en el cielo gris que amenazaba tormenta. Después entrecerró sus ojos afilados y escrutó el rostro de Jamison.
–Así que pretende hacer un trato conmigo. ¿En qué condiciones?
–Repartiríamos los beneficios a partes iguales. Solo ha de prestarme los documentos en los que detalla su creación. Yo me encargo de todo lo demás. Por supuesto, usted figurará como el inventor en el Registro de Patentes.
Clever se levantó de pronto, con tanta brusquedad que tiró varios de los trozos que Jamison había recogido.
–¿Qué clase de trato es ese? Yo le ofrezco mi inteligencia y usted, a cambio, su mano de obra. ¡Y pretende repartir las ganancias a partes iguales, como si valiera lo mismo la una que la otra!
–Las cifras son negociables.
–No me interesa. En ese acuerdo solo ganaría usted. Ahora márchese de mi casa y no vuelva nunca más.
A la semana siguiente, Matthew Clever vio por primera vez su nombre en una gaceta. The Sensationalist publicó un artículo protagonizado por “un demente que se considera autor de algunos de los inventos más importantes de las últimas décadas”. Como prueba se reproducía la última carta que el loco había enviado al Registro de Patentes. Ningún lord volvió a visitar a Clever y las hiedras siguieron campando en su mansión.
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PaJaRRaCo_86
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Re: El inventor mental (relato)

Mensaje por PaJaRRaCo_86 »

Me ha gustado mucho, aunque el título no termina de convencerme.
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Carlos Alberto
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Re: El inventor mental (relato)

Mensaje por Carlos Alberto »

Me alegro de que te haya gustado, Pajarraco (sin faltar :D ). Tu comentario me ha recordado este relato de Quim Monzó:

"EL CUENTO"

A media tarde el hombre se sienta ante su escritorio, coge una hoja de papel en blanco, la pone en la máquina y empieza a escribir. La frase inicial sale enseguida. La segunda también. Entre la segunda y la tercera hay unos segundos de duda.

Llena una página, saca la hoja del carro de la máquina y la deja a un lado, con la cara en blanco hacia arriba. A esta primera hoja agrega otra, y luego otra. De vez en cuando relee lo que ha escrito, tacha palabras, cambia el orden dentro de las frases, elimina párrafos, tira hojas enteras a la papelera. De golpe retira la máquina, coge la pila de hojas escritas, la vuelve del derecho y con un bolígrafo tacha, cambia, añade, suprime. Coloca la pila de hojas corregidas a la derecha, vuelve a acercarse la máquina y reescribe la historia de principio a fin. Una vez ha acabado, vuelve a corregirla a mano y a reescribirla a máquina. Ya entrada la noche la relee por enésima vez. Es un cuento. Le gusta mucho. Tanto, que llora de alegría. Es feliz. Tal vez sea el mejor cuento que ha escrito nunca. Le parece casi perfecto. Casi, porque le falta el título. Cuando encuentre el título adecuado será un cuento inmejorable. Medita qué título ponerle. Se le ocurre uno. Lo escribe en una hoja, a ver qué le parece. No acaba de funcionar. Bien mirado, no funciona en absoluto. Lo tacha. Piensa otro. Cuando lo relee también lo tacha.

Todos los títulos que se le ocurren le destrozan el cuento: o son obvios o hacen caer la historia en un surrealismo que rompe la sencillez. O bien son insensateces que lo echan a perder. Por un momento piensa en ponerle Sin título, pero eso lo estropea todavía más. Piensa también en la posibilidad de realmente no ponerle título, y dejar en blanco el espacio que se le reserva. Pero esta solución es la peor de todas: tal vez haya algún cuento que no necesite título, pero no es éste; éste necesita uno muy preciso: el título que, de cuento casi perfecto, lo convertiría en un cuento perfecto del todo: el mejor que haya escrito nunca.

Al amanecer se da por vencido: no hay ningún título suficientemente perfecto para ese cuento tan perfecto que ningún título es lo bastante bueno para él, lo cual impide que sea perfecto del todo. Resignado (y sabiendo que no puede hacer otra cosa), coge las hojas donde ha escrito el cuento, las rompe por la mitad y rompe esta mitad por la mitad; y así sucesivamente hasta hacerlo añicos.
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lucia
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Re: El inventor mental (relato)

Mensaje por lucia »

Esta muy bien escrito y muy precisamente, aunque un personaje como Clever da mucha frialdad al cuento hasta que se rompe la taza... Además de la ironía del apellido y las tontunas varias.
Nuestra editorial: www.osapolar.es

Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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Carlos Alberto
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Re: El inventor mental (relato)

Mensaje por Carlos Alberto »

Gracias, Lucía. Quería escribir un relato protagonizado por un loco excéntrico, obsesionado por impresionarse a sí mismo, y este fue el resultado. En la ciencia de hoy, cada vez más colaborativa y comunicada globalmente, es difícil que exista un tipo como él.
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