- Mi linda muñeca
no quiere dormir;
cierra los ojitos
y los vuelve a abrir.
Fragmento del poema “Mi muñeca”, de Hersilia Ramos de Argote
Ella me dio la vida y me enseñó a sonreír. Sí.
Fueron aquellos unos días colmados de sol y de dicha, siempre juntas; madre e hija. ¡Y las noches! Las noches eran incluso mejor, porque mamá me abrazaba y nos dormíamos aovilladas entre las sábanas de nuestro cómodo y níveo mundo. Por aquel entonces no sospechaba que, un día, ese sueño terminaría. Porque lo cierto es que todo ha de terminar.
Es el cariño de nuestras madres lo que hace que abramos los ojos a la vida. Por eso nosotras no tenemos recuerdos previos. En un principio no somos más que cascarones vacíos, con ojos ribeteados de largas pestañas y sonrisas falsas. Plastificadas. Muertas.
También en esos primeros tiempos, envuelta por el tejido algodonoso que preserva los sueños, yo pensaba que era la única. Me creía especial, puesto que siempre estaba con mamá y no se me ocurría prestar atención a lo que sucedía a nuestro alrededor. Ahora comprendo que es natural que fuera así, porque hasta entonces ella había sido el centro del mundo.
Pero una noche, mientras mami dormía, llegaron hasta mí unos cuchicheos. Me sorprendí mucho la primera vez que ellas, mis hermanas, me hablaron. Descubrí que algunas me observaban desde encima de la cómoda; sus ojos de cristal brillaban en la oscuridad. Otras se subieron a la cama, trepando con pericia por la colcha. En verdad que había muchas. Me hicieron saber sus nombres: Mariquita, Rosaura, Nancy, Alicia, Lesly, Fanny... Aunque no todas me saludaron, pues unas pocas permanecieron en los estantes, con los brazos caídos y la mirada ausente.
—¿Qué le ocurre a ella? —pregunté, señalando con mi manita el cuerpo de una Caperucita Roja que languidecía en el estante más alto. El polvo se había ido posando sobre su cabeza, hombros y regazo. Su inmovilidad era absoluta. Sus ojos, pozos negros.
—Ella ya estaba aquí cuando las otras fuimos llegando —explicó Nancy, siempre tan cordial. El resto de mis hermanas desviaron sus miradas—. Ya entonces era vieja. Hace mucho que sus ojos se cerraron a la vida. Ahora es un cascarón vacío.
—¿Por qué? —insistí, sintiendo que un precipicio se estaba abriendo bajo mis pies.
—Porque mamá ya se olvidó de ella —dijo la muñeca, y una chispa de tristeza ensombreció sus hermosos ojos—. Ese es nuestro destino...
Fue a partir de aquella noche que, superado el estupor inicial, empezó a arraigar en mi interior un amargo convencimiento: ni yo era especial ni mamá era solo mía. Y, aunque me gustaba conversar con mis recién descubiertas hermanas, ya nada era igual. El mundo había cambiado. Y en ese cambio algo se había perdido para siempre.
Sentía la amenaza constante de aquel abismo que había abierto sus fauces para engullirnos a todas. Aquella bestia aguardaba el momento de nuestra caída con impaciencia, salivaba y se relamía mientras nos vigilaba con sus ojos rojos. De las charlas con mis hermanas descubrí que todas ellas habían asumido “nuestro destino” con una resignación que me desgarraba por dentro. Yo no conseguía entenderlo. Me resistía. No quería aceptarlo.
—Pero... ¿Por qué? —insistí en diversas ocasiones—. ¿Por qué tiene que ser así? Siempre habéis estado aquí, esperando ese destino que evitáis mencionar... ¡Las cosas tienen que poderse cambiar! —exclamaba con vehemencia—. Si mamá nos olvida..., ¿no podríamos intentar salir afuera, por ejemplo, antes que convertirnos en cascarones cubiertos de polvo?
—No eres más que una mocosa, ¿qué sabrás tú? —respondió en una ocasión Mariquita, que era la más vieja, después de Caperucita. Sé que nunca le caí bien—. Dentro de un tiempo mamá no te hará el más mínimo caso. Así ocurre siempre. Te sentirás abandonada. Te replegarás, te refugiarás en tu propio interior y acabarás olvidándolo todo. ¡Será como si nunca hubieras existido! —gruñó, apuntándome con un dedo acusador. Me enfocó con sus ojos negros y alzó su carita redonda, altiva. Temblaron las plumas que adornaban su sombrerito de ala ancha.
Empecé a observar el mundo que se abría a mi alrededor. Ya no siempre estaba con mamá, pues había empezado a frecuentar un lugar llamado escuela. Cada mañana, cuando ella se marchaba, yo me ponía en movimiento. Salía de entre las sábanas, donde me dejaba, y a continuación me deslizaba colcha abajo. Tras mis espaldas solía escuchar los murmullos desaprobadores de algunas de mis hermanas, pero me acostumbré a ignorarlas. Luego corría hacia las cortinas y, escalando como un gato, alcanzaba la repisa de la ventana.
Justo debajo estaba el porche de la casa. Desde aquella posición podía observar cómo los humanos se alejaban, calle abajo. Les observaba mientras caminaban de forma tan despreocupada, ignorantes de mi presencia; sus figuras menguaban hasta desaparecer. Recuerdo que me maravillaba que los humanos fueran tan grandes y, a la vez, tan pequeños.
Solía quedarme largo rato en aquella repisa, con la mirada perdida más allá del cristal. Desde allí podía ver una bonita panorámica del parque. Me gustaba contemplar las copas de los árboles. Me preguntaba qué se sentiría al ser mecido por el viento. ¡Y ser acariciado por los rayos del sol! Con el transcurso del tiempo observé que las hojas de aquellos árboles iban cambiando de color. A mí me gustaba en especial cuando adoptaban una tonalidad cobriza, porque era entonces cuando el sol les arrancaba miles de destellos dorados que me fascinaban.
—¡Bájate de ahí! ¡Te van a descubrir! —chillaba Mariquita, enfadada.
—Solo un ratito más... —mentía yo.
En una ocasión entró uno de los humanos en la habitación y me sorprendió en la ventana. De inmediato quedé inmóvil, como siempre ante su presencia, pero no pareció fijarse en mí. Pensaría que mamá me había dejado allí. Desde mi posición pude contemplar cómo relampaguearon los ojos de Mariquita, que estaba en uno de los estantes al otro lado de la habitación. Y sonreí. No con mi sonrisa plastificada, si no con la auténtica.
Los humanos me despertaban una gran curiosidad. Aparte de aquellos que vivían en casa, solo había tenido la oportunidad de observar a algún invitado ocasional y, claro está, a los que alcanzaba a ver en la calle, más allá de la ventana. Muy pronto comprendí que no había dos de iguales. Y también llegué a la conclusión de que uno de ellos me resultaba muy desagradable: el hermano de mi mamá. Era un humano chiquito pero increíblemente ruidoso, pues siempre gritaba y pataleaba exigiendo atención. Solía tirar de las trenzas de mami, y sonreía cuando conseguía hacerla llorar.
Luego, cuando ocurrió aquello, descubrí qué era el odio.
Fue aquel humano chiquito quien me lo enseñó.
Había en nuestra casa otro pequeño ser que mamá adoraba: un jilguero que nos deleitaba a todos con sus alegres y hermosos cantos. Un día, mientras mami escuchaba embelesada al pájaro, el pequeño humano entró en el salón y, celoso, comenzó a incordiarla. Después, sonriendo con malicia, se puso de puntillas para alcanzar a abrir la puertecilla de la jaula. Mamá chilló. Se incorporó del sofá agitando sus bracitos y yo caí sobre la alfombra. El jilguero desplegó sus alas y, tras dar una vuelta por la habitación, nos echó una última mirada. Salió por el balcón.
Mamá, desconsolada y con la carita cubierta de lágrimas, explicó lo que había hecho su hermano. Le delató. Él asumió el castigo. No dijo ni una palabra, pero yo vi su mirada: los celos le envenenaban el alma, el rencor le corría por las venas. Supe que se vengaría.
Y se vengó.
Sucedió una tarde, cuando las sombras se alargaban hasta llegar a cubrir toda la habitación. No había ningún humano en casa, aparte del chiquito malicioso. Mis hermanas y yo habíamos estado escuchando ruidos provenientes de la cocina; a buen seguro que el personajillo andaría a la caza y captura de golosinas y chocolatinas. Pero de improviso oímos sus pasos en el pasillo. Avanzaba. Se acercaba. Nos estremecimos cuando empezó a girar el pomo de la puerta.
Sí, nosotras podemos sentir escalofríos.
Yo, que había estado recostada en la almohada de mamá, me apresuré a cubrirme con la ropa de cama. Él entró, todas percibimos su agitada respiración. Nuestras caritas de porcelana se congelaron y aguardamos. Se hizo la luz.
Venía para ensañarse con algo que mami apreciara y, de este modo tan mezquino, poder resarcirse en su fuero interno de la humillación de haber sido castigado.
Venía a por mí.
Me agarró de los cabellos. Me arrancó del refugio que me brindaban las sábanas. Sentí miedo cuando vi sus ojos. Sentí terror cuando reparé en las tijeras que sujetaba. Escuché los gritos de mis hermanas. Tardé un poco más en comprender que yo misma gritaba. Él no podía oírnos, por supuesto. Del mismo modo que yo no podía moverme ante su presencia.
Tiró de las cintas que adornaban mi cabellera, llevándose con ellas algunos mechones dorados. Luego rasgó los volantes de mi vestido de raso. Uno tras otro. Con cada pedazo de tela que desgarraba su sonrisa se hacía más amplia. Más demencial e inhumana. Cuando mi cuerpo quedó desnudo se carcajeó. Luego aplicó la afilada punta de las tijeras sobre mi mejilla izquierda y me arañó. Marcó una tortuosa línea a lo largo de mi torso.
Después me cortó los cabellos. Los arrojó al suelo y los pisoteó.
Nosotras no sentimos dolor físico. Tampoco podemos sangrar. Ni llorar. Sin embargo, sufrimos. Y llega un punto en que empezamos a morir por dentro.
Pero después de aquello mami siguió cuidando de mí. Ahora sé que, muy probablemente, me salvó. De haberme dejado herida en un rincón, a buen seguro que ahora estaría tan muerta como Caperucita. Ella me dio la vida y me enseñó a sonreír una vez más. Aplicó con esmero maquillaje sobre mis cicatrices y confeccionó con mis cabellos cercenados unas extensiones que, con mimo y bastante pericia, consiguió sujetar en lo alto de mi cabeza.
—Siempre serás mi muñeca linda —decía—. ¡Y qué moderna estás con este peinado nuevo! Te favorece —aseguraba. Y su cariño era un bálsamo que curaba cualquier herida.
Pasó el tiempo y, como es natural en los humanos, mamá creció. Desde nuestro lugar en los estantes la observábamos mientras ella pasaba horas enfrascada en la lectura; devoraba un libro tras otro, o incluso varios a la vez. Y cuando no leía escribía. Y cuando no leía ni escribía practicaba con la guitarra... También empezó a tener largas conversaciones telefónicas durante las que, en ocasiones, corría a sentarse ante el tocador y, con los ojos brillantes, se arreglaba los cabellos.
Un día, presa de una evidente excitación, mamá llenó dos maletas y, tras dar una vuelta sobre sí misma para contemplar la habitación, se marchó. Parece ser que se fue a estudiar a la universidad. Los humanos se ponían muy orgullosos cada vez que hablaban de ello. Excepto aquel hermano envidioso, por supuesto. Mis hermanas y yo, por cierto, temimos represalias de su parte.
Mas no hubo ninguna represalia. Fue mucho peor.
Los días se convirtieron en una sucesión interminable de tiempo que se prolongaba hasta el infinito. Cada día idéntico al anterior. Permanecíamos solas, encerradas en aquella habitación que ahora, sin mami, se había quedado vacía. Aguardábamos su regreso, aunque algunas de mis hermanas comenzaron a perder la esperanza. El polvo empezó a cubrirnos cual mortaja.
Al fin, cuando ya me sentía tan desanimada que incluso había dejado de acudir a mi puesto de observación tras la ventana, sucedió algo. Uno de los humanos entró en la habitación y se detuvo ante los estantes. Tras mirarnos durante unos vertiginosos instantes hizo una mueca y desplegó la bolsa que llevaba entre las manos. Nos arrojó al interior. Vació todas las baldas, una tras otra.
Algunas gritamos, llenas de miedo ante la incertidumbre. ¿Qué sería de nosotras? No obstante, otras de mis hermanas permanecieron impasibles. Ausentes. Como si, de hecho, ya nada les importase. Tras unos momentos empezamos a movernos. Nuestros cuerpecitos se apretaban y entrechocaban unos con otros en el interior de la bolsa. La oscuridad nos abrazaba.
—¡La bestia del abismo ha venido a buscarnos! —gritó Mariquita de improviso—. Ha llegado nuestra hora, ¡lo sabía! ¡Siempre lo he sabido!
—No nos asustes más, por favor... —rogó Nancy, que intentaba retirar el rostro de la tela plástica que la apresaba.
Dejamos de movernos. Escuchamos ruidos que, a nuestro alrededor, iban en aumento. Reconocí el rugido de esos vehículos que había visto tantas veces desde mi ventana. ¡Estábamos en la calle! Luego caímos. ¡Caímos! Pero la sensación de vértigo pronto cesó. Chocamos de repente contra algo duro y todo pareció detenerse de nuevo. Después reinó la oscuridad. El miedo. El frío. Sin embargo, todas mis hermanas guardaron silencio. Tal vez eso fuera lo más aterrador de todo. Y pensé: “ninguna de ellas considera la posibilidad de intentar hacer algo”.
Comencé a removerme entre los cuerpos de mis hermanas. No me resultó fácil, puesto que algunas de ellas se habían convertido en un peso muerto que me veía obligada a apartar de mi paso con gran esfuerzo. Repté como un gusano y, al fin, mis manos tocaron la tela plástica que nos rodeaba cual membrana. Palpé, arañé. Tras unos momentos de tensión sentí que la bolsa cedía bajo mis deditos. Solté un chillido de alegría e intenté animar a las demás.
Solo Nancy acudió a mi lado. Entre las dos abrimos un agujero más grande y luego salimos por él. Seguía oscuro, pero comprendimos que estábamos dentro de un contenedor. ¡Un cubo de basura! Diversas bolsas repletas de desperdicios se apilaban bajo nosotras.
Los humanos nos dan la vida. Después nos la quitan.
Aquellos residuos temblaron bajo nuestros pies. El mundo se balanceó. Nancy y yo no tuvimos tiempo de nada. Solo sentí que todo daba vueltas y, cuando volví a abrir los ojos, me encontré tirada sobre la acera. Junto a mí, tumbado, el cubo de basura derramaba su pútrido contenido. Nosotras incluidas. Y él se alzaba ante mí: un perro tan grande que parecía un caballo. Sus largas patas empezaron a escarbar entre las bolsas rotas. Resoplaba y de sus fauces caían babas espesas. Algunas gotas mojaron mi vestido. Recuerdo que, incongruentemente, me pregunté: “¿será esta la bestia del abismo que viene a engullirnos?”
Entonces vi a Nancy. Sorteó un montón de desechos y, con movimientos medidos y pausados, esquivó las patas del perro. Avanzaba con arrojo hacia mí, comprendí que tenía la intención de ayudarme. Pero el animal reparó en ella. La bestia gruñó y mostró los dientes.
—¡Corre! ¡Corre! ¡Cooorre! —gritó entonces Nancy, echando ella misma a correr calle abajo. Contemplé con horror que el animal salía tras ella.
—Venga, mueve ese culo, ¡ya! —dijo entonces Mariquita, que de repente estaba a mi lado. Tiró de mi brazo y me ayudó a incorporarme—. ¡Salgamos de aquí!
Y corrimos. ¡Ya lo creo que corrimos! Ni en mis sueños más locos hubiese imaginado nunca que la vieja y cascarrabias Mariquita fuera capaz de correr tanto.
Aprendimos a sortear las luces de las farolas y nos camuflamos entre las sombras de solitarios callejones. Luego nos deslizamos bajo hileras de vehículos estacionados. Ahí abajo nadie podía vernos. Ni siquiera la bestia podría alcanzarnos. Una vez llegó hasta nosotras el eco de sus gruñidos y volvimos a estremecernos, pero ya estaba muy lejos. ¡Le habíamos despistado!
Y luego, como surgido de un sueño, lo vi. Al otro lado de la calle, tras una elegante reja de hierro forjado, vislumbré el parque que tantas veces admiré desde mi ventana. Supe que allí estaríamos a salvo. Las grandes puertas de hierro estaban cerradas a esas horas de la noche, pero nos deslizamos sin problema entre las rejas. Mariquita tomó asiento sobre unas raíces prominentes y, en un instante, todo su cansancio se hizo patente. Me pareció más vieja que nunca. Buscó mi mano y esbozó una amarga sonrisa.
—Nunca me has caído bien, chiquilla —me dijo—. Siempre has sido una mocosa consentida, impertinente y cabezota. Hablabas de cambiar las cosas cuando nada sabías y..., ¡ya ves! ¡Aquí estamos! Los humanos nos dan la vida. Luego nos la quitan. ¿Has visto? Todo ha terminado.
No pude contestar. La incertidumbre era en aquel instante demasiado profunda. Aterradora. Cerré los ojos y, simplemente, me dormí junto a ella. Sin esperanza no se puede luchar.
Cuando mis ojos se abrieron a la mañana siguiente, contemplé los rayos del sol que, muy por encima de mí, se abrían paso a través de las frondosas copas de los árboles, envolviéndolo todo de una aura dorada de ensueño. Zarandeé a Mariquita para que se despertara, pero solo gruñó y se acurrucó junto al grueso tronco del árbol. Así que la dejé allí, bajo un manto de hojas secas.
Aquella mañana desperté con un convencimiento: debía buscar a Nancy y a las otras. Salí del parque con determinación y desanduve el camino que habíamos recorrido la noche anterior. No me costó llegar hasta mi antigua casa. Evité contemplarla, pues me dolía hacerlo. Comprobé los cubos de basura. Estaban mugrientos, pero vacíos. No encontré ni rastro de mis hermanas.
Ya ha transcurrido mucho tiempo. Días. Meses...
¿Tal vez años?
No he conseguido encontrarlas. Tal vez estén todas muertas, pero dentro de mí aún hay esperanza. Igual que yo he hallado refugio en este parque, ¿no podría haberlo hecho alguna de ellas en otra parte? Pienso mucho en Nancy. ¡Qué valiente fue aquel día cuando corrió ante la bestia, alejándola de mí! Me salvó. Me siento en deuda y un poco culpable.
También pienso mucho en Mariquita. De hecho, puede que sin ella nunca hubiese llegado hasta aquí. Aunque luego se durmiera para siempre. Sigue aovillada entre las raíces del roble que nos dio cobijo aquella primera noche. Un pájaro se llevó las plumas que adornaban su sombrero.
¿Sería el mismo jilguero que, liberado de su encierro, se fue volando por el balcón?
Algunas veces recuerdo los viejos tiempos y, en cierto modo, y a pesar de todo, los añoro. Recuerdo en especial el calor que me transmitían los brazos de mi madre cuando me acunaba. Durante un tiempo, cuando las heridas aún estaban recientes, la odié. Sí, ya lo creo, llegué a odiarla. Tal vez porque el odio nos ayuda a seguir vivos, aunque no basta...
No. Ahora puedo decir que mis cicatrices y yo la echamos de menos.
No sé durante cuánto tiempo seguiré aquí, despertándome cada mañana con la caricia del sol en la cara. Solo pienso que cada nuevo día es otra oportunidad. Y sigo buscando.
Hace poco me sorprendí al descubrir que algunos humanos también tienen sonrisas de plástico. Lo más increíble es que parece que no lo saben.
Y ayer, tras dar un largo paseo, averigüé que al otro lado del parque hay una escuela. Pasé mucho rato junto a la verja, observando los alegres juegos de los niños. Después de tanto tiempo volví a sonreír. Puede que mañana me atreva a cruzar la reja. Sí, e incluso podría llegar a sentarme en uno de los bancos del patio, esos que hay junto a los setos con forma de animales...
¿Querrán jugar conmigo?