Destino escribió:El factor humano y las alcantarillas del poder
México, noviembre de 2013. El PRI, el partido todopoderoso y casi único durante años, ha vuelto al poder después de dos sexenios en que gobernó un partido distinto. Todo indica que llega con hambre atrasada y muchos temen que vaya a instaurar un régimen autoritario basado en un presidencialismo fuerte, una versión perfeccionada de la vieja dictadura, una suerte de putinismo a la mexicana. Hay signos de que van a aprovechar el miedo de la gente al problema de la inseguridad para recortar libertades. En ésas, una famosa y atractiva actriz que durante años ha sido amante de buena parte de la clase política, Pamela Dosantos, aparece brutalmente asesinada.
Tomás Arizmendi, un periodista cuarentón que ha conocido mejores tiempos (“tenía aún suficientes escrúpulos para saber cuando estaba violando los códigos periodísticos, pero demasiado cinismo para evitarlos”), es inducido por un informante a dar en su columna el emplazamiento concreto en que ha aparecido el cadáver de Pamela Dosantos. Tomás no lo sabe pero esa dirección es la de una oficina del hombre fuerte del nuevo gobierno, el secretario de Gobernación Augusto Salazar, al que muchos ven como el artífice de los presuntos planes autoritarios del gobierno, un viejo zorro de la política cuyo modelo son los países (Singapur, China, Rusia…) que están creciendo rápidamente a costa de las libertades y el bienestar de sus ciudadanos. La información desvelada es prácticamente una acusación a Salazar, y con ella, el periodista se acaba de poner una diana en el pecho.
Treinta años antes, siendo adolescente, Tomás estableció una amistad con otros tres amigos del colegio: Jaime, Mario y Amelia. Formaron una auténtica fraternidad con nombre propio; eran los Azules, por el color de las pastas de sus cuadernos. Con los años, emprendieron caminos diferentes, pero la amistad nunca se extinguió del todo, y el problema en que acaba de meterse Tomás es la ocasión perfecta para que los Azules vuelvan a reunirse y apoyarse mutuamente como auténticos mosqueteros.
Así arranca Los corruptores, una novela en la que los sentimientos son tan importantes como la trepidante acción que describe, y las relaciones de los personajes cuentan tanto como la descarnada descripción de un sistema corrupto en el que una vieja clase política se perpetúa a sí misma a base de connivencias inconfesables con los señores del narcotráfico. Los corruptores hace una radiografía implacable de las alcantarillas del Estado sin olvidar el factor humano.
El artículo de Tomás ha tenido el efecto de pinchar un avispero. Apenas se han reencontrado y empezado a investigar el asesinato de la actriz, como medio de defender al periodista, los Azules comienzan a sufrir ataques, que tanto pueden proceder del entorno de Salazar como del narcotráfico; pues pronto se comprueba que Pamela Dosantos pertenecía a una de las grandes familias de narcos del país. Y tampoco está claro que los ataques se dirijan a Tomás, o sólo a él; Jaime, que “juega en varias pistas al mismo tiempo” y “se mete en batallas demasiado ambiciosas, incluso para él”, puede ser también el objetivo.
Cada uno de los Azules, por su parte, tiene sus intereses particulares. Amelia es la presidenta del PRD, la oposición de izquierdas al PRI, y su empeño por ayudar a su viejo amigo es compatible con sacar beneficio político del escándalo que puede producirse. Jaime, vástago de una familia patricia (cuyo padre, prohombre y veterano político, era “una versión aún más elegante de Carlos Fuentes, si tal cosa fuera posible”), ha sido funcionario con distintos gobiernos, responsable de la seguridad del Estado, y ahora trabaja por libre, siempre en asuntos de seguridad, en lo que es experto; es una suerte de Fouché (aquel político incombustible del que Napoleón dijo que si la traición tuviera un nombre sería el suyo) de la era digital. Y tiene también sus propios motivos en el caso de su amigo Tomás. Mario lleva una vida más tranquila: casado, con un hijo, profesor, mantiene la fidelidad al grupo por encima de todo; “lo que para los otros tres amigos había sido una etapa de la infancia y de la juventud, para Mario constituía una parte definitoria de su manera de estar en la vida”.
La intriga que recorre Los corruptores no tiene que ver sólo con la culpabilidad o no de Augusto Salazar, ni con las posibilidades de Tomás y sus amigos de salir del peligroso lío en que se han metido. Tiene también que ver con los móviles y la sinceridad de cada uno de ellos, con las distintas barajas con que están jugando. Además, el pasado de cada uno, que se va contando en distintos flash backs, pesa y se proyecta sobre el presente. Su amistad está entretejida de celos, amores más o menos confesados, alguna cuenta pendiente.
Alrededor de los personajes principales, están también un grupo de jóvenes hackers, Vidal, el hijo de Mario, y sus amigos, auténticos expertos en informática, capaces de piratear cualquier red. Novela de estos tiempos, en Los corruptores juegan un papel decisivo la informática, los GPS y sus casi milagrosas posibilidades de rastrear personas y comunicaciones. “Es brutal lo que el buen espionaje digital puede hacer”, dice en un momento Jaime.
El sistema federal de México tiene una división del poder semejante al Estado español de las Autonomías. De modo que la oposición siempre mantiene cuotas de poder en los gobiernos estatales, además de sus ingresos legales y extralegales. Por no hablar de los sindicatos; como dice Amelia, “siempre está nuestro movimiento campesino de la sierra de Puebla para mover las aguas”.
Pero la mayor conspiración es la que tiene que ver con el narcotráfico. Los políticos añoran “los tiempos en que los asuntos de la droga se ventilaban entre caballeros, las plazas se respetaban y la población ni se enteraba de los trasiegos”. En 2013 es más complicado y se ven obligados (como hace Jaime, viéndose a sí mismo como un patriota al hacerlo) a favorecer a un “cártel bueno” (el de Sinaloa, cuyo territorio es la parte occidental de México) frente al “cártel malo” de los Zetas, más salvajes e incontrolados, cuyo territorio es la parte del Golfo de México. “La conquista de un territorio por parte de un cártel”, se dice en la novela, “dependía de quien controlase a los cuadros policíacos locales. Eran ellos los que ofrecían la protección al narcomenudeo, los que abortaban las investigaciones federales y los que revelaban a los miembros de un cártel los movimientos de sus rivales. En ocasiones ayudaban incluso a ejecutarlos”. Arreglos que, por supuesto, conllevan las comisiones correspondientes, perfectamente estipuladas.
Si la novela puede tener un cierto tono crepuscular en tanto que los protagonistas han pasado ya la cumbre de la vida, ese tono se acentúa en lo que respecta a la prensa. Así, el propietario del periódico en que trabaja Tomás afirma sentirse “como el dueño de la West Fargo con la llegada del ferrocarril”. “Hacer mejores periódicos es como creer que mejores diligencias nos van a salvar de la competencia del tren”, dice.
Dentro de ese contexto, tan cercano y comprensible para un lector español, la trama de Los corruptores es de las que se leen sin respirar.