Pues ando ya por la segunda parte de esta novela, que realmente merece la pena, y que conecta con la tradición de la novela española, el Siglo de Oro, con Galdós, con Baroja... Me está costando situar temporalmente y con precisión la acción de la novela, que yo diría post guerra civil y contemporánea al autor, pero que también podría colocarse casi en cualquier momento de la primera mitad del siglo XX. No hay referencias políticas ni tampoco, salvo que a mí se me hayan pasado (cosa muy probable) ecos de sociedad, salvo la referencia a algún torero, como Vicente Pastor.
Seguimos, pues, en este mundo lindante con el hampa o metido hasta el cogollo en el hampa. Un mundo de rateros, estafadores, alcahuetas, tramposos, ladrones... Es una amalgama de vidas que se van cruzando, liando y desliando, con quizás un punto de encuentro en la taberna de don Benito. De momento, aun dentro de su coralidad, dos personajes destacan: Encarna, la mujer del tabernero, una hembra de rompe y rasga, tempestuosa, tremenda, apasionada, algo o bastante tonta, de raíces profundas, una Carmen pasada por Zola, una Fortunata hinchada, transformada y muy a lo bestia; y Luis el Cotufas, que es un ladrón de pisos, un espadista. El registro (como aquí se llama a cada ramo de la delincuencia) de los espadistas es muy peculiar y la visión que se ofrece es, digamos, un tanto romántica. El espadista se considera un artista, un aristócrata del Código penal, que a diferencia de otros, como el topista (creo recordar que así se llama), roba pulcramente, sin reventar cerraduras con la palanca, ni ponerlo todo manga por hombro, haciendo sólo el daño preciso, de forma que a la víctima casi le cuesta creer que le han robado pues encuentra su casa hasta mejor de lo que la dejó. El espadista trabaja en parte por prestigio, lo suyo es vocación. El espadista no puede ir como visitante a los museos. Sufre terriblemente viendo tantas cosas y no poder llevárselas (vamos, Luis va al Escorial y necesita asistencia médica). Al autor se le va un poco la olla erótico y festiva cuando habla del espadista que con su espada penetra en los muros pretendidamente infranqueables
Otra rama muy curiosa es la de los renguistas, trulleros o ladrones de trenes. Estos se subían al techo de los vagones y metían un instrumento parecido a una caña de pescar por las ventanillas para quitarle a los pasajeros de los coche-cama sus maletines, abrigos, carteras, etc... Aquí aparecen personajes de corte netamente picaresco y de espeluznante explotación social. Por ejemplo, un padre pone a trabajar a su hijo con un renguista para hacerlo un hombre de provecho y que aprenda el oficio. El niño es sostenido por el renguista por los pies y él es quien maneja la caña suspendido en el vacío y con el tren en marcha. El negocio va bien y la gran preocupación del padre (que vive de lo que gana el niño) es que el chaval no engorde para que no le resulte su peso demasiado difícil de manejar al renguista, de forma que éste se vea obligado a despedirlo. Así que, para mantenerlo delgado, le hace pasar al crío un hambre tremenda. Este es un episodio de inspiración en la novela española del siglo XVII, en su tono y naturaleza. No en vano la novela se autocalifica de "novela picaresca en muy paladina lengua española".
El lenguaje es muy castizo, utilizado con imaginación, riqueza y gracia. Pero hay que entrar en el estilo. Hay algún diálogo chulapo y castizo que lo lees y es digno de sainete o de zarzuela, como el de un mozo cortejando a una moza, con esos "madrigales de urgencia" que son los piropos. Te imaginas perfectamente a Tony Leblanc y Concha Velasco protagonizándolos.