Un excelente trabajo, pensó la actriz. Esta vez la caracterización era perfecta. Tanto que, después de unos segundos de estar observando su propia imagen en el espejo, Josefina Vargas se olvidó de que estaba a punto de salir a escena y miró a aquel rostro fantasmagórico con interés renovado. Era una excelente profesional y en los meses previos a los ensayos se había documentado a conciencia. Pese a ello, aquella cuestión seguía sin respuesta y no quería dejar pasar la oportunidad. Miró, pues, a su interlocutora con determinación y, justo cuando le iba a preguntar en pos de quién iba, la otra se le adelantó:
No eres la primera que te lo preguntas ni tampoco serás la última. Al igual que hacen los fantasmas del resto de los muertos por amor, el mío vaga ahora por los Campos de Asfódelos. Las crónicas oficiales dicen que me he arrepentido de mi infidelidad y camino de nuevo tras la sombra de Siqueo. Pero hay voces más atrevidas que insinúan que esa persecución sumisa del esposo en la ultratumba es solo un engaño; incluso los hay que afirman que el día que Eneas bajó al inframundo y trató de decirme que no había sido su deseo abandonarme, aunque simulé que no lo escuchaba y pasé de largo, cuando me alejé en mi rostro había lágrimas. ¿Es Dido la fiel esposa que los unos desean o más bien la amante despechada con la que los otros sueñan?, te preguntas. No soy yo, sin embargo, quien te debería dar la respuesta, porque no ha sido a mí a quien se le ha ocurrido una pregunta tan inane. El corazón de una reina no debería palpitar nunca como el de una mujer cualquiera. El mío lo hizo y por eso es mi destino vagar por los Campos de Asfódelos en pos de esa sombra que tanta curiosidad os despierta.
Josefina Vargas frunció el ceño con desconcierto. Que estuviera encarnando a la reina Dido en una obra de teatro no era casual. Presumía a menudo de ser una actriz que se metía en la piel de sus personajes con absoluta entrega: mientras estaba en el escenario, no era ella sino la otra; pero en cuanto caía el telón y se desvestía en su camerino volvía a ser Josefina Vargas, una mujer decidida y con un corazón de hierro. Se debía a su público, y sin ese desapego emocional fuera del escenario difícilmente podría darle a sus papeles la necesaria credibilidad. Con todo, un año atrás, en una visita fortuita a una exposición de Caravaggio, su entereza había dado por primera vez muestras de debilidad. Delante del cuadro de la decapitación de Holofernes había encarnado mentalmente el papel de una Judith transgresora que, tras vivir una noche de pasión con el general asirio, decapita a su amante y después se inmola. Una recreación novedosa de la que podría haber presumido de no ser por lo que ocurrió a continuación. Solía jactarse de su capacidad para impedir que lo ficticio afectara a su vida y, sin embargo, cuando en aquella ocasión volvió a la realidad, abandonó el museo con una sensación de soledad y vacío que nunca antes había sentido fuera del escenario. Buscando limpiar aquella mácula sensiblera de su impecable palmarés, había tratado de encontrar un patrocinador para la puesta en escena de La nueva Judith. Mientras fantaseaba con la heroína delante del cuadro llegó a escuchar los vítores y los aplausos del público, pero su recreación tergiversada de la viuda bíblica no convenció a ningún promotor y su ambición creadora se vio con ello frustrada. No obstante, uno de los empresarios le había ofrecido encarnar a la reina de Cartago en una versión teatral de El lamento de Dido. Josefina lo había aceptado porque la actuación le brindaba la oportunidad de recuperar la autoestima saliendo ilesa de una nueva inmolación de amor en un escenario. Aunque el amante fuese distinto, el drama vivido por la viuda continuaba siendo en esencia el mismo, pensó la actriz mientras se atusaba el cabello. Desde el espejo, la otra pareció leerle el pensamiento y se dirigió a ella con un tono sarcástico:
También yo era, por supuesto, una viuda dispuesta a cumplir mi promesa de eterna fidelidad a mi esposo. Pero al final las diosas Juno y Venus me lo impidieron: la una desatando la tempestad para desviar el rumbo de mi futuro amante; la otra, disfrazando a Cupido de su nieto Ascanio y sentándolo en mi regazo para que su flecha no errara el blanco. En medio de la furia del mar llegaron las naves troyanas a Cartago acaudilladas por quien iba a poner fin a mi entereza de viuda fiel. Me pidió ayuda con humildad: aunque su destino era Italia, antes de proseguir el viaje necesitaba avituallar la flota y que sus hombres repusieran fuerzas. Ajena a la trampa que me tendían las diosas, no vi ningún peligro en dar cobijo a los troyanos y, haciendo gala de la hospitalidad propia de mi pueblo —o al menos eso fue lo que yo creía estar haciendo entonces—, se organizó una cacería para divertimento de mi invitado. La lluvia nos hizo resguardarnos en una cueva y, sin otra cosa que hacer, conversamos largamente. Primero de nuestra infancia, de cuando la ignorancia nos protegía de nuestros futuros destinos y nos permitía gozar de una felicidad liviana; de nuestras mutuas cuitas luego, de la pesadez de su sino, de la soledad del mío. A las palabras siguieron los hechos, y a esa noche de solaz compartido siguieron otras. No recuerdo si su boca pronunció alguna promesa, pero sí que me las hizo con su cuerpo. Y yo, mancillando mi fidelidad, olvidando que el corazón de una reina no debe palpitar como el de una mujer cualquiera, me las creí.
Josefina Vargas miró aquella imagen doliente y no pudo evitar sentir compasión. De niña había visto ese mismo desconsuelo en el rostro de las dolorosas de su tierra y, dejándose llevar por el candor, había pensado que la maternidad era lo único que volvía a la mujer vulnerable. Con una precocidad impropia, se había prometido a sí misma que nunca sería madre. Pero creció y, al hacerlo, descubrió que también la pasión la hacía frágil. Y con ese denuedo que los demás tanto admiraban en ella, decidió protegerse haciéndose actriz. En el escenario podría dar rienda suelta a cualquier tipo de sentimientos y, al caer el telón, el calor de los aplausos mediría la intensidad de la historia en él vivida. Pese a no ser reina ni heroína bíblica, Josefina Vargas se había propuesto que su corazón solo palpitara como el del resto de las mujeres cuando se hallara actuando. Pero en el museo había visto cómo se habría una fisura en esa coraza protectora. Fisura que ahora se proponía sellar con la escenificación de la muerte de Dido. Esa esquizofrenia perfecta, esa separación absoluta entre la mujer de carne y hueso y la intérprete dramática, era el secreto de su éxito. Tenía fama, y con razón, de ser la actriz viva de habla hispana que mejor encarnaba a las protagonistas de los grandes dramas de la Literatura. Y ella, la gran Josefina Vargas, no iba a permitir que ninguna vulgar historia de amor prostituyera la esencia de su arte; o lo que venía a ser lo mismo, no iba a permitir que ningún hombre destruyera la leyenda en la que pretendía convertir su propia vida. La actriz se miró en el espejo y le extrañó comprobar que, a punto de inmolarse, la otra sonriera.
Tampoco yo pensé que un acto de hospitalidad pudiera truncar mi destino y sin embargo lo hizo. Mirando lo ocurrido con la perspectiva que me ha dado el tiempo, lo más indigno no fue que una licencia lúdica acabara con mi honor de viuda fiel sino que yo, la reina Dido de Cartago, me despojara de mi orgullo para suplicarle al traidor que no me abandonara. Esa súplica fue una humillación impropia de mí y, con semejante indignidad a mis espaldas, ¿qué importancia puede tener que mi fantasma vague tras la sombra de mi esposo o de mi amante, o que cuando Eneas visitó estos campos y yo pasé de largo mi rostro estuviera seco o bañado en lágrimas? Mi único error fue enamorarme tal cual lo habría hecho el resto de los mortales. Después de eso, cualquier intento de recuperar mi honra habría sido una farsa todavía más indigna. No me quedaba, pues, mejor salida, que la de asumir que mi corazón era igual al de las demás mujeres y dejarlo latir a gusto detrás de esa sombra misteriosa. ¡Siqueo!, exclaman los más puritanos; ¡Eneas!, los más transgresores. Pero, ¡qué equivocados están los unos y los otros!, ¡cómo yerran al hacer tales suposiciones! La sombra que me precede en los Campos de Asfódelos pertenece a la única persona que de verdad me amó siendo yo todavía muy niña. ¿Deseas conocer su nombre, descubrir el secreto mejor guardado por el corazón de Dido? Acerca tu oído a mis labios que hoy me siento generosa y deseo compartirlo con alguien…
Sin darse cuenta, la actriz ladeó la cabeza y apoyó la oreja en el espejo. Estaba muy frío y el contraste de temperatura la hizo volver a la realidad. Levantó, entonces, la barbilla con arrogancia —un gesto con el que pretendía borrar la flaqueza previa— y contempló su propia imagen. ¡La caracterización era perfecta! Tanto que, por una décima de segundo, de nuevo estuvo en un tris de caer en la trampa. Pero unos golpes de nudillos en la puerta le recordaron que había llegado la hora se subirse al escenario para convertirse en la reina de Cartago. Se puso en pie, se colocó bien los pliegues de la túnica y, ya de espaldas al espejo, se echó los cabellos hacia atrás. ¡Lista!, se dijo a sí misma mientras luchaba por vencer la tentación de girarse. Y aunque tenía una voluntad de hierro, antes de abandonar el camerino echó un último vistazo al espejo por el rabillo del ojo. Una décima de segundo, no más, el tiempo suficiente para que ocurriera algo inexplicable: Josefina Vargas tenía la boca cerrada y, sin embargo, vio cómo los labios de la otra pronunciaban su nombre. Al pronto la actriz frunció el ceño con incredulidad; luego, en cambio, sonrió con satisfacción. Por fin conocía la identidad de aquel en pos del cual iba a vagar por los Campos de Asfódelos… Hora, pues, de subirse al escenario para convertirse en la reina Dido con todas sus consecuencias.
Una modesta esquela, publicada en la prensa tres días después, se hizo eco de la muerte de la actriz en el escenario. Había ocurrido en el último acto de la representación teatral de El lamento de Dido. En las páginas de cultura de los periódicos, los críticos teatrales no dudaron en calificar aquella encarnación de la reina de Cartago como la más magistral de todas las puestas en escena de la actriz. Y aunque no les faltaba razón, quizás por el gran revuelo que se montó en el teatro —tras clavarse la espada que le había regalado Eneas, Dido no se incorporó para saludar—, ninguno de ellos reparó en el cambio de última hora introducido por la actriz en el texto. Y es que, en vez del con el ensayado «olvida mi destino» lleno de autocompasión, Josefina Vargas había rematado su puesta en escena con un «¡nunca olvidéis mi destino!» triunfal.
Albatross, gracias por hacerme una vez más de lector cero. |
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Ororo, la interprete del vídeo ha sido elegida en honor a nuestra diosa oscura |