El bujío de Santa Catalina 1 (Bordeando la realidad)

Espacio en el que encontrar los relatos de los foreros, y pistas para quien quiera publicar.

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jilguero
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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

¡Buenso días, Santa Catalina!
Un visto y no visto que tengo mucho trabajo.
Mira la foto de abajo. Es muy mala porque está sacada todavía de noche, al llegar hoy.
Justo ahora vuelve a haber pollitos recién nacidos. Espero no haber tenido yo nada que ver.... :dragon:
¡Uff, uff, Uff! Habrá que estar atentas que no quiero volver a pasar por la locura de este verano.
Amanecer en la granja.jpg
PD: Poeta germana, ya te digo algo luego :wink: [/color]
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El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre (A. Camus)
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Estrella de mar
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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por Estrella de mar »

¡Qué sorpresón tu carta, Catalinita! :beso: :beso: :beso: Me ha llegado al alma eso de que siempre dejas el balcón abierto. :chino: Aquí siempre estaremos con el hilo encendido. :60: :60: :60:


Jilguerito, :meparto: con tu avatar. :meparto:
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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Estrella de mar escribió: Jilguerito, :meparto: con tu avatar. :meparto:
No me digas que no soy una Pin, salida de un día azul de la infancia, con el monito de mi hermano Pon. :mrgreen:
Última edición por jilguero el 05 Oct 2016 19:47, editado 1 vez en total.


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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Berlín escribió:Ay jilguerillo, esto no es un relato, es una telita de araña y yo, que soy una humilde poeta (tambien patita de tu banco parece ser) me he visto zarandeada de un lado para otro como esa barquita de la que hablas, esa que su dueño trataba con tanto mimo. Conejos que me llevan a Cortazar, gorriones que me llevan a tu anillo y de tu anillo a las constelaciones de sus ojos y luego a los pollos. Yo prefiero que los pollos no sean vomitados, prefiero que nazcan de una tos seca. Un acceso de tos y un pollito que salta y se va a posar sobre el suelo. El pozo negro y sin fondo, tu madre, las luciérnagas...

Dejame beberlo poco a poco. Me pasó con Dido y con otros relatos tuyos. Me embrujas y me hacen sentir poca cosa y solo me pide el cuerpo decirte que me gustaria ser uno de esos gorriones en esa mesa del bar un domingo por la mañana, y poderte mirar mientras tú miras tu playa y picotearte, solo un poco, entre los deditos para que me hagas caso.

Tendré que volver, porque me he quedado con hambre.

:60:
Tres cositas:
1) Sí, eres la tercera pata de mi banco poético, pero te gusta menos bordear la realidad y por eso me cuesta más atarte con los hilos de Ariadna. Pero mira por donde la sor tocaya de la del laberinto me tiene encandilá. :448:

2) Los poetas sois de verbo fácil y espontáneo (ardillas que se precipitan le decía yo no hace mucho a otra de las patas), por lo que un simple golpe de tos os permite echar fuera los sentimientos sinceros. A otros no nos queda más remedio que hacerlo por medio de arcadas, un método mucho menos poético pero el resultado es también cálido y tierno. :wink:

3) No sé si lo he dicho ya en este hilo o en otro, o si no lo he dicho nunca, pero en el bar dei los gorriones, en otro verano, leí tu Calafateando y me emocionó. Ese verano estaba todavía atrapada en mi realidad y no acudieron los gorriones. Pero que sepas que en esa misma mesa, antes que ellos, estuvo esa ducha de agua que no cesa. Ellos, los gorriones, han venido cuando también ha llegado Santa Catalina. :60:
Última edición por jilguero el 06 Oct 2016 08:03, editado 3 veces en total.


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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Santa Catalina, venía a contarte que, como recordarás, he estado de Granjera de Guardia todo el verano y estoy un poco cansada. Por eso Jilguero y yo nos vamos a ir unos días al nido serreño. Pero no te olvides de los versos de Salinas que te copié hace poco :wink: :

Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo.
Que cuando los espejos, los espías
-azogues, almas cortas-, aseguran
que estoy aquí, yo inmóvil,
con los ojos cerrados y los labios,
negándome al amor
de la luz, de la flor y de los hombres,
la verdad trasvisible es que camino
sin mis pasos, con otros,
allá lejos, y allí
estoy buscando flores, luces, hablo.
Que hay otro ser por el que miro el mundo...


Para que no todo te lo tengas que imaginar, te traeré en fotos algunas de las muchas cosas que vamos a ver juntas. :60:

¡Ay, Santa Catalina, ya te echo de menos y todavía no me he ido! :-?

:adios:


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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por Estrella de mar »

¿Nos dejas el cortijo a Catalina y a mí, granjera? :lol: No te preocupes, te lo cuidaremos con mimo. Tú descansa las alas, pajarillo. Mientras, Catalinita y yo indagaremos sobre el significado de las iniciales que te has pintao en el mono ese tan guapo que llevas. :boese040:
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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por Estrella de mar »

Ahí va nuestra primera opción, pajarillo:

¿Jilguero Merendando Dátiles? :cunao:
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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por Estrella de mar »

Mira, Catalina, podría ser:
Julieta Muy Despistada
Encaja perfectamente. :biglaugh3:

No me extrañaría nada que, valiéndose del ojo de cristal de Ulises, jilguerito vislumbrara el futuro. :lol:
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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por Estrella de mar »

Jilguerito serrano, Catalina y yo seguimos dando vueltas a las iniciales. Nos hemos puesto un poco metafísicas y nos ha salido esto:
Jilguero Mirando Dentro.
Luego, más prosaicas, se nos ha ocurrido:
Juanetes Me Duelen. :cunao:

Seguiremos informando. :lol:
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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por Tolomew Dewhust »

:mrgreen:

A ver... así, a bote pronto... JMD...

El JilguerodeSiervaMaría Mola Demasié... no sé, a vuela pluma, digo.
Hay seres inferiores para quienes la sonoridad de un adjetivo es más importante que la exactitud de un sistema... Yo soy uno de ellos.
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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Santa Catalina, ¡mira que preciosidad! No sé cómo se verá. Tamaño llaverito :chupete: y con la cola de un verde metálico maravilloso. Para recordarme que sigo en deuda, que no he acabado lo del lagarto :wink:
(he bajado a la plaza de pueblo a coger cobertura)
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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por Mister_Sogad »

Mi adorado Jilguerillo a ver si me pongo al día... :60:
Imagen Pon un tigre en tu vida
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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

:hola: Santa Catalina, no quiero que se acabe el día sin :60: :60: :60:
(llueve, llueve, llueve...) :D

Tigre, una alegría verte de vuelta. :wink:


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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por Estrella de mar »

Tolomew Dewhust escribió:
El JilguerodeSiervaMaría Mola Demasié...
:cunao:


Qué preciosura de lagarto, jilguerituá. Que no lo vea el tigre, que se lo merienda. :mrgreen:
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Re: Carta abierta a Santa Catalina (bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Historia de un lagarto

Cuando yo era feliz e indocumentada, en los tiempos en los que un flequillo le daba a mi rostro un aire casi permanente de lechuza asombrada, mi padre nos contaba a veces historias. Historias como la del lagarto que logró cazar arrojándole una gorra y, una vez este la mordió, jalando de ambos con brusquedad. Según nos contó mi padre, el lagarto perdió la dentadura y él lo adoptó como mascota. Se hicieron inseparables e incluso lo llevaba al colegio. Por lo visto, mientras estaban en clase, el lagarto permanecía quieto en su hombro. De si prestaba más atención a una u otra disciplina nada nos dijo mi padre, pero sí que gracias a él había sido la envidia de todos sus compañeros. Y ni que decir tiene que a partir de ese día, fue también la envidia de sus hijos. Porque, al igual que el conejito negro de la calle Suipacha, nosotros estábamos estrenando la vida y, tras escuchar la historia, concluimos que tener un lagarto desdentado en el hombro debía ser lo más maravilloso del mundo... :chupete:

Te cuento esto, Santa Catalina, para que entiendas lo importante que fue para nosotros descubrir un día un madero flotando en el pozo sin brocal y, encima del leño, un lagarto. El pozo no era oscuro ni tampoco muy hondo, pero sí lo suficiente como para que el lagarto estuviese encaramado al madero y mirase hacia arriba con desesperación. Eran los tiempos en los que mi madre todavía significaba el lugar seguro, la cáscara de nuez bajo la cual siempre encontrabas calor y seguridad; mi padre, en cambio, la aventura, el mundo por conocer. Y de repente, el destino nos ofrecía aquel náufrago desesperado brindándonos la ocasión de convertirnos en sus salvadores y de paso, emulando a nuestro padre, en domadores de lagartos. En nuestras jóvenes alforjas, entretejiendo nuestra felicidad, había ya pescas de ranas, construcción de chozas con varetas de olivo, indios con arcos y flechas de eucalipto, nidos de patos y codornices, jaulitas con jilgueros y verderones, baños en charcas cenagosas y hasta el toreo de una vaca… Pero un náufrago en un pozo, y encima lagarto, era la primera vez y no queríamos perder la oportunidad.

Aquella era, sin duda, una tarde machadiana de comienzos de verano. Un día azul y soleado en el que la subida de la temperatura hacía que las primeras chicharras se hubiesen animado a dar una serenata -un concierto de percusión estridente y cansino para nosotros, pero lleno de matices para sus destinatarias: las julietas aladas-. El sol estaba aún muy alto y, como solía ser habitual, los niños –denominación colectiva usada por mi madre para referirse del segundo al cuarto de sus hijos– estábamos desperdigados por los alrededores de la casa. Cuando el mayor de mis hermanos tenía una ocurrencia, nos daba órdenes y todos lo secundábamos con placer. Pero lo habitual era que cada cual rastreara el territorio a sus anchas en busca de una aventura. Sabíamos que podía estar oculta en los sitios más insospechados. Por eso metíamos la cabeza en cualquier hueco o rendija en los que nos cupiese, nos asomábamos a la tinaja de la cal y al Cuartillo de los Ratones –eran tantos que al final mis padres habían aceptado la derrota–, volteábamos las piedras lo suficientemente grandes como para ocultar bajo ellas un alacrán o un grillo cebollero, trepábamos a los árboles en busca de nidos y, por supuesto, mirábamos dentro del pozo sin brocal...

A espaldas del transformador de la luz, aquel pozo a medio hacer representaba un sueño frustrado de mi padre: tener agua cerca de casa para ahorrarse su acarreo en cántaros con el mulo y, años después, cuando llegó el tractor Man, en el tanque verde montado en el remolque. Algún zahorí de pacotilla le había asegurado que justo allí, en la linde entre el olivar y la viña, donde en el invierno se formaba un tremendo barrizal –un "gotero" en la jerga local-, había agua. Iniciaron la excavación y, tras alcanzar cierta profundidad, ante la escasez del venero y la poca firmeza del terreno, optaron por dejarlo a la mitad. Así, pues, a ras de suelo y sin ninguna barrera de protección, con tres palos unidos en trípode y una carrucha muerta de aburrimiento como únicos signos de identidad, aquel sueño frustrado de mi padre se convirtió para nosotros en un lugar de peregrinaje obligado. Representaba un desafío a nuestro valor, una tentación irresistible. De ahí que, por más que nos advirtiesen que no debíamos acercarnos a él, mirar dentro del pozo sin brocal se encontraba en la lista de nuestras tareas cotidianas. Si aquella tarde fue o no mi cabeza la primera que apareció en el cielo inalcanzable del lagarto, ya no lo recuerdo. Pero sí que la noticia corrió entre los niños como la pólvora y, al instante, fueron cuatro las cabezas en el techo machadiano del náufrago.

Estarás pensando, Santa Catalina, que voy muy despacio, que me acerco al meollo de la historia con una lentitud desesperante. Tienes razón, pero no puedo hacerlo de otra manera. Y es que cuando cierro los ojos y trato de recordar, en cuanto escucho las chicharras y el crujir de la tierra reseca bajo las suelas de los zapatos, me adentro de nuevo en esas largas y demoradas tardes de la infancia y son tantas las cosas fascinantes que hallo en el camino que me cuesta avanzar. No te lo he contado para no cansarte, pero ya llevo en el bolsillo del mono -heredado, por cierto, de uno de mis hermanos y cuyas iniciales luzco en el peto con orgullo- un trozo de cristal azul y un pedrusco de cuarzo veteado que serán la envidia del resto de los niños; y en la mano, un ramito de flores azules de achicoria, las únicas que en estas tierras aguantan el rigor del verano. Hace un momento, además, me he detenido a mirar cómo un avión a reacción dejaba su estela blanca e inmensa en el azul todavía más inmenso del cielo; por un instante, me he sabido inmensamente pequeña y me he asustado... Sí, Santa Catalina, soy todavía tan ignorante y son tantas y tan bonitas las cosas que voy redescubriendo conforme recuerdo ese día azul de mi infancia que me es imposible caminar más deprisa. Pero no desesperes que por fin hemos llegado al pozo y estamos los cuatro mirando al lagarto, mientras que él, ingenua criatura, está a punto de convertirnos en su esperanza. :wink:

Las sombras de cuatro cabecitas curiosas se proyectaron sobre el madero. El náufrago, que las confundió con enemigos invadiendo su precario refugio, abrió la boca y se abalanzó veloz hacia ellas. Tras dar una dentellada inútil al aire, aquel lagarto dio muestras de tener más de Sancho Panza que de don Quijote y abandonó de inmediato su contienda con los "molinos de vientos". Su rudimentaria inteligencia debió informarle de que solo eran sombras y levantó la cabeza en busca de sus causantes. Te estarás diciendo, Santa Catalina, que estas deducciones son artefactos de la memoria, conclusiones propias de una mente adulta, y no te falta razón. Éramos niños y aquel ataque fallido del lagarto solo fue para nosotros la prueba de ferocidad que necesitábamos para redoblar nuestro esfuerzo por rescatarlo.

La descarga de adrenalina de esa tarde tuvo que ser brutal. No solo estábamos asomados a un pozo cuyos bordes se desmoronaban si no pisabas con cuidado, sino que nos encontrábamos a punto de vivir una aventura sin precedentes: salvarle la vida a un lagarto. Lo otro, lo de convertirlo en mascota para emular a nuestro padre, vendría después. En ese instante, recuerdo un círculo de agua cenagosa, una tabla flotando en medio y, sobre ella, un lagarto verde que me no dejaba de mirarme. « ¡Hay que sacarlo!», exclamó el mayor de mis hermanos. Acto y seguido, se alejaron en busca del instrumental adecuado. Yo opté, en cambio, por quedarme vigilando al náufrago. Teníamos al alcance de la mano un lagarto y no podíamos perder la oportunidad. Mi labor de vigilancia no era necesaria puesto que en sus circunstancias no tenía escapatoria. Pero solo pensar en que a nuestro regreso la balsa estuviese vacía y el animal se hubiese ahogado me inmovilizó. En cierto modo, su desgracia la consideraba ya también mía y, con esa solidaridad ciega del niño que todavía no sabe bien qué es la muerte pero la rehuye, me quedé haciéndole compañía. Y en esos minutos pasados a solas con él, los dos como petrificados pero sin dejar de mirarnos, tuve la sensación de que el lagarto había decidido confiar en nosotros y que yo era la única que continuaba teniendo miedo.

Además de la colonia de roedores a la que debía su nombre, en el Cuartillo de los Ratones había todo tipo de cachivaches. De allí sacaron mis hermanos todo lo que necesitábamos para llevar a cabo el rescate: un canasto, un rollo de soga y una pértiga de varear los olivos. Mi hermano mayor tomó el mando. Ató la cuerda al cesto y lo dejó caer hasta que se llenó en parte de agua y el borde estuvo a la misma altura que el madero del lagarto. El animal, que hasta entonces seguía mostrando una quietud extrema, se aproximó al canasto. Toqueteó con una pata el borde y, al ver que este se balanceaba, miró hacia arriba y volvió a adoptar su anterior posición de esfinge. Estaba claro que no se fiaba del artilugio y que sería necesario empujarle con la pértiga. Pero menuda sorpresa nos llevamos cuando mi otro hermano apoyó el palo sobre el madero y, antes de tener tiempo de hacer nada, el lagarto se giró y comenzó a trepar por la vara. Subía con una rapidez y con una agilidad inesperadas. Al portador de la pértiga le empezó a fallar el valor y gritó desaforado un «¡qué viene, qué viene!». Se montó lógicamente un gran revuelo. De hecho, lo siguiente que recuerdo es la imagen del palo izado por los aires y del lagarto saltando al suelo.

Se inició entonces una verde huida sobre el marrón rojizo de la tierra reseca. Pero nosotros estábamos entrenados a actuar en comandita y, sin que mediaran palabras, empezamos los cuatro a perseguir a la presa. Los dos varones, en posición más avanzada y abriéndose ligeramente hacia los lados para intentar cercarlo; las dos niñas, algo más retrasadas y siguiendo la misma trayectoria del lagarto. Pero este debió sentir el trepidar del terreno bajo la suela de nuestros zapatos y, con una rapidez increíble, se dio de nuevo la media vuelta y comenzó a avanzar en dirección contraria. En cuanto lo vimos venir hacia nosotros desafiante, la boca abierta y agitando la lengua, lo tres pequeños nos giramos con pareja rapidez e iniciamos la huida. Por fortuna, mi hermano mayor había corrido con el cesto a cuestas y en un gesto de valentía, o de simple autodefensa -era el que más veloz corría y más cerca se hallaba del lagarto cuando este se viró-, se lo arrojó encima. En la campiña resonó pronto un triunfal «¡lo tengo!» y los demás, con el miedo todavía en el cuerpo, dejamos de correr. Y aunque no conociésemos aún el David de Donatello, la estampa que vimos en ese momento ahora sé que fue muy similar: la canasta boca abajo sobre el suelo y junto a ella, con un pie puesto encima, el héroe de la tarde, el cazador del lagarto.

Solo habíamos ganado la primera batalla y lo sabíamos. Colocados en círculo alrededor del cesto, aguardamos en silencio a que mi hermano mayor idease la forma de hacernos con él definitivamente. El prisionero intentaba de tanto en tanto escapar y yo no podía evitar sobrecogerme cuando escuchaba el crepitar que producían sus uñas arañando las paredes del canasto. Recuerdo que la espera se me hizo eterna y que, haciendo acopio de valor, hasta osé acuclillarme junto a la improvisada prisión para espiarlo. Entre el tupido trenzado de varetas de olivo del cesto lo vi moverse en la penumbra y, aunque no sabría explicar cómo, comprendí que ahora también él tenía miedo. Te habrás dado ya cuenta, Santa Catalina, de que la valentía no está entre mis virtudes. Según parece, tampoco entre las de aquel lagarto y eso nos salvó a la hora de poner en práctica el plan ideado por el cabecilla del grupo. Los tres pequeños, armados con palos, tendríamos como misión impedir que el lagarto se saliera del canasto cuando mi hermano mayor lo voltease. El ideólogo acechó los movimientos del prisionero y, en el momento en que andaba subido a la pared del cesto, lo puso bocarriba en un visto y no visto y lo tapó con un saco. Y tan asustado o tan cogido por sorpresa estaba el lagarto que los demás, palo en mano, nos quedamos con las ganas de contribuir a la causa.

Ya era nuestro pero teníamos un problema: el lagarto conservaba la dentadura intacta. Dos medias coronas de dientes afilados como agujas, según nuestro progenitor. Pasado el tiempo, supimos que había acrecentado su hazaña exagerando los riesgos de la mordida reptiliana. En esa época, sin embargo, nos creíamos todo cuanto él decía y concluimos que, si deseábamos emularlo, antes de domesticar al lagarto para que fuese uno más del grupo, habríamos de domarlo hasta reducir su fiereza. Como morada transitoria, sacamos del providencial Cuartillo de los Ratones, una vieja jaula de apareo de codornices provista de una tela metálica que impediría su huida entre los barrotes. Vinieron luego días de mucho trajín. A la hora de la siesta, contraviniendo las normas, nos escapábamos para cazarle grillos. Bajo un sol de justicia, del que nos defendíamos con un sombrero de paja, nos arrastrábamos por los rastrojos en busca del alimento favorito de nuestro reo. A continuación venía el instante más emocionante del día, el de ofrecerle la comida con nuestra propia mano. Mi cobardía no me permitía hacerlo y opté por sustraer del armario del cuarto de baño una manopla. Me enfundaba la manopla, agarraba un grillo y, metiendo el brazo en la jaula, se lo ofrecía al cautivo. Todavía hoy recuerdo, Santa Catalina, la descarga de adrenalina que experimentaba cuando el lagarto se abalanzaba sobre su presa con una rapidez asombrosa.

Pero la higiene es algo necesario incluso en la morada de un feroz lagarto. Poco a poco la jaula se había idos llenando de alas, patas y demás restos quitinosos que el prisionero tenía costumbre de regurgitar. Y mi hermana pequeña, que ya apuntaba maneras, se despertó una mañana muy hacendosa y no paró de darnos la lata hasta que los demás estuvimos de acuerdo en que tocaba hacer limpieza. Obviamente, aunque dispuesta a llevar a cabo esa tarea menos heroica, mi hermana puso como condición que desalojáramos temporalmente al recluso para poder limpiar sin sobresaltos. El lagarto continuaba todavía en la fase de doma y fueron los varones los encargados de realizar el cambio del cautivo a otra jaula. Un día azul y soleado, como la mayoría en aquella época, pero que se ensombreció en cuanto mi hermana terminó el aseo de la jaula y nos llamó a los demás para que, al margen de admirar su labor, volviésemos a colocar dentro de ella al lagarto. Mas cuál no sería nuestra sorpresa y nuestra frustración cuando descubrimos que la otra jaula estaba vacía.

No podía estar lejos, nos dijimos con un candor que ahora, pasados los años, me resulta conmovedor. Durante horas, rastreamos palmo a palmo la zona donde habíamos dejado la jaula con el lagarto dentro. Recuerdo que descubrimos una tela de araña enorme y a su dueña, también enorme y con franjas amarillas y negras. Y descubrimos además nuevos hormigueros e incluso alguna que otra topera. Pero de nuestro lagarto a medio domar ni rastro. Llegó la hora del almuerzo y hubimos de abandonar la búsqueda. Ese día no hubo peleas por la chuleta más grande ni por ser el encargado de apurar la fuente del postre. No, ese día, aun sin saberlo, nos sentíamos fracasados e, incapaces de expresarlo con palabras, guardábamos silencio.

Una vez aceptamos la derrota, nos dimos cuenta de que la otra jaula tenía uno de los barrotes suelto: desperfecto que no supimos ver nosotros, pero sí el lagarto. Hasta donde alcanza mi memoria, esa fue, Santa Catalina, mi primera frustración en toda regla. Habíamos soñado con emular a nuestro padre gracias al lagarto encontrado en el pozo sin brocal y nuestro sueño se había hecho añicos. Recuerdo que en los días siguientes, ya a solas, continué buscándolo y, cuando me cansaba de hacerlo en balde, me sentaba en el bardal y pensaba en el lagarto. Solo deseaba que fuese un compañero más de juego y no podía entender por qué él no quería. Y cuando algún animalillo se movía y yo escuchaba el crepitar de la hierba seca, me quedaba muy quieta convencida de que sería él que había cambiado de opinión. Por supuesto, nunca volví a verlo y a ese primer sueño frustrado se fueron añadiendo otros y, poco a poco, he ido aprendiendo el precio de la felicidad. Y estos días, mientras recordaba para contarte la historia, he caído en la cuenta de que es una casualidad llena de poesía el que fuese en el corazón de un sueño frustrado de mi padre donde yo encontré al protagonista de mi primer sueño frustrado. Habrá, Santa Catalina, quien llamará a esto un consuelo de tontos. Pero tú y yo sabemos que está equivocado. Porque en esa capacidad de descubrir el lado bello de todas las cosas es precisamente donde radica el secreto de la felicidad y, por ende, la sal de la vida. :60:

Lagarto, rescatadores y útiles.jpg
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