La sarasa que no podía cruzar la calle
Él, o ella ―pues es difícil saber cuál es el género adecuado en estos casos―, caminaba con pasos cortos y vacilantes, arrastrando la mano izquierda por los zócalos de las casas. De vez en cuando se detenía y se miraba la palma de la mano con tristeza. Se la estaba desollando por culpa de la piedra ostionera. ¡Sus pequeñas y delicadas manos! ¡El único rasgo auténticamente femenino de todo su cuerpo…!
Aquellos muros eran su único apoyo, su única guía. Cuando llegaba a una esquina, miraba hacia ambos lados, dudaba, se sentía sola, perdida. Luego agachaba la cabeza y recorría con la mirada la acera hasta toparse con el bordillo. Aquel ridículo desnivel le producía vértigo incluso desde lejos. Cerraba entonces los ojos y clavaba las uñas ―pintadas de un rojo imposible― en la piedra ostionera hasta que se le pasaba el mareo. Y luego, una vez se recuperaba, giraba de nuevo a la izquierda y con pasitos cortos y vacilantes continuaba la marcha orillando la pared.
Había rodeado por completo la manzana de casas y volvía a estar en el mismo sitio de antes. Pero esta vez había muchos niños jugando en la plaza y muchas madres vigilándolos desde los bancos. Ver tanta gente aligeró su soledad y le hizo recobrar la esperanza. Trató de atraer su atención pero fue en balde: aquel tramo de acera estaba muy poco iluminado y la lentitud de sus pasos hacía que su silueta se confundiera con los desconchones de las casas. Por fin un joven pasó por su lado y, al notar que alguien le hablaba, giró la cabeza. Pero debió darle miedo que la compañía de una decrépita sarasa pudiese ser mal interpretada y aceleró el paso.
Pese al cansancio y al aturdimiento fue consciente de la humillación y esta le hizo reaccionar: necesitaba descansar y pensaba hacerlo donde todos pudieran verla, debajo de una farola. Pero del banco más cercano le separaban dos bordillos de acera sin ninguna pared cerca en la que poderse apoyar... «¡El capacho!», exclamó. Sí, él sería su punto de apoyo, su salvación. Colgado del hombro derecho llevaba un gran capacho de esparto que hasta ahora se había bamboleado al compás de sus pasos. Lo apretó con fuerza bajo el brazo y enseguida se sintió más segura. Levantó entonces la mano izquierda y la colocó con afectación al nivel del hombro. Y así, con la palma de la mano polvorienta y desollada a la vista de todos, se dispuso a cruzar la calle.
Gracias a aquel punto de apoyo imaginario, la sarasa se atrevió a aproximarse al bordillo e incluso a tantearlo con la punta del pie. Todo ello, por supuesto, sin mirar en ningún momento hacia el suelo. Luego cerró los ojos y evocó la escena de cuando era niño y cruzaba aquella calle sin miedo. Levantó a continuación la barbilla y, con la palma de la mano siempre hacia arriba, dio un primer paso al frente con una inesperada decisión. Pero fue bajar el bordillo y perder el equilibrio. Comenzó entonces a trastabillar sin control por en medio de la calle hasta que los faros de un coche la deslumbraron y se escuchó un frenazo.
El griterío de los niños cesó de inmediato y las cabezas se giraron. Impaciente, el conductor tocaba el claxon para que se apartase, mientras que ella, cada vez más aturdida, buscaba en vano una mano amiga. ¡Va, un marica borracho!, debieron pensar antes de volver cada uno a los suyo. Solo los más curiosos continuaron mirando hacia ella. Por desgracia, lo único que vio en sus rostros fue el conocido gesto de censura con el que los ciudadanos «ejemplares» la solían mirar. Descubrir que, después de tanto alardeo de libertad, todo seguía igual la indignó de tal forma que, olvidándose de su problema, subió el bordillo de la acera y, con pasos cortos y vacilantes, se dirigió hacia el banco mejor iluminado de toda la Plaza de San Antonio.
A la luz de la farola, los estragos de la edad quedaron en evidencia. Una ojeras enormes se prolongaban hacia abajo en dos surcos muy marcados, por los que en ese instante descendía una mezcla de sudor y colorete. No llevaba gafas por coquetería, pero las necesitaba; y de tanto fruncir los ojos tenía una maraña de patas de gallo. Con todo, su verdadera cruz eran las entradas que, tras avanzar por caminos separados, ahora amenazaban con unirse en la parte superior de la cabeza. Para evitarse malos ratos, hacía tiempo que no se miraba de cerca al espejo: la media distancia era la máxima que se permitía. Esa noche, sin embargo, sentía la necesidad de enfrentarse a su rostro y extrajo del capacho la cajita del colorete.
¿Quién era aquel esperpento?, se preguntó escandalizada mientras se miraba en el espejito de la tapa. Giró la cabeza con la vana ilusión de que hubiese alguien más sentado en el banco, pero comprobó que se hallaba sola. ¡Aquel semblante decrépito era el suyo! Volvió a mirarlo y esta vez no pudo evitar sentir lástima de sí misma. Por suerte, el insistente aleteo de las palomas le hizo mirar hacia arriba. Una noche más se estaban peleando por los mejores dormideros y, ya de paso, incordiando al santo. Un milagro que la imagen del bendito San Antonio continuase intacta después de aquellas diarias contiendas.
De niño, se metía debajo de los bancos y desparramaba granos de trigo para atraer a las palomas. Luego aguardaba a que se posasen a su lado y, cuando andaban entretenidas comiendo, extendía poco a poco el brazo hasta que conseguía acariciar su iridiscente y, por supuesto, sacro plumaje. Nunca había tenido la menor duda de que, si una paloma se posaba sobre San Antonio, pasaba de inmediato a estar consagrada. Estaba convencido, además, de ser el único capaz de tocar aquellas plumas sagradas y por eso, en cuanto su mano las rozaba, se sentía el rey de la plaza.
Iluminado por un par de focos, y tan calvo como siempre ―¡qué consuelo!, pensó ella―, se hallaba la imagen del bendito San Antonio presidiendo la portada de la iglesia y, ya de camino, también la plaza. Un emplasto verdinegro le tapaba la tonsura y unos chorreones blancuzcos le cubrían parte de la cara. ¿Qué le había pasado a San Antonio en la calva…? ¡Cagadas de paloma! ¡Qué ingratas eran las condenadas! Así le pagaban las muy desagradecidas la infinita paciencia que tenía el santo con ellas. Aunque aquella falta de respeto no parecía haber alterado a San Antonio lo más mínimo. Incluso recubierto de palomina conservaba su dignidad intacta… Tampoco ella tenía nada de lo que avergonzarse. No se lo habían puesto fácil, pero jamás se había doblegado, siempre había intentado ser ella misma.
Cuando la sarasa reanudó la marcha, la tristeza había desaparecido de su rostro. Vivía en el casco antiguo de Cádiz. Un endiablado entramado de calles en el que le acechaban muchas esquinas antes de llegar a casa. Pero ahora ya sabía que aferrándose al capacho podría llegar al fin del mundo. Un fin del mundo que esa noche se hallaba en un modesto partidito del barrio de La Viña. Y con su andar vacilante se encaminó hacia el palacio de los ladrillitos rojos. Todavía no estaban en esos benditos días de libertad, en los que él podía ser ella sin que nadie se burlara de su indumentaria ni del colorete de su cara... Pero pasar cerca de ese templo del carnaval le levantaba el ánimo.
Llegó por fin a la calle que era sus hermana siamesa. Como siempre, estaba solitaria y mal alumbrada. Un día más, la sarasa miró hacia arriba en busca de los azulejos con el nombre de la calle. «Soledad Antigua», leyó mientras la vista se le empañaba. Y con esos pasitos suyos de dolorosa ya de recogida, avanzó por la calle Soledad Antigua cargando con su ¡tan antigua soledad!: esa que le había acompañado desde siempre por haber nacido con un cuerpo equivocado, en el que sólo sus pequeñas y delicadas manos estaban acordes con su interior.
Desde la cama escuchaba la gotera. Hacía un buen rato que el sonido metálico de la jofaina casi vacía había dado paso al repiqueteo sordo de las diminutas gotas de agua salpicando al suelo. Había llegado el momento de vaciarla. Llevaba un mes encamada y, salvo las breves visitas de su vecina Manuela, la gotera había sido su única compañía. Era su bebé, su niño pequeño, al que de vez en cuando debía cambiarle los pañales…
Ahora se alegraba de que el casero no hubiese arreglado la gotera. Cuando ella le dijo que la casa se llovía, él había hecho oídos sordos. Era un avaro al que solo le preocupaba desahuciar pronto a los inquilinos más antiguos para librarse de las rentas bajas. ¡Qué equivocado estaba! Aunque usase la artimaña de no arreglar los desperfectos para echarla, ella no pensaba dejar su partidito. No era nada del otro mundo. Pero allí la parió su madre y de allí solo saldría con los pies por delante cuando el de arriba dispusiera.
Aunque con el de arriba tenía ella una charla pendiente. Salir a la calle se había convertido en una odisea. Vale que los achaques aumenten con la edad, pero los de los últimos tiempos eran ya ganas de ensañarse con ella. Ahora, casleaba como un perro al menor esfuerzo; y ante el más mínimo desnivel, sentía vértigo. Y encima aquella fiebre que no se le acababa de quitar… A ver si llegaba pronto la primavera y también ella conseguía por fin rebrotar.
El repiqueteo del agua salpicando al suelo le recordó que la palangana estaba ya llena. Se incorporó con mucho trabajo y se quedó sentada en la cama con los pies colgando. Dos palillos recubiertos de pellejo, eso eran ahora sus piernas. ¡Qué lástima daba verlas! Menos mal que todavía le servían para algo, pensó mientras se ponía en pie. Una vez en el rincón de la gotera, se agachó a recoger la palangana. Estaba a punto de rebosar y, sin embargo, logró milagrosamente llevarla hasta el retrete sin verter el agua.
Estaba hecha una artista. Le había cambiado los pañales al niño sin derramar ni una sola gota. Colocó otra vez el recipiente bajo la gotera y a continuación inspeccionó el techo. La escayola estaba muy bofada. Aquel trozo se iba a venir abajo en cualquier momento; pero ella se conformaba con que no le cayese encima a San Pancracio. ¡Qué barbaridad, qué desmejorado estaba el pobre! La humedad le había apulgarado la peana y la túnica la tenía llena de lamparones blancos. A ver si Pablo, el varoncito de la Manuela, le bajaba de una vez la imagen de la repisa.
Volvió a mirar a San Pancracio y trató de tranquilizarlo. Mientras estuviera con ella, no le iba a faltar de ná. ¿Qué el perejil estaba hecho una pena? ¡Claro, por culpa de que ella estaba enferma! En cuanto se pusiese buena le iba a traer perejil fresco y hasta un ramito de hierbabuena. Ya tenía una paguita y no necesitaba que le buscase trabajo. Pero, con la tabarra que le había dado toda la vida y lo bien que se había portado San Pancracio con ella, no era cuestión de arrumbarlo ahora.
A través de los cristales del balcón vio que seguía lloviendo. El agua formaba remolinos alrededor de los husillos y eso le hizo recordar viejos tiempos. ¡Ojala pudiera volver atrás para bajar corriendo a la calle! De niño, en cuanto llovía con fuerza y se formaban aquellos regatos junto al bordillo de la acera, echaba a navegar su flota de cajas de pastillas Juanola. Las compraba en la farmacia y le pedía al mancebo que no se las diera de colores repetidos. Llegó a tener la flotilla más vistosa de todo el barrio de la Viña…
¡Qué frío debía hacer fuera! No había más que ver lo pronto que se empañaban los cristales. Levantó un brazo y limpió el vaho con la manga de la bata. Al verse la mano sonrió satisfecha. ¡Cuánto se alegraba de que el de arriba anduviese aquella noche tan tardo! Ella sabía que aquel cambalache de última hora no había sido para castigarla sino todo lo contrario. Pero menudo calvario había pasado en cuanto fue a la escuela y los niños empezaron a llamarlo de aquella manera tan fea.
¡Tan, tan, tan…! Ya estaban anunciando en La Palma la misa de la tarde. Hora de aliviar y de volver a la cama. De un tiempo acá se estaba volviendo tan incontinente como la gotera. El médico le había dicho que era por culpa de la próstata. ¡Qué palabra tan horrorosa! Casi le da un patatús cuando el matasanos le recordó que ella tenía aquello dentro. Al de arriba se lo pensaba dejar bien claro: en la otra vida, ni próstata ni colgajo zangoloteándole entre las piernas quería tener ella.
Menos mal que la asistenta social se había ocupado de que le hicieran aquel apaño. En vida de su madre, siempre habían compartido el aseo con el resto de los vecinos. ¡Con lo que le habría gustado a su madre tener un aseo privado y que se hubiera muerto sin verlo...! Lo que había pasado la pobre con aquel hombre. Su padre trabajaba en La Carraca y cruzaba todos los días la bahía en el vaporcito. Cobraba los sábados por la mañana y, para evitar que se bebiera la paga por el camino, su madre y él lo esperaban al mediodía en el muelle pesquero.
Sí, su padre había sido un borracho y por eso el de arriba tuvo que cambiar de planes a última hora. Se lo había contado su madre el día en que volvió llorando de la escuela. Los niños se burlaban de él y le llamaban «marica». Y él, o ella ―pues ya había empezado a sentirse confusa―, ya no quería tener aquella cosa colgando entre las piernas, ni quería tener el cuerpo lleno de pelos. Quería que su piel fuese tan delicada y tan suave como la de sus manos. Y entonces su madre se las había aprisionado entre las suyas y le había contado que, la noche de su nacimiento, su padre había regresado a casa borracho. Ella estaba ya con los dolores del parto y no le había preparado la cena. Cuando él vio que la mesa no estaba puesta, empezó a darle patadas. Y su madre se hizo un ovillo para protegerse la barriga, porque era allí donde estaba ella, una niña preciosa de piel nacarada y sin pelos.
Pero el de arriba presenció la paliza y decidió sobre la marcha que era un disparate que en aquella casa naciese una hembrita. Cuando creciera y su padre volviese borracho, no la iba a saber respetar como es debido. Mejor darle a aquel hombre un hijo varoncito. Lo malo fue que el de arriba había tenido un día muy ajetreado y a esas horas andaba ya tan lento de reflejos que, cuando chasqueó los dedos para que se produjese el cambio, ella ya había sacado las manos. La cabeza es más pesada y casi todos los niños la sacan fuera primero. Hay, con todo, algunos rebeldes que les quieren dar la espalda a la vida y nacen de nalgas; y otros que, como ella, tienen tantas ganas de vivir que nacen con las manos por delante: como si fuesen saltadores de altura que se zambullen de cabeza en la vida.
Todo eso le contó su madre mientras le secaba las lágrimas y le acariciaba el pelo. Ella había sido muy testaruda desde el primer momento, incluso cuando era tan pequeña como la cabeza de un alfiler, y no hubo forma de cambiarle ya los sentimientos. Había nacido, pues, con aquel cuerpo equivocado solo para protegerla de su padre. Y al de arriba no le faltaba razón: en cuanto él creció y empezó a comportarse como ella, su padre sintió mucha vergüenza y las abandonó a las dos. ¡Qué paz reinó entonces en el partidito y qué felices fueron ellas! ¡Cuánto echaba de menos a su madre...!
Tiró de la cadena y casi a tientas ―ya estaba oscureciendo― se metió en la cama. Una vez se hubo tapado, colocó bien el embozo de las sábanas. Desde que murió su madre nadie la había vuelto a arropar. ¡Qué solita la había dejado! Mañana sin falta pensaba hablar con el de arriba y se lo iba a dejar muy claro: para la resurrección de la carne a ella le tenía que hacer antes un buen cambio… Pero ya estaba bien por hoy de lamentarse. A ver si tenía tiempo de dar una cabezadita antes de que su bebé, su niño pequeño, le reclamase un nuevo cambio de pañales.
Y como si la gotera la hubiese oído, el tintineo del rincón de San Pancracio se fue poco a poco acallando.
Intenso olor a aguarrás. Lunes Santo. ¡Día grande en el barrio…!
Desde la cama, la sarasa contemplaba con orgullo la imagen de San Pancracio. ¡Qué bien le había quedado! Ella siempre cumplía sus promesas y, en cuanto había parado de llover, había sacado la imagen al balcón para que se orease. En realidad, se habían estado oreando los dos juntos. Con la llegada del buen tiempo, su bebé, su niño pequeño, había dejado de necesitarla y ¡qué solita se había vuelto a sentir hasta que se le ocurrió lo de solearse con su santo!
Cuando lo sacó al balcón el primer día, daba pena verlo con la peana mohosa y los ropajes desteñidos. Pero enseguida le había encargado a Manuela que le comprase tres latas de pintura de la buena. De Tintalux brillante, que su San Pancracio no se merecía menos. Una de color rojo escarlata para remozarle el manto, otra verde botella para adecentarle la túnica y, por último, la de purpurina para darle un repaso a la peana y a la corona.
Manuela se las trajo esa misma tarde, pero los dos estaban tan a gusto de palique en el balcón que el tiempo se le había echado encima y hasta la víspera no se había puesto a remozarlo. Para colmo, con las prisas de última hora, cuando ya lo tenía casi acabado, le había caído un goterón verde botella en una de las piernas. ¡Qué disgusto se había llevado!: ¡Domingo de Ramos y ella sin pintura rosa en casa para arreglar el fallo! Ya era mala suerte que le ocurriese aquello justo un día antes de que saliera María Santísima de las Penas.
Menos mal que el santo le había echado un cable. Todavía andaba con las manos en la cabeza mirando la pierna de San Pancracio, cuando entró como una exhalación Pablo, el hijo de Manuela. «¡Qué guay, te está quedando niquelao!», había exclamado al ver al santo. Luego aquel diablillo había arrimado una silla y se había subido en ella para ver la imagen más de cerca. Por supuesto, había notado enseguida el manchón de la pierna: «¿Le estás poniendo leotardos para que no pase frío mientras ve la procesión? ¡Qué buena idea! ¡Porfa, porfa, dile a mi madre que yo quiero también unos leotardos verdes como los de San Pancracio». ¡Qué ocurrencia tan buena había tenido Pablo! Aunque ella había sido más discreta y mezclando las pinturas le había confeccionado unas calzas pardas.
¡Estaba agotada! Se había pasado toda la mañana acicalándose para su Virgen. No se había vuelto a mirar al espejo desde el día en que lo hizo en la plaza de San Antonio. ¡Qué susto se había dado esa mañana! ¡Qué mal color tenía!: ni que fuese el rostro de un cadáver. Y el poco pelo que le quedaba lo tenía hecho una pena. Casi peor que el del bendito San Antonio por culpa de las palomas. Pero ella se había lavado las greñas, las había desenredado con mucho trabajo y luego se había hecho un moñito la mar de apañado. Y para rematar la faena, se había empolvado toda la cara y se había dado un poquito de colorete en las mejillas. Por fortuna, cuando se volvió a mirar en el espejo, la bendita miopía hizo que, en lugar de ver un rostro maquillado grotescamente, ella solo viese una piel sonrosada y delicada como la de sus manos.
En la calle ya se oía el murmullo de la gente. Hora de ponerse a desgranar las clavellinas. Aunque a Nuestra Señora le gustaban más los pétalos de rosas ―también a ella―, la paguita no alcanzaba para tanto. De niña, el Lunes Santo por al mañana, acompañaba a su madre a la Plaza de las Flores en busca de las rosas para Nuestra Señora. Por supuesto, ella metía la nariz a todas las rosas ―le encantaba hacerlo―, pero todos los años eran las rojo terciopelo las que mejor olían.
Una vez le preguntó a su madre que por qué olían las rosas rojas tan bien. Ella le contó que desde siempre ―incluso cuando era tan pequeño que aún no sabía que era hijo de Dios― la sangre de Jesús había tenido aquel buen olor. Cuando murió en el Gólgota, las rosas blancas de Jericó que les llevó su madre al pie de la cruz se habían teñido del rojo de su sangre y se habían impregando también de su olor. Y cuando su madre terminó de contarle la historia, ella ―que todavía se creía él― se acercó sus pequeñas y delicadas manos a la nariz y comprobó que también olían a rosas. «¡Huelen como las del Niño Jesús! ¿Son, madre, las rosas rojas tus favoritas?». «No hijo, mis favoritas son las blancas porque no quiero que tus penas las conviertan en rojas…».
Eso fue lo que le respondío su madre cuando ella todavía se creía él. Y porque todavía era demasiado pequeño, él no entendió lo que su madre le quería decir. En cambio luego, una vez creció y la vida fue tan dura con ella, las penas empezaron a pesarle más que la cruz al Nazareno de Santa María y lo comprendió a las mil maravillas. Por ese motivo ahora ella le arrojaba a la Virgen pétalos de claveles blancos y rojos: los blancos, por las alegrías; los rojos, por las tristezas. Y como ese año había sido tan duro, a punto había estado ella de comprarle a la Virgen solo clavellinas granas…
¡Qué tranquilo estaba el patio, no se oía ni una mosca! A partir de que los demás niños comenzaron a burlarse de ella, el patio se convirtió en su mejor refugio. Se acodaba en la baranda y se entretenía en vigilar a los vecinos. A la hora del almuerzo, por ejemplo, veía llegar al señor Enrique. En cuanto el anciano entraba por la puerta, la hija sacaba una mesita plegable al patio y le ponía encima el plato de comida. Daba la impresión de que el hombre estorbaba en casa y por eso lo castigaba a comer solo y de cara a la pared. Y al señor Enrique la cal debía producirle sueño, pues todos los días acababa dando una cabezada y metiendo la barbilla en el plato. Él aguardaba con excitación ese momento e, imitando a los mayores, gritaba: «¡Pepita, Pepita, tu padre está metiendo la barba en la comida!”». Y Pepita salía enfadadísima y regañaba al anciano.
Ya estaban sonando las campanas de la Iglesia de la Palma. Señal de que iban a abrir la puerta. Cinco minutos más y se levantaría. El señor Enrique no le tuvo nunca en cuenta el que avisase a su hija cuando se dormía y terminaron siendo buenos amigos. Mientras almorzaba, le contaba historias de cuando estuvo de soldado en Alhucema. Al señor Enrique nunca le importó que fuese ella ni le llamó jamás marica. Le habría gustado que fuese su padre porque todos los días le decía que tenía una madre muy guapa. Ahora ya estaban muertos todos y ella más sola que la una…
La familia de Manuela estaba pasando el día en la playa de Bolonia. ¡Qué recuerdos tan buenos de cuando ella estuvo allí con su madre! Pero no quería ponerse triste ahora que iba a pasar la Señora. ¡Uy, lo que le faltaba!, otra vez la opresión en el pecho y aquel caslear como si fuese un perro. ¡Qué barbaridad! ¡Hasta los recuerdos la fatigaban ya..! El día que estuvo en Bolonia, jugó a subirse a la duna y a deslizarse luego por ella cabeza abajo como si estuviera nadando en un mar de arena. Correteó entre los pinos. Recogió flores blancas para su madre. Persiguió a los escarabajos. Se relamió la sal de los labios. Y acostado bocarriba, había visto pasar las nubes...
Un día maravilloso. Su madre, que casi nunca reía, daba carcajada cada vez que él hacia el payaso. Lo único malo fue que, en cuanto apareció su padre, se acabó la alegría. Pero esta vez estaban las dos solas y su madre no paraba de reír. Es más, la que se deslizaba duna abajo hacia los brazos de su madre era una niña preciosa que llevaba sus pequeñas y delicadas manos en alto. ¡Eran cómo de porcelana…!
¿Estaría ya muerta y viendo la resurrección de la carne? Sacó las manos de debajo de las sábanas y las contempló con asombro. Eran suaves como la seda, blancas como el caolín, y delicadas como la porcelana... ¡El Padre Celestial había escuchado su ruego! Exhaló, entonces, de golpe el poco aliento que le quedaba en los pulmones y, distraída con la belleza de las últimas imágenes, a la decrépita sarasa se le olvidó aspirar de nuevo el aire.