Gritos (Relato)

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angelpantokrat
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Gritos (Relato)

Mensaje por angelpantokrat »

Ante el estridente grito de Amanda, Róbinson tuvo que taparle la boca, mientras la joven mujer pretendía liberarse sus manos apenas mediante el tembloroso retorcimiento de su cuerpecillo asustado.

Él, en su extrema fuerza, implacablemente utilizada para someter a Amanda, pudo sentir en aquel grito la absoluta verdad de la muchacha, su confesión de terror, cual niña abandonada ante las mismísimas fronteras del olvido. Ella quería conocer lo que la vida le depararía después de ese día a sus escasos diecinueve años, pero ahora veía palpable la real posibilidad de ver frustrada su esperanza. Nunca sería una vieja sentada en su silla mecedora a la espera de su muerte, mientras sus nietos revoloteaban ruidosos a su alrededor, sin pensar ellos en aquella horrible imagen del fin propio. Ella, en cambio, añoraría ese fin, porque su vida ya habría cumplido sus expectativas y no habría nada más que esperar de ella o las habría frustrado repetida y dolorosamente y ahora, de repente, la existencia y sus constantes desengaños le había parecido demasiado larga.

Róbinson pudo sentir en las trémulas carnes de la recién mujer el pánico de ese momento, casi leyendo sus pensamientos, y aunque por su boca tapada Amanda no podía decir nada, él escuchó en su cabeza aquella idea que ella le trasmitía en ese momento de súbito poder telepático. Era la misma ya muy conocida frase: «¡Por favor, no me mates!».

Él entendió en seguida el mensaje, pero antes de decidir el futuro de la rea, una vez más inmortalizaría ese momento en su memoria. Ese… ese momento, que a pesar de haber sido momentos diferentes, que a pesar de haber sido mujeres diferentes cada vez, siempre parecía ser el mismo, y parecía el mismo porque, efectivamente, era el mismo todas las veces: ese momento en el que esas mujeres ya no podían hablar más, ese momento en el que temblaban de terror, ese momento en el que sus respiraciones suplicaban por ellas, ese en el que las lágrimas corrían libres por las mejillas y luego por las manos de él que tapaban fuertemente sus bocas, ese momento de la inútil refriega en la que las desprovistas mujeres luchaban contra la muy superior mole de Róbinson. Ahora ella, Amanda, una vez más iba a protagonizar ese momento para el deleite y la pena de él.

El olor de Amanda era ese vaho ligero y artificial propio de quien acaba de salir de la ducha, desprovisto de naturaleza y plagado de esencias siniestras y superficiales de grasas olorosas, perfumes extravagantes y jabones pretenciosos. Ese olor que Róbinson tanto adoraba, que lo excitaba y que lo convertía en aquel maldito animal que tanto odiaba ser. Ese, que mataba a mujeres indefensas cuando salían de la ducha sin haberse dado cuenta de la acechanza maligna de su mirada intrusa. Era uno olor lleno de gracia, de belleza, de artificialidad industrializada, de perfumes caros traídos de alguna exótica fábrica de galantería donde se experimentaba con grasas muertas y mezclas de extrañas y recias esencias de flores destrozadas, martirizadas y victimizadas, como las mujeres de Róbinson. Un olor ligero a alcohol ensalzaba, sin embargo, las potencias penetrantes de los aromas, que llegaban delicados a la nariz del asesino y de repente se convertían en esclavizadores de sus nervios, por lo que hacían sentir en su cerebro los gritos intensos y constantes de las flores muertas encerradas en los jabones. Era ese olor a rosas, jardín de cofradías secretas que ocultaba en sus aromas los deformes restos de los pétalos pulverizados de las flores. Ese olor que había quedado impregnado en la piel de Amanda y que ocultaba su verdadera esencia hedionda y viva, lejana a la fragancia floral y cercana más a la mujer sexual y llena de feromonas que luchaba por lograr la asepsia de estas esencias desagradables e inmanentes a su naturaleza puramente mortal. El olor del jabón penetró con fuerza los orificios nasales de Róbinson, quien los aspiró con profundo placer y sintió como llegaban hasta lo más hondo de sí, hasta el centro mismo de su espíritu destructor y acomplejado. En ellos se deleitó y por ellos quiso creer que ya no era ese verdugo maldito y odiado del que tanto se avergonzaba.

Ante un olor como ese, pensó: «¿Acaso no podría ser yo el hombre de esta mujer, ese que aspira sin culpa su olor maravilloso y al que ella deja tocar su piel limpia y relajada sin mostrar rechazo, miedo o asco, sino, al contrario, ante el que se muestra llena de amor, desesperado deseo y lujuria?». Pero en su mente retorcida, él sabía muy bien que no era ese hombre. El olor, si bien lo seducía, a la vez le recordaba que una mujer como Amanda, limpia y grácil, nunca podría ser para alguien como él.

Se sentía atrapado, además, por las otras fragancias que emanaban del cabello de Amanda, provenientes del champú, origen de deliciosos perfumes, esta vez frutales, que le recordaban los dulces sabores de la tierra convertida en vida. Esos manjares de delicias innúmeras que ahora las mujeres llevaban siempre en sus cabezas y sus pieles, esos olores que las hacían deseables, apetitosas y comestibles para los hombres que querían tener de ellas las manzanas, peras y mangos en sus bocas, disfrutando de los sabores pegajosos y azucarados de las tiernas frutas que ahora se convertían en hebras negras, largas y suaves pegadas a las cabezas de esas mujeres, como Amanda. Róbinson olió aquel cabello lentamente… profundamente. Extasiado en medio de esos ilusorios banquetes frutales, se imaginó acariciando la cabeza de la muchacha tiernamente mientras ella sonreía por su halago, mirándolo con ojos brillantes, llenos de deseos lujuriosos, a la vez que pronunciaba tiernas y fabulosas palabras.

—Te amo —le decía.

Al decir aquello, Amanda cumplía el sueño atesorado secretamente por Róbinson de una mujer que, sumisa a sus portentos, le amase profundamente al someterse a su violencia inmanente.
En medio de un campo cítrico, lleno de naranjas, toronjas rosadas, mandarinas y limones, todas brindando sus ácidos y dulces jugos, Amanda le iba a conferir a aquel hombre el sabor tan deseado de aquellos deliciosos labios sobre su boca después de haberle confesado aquel amor. Pero entonces, percatándose del destello de locura en los ojos del amante, Amanda quedó salva a tiempo de caer en el salvaje abismo que era Róbinson, retirando su boca y su rostro luego de reflexionar.

—¡Esto no puede ser! —dijo duramente.

Confundido por el repentino cambio de actitud en Amanda, Róbinson sintió una punzada en su cerebro que le anunciaba, para su horror, que tendría que dejar salir al exterior otra vez al monstruo que tan laboriosamente mantenía a raya todo el tiempo, pero que a veces se le hacía incontenible, por lo que terminaba convertido en esa poderosa e impía fiera salvaje que tomaría a Amanda de un brazo fuertemente cuando ella no miraba y, en su desnudez absoluta, la apresaría contra su atlético cuerpo, ante el que ella no se podría defender, excepto por un grito insignificante que pudo ser fácilmente vencido por una enorme mano que tapaba su boca, apresándola por el pecho con aquel musculoso brazo, inmovilizándole a la vez ambas extremidades y con la otra mano reteniendo su cabeza contra la suya. De esta forma evitaba que Amanda, a través de las ventanas abiertas, lograse pedir a gritos ayuda a algún vecino.

Róbinson la sacó del baño y la llevó hasta el dormitorio contiguo, oscurecido por la falta de luz en esa noche maléfica en la que se dejaban escuchar de vez en cuando algunos truenos en el cielo que anunciaban la pronta llegada de una tempestad. Mientras que la trasladaba hacia el dormitorio, se dio cuenta de cuan menuda era Amanda, quien apenas tocaba el piso, mientras él sin ningún esfuerzo la elevaba. «Es obvio —pensó— que esta muchacha ha añorado toda su vida a un hombre masculino, alto y fuerte como yo que la defienda de toda maldad y que no deje acercarse a ella ningún viso de posible dolor. Es como si fuera la última flor del mundo, que entonces merece estar en medio de un jardín protegido por un ejército. Yo… yo debería ser ese ejército».

Admirado por la pequeña figura con la que tan lúdicamente jugaba en sus manos, no pudo otra cosa sino imaginar la vocecilla dulce, delicada, aguda y femenina que delataba aún más la naturaleza precaria y necesitada de protección de Amanda, pronunciando esas palabras suplicantes y voluntarias que tanto adoraría escuchar: «ámame, protégeme, quiéreme, cuídame».

Pero se dio cuenta de que no sería capaz de oír nunca ninguna de esas palabras de voz de la muchacha si primero no liberaba su boca, por lo que dejó de presionar su rostro y deslizó sutil su mano hacia sus mejillas, con el pulgar sobre la derecha y los demás dedos a la izquierda, posando su palma apenas por debajo de la barbilla de la chica. Elevó su atención, cerró los ojos, como inspirado, oyó primero los quejidos de la joven y se dispuso a escuchar provenir de ella las tan añoradas palabras, que dijo con voz quebradiza, suave y asustada:

—¡Déjame ir, por favor! —La voz era trémula—. ¡No me hagas daño! ¡Te lo suplico!

Róbinson abrió los ojos de nuevo, pues ante aquellas inesperadas y siempre odiadas palabras recordó que no estaba en ese lugar soñado por él, sino en una oscura habitación a la que había entrado sigiloso, otra vez convertido en un asesino presto a matar a una mujer de la que esperaba palabras llenas de amor, dependencia y lujuria, pero de la que obtenía solo súplicas aterradas, naturales en una víctima sorprendida en su ducha por un salvaje animal machista, sádico y acomplejado.

Percibió el temblor aterrorizado en las descoordinadas y caóticas carnes de Amanda, quien confesaba así, con su cuerpo, el pavor que sentía, un pavor que se había apoderado tanto de ella que la poseía en su totalidad; solo podía pensar en su frustrado futuro.

Otra vez, como las mujeres anteriores, mediante ese silente temblor ella gritaba con desesperación lo que el terror no le permitía gritar realmente. «¿Qué se sentirá —se preguntó Róbinson, como siempre lo hacía— tener que ser manso ante un gigante como yo, ser amenazado, sometido el cuerpo, limitada y destruida la libertad, ser consciente de que una voluntad ajena ha decidido tomar tu endeble vida en sus manos y decidir qué hacer con tan preciado bien?». Y él mismo, como las otras veces, se imaginó de nuevo siendo como aquella mujer, sumiso y esclavo de una voluntad carcelera, la de un sorpresivo victimario. Y ese ser gigantesco y poderoso, cuya voluntad era semejante a la de una deidad, no mostraba destellos de piedad ni de amor. Róbinson se había convertido en esa mujer… otra vez era ese ser angustiado y reprimido que no tenía otra opción sino ser miserable, resignado y herido por la pétrea voluntad de un poderoso animal salvaje. Él mismo se vio como mojado por las lágrimas en medio de un infinito piélago de llanto desde cuyo fondo los gritos de mujeres desesperadas, como él mismo en ese momento, hacían vibrar el líquido, creando bucles y ondas con sus angustias y miserias, retorciendo aquella superficie.

Pero esos gritos no eran nada junto a los silenciosos quejidos de Amanda, junto a su respiración rápida y entrecortada, que decía mucho más de su miedo que cualquier grito descontrolado. Sus silenciosos pensamientos eran tan potentes que los gritos se habían vuelto inútiles. Pensamientos que, imaginaba él, la torturaban más de lo que él realmente estaría dispuesto a torturarla a ella.

Entrando en la confundida mente de Amanda, imaginó Róbinson todas las posibles intensiones que ella adivinó para sus crueles acciones. «Seguramente es un hombre triste y reprimido, que solamente hace esto para tratar de ocultar sus sentimientos de inferioridad, producto de las traumáticas y frustrantes relaciones que ha tenido en el pasado con las mujeres. Seguramente, su madre ha abusado toda su vida de él indirectamente, la peor de todas las formas de abuso, forzándolo a obedecerla apoyada en todo un artilugio sentimental que ha sabido armar para manipularlo. Abnegada, siempre lista para hacer todo por él, su hijo, a su vez espera siempre de él sólo “lo mejor”. Eso explica tan pulcrísima apariencia, porque ella, como es obvio, lo forzó desde niño a ser el mejor estudiante de la escuela, el mejor atleta del club, el mejor vecino del vecindario, el mejor feligrés de la iglesia; luego lo forzó, a medida que crecía, a cultivar una bella imagen que concordara con la de ella misma, la única que podría convertirla en una verdadera “madre orgullosa”. Por eso lo conminó a practicar toda clase de deportes y a asistir regularmente al gimnasio cuando sólo contaba con diecisiete años, aunque su personalidad no encajaba dentro de esos lugares y en esas actividades. Sin embargo, él tenía que estar siempre presto a satisfacerla en retribución de su eternamente dispuesta bondad, pues ella era siempre tan solícita, sensible y brillante que cualquier otra respuesta de su parte habría sido despreciable. Así que él tuvo que complacerla contra sus propios deseos, pues una extraña fuerza que de ella emanaba lo obligaba a asistir día tras día a aquellos esfuerzos físicos, prolongados por largas horas de tortura, profundamente odiadas por él. Y todo aquello ocurrió sin falla a través de muchos… muchísimos años. Por supuesto, está esa detestable novia que su misma madre le impuso y que ahora lo atormenta todo el tiempo, acosándolo, todo el tiempo llamándolo, todo el tiempo queriendo tenerlo y casarse con él, sin querer comprender ni ella ni su madre la causa de sus constantes comportamientos esquivos. “Si eres tan inteligente, tienes tan buen trabajo, ganas tan buen dinero. Ya puedes formar una familia con una mujer tan buena como Milagros”. Y ante su silencio, otra de esas actitudes adustas notables en él, seguramente su madre siempre sentencia: “Pensé que querrías darme esa satisfacción. No quiero morir sin verte casado con una buena muchacha y habiendo formado una familia. Pero ya veo que no será así. No sabes cuánto me decepcionas. Pero esa es tu decisión; no voy a inmiscuirme”. ¡Que cínica! Si ella lo único que ha hecho ha sido, precisamente, inmiscuirse en todos y en cada uno de los recovecos de la vida de este hombre. Ella ha invadido cada uno de los espacios en su alma y ser. Ella todo lo ha controlado, desde sus conductas hasta su personalidad, y ha mostrado especial ahínco y eficiencia en controlar sus relaciones, inclusive aquellas más atesoradas por él. El peor de esos crueles arrebatos llevados a cabo por tan maldita arpía fue aquella vez cuando cercenó el verdadero y más profundo deseo y amor de su hijo, hacía años atrás, cuando lo sorprendió con cierto amigo bastante “inapropiado” en actitud y acción igualmente “inapropiada”, disfrutando ambos de sus amores y pasiones verdaderas. Ella lo cambió todo, generando un escándalo privado que mataría todo deseo y lujuria en los jóvenes, destruyéndolos a ambos y arrancando de cuajo aquella relación de la tierra en la que ya había arraigado raíces. El pobre compañero de su hijo terminaría sus días sobre la Tierra él mismo al verse expuesto a tan grande vergüenza en el seno de una buena familia cristiana, muy similar en virtud a la suya. Ambos no fueron más que horribles manchas dentro de las pulcrísimas historias en ambos linajes. Por supuesto, luego de aquello las culpas para este hombre, quien no tuvo el valor de seguir el camino trazado de su único y verdadero amante, se multiplicaron exponencialmente a lo largo de los años, falta tras falta, latigazo tras latigazo y recriminación tras recriminación, cada una agregada como castigo a aquel “pecado imperdonable” que no se había reparado al expulsar a ese amigo carnal; el castigo para aquello, a los ojos de esta buena madre, debe ser infinito, extendiendo la culpa y el temor al pecado y al infierno hasta la última célula, quien con desesperación lo único que ha buscado desde ese entonces es alguna piedad y perdón para sus horrendas faltas. De eso ella se ha asegurado muy bien, recordándole constantemente lo decepcionante de sus actos a sus ojos y a los ojos de Dios, conminándolo a expulsar demonios, pensamientos impuros y pecaminosos, expulsando deseos, amores, sueños y lujurias. Y tan grande es esa refriega purgante de todo pecado dentro de su hijo, que esta amorosa y abnegada madre ha logrado casi expulsar también el alma de este pobre hombre de su propia vida. Pero ¿puede eso ser cierto? ¿Se puede acaso echar a alguien de su propia existencia? No sé si eso sea verdaderamente posible, pero este es lo más cercano a eso. ¡Pobre, realmente pobre!».

Róbinson comprobó la misericordia que esa mujer sentía por él al ver una lágrima rodar por su mejilla; estaba seguro de que lloraba compadecida de su sufrimiento. «¡Por fin, una mujer siente piedad de mí!». Allí él podría refugiarse y ocultarse de su madre y de su maldita y odiada novia. Abrazó, entonces, a Amanda y ella, presta y feliz de ser el amparo que este hombre tan desdichado no había podido encontrar en tantas otras mujeres que había tenido que matar, dejó de lado su temor y se convirtió en su protectora. Él la dejó libre y la primera palabra que él pronunció con su voz profunda, ronca y fuerte, un tanto entrecortada por el llanto que se le atravesaba en la garganta, fue «gracias». Aquella palabra expresaba el alivio que sentía al estar, finalmente, en refugio seguro, como el gozo del náufrago, que después de días —o como él, después de años— de andar braceando sobre un endeble entablado de madera, llegase a una isla llena de manjares, agua dulce y tierra firme que pisar. Fue entonces cuando él la vio sonreír y limpiarse las lágrimas para luego llevar su ligera, pequeña y suave mano a su rostro para acariciar gentilmente su mejilla. Róbinson sintió extasiado esa delicadeza, las tiernas manos de Amanda sobre su áspera piel cual pañuelo que limpiase toda la tizne acumulada por años de dura labor en una mina carbonífera y cuya suciedad le hubiese teñido de un color falso mohoso. Ella, con su caricia, lo hacía lozano, joven y limpio otra vez.

Amanda se levantó de la cama para dejarlo allí sentado, mientras tomaba una bata de baño y se cubría la desnudez. No decía palabra; sin embargo, era obvia su intención liberadora. Róbinson volteó para verla al otro lado de la cama, donde Amanda había encontrado una espada que llevaba en sus manos y con el filo apuntaba directamente hacia él. Entonces, ella le dijo las únicas palabras coordinadas que Róbinson le había escuchado y que serían, de paso, las últimas que oiría en su vida:

—Cuando grité hace un momento, cuando te tenía miedo, no me había dado cuenta de que, en realidad, quien debía haber gritado de pánico eras tú. No te preocupes; eso ya terminó.

Róbinson sonrió y liberó una expresión que era de felicidad, alivio y libertad, pero era a la vez una expresión bosquejada por la mano perversa de un dibujante sádico y cruel, que a la vez había en la mueca un evidente dejo de amargura y frustración. La hoja fría de la espada hundiéndose lentamente en su corazón no le produjo dolor, sino una profunda pena por la desgraciada vida que había dejado atrás y a la vez gran alegría por la seguridad de haber alcanzado el perdón de Dios, siendo ahora digno de la felicidad nunca posible en la Tierra. Poco a poco su aliento fue perdiendo olor. Luego, sus portentosos y fuertes músculos se relajaron tan profundamente que sintió que se dormía. Sus ojos fueron nublando su mirada, oscureciéndola. La oscuridad era tan profunda que se hizo total. Luego, no supo nada más de sí mismo. Todo se había hecho totalmente intrascendente y, por lo tanto, feliz.

Al volver en sí se dio cuenta de que la única oscuridad que verdaderamente estaba ante sus ojos era la de aquella habitación. «No estoy muerto». Casi lloró ante tan horrible descubrimiento. «¡No estoy muerto!». Las lágrimas de Amanda, que al principio habían sido pocas, ahora eran muchísimas, similares sus ojos, quizás, a una fuente de salobre dolor. Al ver el ahora deformado rostro de la mujer, surcado por hondas cavidades producto de su pánico, con la boca retorcida, con los ojos contraídos, con la carne más trémula que antes, supo que ella no había tenido aquellos pensamientos misericordiosos que le había atribuido hacía solo unos momentos. Róbinson pudo escuchar, entonces, los que eran los verdaderos pensamientos de esa pérfida: «Me va a matar», pensaba Amanda. «Este maldito me va a matar. Pobre diablo que tiene que hacer esto para sentirse verdadero hombre, cosa que a todas luces no es, que lo marica y deformado se le nota a leguas. ¿Qué hago ahora? ¿Qué hago? ¿Llorar? Sí, eso siempre funciona para manipular a estos cerdos asquerosos, hombres infelices. Me voy a hacer la pobre víctima sufrida, violable y desnuda para que sienta lástima de mí y que al final se doblegue ante mi voluntad y que no me mate y así seguir yo extendiendo el manto amargo de la femineidad por el mundo, criando hijas para que sean buenas madres como la que tiene este hombre, y criando hijos a los que tendría que doblegar sin piedad hasta la locura, como la buena madre de este ha hecho con él. Si después se arrepiente de dejarme libre me tiene sin cuidado. Lo único importante soy yo, mi vida y mi verdad. ¿Él? ¿Este pobre diablo? ¡Qué se pudra en su propia inmundicia!».

La ira surgía del estómago de Róbinson y sentía como cada vez crecía inexorable, inflándose como un globo y haciéndola tan amplia que ocupaba la habitación completa. Su piel cambiaba de color y pasaba de su blancura pálida ordinaria hasta un rojo colérico y enfermo. La sangre brotaría de sus ojos, las venas del cuello le explotarían, los tímpanos de sus oídos estallarían y su cerebro se sobrecalentaría hasta morir de no darle muerte de una vez por todas a esa maldita y traidora mujer que solamente buscaba apoderarse de él y chuparle la sangre, como lo hacían todas.

Brillante, incansable y nunca vil como una mujer, el puñal se convertía en el verdugo que ejecutaría la decisión ya tomada: «¡Muerte para la pérfida! ¡Sin piedad contra la matrona!». Miró el cuchillo y le pareció, como las otras veces, que un sayón tan canijo no podría tener éxito en la dura tarea de dar muerte a semejante quimera depravada. Le había parecido sorprendente las veces pasadas comprobar como un pequeño pedazo de metal con un corte certero en una yugular bien sometida podía dar fin a la existencia de todo lo que él odiaba. La sangre esparcida en las camas en todas las oportunidades en las que había emprendido esa tarea santa y purificadora de dar muerte a las reinas esclavizadoras, mantis comehombres, era siempre el trofeo que este pequeño guerrero se llevaba consigo. Todas las veces, Róbinson admiró el color rojo de la sangre que, cual fuente, brotaba de los cuellos cortados de las diablas, sangre que representaba la pureza de la verdad que él estaba dispuesto a perseguir, alcanzar y poseer finalmente. Esa sangre que teñía las finitas sábanas blancas y las volvía rojas era el testimonio del fin de la existencia de ese gran monstruo. Sí, la fiera salvaje había muerto… muerto para siempre. Nunca más iba a atormentarlo de nuevo. Nunca más iba a hacerle daño otra vez. No volvería a manipularlo.

Al mirar el reloj Róbinson se dio cuenta que había estado tan sólo cinco minutos en esa habitación. Súbitamente, se vio confundido, atolondrado. Se acercó al encendedor e hizo pasar de nuevo la electricidad hasta el bombillo en el centro de la habitación. Como el dios judeocristiano, al que él adoraba fervientemente, hizo la luz, pero no para iluminar un paraíso, sino a una mujer en medio de su cama, degollada y envuelta en una sábana de sangre. Otra vez despertaba de un pesado sueño, vestido de negro, en una habitación desconocida, con un pasamontañas que dejaba asomar al exterior tan solo sus cándidos ojos azules, como los de una persona inocente e incapaz de lastimar a nadie, con sus grandes y fuertes manos cubiertas por guantes de cuero y con una navaja ensangrentada en ellas. Se quitó el pasamontañas un instante para que Amanda pudiera ver la cara de su asesino. Fue inútil. Los muertos no ven.

Apagó nuevamente la luz, abrió la puerta de la habitación y sigilosamente salió de la casa por el patio trasero, asegurándose de que ninguno de los vecinos lo viera. Caminó por horas en la madrugada lluviosa de la ciudad. Luego vio que el cielo nocturno se despejaba y dejaba de nuevo ver las estrellas. Como escondiéndose de la mirada reprobatoria de la luna, se ocultó en un callejón de servicio, entre la basura. Allí, sobre los desperdicios descartados por otros, se tumbó y lloró amargamente, pidiendo otra vez perdón a Dios y prometiéndole, como siempre lo hacía, que no lo volvería a hacer.
Última edición por angelpantokrat el 26 Jul 2017 20:21, editado 1 vez en total.
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lucia
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Re: Gritos (Relato)

Mensaje por lucia »

Las transiciones oníricas se me han hecho un tanto pesadas, y eso es lo único que separa esta historia de otras historias de psicópatas asesinos de mujeres.

Además, has querido lucirte tanto con el lenguaje que en algunas frases no se sabe si es falta de comas o error por falta de relectura (teñido de un color mohoso color falso).

Por cierto, el alcohol es solo el solvente del perfume. El fijador es otro compuesto diferente.
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Si cedes una libertad por egoísmo, acabarás perdiéndolas todas.

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angelpantokrat
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Re: Gritos (Relato)

Mensaje por angelpantokrat »

Hola, lucia, siempre muy grato recibir tus críticas.
lucia escribió:Las transiciones oníricas se me han hecho un tanto pesadas, y eso es lo único que separa esta historia de otras historias de psicópatas asesinos de mujeres.
Me gustaría saber las razones por las que se te han hecho pesadas las transiciones oníricas.
lucia escribió:Además, has querido lucirte tanto con el lenguaje que en algunas frases no se sabe si es falta de comas o error por falta de relectura (teñido de un color mohoso color falso).
Lo de querer lucirme con el lenguaje, es una opinión personal en la que discrepo. En todo caso, en efecto, hay algunos errores de redacción. Gracias por señalarlos, como siempre lo haces. Contribuyes a la mejora del texto.
lucia escribió:Por cierto, el alcohol es solo el solvente del perfume. El fijador es otro compuesto diferente.
En efecto, el alcohol es el solvente del perfume, en el texto no se dice que no sea así, y no se indica en ningún caso que sea lo mismo que el fijador. Se me hace algo extraño que se pueda interpretar a partir del texto que el alcohol y el fijador se han confundido. En todo caso, tomaré en cuenta esta para, tal vez, hacer más explícito el texto, o tal vez eliminar la referencia al alcohol.

Saludos cordiales.
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lucia
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Re: Gritos (Relato)

Mensaje por lucia »

Lo del alcohol se saca de aquí:
Un olor ligero a alcohol ensalzaba, sin embargo, las potencias penetrantes de los aromas
Y las transiciones se me han hecho pesadas por los circunloquios. Aunque también podría ser que por culpa del trancazo no esté muy fina.
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