(de Lara Ripdek, ed. Lucerna, 2068)
Santa Cata del Guadiana, Madre Floral y Mártir de las Letras, de las Artes y de las Ciencias.
(Benasal, Castellón, 29 de septiembre de 1954-Chiclana, Cádiz, fecha desconocida).
Preludios y gestación
Hija de padre egabrense y de madre de Fernán-Núñez, Santa Cata fue la última de sietes hermanos. Tres de los cinco varones murieron antes del nacimiento de la benjamina, pero su madre le habló a menudo de ellos y le explicó con detalle las circunstancias de sus prematuros óbitos. De ahí que los tres hermanos muertos estuvieran muy presentes en la vida de la santa y fuesen el desencadenante de algunos hechos tan importantes como el de su primera transmigración o el del sueño al que debe su advocación de Madre Floral.
Siendo aún muy niña, se hallaba un día jugando con una cuchara de palo en la cocina y su madre, que andaba entre los pucheros preparando el almuerzo, le habló por primera vez de sus hermanos mellizos muertos por culpa del cardenillo. Dos varoncitos que, tras nueve meses de juegos secretos y risas cómplices en el útero materno, nacieron cogidos de la mano con tanta fuerza que ni siquiera la violencia de la expulsión logró separarlos. Tras la tragedia, ese gesto fue reinterpretado como una expresión del miedo a separarse por haber ya presentido lo que les aguardaba fuera; el día del parto, en cambio, lo consideraron una señal de buen augurio: un símbolo de que la unión hace la fuerza y de que aquellos mellizos estaban avocados a triunfar en la vida. Corrían tiempos en los que el cobre formaba parte de los útiles de las cocinas y un cucharón olvidado en el interior de la cazuela emponzoñó con cardenillo un guiso de arroz. En el almuerzo del día siguiente, la madre se tomó las sobras contaminadas y se le tiñó de verde la leche. Los lactantes pasaron de patalear alegres, bajo los vivos colores de las ropas de las cunitas, a yacer inmóviles en el interior de dos pequeños ataúdes blancos. No mucho mayores que una caja de zapatos e idénticos, los dos paralelepípedos fueron enterrados juntos en el cementerio de Córdoba. A última hora, cuando ya iban a ser introducidos en el nicho, la madre le pidió al sepulturero que abriese un orificio en cada féretro y que luego los situase uno junto al otro, de forma que quienes habían nacido y vivido siempre cogidos de la mano pudieran continuar haciéndolo durante el sueño eterno. Esa es la razón de que algunos devotos de Santa Cata afirmen que, todavía hoy, los huesos de las manitas de los mellizos siguen estando en contacto y que hay madrugadas en las que, tras el ulular de los autillos y de los cárabos, en el cementerio de Córdoba se escuchan el entrechocar de los huesos de sus manos jugando y una especie de risas con sordina.
Años después, cuando la santa ya había sido escolarizada, mientras le trenzaba el pelo antes de ir al colegio, su madre le refirió la otra visita que les había hecho la de la guadaña. Esa vez, la vida truncada antes de tiempo había sido la del único hijo nacido con los ojos claros. Detalle que de nuevo sería reinterpretado más tarde como un símbolo del candor y de la pureza de aquel niño, pero que en el momento del parto fue simplemente causa de especulación sobre a qué antepasado debía agradecer el neonato la claridad de sus ojos. A los pocos días de nacer, fue bautizado con el nombre del arcángel protector de la ciudad de Córdoba. Cuatro siglos atrás, aquel ser alado había sido capaz de poner término a la epidemia de peste que a la sazón asolaba la ciudad. En esta ocasión, aunque la hazaña fuese de mucho menor calado, San Rafael no pudo ―o no quiso: los designios del destino son siempre inescrutables― evitar que el virus de la polio apagase la mirada del niño de los ojos claros justo el día en que cumplía ochos años. Un cumpleaños celebrado en la fría soledad del que ya duerme el sueño eterno en el interior de un ataúd. Un ataúd de nuevo blanco, aunque esta vez de mayor tamaño; como también mayor, si cabe, fue el dolor de la madre cuando vio que depositaban a su hijo en el nicho sin un compañero al que agarrar de la mano. Una soledad que la buena mujer trató de paliar bautizando con el mismo nombre a su siguiente retoño, y dedicando a ambos Rafa ―al muerto y al vivo― cada una de las caricias y de las palabras de cariño que le prodigaba al segundo.
Que la madre le hablase a menudo a Santa Cata niña de esos dos hermanos mellizos, que nacieron cogidos de la mano y que murieron prematuramente emponzoñados, provocaría más tarde que, en una de sus transmigraciones, la santa soñara con otros mellizos, esta vez niño y niña, cuya misión era vivir la vida que los otros no vivieron por culpa del cardenillo. Y que la madre le hablase de la muerte prematura del hermano poliomielítico ―el Rafa de los ojos claros― y de la pena tan grande que sintió al enterrarlo solo, hizo que al cumplir la santa ochos años ―la edad con la que murió su hermano― confundiera los ojos claros de un habitante del fondo marino con los suyos y estuviese en un tris de ahogarse por querer agarrarlo de la mano.
Pero volviendo a los albores de la santa, sabemos que su concepción tuvo lugar cuando su padre se hallaba destinado en Benasal. De profesión guardia civil, vivía junto con su mujer y sus tres hijos vivos en una de las viviendas de la casa cuartel de ese municipio. Tal como se demostraría nueve meses después, los padres de la santa pasaron la Noche Buena de 1953 muy abrazados, y el día de Navidad ya había un amasijo informe de células en continua división en el interior del útero materno. Arrancó el nuevo año y, mientras afuera los españoles continuaban peleando por desterrar definitivamente de sus vidas la hambruna de la postguerra, en el interior de su cálido refugio, el puñado de células siguió creciendo sin sobresaltos y empezó a adoptar la forma del que estaba destinado a ser el genuino recipiente, mortal y rosa, de la santa. Cuando ya tenía este las manitas y los pies bien formados, y en el iris de los ojos empezaban a depositarse los primeros pigmentos, en Coyoacán, la pintora Frida Kahlo, que se hallaba a punto de poner rumbo a su último destino, sintió la necesidad de trazar un «VIVA LA VIDA» en el rojo sangre de una de las tajadas de sandía del lienzo que había pintado unos meses atrás.
Hay devotos de Santa Cata que creen que, con ese grito de esperanza, la mujer que había intentado en balde engendrar vida celebraba la buena nueva de ese otro embrión que, allende los mares, empezaba a patalear reclamando salir. El nacimiento oficial de la santa no ocurriría hasta dos meses y medio después de la muerte de la pintora y, sin embargo, hay quienes osan afirmar que esa fue precisamente la primera transmigración de la santa. O lo que es lo mismo, algunos de sus fieles piensan que fue Santa Cata, y no Frida, la que trazó esas palabras de exaltación a la vida en el rojo sangre de la sandía. No hay, empero, ninguna prueba que avale semejante suposición y es solo a modo de licencia poética ―una forma de ilustrar al lector sobre la época en la que nació la santa― que me hago eco de ella en esta hagiografía.
Nacimiento y primeros pasos
A las cinco de la madrugada del 29 de septiembre de 1954, en la casa cuartel de la Guardia Civil de Benasal, nació una niña a la que sus padres bautizarían poco después con el nombre de Catalina. Discreta desde el primer momento, llegó a este mundo sin hacer ni el más mínimo ruido. Tanto fue así que a la mañana siguiente la buena nueva de que los cordobeses habían tenido una niña causó sorpresa entre los vecinos de la casa cuartel. «Naciste sana y sin hacer ruido, hija, pero… ¡qué feísima eras», le diría más tarde su hermana a Catalina. Palabras dichas sin mala intención, con la sinceridad de alguien que la quería de forma incondicional; mas también palabras que se quedarían grabadas para siempre en la cabeza de la niña, de natural presumida, dando lugar más adelante, cuando la santa púber asistía ya a un colegio de religiosas, a algún que otro incidente desagradable.
En la casa cuartel de Benasal, creció Catalina rodeada del cariño de los suyos y de un sinfín de uniformes verdes y de tricornios negros. Nada en su comportamiento presagiaba aún el gran destino al que estaba llamada y se pasaba los días jugando con el resto de los niños de aquella gran hermandad formada por los hijos de los miembros de la Benemérita. A punto de cumplir los ocho años, destinaron a su padre al Grao de Burriana, a orillas del Mediterráneo. Sería allí donde el recuerdo de la soledad, en la que fue enterrado el hermano de los ojos claros, casi le cuesta la vida. Era su primer verano junto al mar y la niña apremiaba a los suyos para que la llevasen a conocerlo. Una tarde, en la que su padre estaba fuera de servicio, decidió llevarla a la playa y, ya de paso, enseñarle a nadar. En cuanto la niña vio aquella inmensa planicie de agua, quieta en lontananza, revuelta en la orilla, se quedó boquiabierta. Ni que decir tiene que fue un amor a primera vista y llamado a durar toda la vida. Ya en ese primer encuentro, Catalina se enamoró del color azul del agua, del intenso olor a algas que desprendía, de las conchitas nacaradas que brillaban en la arena y, más que de ninguna otra cosa, del cabrioleo y del murmullo de las olas al romperse justo allí donde el mar y la tierra parecían librar una batalla sin tregua.
Aquella tarde el Mediterráneo andaba un tanto revuelto y, en un instante de descuido del padre, una ola arrastró a Catalina aguas a dentro. Al principio la niña se asustó mucho y, al intentar sacar la cabeza fuera para respirar, una nueva ola traicionera le hizo tragar un buche de agua salada. Y a ese primer trago le siguió otro, y luego otro más, y otro..., hasta que la niña se dio por vencida y, flotando entre dos aguas, se entretuvo en mirar lo que había en el fondo marino. El miedo inicial se había transformado ahora en una especie de enajenación placentera. Al borde de la inconsciencia, Catalina vio unos ojos claros que la miraban desde el interior de una oquedad. Los confundió con los del hermano que había sido enterrado en solitario y concluyó que estaba asustado y que por eso se escondía. Convencida de que era Rafa, le ofreció la mano dispuesta a convertirse en su compañera y poner así fin a su soledad. La aproximó lo más que pudo al agujero y aguardó en balde a que él sacase la suya. En el ínterin, sintió una suerte de vértigo y la vista se le nubló. Intentó librarse de aquella incómoda sensación cerrando los ojos y cuál no sería su sorpresa al darse cuenta de que bajar los párpados le había hecho recuperar la visión…
De nuevo estaba fuera del agua, en medio de una inmensa planicie de arena húmeda y compacta por la que correteaba una multitud de pájaros. Al fondo a la derecha, vio la silueta de su padre pintando el Monte Saint-Michel; y a la izquierda, tras la línea blanca del rompiente, en vez del azul luminoso del mar de Burriana, había ahora una franja de un color glauco también muy bello. La brisa era fresca y Catalina se alegró de llevar puesto aquel capisayo con capucha y con muchos bolsillos. Buscó dos que tuvieran el tamaño adecuado para guarecer las manos y, una vez las tuvo dentro, notó un leve cosquilleo en los dedos. Palpó con cuidado a los inquilinos de los bolsillos y enseguida los reconoció: el que le hacía cosquillas en la palma de la mano derecha era el grillo castrati; las que no paraban de dar saltos entre los dedos de la otra mano, las pulgas saltimbanquis. Los pasitos rápidos de los correlimos le hicieron gracia y empezó a perseguirlos. Pero ellos, en lugar de levantar el vuelo como solían hacer las perdices en los rastrojos, continuaron su macha con pasos cada vez más ligeros. Y cuando la niña estaba en un tris de darles alcance, se dieron la vuelta y comenzaron a huir del mar que ahora amenazaba con echárseles encima. Antes de que la niña tuviera tiempo de reaccionar, una ola la tiró al suelo. Tragó un primer buche de agua, luego otro y otro más... Sería entonces cuando un fuerte tirón del pelo le hizo sacar la cabeza fuera del agua y, al abrir los ojos, descubrió que de nuevo tenía ante sí el azul del mar Mediterráneo.
El episodio por poco no le cuesta la vida y ocurrió justo cuando la santa tenía la misma edad a la que murió el hermano de los ojos claros. De hecho, Catalina había extendido la mano hacia la oquedad donde pensaba que se escondía su hermano Rafa y a punto estuvo de convertirse en su melliza de muerte. Pero su destino era otro muy distinto y ella, que tenía el pelo muy largo y lo solía llevar recogido en dos trenzas, esa tarde lo llevaba suelto. Gracias a ello, la melena se le quedó flotando hacia arriba como si fuesen los tentáculos de una medusa nadando en posición invertida. Una especie de gorgonia de estolones oscuros que, al ondear con el vaivén del agua, le indicó al padre donde se hallaba su hija cuando aún estaba a tiempo de salvarla.
Los engranajes del singular destino de Santa Cata estaban diseñados con precisión de relojero y el tirón de pelos fue providencial para que la santa no uniese su suerte a la de la niña en la que se había encarnado mientras permaneció desvanecida. Aquella había sido la primera transmigración oficial de la santa y los que fueron solo unos pocos minutos para el cuerpo, mortal y rosa, que se debatía entre la vida y la muerte en la playa de Castellón, representaron casi dos años de encarnación en el cuerpo de la niña parisina a la que transmigró. Una dilatación temporal inexplicable, si no fuese porque nos enfrentamos al destino de una santa sin parangón.
El zoo de Santa Cata
Coincidiendo con esos minutos de desmayo, la santa se encarnó en el cuerpecillo inquieto de la hija primogénita de un afamado pintor sevillano que en ese momento vivía con su familia en Paris. La niña, en cuestión, era una gran apasionada de los insectos y le gustaba adiestrarlos. En la Navidad de 1988, pidió a los Reyes Magos un capisayo con capucha y multitud de bolsillos en los que poder alojar a sus animalitos amaestrados. La esposa del pintor ―y a la sazón, madre temporal de una santa―, ajena a las intenciones de la niña, se aprestó a darle gusto. Pese a su excelso destino, la santa creía aún en sus Majestades de Oriente y la madre consideró que sería una pena destruir tan pronto esa ilusión. En esa etapa parisina, la confección de los vestidos de todos los miembros de la familia del pintor estaba en manos de una costurera española que pasaba largas temporadas trabajando para ellos en París. Acostumbrada a hacerle prendas a medida, la modista fue capaz de confeccionarle la singular prenda sin necesidad de probaturas que pudieran despertar sospechas en la santa.
Por desgracia, no tenemos ningún testimonio pictórico que evidencie los ojos como platos que, la mañana de Reyes, debió poner la niña al descubrir la soñada capa roja colgada de una percha a los pies de su cama. Sí tenemos, en cambio, el retrato que unos meses después le hizo su padre con ocasión de su cumpleaños. A partir de la visita de los Reyes, la santa siempre llevaba puesto el capisayo y en la mano izquierda un carrete de hilo dorado. Solo se lo quitaba cuando se sentaba a la mesa ―la esposa del pintor le tenía fobia a las cucarachas y, por extensión, a cualquier insecto de color negro― o se iba a la cama. A la hora de posar para la pintura, su padre debió ordenarle que se lo quitase. Eso explicaría que la santa, en ese momento encarnada en el cuerpecillo de una niña un tanto consentida, aparezca en el lienzo con los brazos cruzados, los carrillos inflados y la mirada perdida, poniendo en evidencia el aburrimiento y el fastidio que le producían posar, cuando lo que de verdad hubiera deseado, ella, era estar jugando con los artistas de su zoo.
En su momento de máximo apogeo, el singular zoológico de la santa niña llegó a contar con más de una veintena de especies distintas de animales; después de mucho tiempo de entrenamiento, las actuaciones individuales fueron dando pasos a las colectivas, mucho más variadas y espectaculares; y en lugar de un solo plato grande haciendo de pista única, sobre la mesa llegó a haber otros dos más pequeños que hacían de pistas secundarias. No ha llegado a nosotros un inventario fidedigno de los componentes del zoo, ni tampoco una descripción detallada de en qué consistían las actuaciones. Pero sabemos que hubo una colonia de pulgas saltimbanquis, un escuadrón de moscas acróbatas, un cuadro de mariquitas bailaoras de flamenco y un grillo castrati cuyo cricrí marcaba la cadencia de los movimientos de los artistas en la pista; y como primera vedette del zoo, una Graellsia isabelae que desde el centro de la pista principal cerraba cada pase circense batiendo las alas al son de un silbido incalificable.
El artífice de ese sonido siseante tan extraño ―y tan virtuoso a tenor de la reacción de la vedette del zoo― era una cucaracha misántropa, de carácter huraño y sombrío, que solo en muy raras ocasiones sacaba la cabeza del bolsillo en el que se alojaba. Un ejemplar de Blatta gallina, variedad hispanica, cuyo cuerpo fractal estaba integrado por un mosaico de pequeños hexágonos que se ensamblaban, a su vez, en un hexágono mayor y único. Entre las rarezas de esta singular criatura, cabe destacar también su extrema longevidad: los estudiosos de los blátidos afirman que la vida máxima del grupo en ningún caso supera el lustro y, como luego veremos, la cucaracha misántropa de Santa Cata reaparecería medio siglo después. Detalle que nos sugiere que ese ejemplar de Blatta gallina compartía con su dueña una naturaleza terrenal transmigrante.
Catalina se encargaba personalmente de recolectar y entrenar a los insectos destinados a convertirse en artistas del zoo. Su manutención y la limpieza de los bolsillos en los que se alojaban, en cambio, eran consideradas labores demasiado prosaicas para ser llevadas a cabo por una niña de familia bien de finales del siglo XIX y las realizaba un varón de verbo florido y notable fealdad. Una especie de eccehomo sofista que pretendía ser un discípulo tardío del mismísimo Sócrates, pero cuyos sofismas daban la impresión de ser las típicas ínsulas de grandeza de un burgués fracasado que se ve obligado a vivir como un plebeyo. En cualquier caso, el nuevo Sócrates no solo limpiaba los habitáculos y daba de comer a los artistas circenses, sino que era también su guardián nocturno. Cada noche, antes de que la niña se fuese a la cama, aquella especie de eccehomo sofista le ayudaba a quitarse la prenda y se la llevaba a su chambre de bonne, situada en la última planta del edificio.
El sofista era un lector empedernido, además de melómano, y tenía las paredes de su cubículo forradas de libros y de cilindros de fonógrafo. La ópera era su género musical favorito y solía escuchar a Erico Caruso mientras vaciaba las “celdillas” del zoo y colocaba a sus inquilinos en jaulitas diseñadas ad hoc para cada uno de los artistas. En ellas pasaban la noche y reponían fuerzas comiendo y bebiendo a su antojo. El sofista aprovechaba entretanto para limpiar a fondo los bolsillos vacíos. El único que permanecía ocupado era el de la cucaracha misántropa, cuyo espíritu contestatario no le permitía aceptar los barrotes ni siquiera de noche y gozaba del privilegio de dormir en el bolsillo. Un privilegio que se había ganado a base de asomar la cabeza y escuchar con suma atención los sofismas que el vanidoso eccehomo recitaba durante gran parte de la noche. De este jugoso detalle tenemos noticia gracias a la costurera de la familia, gran profesional de la aguja y también del chismorreo. Durante sus estancias en Paris, dormía en la habitación contigua a la del sofista y, como era una cotilla compulsiva, a menudo espiaba a su vecino por el ojo de la cerradura de la puerta, o bien escuchaba sus recitales nocturnos con la oreja pegada al culo de un vaso apoyado bocabajo en la pared medianera entre las habitaciones de ambos.
El declive del zoo circense de la santa ocurrió de forma todavía más rápida que su fulminante ascenso. Aquel año el pintor decidió veranear con la familia en la costa normanda para que sus hijos conocieran el mar. Unos meses atrás habían inaugurado una carretera-dique que facilitaba el acceso de los turistas al islote del Monte Saint-Michel. La familia de la santa se alojó en la posada que acababa de abrir Annette Poulard en el interior de la ciudad amurallada. Desde el primer momento, tanto el pintor como la santa sintieron fascinación por la inmensa planicie de arena y fango que quedaba al descubierto durante la bajamar. A los pocos días de hallarse en la isla, el artista decidió madrugar y acudir a la playa con su caballete para plasmar en un lienzo la belleza de aquel privilegiado enclave. A Catalina le encantaba ver cómo correteaban las aves marinas por la arena emergida y consiguió que el padre le permitiese ir con él. A esas horas, la brisa era todavía muy fresca y, antes de salir de casa, la santa se echó por los hombros la capa roja, en cuyos bolsillos se hallaban los inquilinos del zoo todavía somnolientos.
Mientras el pintor se afanaba en inmortalizar en la tela la belleza de la bahía con el Monte Saint-Michel de fondo, la niña se dedicó a correr detrás de las aves marinas. Casi todas las especies levantaban el vuelo en cuanto ella se aproximaba; los correlimos, en cambio, trataban de escapar corriendo y a la santa le hacía mucha gracia verlos mover las patas tan deprisa. Trató de jugar al pillapilla con ellos y si darse cuenta se fue alejando mucho de donde se hallaba su padre. Cuando el movimiento de la marea se invirtió y el agua empezó a subir, a la santa le debió sorprender que los pájaros se diesen la vuelta y corrieran hacia ella. De lo poco que luego recordaría Santa Cata, se deduce que los correlimos le contagiaron el miedo y que también ella trató de huir del agua. Lo más probable es que los pájaros acabasen levantando el vuelo y que la niña se quedara sola ante un mar que avanzaba mucho más rápido ―hasta a seis kilómetros por hora se desplaza el frente del agua en la bahía de Saint-Michel en las grandes mareas― de lo que podía hacerlo ella.
Cuando el pintor la echó en falta, ya era demasiado tarde. La buscaron sin éxito durante el resto del día, primero con ayuda de las barquitas de los pescadores y luego, durante la siguiente bajamar, rastreando a pie el fondo de la bahía. Pero esa etapa de la santa había llegado a su fin y lo único que el mar devolvió a la orilla fue su capisayo con los artistas del zoo muertos en el interior de los bolsillos; la única excepción fue el de la cucaracha fractal que, como luego veremos, debía estar vacío. Una vez la santa transmigró de nuevo a su cuerpo, el de la hija del pintor debió ser arrastrado por la corriente y nunca fue encontrado. No sabemos, pues, si la aprendiz de entomóloga se convirtió, o no, en la compañera que anhelaba el hermano de Santa Cata. Pero lo que sí sabemos es que el pintor se sintió culpable y, abatido, decidió regresar a España.
Adolescencia y punto final del zoo
La estancia en el Grao de Burriana fue crucial, pues allí hizo Catalina la primera comunión y, como acabamos de ver, fue también allí donde la santa conoció el mar y donde tuvo lugar su primera transmigración. Pero fue asimismo una estancia muy breve, ya que cuando ella tenía solo diez años destinaron a su padre a Fuente Obejuna. En esa localidad no había casa cuartel y los miembros de la Benemérita vivían en casitas individuales. La santa se preparó en Fuente Obejuna la prueba de Ingreso y cursó los dos primeros años de bachillerato, si bien tuvo que acudir al instituto de Peñaroya-Pueblonuevo para realizar los exámenes finales de cada curso. Por aquel entonces estaban muy en boga las miniaturas de plástico de indios y vaqueros y, junto con el resto de los niños del pueblo, Catalina participaba en grandes batallas de las que ella solía salir siempre victoriosa. Además de esas peleas entre indios y vaqueros, una de sus actividades preferidas de esa época era subirse al piso de arriba y enfrascarse en la lectura de los tebeos que coleccionaban sus hermanos. Leía las historietas de Roberto Alcázar y Pedrín y también las del Capitán Trueno. Si se arrogaba el papel de Sigrid, la sensual y eterna novia de Trueno, o si se contentaba con ser una simple espectadora, no lo sabemos. Pero sí que leía con fruición y que más tarde lamentaría que, cuando se trasladaron al nuevo destino de su padre, esas lecturas de juventud se quedasen arrumbadas en Fuente Ovejuna por falta de espacio.
Después de tanto mover la casa de un lado para otro, el cabeza de familia decide que ha llegado la hora de regresar a su tierra y consigue ser trasladado a Córdoba capital. El traslado tiene lugar a mitad de curso, pero una tía de Catalina se ha ocupado de allanar el camino para que sea admitida en el colegio de la Divina Pastora y es allí donde termina el tercer año del bachillerato. Corría la década de los sesenta y en los colegios regentados por órdenes religiosas se impartía una formación muy represiva. Represión que se extremaba todavía más cuando el colegio era de niñas. La Divina Pastora no era una excepción y sus educadoras enseñaban a las colegialas a responder con un «Noli me tangeri» a cualquier intento de acercamiento de los miembros del sexo opuesto. No es por tanto sorprendente que ni siquiera alguien como Catalina, llamada a tan alto destino, guardase buen recuerdo de esa etapa de su vida.
Ya tenemos a Santa Cata púber ataviada con una camisa blanca y una falda gris plisada y con peto, y acudiendo cada mañana al colegio de la Divina Pastora. Como a cualquier otra adolescente, el bullir de las hormonas hace que su cuerpo se despierte y que sienta el deseo de agradar a los demás. De natural coqueta, cada vez que la adolescente se mira ahora en el espejo se acuerda de las palabras de su hermana. Y el recuerdo de ese «Naciste sana y sin hacer ruido, hija, pero… ¡qué feísima eras!» le hace dudar. Un día prueba a ennegrecerse las pestañas con carboncillo y el resultado le agrada. Pero en la Divina Pastora estaba prohibido pintarse y la sor de su clase detecta de inmediato ese signo inocente de coquetería. La mente calenturienta de la religiosa lo malinterpreta y exclama un despectivo «¡Córdoba, corre a lavarte la cara en el pilón» que hace que todas las caras se giren hacia ella. Y una Córdoba avergonzada se apresura a cumplir la orden y regresa poco después a la clase con las pestañas libres de carboncillo. La futura santa es, sin embargo, muy tozuda y, pese al mal trago pasado, a la mañana siguiente se vuelve a mirar en el espejo y, ante la duda, se tizna de nuevo las pestañas. Ni que decir tiene que la escena de la víspera se repite en cuanto entra en la clase. Es más, esa pequeñez hace que la santa pase a formar parte del grupo de niñas precoces que deben ser vigiladas con lupa.
Muy pronto, la sor creerá entrever la mitad inferior de las rótulas de Catalina y eso se convertirá en un nuevo frente de discordia. La norma de la Divina Pastora es clara: el largo de la falda debe ser tal que, en ningún caso, las rodillas de las escolares queden a la vista. Aunque Santa Cata llevase el largo de falda reglado, sus pestañas tiznadas predisponían a la religiosa en su contra y en varias ocasiones la mandaría de vuelta a casa con el falso de la falda descosido y colgando. Ya no se trata de que la adolescente, de natural coqueta, se sienta humillada ante sus compañeras, sino que debe caminar con la falda a media pierna por las calles de Córdoba. Por fortuna, no todas las hermanas son igual de insensibles: uno de esos días en los que Catalina, la cabeza gacha, se dispone a pasear públicamente su escarnio, sor Ángela la coge del brazo y le hace entrar en la portería. No está dispuesta a dejarla salir así a la calle y, aun sin saber que se halla en presencia de una futura santa, la hermana portera no duda en arrodillarse ante ella para recogerle el dobladillo con alfileres de costura. Con las lágrimas casi saltadas, sonríe Catalina ante ese gesto inesperado de sor Ángela, y aprende con ello que no todas las hermanas son crueles.
Corren tiempos aciagos para la púber. La estricta disciplina de la Divina Pastora le asfixia cada día más y se siente acosada por esa religiosa que no le deja contrarrestar la duda con un toque de carboncillo. A diario le hace salir al patio a lavarse la cara en el pilón y a diario regresa ella a clase con las lágrimas saltadas. Hay noches en las que tiene pesadillas: se encuentra ante el pilón del colegio y, cuando se inclina para lavarse la cara, se cae dentro y revive lo ocurrido en el Grao de Burriana. Ve entonces las dos luciérnagas azules mirándole desde la oquedad de la roca y de nuevo extiende el brazo dispuesta a convertirse en la compañera de quien supone es su hermano muerto por culpa de la polio. Pero aquella tarde sor Ángela se había mostrado otra vez bondadosa con ella y por la noche, en vez de tener una pesadilla, Catalina entra en estado cataléptico y realiza la segunda regresión reconocida. Y lo que para el cuerpo mortal y rosa de Catalina púber representará una única noche, se expandirá hasta abarcar un par de años de la vida de la joven a la que transmigra.
El mar parece formar parte del destino de la santa y de nuevo reaparece a orillas del Atlántico. Aunque encarnada, esta vez, en el cuerpo de una adolescente que, en el verano de 1951, fue hallada inconsciente en una playa de Cádiz. No hubo denuncia de su desaparición ni tampoco ella recordaba quién era, por lo que pasó a ser una más de las niñas acogidas en el orfanato de esa ciudad. El anonimato y la condición modesta de la nueva receptora deberían haber hecho que esta transmigración de Santa Cata hubiera pasado desapercibida. Pero su destino parece estar también vinculado al de los pintores y, al año siguiente, se cruzará en su camino un retratista madrileño, que deseaba aprovechar su veraneo en Cádiz para pintar un cuadro usando como modelos a algunas de las internas del orfanato. Un artista que manejaba bien los pinceles y también la pluma, gracias a lo cual no solo nos ha dejado como testimonio el lienzo Niñas pobres, sino también el texto autobiográfico Memorias de un pintor varado. En la pintura, datada como de 1952, aparece Catalina ―de lado y con el rostro vuelto hacia el espectador― en compañía de otras tres internas del orfanato. Resulta evidente que esta vez se ha encarnado en una púber de condición muy pobre y privada de caprichos, como lo demuestra el frugal almuerzo que se disponía a compartir con sus compañeras en el momento inmortalizado por el pintor.
La imagen de la santa fue la que más trabajo le costó plasmar y eso hizo que fuese con ella también con la que más conversó. Mientras posaba, la huérfana le contó que llevaba en el orfanato un año. Unos pescadores la habían encontrado, el verano anterior, desvanecida junto a una de las barcas de pesca de la playa de La Caleta. Aunque pensaron que estaba muerta, decidieron asegurarse dándole masajes cardíacos y haciéndole la respiración boca a boca, y cuál no sería su sorpresa cuando empezó a vomitar. La colocaron de lado para evitar que se ahogase y al hacerlo se le entreabrieron los labios; salió entonces de su boca un bicho oscuro, con cierto aire de cucaracha, al que la luz del sol debió deslumbrar, puesto que acabó pataleando panza arriba en la arena hasta que logró darse la vuelta y se pudo refugiar bajo la ropa de la joven. Los pescadores tuvieron, pues, tiempo de comprobar que la supuesta cucaracha tenía un cuerpo de forma muy extraña: una especie de prisma hexagonal entrelargo y aplastado dorsoventralmente. Entretanto el animal lograba darse la vuelta, la respiración de la adolescente se había normalizado y los pescadores, ya más relajados, empezaron a bromear sobre lo guapa que era esta vez la ballena y lo desmejorado que encontraban a Jonás, en clara alusión a la leyenda bíblica. Casualmente, serían esas risas lo primero que la santa recordase luego de su etapa de niña huérfana.
Todo esto se lo contó Santa Cata al pintor madrileño durante una sesión de posado. Él supuso que la joven estaba fantaseando, pero prefirió seguir dándole charla y le preguntó por la suerte que había corrido la cucaracha. Tras un instante de duda, Catalina le dijo que el nuevo Jonás seguía vivo, aunque se había vuelto muy arisco y rehuía el contacto humano. Le contó también que, desde el naufragio, le tenía miedo a caminar en tierra firme y prefería vivir como un náufrago; y como tenía, además, unos ojos muy delicados que no soportaban el exceso de luz, vivía en el interior de una tinaja que había en el sótano del orfanato. El pintor escuchó el relato con escepticismo y concluyó que la joven tenía una gran imaginación. No se volvió a acordar de la cucaracha misántropa hasta el día en el que por fin terminó el cuadro y en un intento de ser amable, a la hora de despedirse, le dijo que le habría gustado mucho conocer al náufrago. Lo último que se esperaba el pintor es que la huérfana, tras asegurarse que no había nadie a la vista, le propusiese bajar con ella al sótano.
La descripción de esa bajada es unos de los pasajes más sorprendentes de Memorias de un pintor varado. Lo que se narra es tan increíble que quien desconozca la naturaleza transmigrante de Santa Cata y de su protegido tendrá la sensación de estar leyendo las memorias de un enajenado. Gracias a la minuciosa descripción que hace el pintor del insecto, tenemos noticias de su naturaleza fractal y de la proyección en forma de hexágono alargado de cada una de sus teselas. Sabemos también que vivía como un náufrago en el interior de una vieja tinaja llena de agua salada. Un mar en miniatura en el que, a modo de pecio flotante, había un trozo de corcho; y clavado en este, un alambre haciendo las veces de palo de una vela de forma igualmente hexagonal. Vela que con la ayuda de seis vientos se convertía en un toldo bajo el que se refugiaba la cucaracha cada vez que Catalina destapaba la tinaja. El propio pintor fue testigo de su huida en cuanto la luz de la linterna alumbró la zona en la que se hallaba.
Según narra en el texto, al levantar la tapa de su escondrijo, en un borde del pecio sorprendieron al blátido leyendo plácidamente un diminuto libro a la luz de una luciérnaga enjaulada; pero en cuanto la luz de la linterna iluminó el interior de la tinaja, se refugió bajo el velamen y comenzó a emitir un incalificable sonido. Una especie de silbido seseante que hizo que la luciérnaga revolotease en el interior la jaula hasta que atinó con la salida ―la puerta de la jaula estaba abierta― y voló rauda a ocultarse también bajo el toldo. Lo único que permaneció a la vista fue el libro que la Blatta estaba leyendo y la jaula vacía de la luciérnaga. El pintor no pudo reprimir su curiosidad y, valiéndose de la lupa que usaba para las pinceladas más precisas, examinó la portada del libro. Era un ejemplar del Breviario del caos de Albert Caraco. Aquel había sido uno de los libros de cabecera de su juventud y casi se lo sabía de memoria. De hecho, en ese punto de la narración introdujo en el texto un par de citas del breviario que acabarían siendo premonitorias: «Infelices sin remedio, nos sentimos, lo queramos o no, comprometidos a lo largo del laberinto del absurdo, del que no saldremos salvo muertos» y «Queremos lo imposible y dentro de poco ya no tendremos ni la sombra de lo posible».
Mientras el pintor examinaba a fondo el derrelicto, Catalina le contó que le resultaba muy difícil conseguir comida que fuese del agrado de su protegida porque tenía un paladar muy refinado. Uno de sus platos favoritos era la sopa bullabesa. La que preparaba la cocinera del orfanato le encantaba, pero solo la servían en Nochebuena o cuando se quedaba a almorzar alguna de las damas protectoras del orfanato. Con la bebida, en cambio, no tenía ningún problema. A la cucaracha le gustaba el té negro y ella misma se lo preparaba un par de veces por semana. Al cierre de este capítulo de las memorias, el pintor describe un curioso artilugio que descubrió fijado al corcho que hacía las veces de balsa. Eran unos diminutos correajes que, según la joven, el blátido usaba a modo de cinturón de seguridad cuando llegaba la hora de dormir. Desde el naufragio tenía pesadillas en las que lograba escaparse del laberinto con ayuda de un hilo de Ariadna y, como no sabía nadar, tenía miedo de ahogarse en el transcurso de una de esas escapadas oníricas.
El cuadro estaba acabado y el pintor no halló ninguna excusa que le permitiese volver al orfanato. Sabemos, sin embargo, que su visita al sótano le dejó muy impresionado, como lo prueba el blátido trepando por el mantel de la mesa que dibujó con posterioridad en el lienzo Niñas pobres. Esta pintura, junto con Memorias de un pintor varado, son las fuentes de información fundamentales de cómo tuvo lugar la segunda transmigración de Santa Cata. En cuanto al trágico final de la huérfana en la que se encarnó, en Cádiz es vox populi que la mañana de Reyes de 1953 la púber no bajó a desayunar. La encargada del refectorio supuso que se había quedado dormida y subió a despertarla. Halló su cama deshecha pero vacía. La buscaron en las dos plantas de los dormitorios y en el resto de las dependencias comunes usadas por las huérfanas, mas fue en balde. Preguntaron entonces a las compañeras de cuarto y una de ellas aseguró que algunas noches la había visto bajar al sótano.
Las cuidadoras bajaron las escaleras en comandita y, una vez estuvieron en aquella oscura estancia sin ventanas al exterior, la luz tenue y pulsátil de la luciérnaga atrajo las miradas hacia el extremo más alejado del sótano. Alumbraron con las linternas en esa dirección y fue entonces cuando la vieron con medio cuerpo dentro de una tinaja. Daba la impresión de estar intentando coger algo del fondo. Pero en cuanto se aproximaron y vieron que tenía la cabeza bajo el agua se temieron lo peor. Con todo, la tumbaron en el suelo y la escena de la playa de la Caleta se repitió en parte. Comenzaron a darle masajes cardíacos hasta que la fuerte opresión en el pecho provocó que la boca se le entreabriera para expulsar un buche de agua. Las cuidadoras fueron entonces testigos de un hecho espeluznante: de entre los pelos que flanqueaban la cara de la joven, surgió una extraño animal negruzco que, aprovechando el espacio que había entre los labios, se coló dentro de la boca.
Aunque la huérfana estuviese ya de cuerpo presente, aquel hecho constituía una profanación innecesaria del cadáver y se aprestaron a remediarlo. Le abrieron la boca y, en cuanto alumbraron la oquedad con la luz de la linterna, la fusca criatura huyó despavorida garganta abajo. Una huida suicida, puesto que el cuerpo de al púber sería enterrado al día siguiente en el cementerio de San José. Fue así como el destino, tan cruel con algunos, tan considerado con otros, se valió de la santa transmigrante para regalarle unos años extras de vida a esa niña nacida para vivir pobre y morir tempranamente; y fue también así, con la muerte de la cucaracha ilustrada, como el destino le puso el punto final al zoo de Santa Cata.
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