La memoria, esa gran liberadora…
Tenía nueve años y un pasado libertario entre olivos, vides y campos de cultivo. Un pasado, Cata, de andar descalza por los terrones para volverme espartana y de bañarme en los chilancos de la Carchena en compañía de culebras de agua y de ranas. Un pasado de beber agua directamente en el cubo del pozo sumergiendo el morro en ella como habíamos visto hacer a los caballos. Un pasado de comer uvas picoteando de los racimos que aún estaban en las cepas y de comer higos colgando cabeza abajo de una rama de la higuera.
Sí, Cata, tenía nueves años y un pasado libertario en el campo cuando nos trasladamos a la ciudad y me escolarizaron. De la noche a la mañana me sentí desterrada y prisionera. Prisionera de esa doble cárcel sin barrotes que era vivir en la ciudad y acudir cada mañana al colegio. Madrugones, tráfico, hombres que te miran y te dicen cosas que no entiendes, normas estrictas, disciplina extrema, uniforme que pica, cuello molesto, calcetines que se caen, clases interminables y, lo que es aún peor, sin lagartos que cazar, sin flores que comerse, sin charcos helados a los que robarle el hielo, sin ranas que pescar con falsos anzuelos ni hormigas a las que alimentar a diario con el grano de los palomos o con miguitas de pan.
Sé, Cata, que fueron años muy duros, los peores de mi vida. Lo sé y, sin embargo, cuando el sábado pasado, después de varias décadas sin vernos, me reuní con cincuentaitantas compañeras de curso y poco a poco fui reconociendo en sus rostros los rasgos de las niñas que fueron, recuperé un pasado dulce y placentero, lleno de candor e inexperiencia. Un pasado ya sin barrotes y donde, tal como decía la letrilla del romancero que habían preparado dos de ellas, cualquier cosa era una gran aventura porque allí el único hombre era... ¡el cura!
Sí, Cata, ¡qué gran liberadora es la memoria..!