El bujío de Santa Catalina 1 (Bordeando la realidad)

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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

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La última siesta

La última siesta.jpeg

En el macetón de madera estaba la adelfa de flores rosas; en el arriate que había detrás de la hamaca de Jacinto, el limonero de la abuela Leonor; y justo a su espalda, la catalpa de su madre. Ya estaban en otoño, con los árboles de la alameda desnudos y el suelo del jardín tapizado de hojas secas. Aurora no necesitaba levantar la vista del libro para saberlo. Le bastaba con alzar levemente las puntas de los pies para que un crujiente susurro, nacido de la parte posterior de los zapatos, se lo recordarse. En ese primer momento, mientras las punteras estaban en alto, todo el peso de las piernas recaía sobre los tacones. Pero luego la posición se invertía para completar ese movimiento de balancín aprendido de la abuela. Aprendido sus últimos tiempos, de cuando doña Leonor ya no podía andar sola y se pasaba todo el día balanceándose en la butaca como si fuera una niña grande montada, otra vez, en su viejo caballo de madera...

Aurora tenía, a la sazón, cinco o seis años y su reino estaba a ras de suelo. Se solía sentar directamente sobre la tierra para ver mejor a las hormigas. Les echaba migas de pan con aceite y trocitos de chocolate y observaba cómo se frotaban las antenas, las unas a las otras, avisándose de que habían encontrado comida. Porque, cuando una exploradora se topaba con uno de los señuelos de Aurora, corría como loca, de un lado para otro, hasta dar con una compañera a quien informar de su hallazgo. El aviso llegaba así hasta el hormiguero y un destacamento de obreras acudían de inmediato al lugar. Aquel bullicioso batallón de puntitos negros izaba el botín con ayuda de sus poderosas mandíbulas y se aprestaba a transportarlo hasta la despensa. Y de entre todos sus empeños de aquella época, del que más orgullosa se sentía era de cuando se propuso averiguar cuánto se podían apartar las hormigas del hormiguero sin perderse, y con un tesón impropio de su corta edad, tarde tras tarde, los fue alejando más hasta el día en el que las hormigas se desorientaron y se alejaron con la carga en dirección opuesta a donde se hallaba el hormiguero.

Y si su reino estaba a ras de suelo, su momento de mayor gloria era la hora de la siesta, cuando el resto de la familia se retiraba al frescor de las alcobas y ella se quedaba en el jardín a solas con la abuela. Un privilegio del que ninguna otra niña gozaba en Rocalba, donde, al igual que en otros muchos pueblos de Andalucía, la tradición obligaba a que los más pequeños de la casa durmiesen la siesta. La madre de Aurora era foránea y rebelde, y le molestaba tener que someterse a normas que le fueran extrañas, como esa de verse obligada a sestear con su marido; y como expresión de su rebeldía, dejaba que Aurora se quedara en el jardín con la abuela mientras los demás sesteaban.

Aprovechando ese momento de solaz que era la siesta, Aurora esparcía los golosos señuelos y, como si no existiera nada más interesante en el mundo que observar a las hormigas, se embelesaba con el alocado ir y venir de las obreras. Cuando más concentrada se hallaba en su juego, de súbito entraban en su campo de visión las dos gigantescas apisonadoras que eran los zapatos de la abuela Eleonor accionados por sus monstruosas piernas de elefante. Enormes y negros, estaban ya tan dados de sí y tenían la piel tan agrietada que más que unos zapatos parecían un par de berenjenas horneadas a fuego lento. Los ojos de la niña se quedaban fascinados ante aquella monstruosidad que iba en aumento conforme la mirada ascendía. Porque, a modo de basamento de aquellas gigantescas columnas, los tobillos de la abuela Leonor rebosaban de los zapatos; y como fustes, había unas piernas hidrópicas aprisionadas en unas medias negras muy tupidas. Gracias a dios, los capiteles, que Aurora suponía situados a nivel de las rodillas, siempre se hallaban ocultos bajo las largas faldas negras que usaba doña Leonor.

De niña, aquellos zapatos negros en movimiento le habían parecido tan poderosos y tan excelsos que, una vez los veía, Aurora ya no podía apartar los ojos de ellos. En verano eran trampas mortales para las hormigas que osaban adentrarse en su huellas y que nunca salían de allí ilesas; piedras de molino de las hojas secas en otoño; amasadores del barro húmico y fértil en que se convertía el suelo del jardín en el invierno; vendimiadoras de esencias florales en primavera... Dos enormes zapatones que se apoyaban alternativamente sobre el tacón y la puntera para alimentar el sempiterno balanceo del incansable caballo de madera imaginario en el que doña Leonor parecía estar cabalgando.

*****

A la sombra del limonero, Jacinto continuaba durmiendo plácidamente la siesta. Aurora escuchó su respiración reposada y, sin necesidad de dejar de leer, lo supo abandonado al sueño como si fuera un niño. Sintió un repentino latigazo de ternura que se apresuró a sofocar: estaba decidida a que aquella sería su última siesta y no iba a permitir que nada alterase su plan. En breve pondría en práctica el viejo rito de las féminas de su familia contribuyendo, también ella, a la frondosidad del jardín con el trasplante a tierra de la adelfa de las flores rosas. Gracias a que las que le precedieron lo habían hecho en su momento, el jardín se veía ahora tan frondoso. En su caso, no solo iba a cumplir con el ritual plantando la adelfa en tierra, sino que pretendía también decirle adiós a Jacinto.

Aquel jardín había sido el reino de su infancia. Un reino compartido con su abuela cuando ya estaba inválida y sorda. El mismo que doña Leonor había disfrutado antes con su hija, la madre de Aurora, hasta que los deberes conyugales se lo impidieron. Reino de niñas y ancianas, solaz de antes y después del matrimonio, libertad efímera. Un lugar sagrado y femenino que ahora Jacinto estaba profanando con su presencia. Ningún varón había osado antes hacerlo y justo el más manso de todos, Jacinto, se había atrevido. Sun antecesoras andaban molestas y, desde sus tumbas, le hacían llegar su indignación a través del susurro de las hojas de los árboles. Un susurro que Aurora escuchaba cada vez que el viento agitaba sus copas y el intruso estaba presente. Solo la adelfa de las flores rosas permanecía callada... ¿Acaso no compartía, ella, también el descontento?

Aurora seguía con el libro abierto como si continuara leyendo. Su pensamiento, en cambio, se encontraba ahora muy lejos. Pensaba en su madre, tan parca en palabras y gestos como abnegada a la hora de someterse a los requerimientos de su marido. Solo en lo de que Aurora se saltase la obligación de dormir la siesta había sido capaz de de expresar su rebeldía con hechos. En todo lo demás, había acatado las imposiciones de su esposo en silencio. Una mudez que sin duda su madre había heredado de doña Leonor. Hasta donde le alcanzaba la memoria a Aurora, su compañera de siesta jamás le había hablado. Su abuela se limitaba a mirarla en silencio mientras jugaba, aunque lo hacía con tanto ahínco que se tenía la impresión de que eran sus neuronas las que controlaban los movimientos de Auroa. O dicho de otra forma: doña Leonor se valía de las piernas de su nieta, todavía sanas y ágiles, para hacer lo que ya no podía hacer con las suyas, hidrópicas y torpes; unas piernas que ya solo le valían para alimentar el sempiterno balanceo del imaginario caballo de madera en el que solía montar mientras los demás descansaban.

Por causa de esa mirada perspicaz e insistente con la que la abuela la vigilaba, Aurora dudaba de si había sido ella quien de verdad estaba interesado la conducta de las hormigas. De hecho, a partir del momento en que Doña Leonor cerró los ojos ―la primera señal de que ya se estaba despidiendo de este mundo― a Aurora dejó de interesarle la entomología. Es más, durante esos últimos meses en los que de doña Leonor permaneció con los ojos cerrados y las dos apisonadoras, ya inmóviles, en su habitual posición asimétrica ―el pie derecho un poco más adelantado que el izquierdo, como si fuera a iniciar de un momento a otro el sempiterno balanceo―, la nieta se convirtió en una lectora compulsiva. Y curiosamente se inició en la lectura leyendo la poesía de Campoamor y las novelas Pereda, textos que habían sido los favoritos de su compañera de reino.

Tras la muerte de doña Leonor, también Aurora fue obligada a abandonar aquella suerte de gineceo vegetal y comenzó la que sin duda iba a ser la peor etapa de su vida. Cuando Aurora se enteró de que su padre planeaba enviarla interna a un colegio de religiosas, le suplicó que la dejase acudir a la escuela pública como hacían los demás niños de Rocalba. Pero el tirano pensaba que eso era rebajarse y rechazó la propuesta. Ante la negativa, la madre intentó mediar sugiriendo que la niña podría ser educada en casa por un tutor sin necesidad de mezclarse con el resto de la chiquillería. Alternativa que fue también rechazada con el argumento de que el tutor iba a educarle sobre todo la mente y eso no era lo que Aurora necesitaría a la hora de desposarse. Y aunque ninguna de las dos estuviese de acuerdo, no se atrevieron a expresar su rebeldía en voz alta. Aurora fue, pues, enviada interna a un colegio de la misma orden de religiosas que se había encargado de la formación de sus antecesoras: unas monjas de origen francés, pero con muy buena fama y mucho arraigo en la península.

Como estaba previsto, las religiosas del Sacré Coeur le enseñaron a Aurora las reglas de urbanidad y buenas costumbres que iba a necesitar en el futuro para comportarse de forma correcta en sociedad. Las internas eran hijas de familias bien y llamadas en su mayoría, gracias a Dios, a ser futuras madres. Debían, pues, mantenerse puras hasta el momento del matromonio. Pureza sin mancha que habrían de conservar, aunque ya a otro nivel, incluso dentro del matrimonio. Porque, de acuerdo con los velados consejos de las candorosas hermanas, tras ese inexcusable momento en el que por desgracia se verían abocadas a renunciar al inestimable bien de la virginidad, llegaría una nueva etapa en la que tendrían la compleja tarea de responder con sumisión a los nefandos requerimientos de sus esposos sin dejar, por ello, de ser castas.

En el verano de 1910, con diecisiete años recién cumplidos, regresó Aurora a Rocalba. Traía la cabeza saturada de normas de conducta que, de acuerdo con su heterodoxo punto de vista, eran todas ellas inútiles. Mientras duró el exilio, ni un solo día había dejado de pensar en su reino y, sobre todo, en la libertad con la que había vivido en él. Regresaba con la ilusión de poder recuperar de inmediato ese paraíso perdido, en el que, una vez murió doña Leonor y con ella su influencia, a Campoamor y a Pereda siguieron otros muchos autores. Tardes de lectura sentada en la butaca de la abuela a la sombra de la catalpa. En la casa había una extensa biblioteca y, gracias a la alergia que su padre parecía tener a los libros y a la silenciosa complicidad de su madre, Aurora pudo leer sin censura a escritores que en esa época eran considerados muy atrevidos. Lecturas tal vez inadecuadas para una niña, pero que tuvieron la gran virtud de transmitirle a Aurora una imagen poco ortodoxa de lo que significaba ser mujer.

El internado había representado para ella un periodo de gran hambruna intelectual. Las únicas lecturas permitidas eran unas versiones infantiles de las biografías de los santos y a algunos otros panfletos contaminados igualmente de moralidad. Textos no solo aburridos, sino también mal escritos. Aurora regresó, pues, de aquella especie de cárcel hambrienta de libertad física e intelectual. De ahí que el día de su llegada, después de darle un cariñoso abrazo a su madre y el inevitable saludo al que ella consideraba un déspota, lo primero que hizo fue apresurarse a recuperar su reino de libertad en compañía de un libro.

Libertad que acabaría siendo muy efímera, pues ese mismo otoño, justo cuando con el crujir de las hojas secas Aurora empezaba a recuperar la compañía de doña Leonor, llegó al pueblo Jacinto…

*****

Sin levantar apenas la vista del libro, Aurora miró los dos vasos vacíos. Siempre que el buen tiempo lo permitía, el matrimonio se sentaba en el jardín y compartía la hora de la siesta. Antes de retirarse a la cocina, la doncella colocaba sobre el velador la bandeja con las bebidas: el coñac para Jacinto y el licor para ella. También traía una botella de agua fresca porque Jacinto solía despertarse de la siesta con la boca pastosa y lo primero que hacía al abrir los ojos era beberse un vaso de agua. Siempre regresaba cansado de la finca y, con el sopor de la digestión, sin tan siquiera dar tiempo a que Aurora hubiera terminado de leerle el primer poema, cerraba los ojos, su respiración se hacía más reposada y Aurora dulcificaba el tono de su voz para no despertarlo.

Jacinto se rebulló inquieto en la hamaca. Parecía estar teniendo una pesadilla. Cosa extraña, porque aquel perro manso que tenía por esposo siempre dormía como un bendito. Los impertinentes se le inclinaron levemente y Aurora hizo un amago de levantarse para quitárselos. Pero se detuvo a tiempo. No se podía permitir ningún gesto de ternura. La decisión estaba tomada y aquella era la última siesta que compartiría con Jacinto. Un leve soplo de aire agitó las hojas de los árboles. La catalpa y el limonero repitieron su canto fúnebre pero festivo. La adelfa permaneció una vez más en silencio. Aurora volvió a inquietarse: ¿acaso su contribución al efímero reino de las nietas y de las abuelas no estaba de acuerdo con que él fuera expulsado del gineceo?

Aquella exigencia de Jacinto le parecía habitualmente una extravagancia; o un querer y no poder, en los días en los que se sentía más comprensiva. Era evidente que no le interesaba la literatura. Desde su llegada al pueblo en el otoño de 1910, Aurora no recordaba haberlo visto nunca con un libro en las manos. Sin embargo, desde poco después de su matrimonio y con una terquedad absurda, se empeñaba en que ella leyera en voz alta durante la sobremesa. Al principio lo había aceptado de buen talante porque albergaba la secreta esperanza de que fuese un primer síntoma de que a Jacinto le apetecía cultivarse escuchando poemas. Pero pronto comprendió que los oídos de su marido siempre permanecerían sordos a la poesía y, si siguió haciéndolo, fue porque le había cogido gusto a que su voz se entremezclara con el resto de los susurros vegetales que, en esas horas quedas de la siesta, se escuchaban en el jardín. Una composición interpretada con sordina por todos los árboles que, generación tras generación, habían sembrado en aquel efímero reino las mujeres de la familia, y a la que ahora Aurora se sumaba declamando en voz alta los versos de Rimbaud.

Todo estaba transcurriendo con la inexorable puntualidad de siempre. Monotonía cotidiana de la que tanto se había lamentado Aurora en otras ocasiones pero que hoy consideraba su mejor aliada. Jacinto se había bebido ya el coñac; ella, una copita de su licor favorito: un elixir italiano, hecho con avellanas silvestres maceradas en alcohol, que era muy difícil de conseguir en España y que, sin embargo, nunca faltaba en aquella casa gracias a los contactos de Jacinto. La doncella había retirado ya las dos copas; no así las botellas que continuaban sobre el velador por petición expresa suya. Como cualquier otro día, la criada había hecho un amago de llevárselas también, pero Aurora le había ordenado que las dejara allí y que se fuese a almorzar con el resto de la servidumbre.

No quería testigos en el jardín, ni tampoco cambios de hábitos que levantasen sospecha. El peor momento, el de la duda, ya había pasado. No podía permitir que la respiración confiada de Jacinto, su entrega al sueño como si fuera un niño, despertara ahora su ternura. No era esa la canción a la que debía prestar atención, sino a la otra: al canto fúnebre, pero festivo, que la catalpa y el limonero estaban interpretando con ayuda de la fresca brisa del otoño. Cuando Jacinto abriera los ojos, con su habitual precisión de cronómetro suizo, emitiría un leve chasquido con la lengua al sentir su boca pastosa y, tras llenar el vaso de agua, se lo bebería de un solo trago. Aurora confiaba en que, todavía adormilado, ni siquiera notase el olor a almendras amargas. En todo caso, ante el menor síntoma de extrañeza, ella se apresuraría a comentar que el licor de aquella botella daba la impresión de haber sido elaborado con almendras en lugar de con avellanas; y enseguida, con la excusa de trasplantar la adelfa, se alejaría para no presenciar las convulsiones.

Luego, en cambio, una vez que la silenciosa adelfa de las flores rosa tuviera sus raíces enterradas en tierra, ella regresaría junto a su marido y fingiría sorpresa al descubir que estaba cianótico y frío...

*****

A la sombre del limonero, Jacinto continuaba durmiendo la siesta ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor. Aurora tuvo la sensación de que no estaban solos y, por unos segundos, levantó la cabeza. No, no había nadie, se dijo mientras fijaba de nuevo la vista en la letra impresa para hacer como que leía. Nunca se despertaba tan pronto. Pero hoy tenía que ser más cuidadosa que nunca y evitar cualquier gesto que pudiese resultar sospecho. Un par de meses atrás, en una de esas monótonas sobremesas, mientras leía a la sombra de la catalpa de su madre, tuvo la sensación de que Jacinto estaba profanando con su presencia el reino de su infancia. Había sido una idea repentina y, en cierto modo, gratuita. Su vida conyugal había sido bastante desastrosa, porque no solo hablaban lenguajes diferentes, sino que sus gozos y sus penas brotaban también de fuentes muy distintas. Lo que cabía esperar en un matrimonio de conveniencia cuyo objetivo no había sido otro que afianzar la buena posición de las dos familias. Nadie se había molestado en preguntarle a ella qué opinaba del pretendiente, ni tampoco a él que pensaba de la novia. Con todo, ella, espíritu libre y autodidacta, mujer avanzada para su época, había decidido que no quería quedarse embarazada por miedo a continuar con la saga de mujeres sometidas. Porque, hasta donde alcanzaba la memoria colectiva, en aquella casa sólo se parían mujeres: las creadoras de aquel efímero reino, solaz de niñas y ancianas.

Aurora volvía a tener la extraña sensación de que no estaban solos. Levantó la vista del libro y miró a su alrededor. Al ver los árboles de la alameda desnudos y el suelo del jardín tapizado de hojas secas, recordó que era otoño. Levantó las puntas de los pies y escuchó como nacía el susurro vegetal de la parte posterior de los zapatos. El movimiento de balanceo aprendido de la abuela, de Doña Leonor, de esa anciana que sin necesidad de decirle ni una sola palabra, tan solo con mirarla con los ojos muy abiertos, había logrado valerse de sus piernas, ágiles y sanas, para hacer lo que ella ya no podía hacer con las suyas, torpes y enfermas. Su compañera de reino mientras que, en la alcoba, su madre se sometía a la imposición de su marido y, aun sin desearlo, sesteaba en su compañía. Aurora niña observando las hormigas para complacencia de la abuela; Aurora niña gozando del privilegio de no dormir la siesta para materializar la rebeldía de una esposa que no no se atrevía a enfrentarse abiertamente a la tiranía de su marido.

Aún a tiempo de evitar la tragedia, Aurora tuvo un repentino fogonazo de clarividencia. Eran ellas, las mujeres de la familia, las que la vigilaban desde la tumba y pretendían controlar sus actos incluso después de muertas. Aurora era la última de la saga, y las demás lo sabían. La última oportunidad de ganar al menos una batalla. Elegida, una vez más sin haber sido consultada, para llevar a cabo una venganza colectiva. Verdugo de una víctima que no se merecía semejante escarmiento; de un pobre hombre cuyo principal delito era haber nacido varón. Un mediocre que había intentado estar a la altura de la mujer con la que lo habían desposado y de la que sólo había obtenido incomprensión y desprecio. Tiranía de las más débiles, de las oprimidas por siglos. Pero no por ello dejaba de ser tiranía.

*****

Jacinto abrió los ojos, chasqueó la lengua, se incorporó en la butaca y tendió la mano para coger el vaso que tenía más próximo. Aurora se apresuró a llenar de agua el otro, el suyo, y se lo ofreció a su marido. Aunque aquel gesto inopinado de amabilidad le desconcertó, Jacinto le dio las gracias y, con esa mansedumbre de perro domesticado que tanto fastidiaba a Aurora, se lo bebió de un solo trago. No hubo, pues, olor a almendras amargas y el licor italiano no hubo de ser utilizado como excusa. Jacinto volvió a recostarse en la hamaca y le comentó a Aurora que ha tenido una pesadilla terrible. Mujeres vestidas de negro y con las caras cubiertas por largos velos le rodeaban en tono amenazante. Y mientras, en la espadaña de la parroquia, las campanas doblando por él.

Haciendo caso omiso a la indiferencia y al cansancio que siempre le producía su mediocridad, Aurora se aproximó a su marido y se inclinó sobre su rostro para besarlo. En la frente, con dulzura, demorándose en el contacto, como hace una madre con su hijo pequeño. No tenía que preocuparse. Aquello sólo había sido un mal sueño. Era una tarde preciosa de otoño y, si no tenía nada urgente que hacer, le vendría bien su ayuda para trasplantar la adelfa a tierra. Había cambiado de opinión. No quería continuar con la tradición de sus antecesoras. Ya no habría más árboles encerrados. Deseaba que la tapia fuera eliminada y que el jardín se continuara con el prado y el prado con la ribera. Y allí, a la orilla del agua, con las raíces hundidas entre los guijarros, viviría libre la adelfa de las flores rosas.

Aurora se sintió muy liviana. Ya no le hacía falta un muro que la protegiese del resto del mundo. Ya no necesitaba atrincherarse en ningún jardín para mostrar su rebeldía. “Un golpe de tu dedo sobre el tambor descarga todos los sonidos y comienza la nueva armonía”, declamó la nueva Aurora ante el Jacinto de siempre que, una tarde más, se quedó perplejo al escuchar los versos de Rimbaud.

La tarde de otoño continuaba su curso. Una leve brisa sacudió la arboleda. Esta vez sí, la adelfa de flores rosas se unió a la susurrante melodía con sordina del limonero y de la catalpa.


La última siesta (1).jpeg

FIN



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Última edición por jilguero el 05 Ene 2021 12:53, editado 19 veces en total.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

Siguiendo con Santa Lilaila, decirte que ayer leí que era mártir de los iconoclastas, y que su cuerpo recorrió durante doscientos años los caminos del mar, desde Éfeso, en la costa de Asia menor, hasta la ría de Castroforte del Baralla, en el Finisterre, como quien dice. Te lo digo por si no lo recordabas y por si te sirve para la hagiografía.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió:¿Escribes diario aunque no sea a diario? Sería lo suyo, porque creo que los textos cortos te van de maravilla. Me da que te sorprenderías gratamente a ti mismo, si es que no lo haces ya, claro, que vete tú a saber qué pasa a ese otro lado de la pantalla...
No escribo diario a diario ni semanario hebdomadario. Lo hiciese bien (seguramente no) o mal (probablemente sí), no tengo ninguna pretensión de entretener (probablemente no) o martirizar (seguramente sí) a masas de mayor o menor calibre porque, además de producirme muchísima pereza, no tengo ninguna afinidad ni ningún magnetismo hacia los grupos de más de dos. Lo mío es el de tú a tú y esta escritura sí la he frecuentado hasta tiempos recientes, que ya tampoco.

¿El que está desfalleciendo, después de pegarse el lingotazo, es Toulouse Lautrec? Lo digo por el tamaño reducido del caballero.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió:Siguiendo con Santa Lilaila, decirte que ayer leí que era mártir de los iconoclastas, y que su cuerpo recorrió durante doscientos años los caminos del mar, desde Éfeso, en la costa de Asia menor, hasta la ría de Castroforte del Baralla, en el Finisterre, como quien dice. Te lo digo por si no lo recordabas y por si te sirve para la hagiografía.
Sí, justo estos detalles son los que he incluido en la hagiografía hasta ahora, y algún detallito más del cuerpo que no te digo por si no has llegado a ello aún. Pero bien está que me los recuerdes porque lo metí de memoria e igual he metido al pata en alguna cosa.

Ayer tarde-noche, por cierto, estuve intentando mejorar un tramo de al vida de Santa Cata que con justicia podrías haber clasificado de "truño". Espero que al final como mucho sea un "truñito! :meparto:.

¿Estás disfrutando con la relectura? A don Gonzalo le pongo un 10 en imaginación y también en prosa. Hay partes que las ha enrevesado demasiado para mi gusto; pero la verdad es que crea todo un mundo y encima de los que hasta yo, racional donde las haya, puede entrar. :victoria:.


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Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió:No escribo diario a diario ni semanario hebdomadario. Lo hiciese bien (seguramente no) o mal (probablemente sí), no tengo ninguna pretensión de entretener (probablemente no) o martirizar (seguramente sí) a masas de mayor o menor calibre porque, además de producirme muchísima pereza, no tengo ninguna afinidad ni ningún magnetismo hacia los grupos de más de dos. Lo mío es el de tú a tú y esta escritura sí la he frecuentado hasta tiempos recientes, que ya tampoco.
Tal vez en ese Sin dirección postal que un día tuviste a bien compartir con nosotros hay más verdad que fantasía. Y eso me recuerda la Oficina de las cartas muertas, que algún día habré de visitar :60:.

Entiendo perfectamente lo del tú a tú, en la escritura y en todo lo demás. La gente de una en una puede merecer la pena (o no), pero en grupo está claro que jamás. Pero... ¿no crees que, en el fondo, siempre escribimos/hablamos de tú a tú? Otra cosa es que si se hace en un lugar público, como este foro, pueda leerlo cualquiera. Lo cual, por cierto, es una manera magnifica de combatir cualquier atisbo de vanidad que pudiera uno tener :batman:. O al menos así lo veo yo, porque cuando luego relees algunas de las pamplinas propias pues :oops:.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió:Sí, justo estos detalles son los que he incluido en la hagiografía hasta ahora, y algún detallito más del cuerpo que no te digo por si no has llegado a ello aún. Pero bien está que me los recuerdes porque lo metí de memoria e igual he metido al pata en alguna cosa.
No te miento, aunque ya lo sabes porque lo dije en este recuncho; no le meteré mano y ojos a la hagiografía hasta que el jilguero trine para señalar que ya está rematada, y así leerla del tirón, párrafos truñitos incluidos.
jilguero escribió:¿Estás disfrutando con la relectura?
Muchísimo, mucho más que lo hice cuando era veinte o treintagenario (creo que me salté la relectura de cuarentón). Enrevesado o no, me parece increíble el derroche de imaginación que tenía este hombre.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

Hola Bujieneses.

A mi ha parecido La Carchena muy visual, imágenes o recuerdos del ojo (de la santa :cunao: ) que no olvidemos es el mas racional de los sentidos.

Por aquí en Alp mucho trabajo al haber llovido mucho las plantas están desaforadas y ahora les toca expurgar, lo que ocurre es que no sé si es lo normal o tienen algún hongo los arbustos, durillos, laureles y un madroño.

En cuanto a los arboles la arañuela es endémica y aun siendo diminuta es capaz de zamparse un árbol, de momento solo algunas ramas amarillean.

Que seáis felices y comáis perdices, si os gustan.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió:La gente de una en una puede merecer la pena (o no), pero en grupo está claro que jamás.
A mí, un grupo, si exceptúo las reuniones familiares, que en mi caso son magníficas, nunca me merecen la pena a no ser que haya una afinidad total con todos los miembros de la manada, que pocas veces se da. Por eso no soy de saraos ni de jaranas verbeneras.
jilguero escribió:... ¿no crees que, en el fondo, siempre escribimos/hablamos de tú a tú? Otra cosa es que si se hace en un lugar público, como este foro, pueda leerlo cualquiera.
No, no creo que aquí se hable de tú a tú, aunque en muchas ocasiones se escriba en segunda persona. En realidad, son reflexiones, comentarios, vivencias, experiencias que se esbozan ante un público pero que no llegan a desgranarse a fondo. Hablo por mí, que conste.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

hexagono69 escribió:Por aquí en Alp mucho trabajo al haber llovido mucho las plantas están desaforadas y ahora les toca expurgar, lo que ocurre es que no sé si es lo normal o tienen algún hongo los arbustos, durillos, laureles y un madroño. En cuanto a los arboles la arañuela es endémica y aun siendo diminuta es capaz de zamparse un árbol, de momento solo algunas ramas amarillean.
Pues por aquí, por Gal, la naturaleza también está desaforada por los mismos motivos. La diferencia es que ni hongos ni arañuelas ni demás agresores naturales vegetales hacen acto de presencia, afortunadamente.
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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

hexagono69 escribió:Hola Bujieneses.

A mi ha parecido La Carchena muy visual, imágenes o recuerdos del ojo (de la santa :cunao: ) que no olvidemos es el mas racional de los sentidos.

Por aquí en Alp mucho trabajo al haber llovido mucho las plantas están desaforadas y ahora les toca expurgar, lo que ocurre es que no sé si es lo normal o tienen algún hongo los arbustos, durillos, laureles y un madroño.

En cuanto a los arboles la arañuela es endémica y aun siendo diminuta es capaz de zamparse un árbol, de momento solo algunas ramas amarillean.

Que seáis felices y comáis perdices, si os gustan.
¡Hombre, Usía enfrentándose a la fogosidad postlluvia de su terrenito! :malandrin:

Tienes suerte de tener arbolitos y arbustos que cuidar. Aunque cualquier posesión acaba también siendo fuente de disgusto. Resulta que yo no tengo terrenito, como ya os he dicho, pero sí un níspero, un drago y un cactus del Cañón del Colorado plantados en los parterres de este gallinero asilvestrado que, de un tiempo a esta parte, es mi centro de trabajo. Pus bien, ayer tarde le vi como unas bolitas a las hojas del drago y, cuando me acerqué, descubrí que son cagadas de gallina por estar situado a la sombra de uno de los cipreses que ellas usan de dormidero. Menudo disgusto porque tarde o temprano eso acabará quemando las hojas y la verdad es que no sé cómo evitarlo :dragon:.

Pero me estoy yendo por las ramas ya que lo único que deseaba era desearle a Usía una sosegada y placentera estancia en su hacienda de Alpedrete :60:.


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió:En realidad, son reflexiones, comentarios, vivencias, experiencias que se esbozan ante un público pero que no llegan a desgranarse a fondo. Hablo por mí, que conste.
Pero, ¿las escribes pensando en ese potencial público o más bien en aquel con quien estés hablando en ese momento o incluso a ti mismo? La verdad es que se me olvida a menudo que no hay una sola persona. De no ser así, posiblemente no diría muchas de las cosas que digo. :luf:


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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

Gracias Jilguero usted siempre tan cumplida.

Ah se me olvidaba decir las bandadas de pajarillas y pajarillos que de momento revolotean por aquí, si quieres echarles una ojeada esta es tu casa. :D

Vosotros a lo vuestro no creo que haya mas personas ojo avizor. :cunao:
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió:Pero, ¿las escribes pensando en ese potencial público o más bien en aquel con quien estés hablando en ese momento o incluso a ti mismo?
Las escribo como respuesta directa o como comentario general a algo que haya dicho alguno de los foreros, pero claro que pensando que potencialmente lo puede leer mucha más gente que me resulta indiferente por lo cual, quizás, no entre en profundidad en la cuestión.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por hexagono69 »

Que bonito un Drago, vosotros tenéis la suerte de estar en una zona de clima Atlántico aquí las especies vegetales son las propias del Mediterráneo.

Jilguero regaña a las gallináceas e incluso echalas son okupas y gallinas locas, seguro que tienen cresta.

GretoGarbo me alegra enormemente que todo este verde y fragante, como debe de ser.
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Re: El bujío de Santa Catalina (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

hexagono69 escribió:Gracias Jilguero usted** siempre tan cumplida.
No, Usía, servidora no es para nada cumplida. Créeme que me conozco bien :boese040:.
Ya te expliqué que soy empática (con quien decido serlo, claro está) y, después del invierno con el largo "refriado" chungo y las múltiples visitas a la doctora (s) cenutria (s) que según parece aún no han terminado, saber que andas preocupado con la arañuela y otras zarandajas de tu bosquecillo variado de Alpedrete me produce alegría de verdad. :wink:
hexagono69 escribió: Jilguero regaña a las gallináceas e incluso echalas son okupas y gallinas locas, seguro que tienen cresta.
Ya he hablado con dos compañeros, que son muy apañados para estas cosas (les entra la risa cuando se lo digo pero al final lo hacen), y vamos a intentar poner en las ramas claves del ciprés algún tipo de artilugio que evite el posado de las gallinas. :calabera:

**hoy he empezado a releer Carta a Milena de Kafka, y este de usted me ha recordado al del susodicho :cunao:.
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