La falsa modestia de la flor del ciclamen
(leyenda corsa de la agreste región del Niolo)
Cuenta la leyenda que, en tiempos ya muy lejanos, en el dilatado periodo que medió entre la expulsión de Adán y Eva del Paraíso y el comienzo del Diluvio Universal, también las flores de ciclamen se abrían como lo hace en la actualidad la inmensa mayoría de las flores; es decir, con el escapo floral erecto y, una vez despliegan los pétalos, con la corola encarando al astro rey con atrevimiento.
Era, sin embargo, tal su coquetería y su encanto que, aun sin ser esa su intención, un día corrió el rumor de que se habían convertido en las favoritas del sol ―hay quien dice que las madreselvas lo eran ya de la Luna―. Y como suele pasar en esos casos, terminaron siendo objeto de envidias y de no pocas murmuraciones entre las restantes flores de la Tierra. Las hubo tan atrevidas que llegaron a afirmar que, si el Sol se desviaba cíclicamente de su órbita, lo hacía a fin de alcanzar con su rayos las partes más íntimas y pudendas de aquellas casquivanas criaturas; y justificaban el uso de ese calificativo más bien desdeñoso, en el hecho de que, al percatarse de las libidinosas intenciones del gran astro, lejos de cerrar con recato su corola ―tal como habría hecho cualquier flor decente―, las flores de ciclamen desplegaban aún más los pétalos.
De acuerdo con las Sagradas Escrituras, Adán y Eva fueron, qué duda cabe, los primeros en desobedecer al Creador comiendo el fruto prohibido y, por ende, los pioneros en contribuir a aquel largo periodo de conflictos y mutuo descontento ―no solo Yahvé, sino también todas sus criaturas estaban resentidas― al que pretendió poner fin el Gran Diluvio. Como acabamos de ver, las vanidosas flores de ciclamen no fueron menos y contribuyeron con su granito de arena. «¡Con una duna entera!», maldecían las otras flores, quienes por supuesto exageraban al culparlas de haber sido las principales causantes del Diluvio.
Dejando a un lado la polémica sobre la cuota de culpa que en justicia le correspondía a ellas, la realidad fue que, después de que las fuentes del gran abismo y las compuertas del cielo estuvieron abiertas durante cuarenta días y cuarenta noches, un vez la lluvia cesó y el poderoso hálito del Creador sopló sobre la tierra hasta que las aguas se evaporaron y retrocedieron hasta su posición habitual; es decir, después de que la blanca liebre, evocada por Rimbaud, se detuviera junto a las primeras campanillas y pipirigallos y, levantando sus patas delanteras, dirigiera al cielo una plegaria y, en señal de perdón, un arco irisado de colores se desplegara desde lo más alto del cielo hasta tocar la tierra, los primeros bulbos de ciclamen, plantados por los acompañantes de Noe, en lugar de producir escapos florales erectos, los produjeron curvos. Razón por la cual, cuando las flores de ciclamen se abrieron y sus pétalos se esforzaron en desplegarse hacia arriba, lo único que consiguieron fue que su corola se contorsionase ―contorsión que siguen mostrando hoy en día― y, en vez de encarar al sol con descaro como hacían antes del Diluvio, hubieron de conformarse y, simulando una falsa modestia, se abrieron mirando hacia la tierra.
Cuenta, con todo, la leyenda que, de vez en cuando, en la isla de Córcega, en el paraíso de los ciclámenes, hay algún díscolo bulbo que, desobedeciendo al mandato divino ―y haciendo oídos sordos a las terribles consecuencias que ello pueda acarrear, pues son ya varias las desgracias ocurridas coincidiendo con estos arrebatos de rebeldía―, a la hora de florecer, bombea la savia con tanta fuerza que consigue que el escapo floral se mantenga erecto y que la flor de ciclamen que lo culmina de nuevo encare al sol con atrevimiento.
Aussitôt que l'idée du Déluge se fut rassise,
un lièvre s'arrêta dans les sainfoins et les clochettes mouvantes, et dit sa prière à l'arc-en-ciel à travers la toile de l'araignée. ...
(Après le Déluge, de Arthur Rimbaud)