Velquesí
Sentada en una terraza frente al mar, Lara Ripdeck paladeaba un vermut mientras miraba con fijeza la rompiente. No era, sin embargo, el cabrilleo de las olas y la blancura de sus crestas lo que la tenían ensimismada, sino el recuerdo del fulgor de las casas encaladas de Velquesí…
Después de varios años sin tener noticias suyas, Nielda la había telefoneado unos meses atrás. Habían charlado de multitud de cosas; entre ellas, de un pueblo de colonización andaluz que había conocido recientemente. A su amigo le había dado últimamente por la arquitectura y le elogió su original diseño en forma de abanico y la elección cuidadosa de sus motivos ornamentales. «Un pueblo donde la belleza y la sencillez de la cal alcanzan su máximo exponente», había apostillado con fervor. A Lara le habían entrado ganas de comprobarlo personalmente y, como se hallaba a poco más de media hora en coche desde Sevilla, lo había visitado en compañía de Riquelne. Una visita breve pero muy provechosa. Andando por las calles de Velquesí ambos habían tenido una misma sensación de irrealidad; como si allí nada tuviese cabida ―ni siquiera el tiempo― fuera de las tres dimensiones de rigor.
Lara volvió a coger el vermut y, sin prestar atención a su contenido, bebió un nuevo sorbo. En el vaso ya solo quedaba el agua de los cubitos de hielo e hizo un gesto de desagrado. Dejó la bebida en el velador y, con la vista puesta en el cabrilleo de las olas, volvió a ensimismarse en el recuerdo de Velquesí. Lo primero que vieron al llegar fue el edificio del ayuntamiento presidiendo una polvorienta explanada. Nielda le había comentado que el uso de aquella especie de baldío como centro funcional del poblado había tenido muy buena acogida entre los entendidos. Para Lara, en cambio, ver el ayuntamiento en un descampado le causó muy mal efecto y le hizo cuestionarse si no habría sido un error dejarse llevar por el entusiasmo de su amigo. Una primera impresión decepcionante que desapareció en cuanto empezaron a recorrer el pueblo y el carácter repetitivo del trazado de sus calles les hizo sentirse en el interior de un laberinto. Aun sin ser del todo iguales, las casas se parecían tanto que el visitante tenía la impresión de hallarse siempre en el mismo sitio. Una sensación de irrealidad que se fue acrecentando en el transcurso de la mañana y que ni siquiera despareció una vez terminó la visita. De hecho, desde entonces Lara no había dormido bien por culpa de ese algo antinatural, intuido en Velquesí, al que no lograba ponerle nombre.
Tras ausentarse unos minutos de la terraza, Lara regresó con un pequeño álbum de fotos en la mano. Se lo apoyó en la falda y, como venía haciendo a diario desde que se las habían revelado las fotografías, comenzó a examinarlas de forma metódica. Trataba de encontrar en ellas la causa de su desasosiego. Las imágenes reflejaban bien la austeridad con las que el arquitecto había concebido las casas de aquel pueblo de colonización. La sencillez de los adornos y el dominio de la cal eran fruto de la concepción funcional con la que don Arnaldo de la Tejosa concebía los espacios urbanos. Nielda le había contado que era un arquitecto pontevedrés tan afamado por su buen hacer como por su espíritu rompedor; razón por la cual muchos de sus innovadores proyectos solo habían existido sobre papel. En este caso, había tenido más suerte y el poblado había sido construido de acuerdo con su diseño. No en balde el propio arquitecto se había encargado de supervisar casi a diario cómo iban las obras. Una supervisión que había incomodado tanto a los encargados de obra como a los albañiles de a pie. Porque Don Arnaldo era implacable cuando no se seguían sus indicaciones. Alguna de ellas, por cierto, muy estrambóticas, como esa de que las esquinas debían ser romas. Mantenía que la imperfección arquitectónica era esencial para poner en evidencia la intención última del arquitecto. No había más que mirar los muros sin ángulos de las fotos para saber que el criterio de don Arnaldo se había impuesto una vez más.
Lara llegó al final del álbum con cierta decepción. Las imágenes reflejaban bien el ingenio de don Arnaldo para dotar de elegancia a las casas de Velquesí valiéndose de la sencillez arquitectónica y de la cal. Pero la cámara había tenido que ser también testigo de ese algo, mucho más sutil y escurridizo, que andaba buscando. Tozuda, abrió de nuevo el álbum por la primera página y, aunque sin demasiado convencimiento, empezó otra vez a mirar las fotos una a una. De súbito las cejas se les arquearon y, por un instante, contuvo la respiración. El exceso de luz se reflejaba en el plástico y se apresuró a sacar la foto de la celdilla por si acaso fuese un simple efecto óptico. Pero no, la causa de su extrañeza perduraba y eso le hizo suspirar con satisfacción. Aquella foto la había hecho Riquene como recuerdo de la visita. Estaba tomada en la plazoleta donde se hallaba la casa favorita de Lara. Para la instantánea, ella se había sentado en el islote de piedra que había en el centro de la plaza, y se había colocado de espaldas al sol para no salir con los ojos guiñados. Como fondo, la fachada de la casa de marras, sencilla, sin otro adorno que un leve resalte en cal alrededor de la puerta de entrada; y a la izquierda de esta, un ventanuco con dos barrotes de ladrillos, también encalados, que le daban un aire más de tronera que de ventana. En el centro de la imagen, porfiando con la blancura de la cal y con el intenso azul del cielo, el rojo vivo de su forro polar. Pero lo más interesante de todo, lo que le había hecho contener la respiración, era una enigmática ausencia. Y es que, salvo el elipsoide gris proyectado por una antena parabólica y el palote mal hecho y flotante al que quedaba reducida ella, en aquella plazoleta no había sombras.
El anciano se incorporó en el lecho y tanteó en la penumbra la superficie de la mesilla de noche. Agarró la caja de cigarrillos y encendió uno. Un brusco ataque de tos le recordó los malos augurios del médico: «Si continuas fumando, a buen seguro que no volverás a ver florecer los naranjos». Don Benito sabía cuánto le gustaba a él sentarse en el bar de la plaza a la hora en que antaño las mocitas se arreglaban y salían a la calle a pasear cogidas del brazo; justo en ese instante, el sol se hundía en el horizonte, las sombras se estilizaban y una leve brisa recorría el pueblo arrastrando el olor a azahar hasta los soportales. El galeno conocía su debilidad por el aroma de la flor de los naranjos y la utilizaba para presionarlo a que dejara el tabaco. Que sus pulmones no estaban ya para muchas bromas era algo evidente; máxime después de que en la última radiografía hubiesen aparecido aquellos manchones lechosos que no auguraban nada bueno. Pero ya estaba bien entrado el invierno y, con una chispa de suerte, un año más vería florecer los naranjos.
Le dio otra calada al cigarro y apretó los labios para retener el humo unos segundos antes de expulsarla por los orificios de la nariz. Aquello ni era fumar ni era nada. Ganas de engañarse a sí mismo, y de trampear ante don Benito como si fuera aún un chiquillo. Cierto es que, si se tragaba el humo, volvería a tener una crisis de asfixia. En Navidad había tenido una y los vecinos habían llamado al 061. Media hora después había una ambulancia del SAS en su puerta. Les había dicho que lo dejasen en paz, que quería morirse tranquilo y en su cama, y no con multitud de cables enchufados y en un hospital. Pero los sanitarios de hoy en día no quieren problemas y, en cuanto le vieron el violáceo de las uñas y de los labios, se lo llevaron para Sevilla en contra de su voluntad. Había vivido con discreción y dignidad y no lo pensaba estropear a última hora, agonizando rodeado de batas blancas y pantalones verdes, y oliendo a medicinas, en lugar de hacerlo en su pueblo, y oliendo a acequias y a tierra húmeda.
Metió la punta del cigarro en el vaso de agua de la mesita de noche y dejó la colilla flotando a la deriva como si fuera un pecio minimalista. Nacido en la sartén de Andalucía y habiendo trabajado allí desde los doce años como jornalero, recién cumplidos los treinta, en medio de una mala racha de trabajo, llegaron a Écija los señores del Instituto Nacional de Colonización reclutando gente que entendiera de albañilería para construir un poblado en la vega del Guadalquivir. Se iban a poner en regadío muchas hectáreas de secano y pretendían que los nuevos colonos tuviesen viviendas dignas. Él había hecho algunas chapuzas en casa de sus padres y no dudó en dar un paso al frente. Nunca se había arrepentido porque, una vez terminado el pueblo, le ofrecieron convertirse en colono. Le dieron facilidades para comprar aquella casa y le adjudicaron el laboreo de una de las parcelas de regadío. Desde entonces no había salido de Velquesí, salvo para el entierro de Carmela. Ella, la benjamina de la familia, la alegría de la casa, había muerto antes de tiempo porque sus padres no pudieron, por falta de haberes, llevarla al Tomillar para que la curasen.
Recordar la muerte de su hermana le hacía daño, sobre todo ahora que andaba ya con un pie en la tumba. Trató de liberarse de aquel recuerdo desagradable mirando hacia el ventanuco que había a los pies de la cama. Los primeros rayos del sol entraban ya a través de las rendijas y, convertidos en tres bandas paralelas de luz, atravesaban el dormitorio de muro a muro. La posición de aquel código de barras luminoso le indicó que era hora de levantarse. Agarró la ropa de la cama para echarla a un lado y, antes de hacerlo, comprobó un día más que la colcha estaba iluminada de forma homogénea. Había que ver las cosas tan raras que ocurrían ahora en el pueblo. En los primeros tiempos, cuando se despertaba los domingos con la habitación todavía en penumbra, veía las tres franjas de luz recorriendo la colcha desde los pies de la cama hasta el embozo; todavía acostado, vigilaba cómo se iban acortando y, cuando ya solo rozaban el final del cubrecama, se levantaba. Pero hacía ya mucho tiempo ―desde la primavera del noventa y seis, si no le fallaba la memoria― que en Velquesí pasaban cosas muy raras, como esa de que la luz fuera ahora tan pareja.
Lara se bajó del coche de línea a la entrada del pueblo. Esta vez Riquene no la había podido traer y había llegado en autobús. Amanecía cuando pasó por delante del primitivo ayuntamiento y se detuvo a mirarlo. Era uno de los edificios más emblemáticos de don Arnaldo. La fachada principal presentaba la clásica simetría bilateral, si bien la monotonía había sido contrarrestada con un uso asimétrico de los adornos. En la planta baja, dando acceso al porche, había dos arcadas casi cuadrangulares y, a ambos lados de estas, un par de ventanas con rejas; en la segunda planta, una triple balconada central y, flanqueándola, dos balconcillos semicirculares enrejados de arriba abajo; y como remate del edificio, una especie de espadaña sin huecos ni campanas, pero con un reloj central cuyas manecillas se hallaban detenidas en la diez menos diez. Aunque no fuese necesario, Lara miró su propio reloj para asegurarse de que el otro no funcionaba; y luego, se adentró en el laberinto de calles en forma de abanico que era Velquesí.
Cuando llegó a la plazuela de la foto, se sentó como la otra vez en la isleta del centro y miró hacia el cielo. Había tenido suerte: no había ni una sola nube. Se dispuso a esperar a que sol se elevara lo suficiente como para que los edificios de la plazoleta pudieran proyectar sombras. Durante la espera, se entretuvo mirando de nuevo los detalles arquitectónicos de la fachada de su casa favorita. La ventana con pinta de tronera le resultaba muy original: en vez de por los típicos barrotes de forja, aquella especie de tragaluz estaba atravesado por dos filas verticales de ladrillos, puestos de canto, que dejaban el vano reducido a tres generosas rendijas de ventilación. También le parecía muy original el resalte de mampostería orlando la puerta de entrada. Allí tenía una prueba palpable de la belleza y la sencillez de la cal que le mencionara Nielda. Aunque era tal la soledad de las calles y el silencio en el interior de las casas que Lara volvió a tener la sensación de estar en un pueblo fantasma...
Un súbito y reiterativo acceso de tos acabó con el hechizo. Lara giró la cabeza y aguzó el oído para asegurarse de que las toses provenían del ventanuco con aspecto de tronera. Vio entonces que su sombra atravesaba ya media plaza y, tras un quiebro imposible, trepaba por la pared de la casa de enfrente. Era tan estilizada que por un instante se sintió tan larguirucha como los personajes de Mircea Cărtărescu. Buscó otras sombras a su alrededor pero fue en vano. Solo había una manchita entrelarga, paralela a la suya, que era la sombra de la antena parabólica. Esta vez no era el objetivo de la cámara, sino sus propios ojos, quienes estaban siendo testigos de aquel extraño fenómeno por el que, contradiciendo las leyes más elementales de la óptica geométrica, las casas de Velquesí carecían de sombra.
En la plaza, sonó el chirrido de una bisagra mal engrasada. Lara andaba absorta en sus cavilaciones y no pareció oírlo. Pero sí notó la presencia de una nueva sombra, a escasa distancia de la suya, que le hizo girar la cabeza. En la plaza había ahora un anciano vestido a la antigua usanza: pantalones, chaleco y zamarra de pana, y la cabeza cubierta por un viejo sombrero de paja de ala ancha. Lara lo miró de pies a cabeza y le asombró ver lo tranquilo que estaba. ¿Cómo era posible semejante tranquilidad viviendo en un pueblo al que le faltaban tantísimas sombras? Y cómo si le hubiese leído el pensamiento, el anciano le espetó: «Veo que también usted se ha dado ya cuenta de que en este pueblo no todas las cosas marchan como debieran». Menuda sorpresa, pensó Lara mientras lo miraba boquiabierta. Lo había infravalorado, sin duda, pero ahora que él la había sacado de su error comenzaba a verlo con otros ojos. De su indumentaria dedujo que vivía en el pueblo; de su aspecto, que poco le faltaba ya para ser nonagenario. Alguien, pues, al tanto de la historia del pueblo y de todos sus cotilleos..., ¡justo el aliado que necesitaba!
«Frasquito para servir a Dios y a usted», añadió el paisano. No podía perder la oportunidad, pensó Lara; y tras presentarse, le habló de su anterior visita. Había fotografiado aquella plaza y, al revelar la foto, había descubierto que las casas no daban sombra. El hombre le respondió que estaba en lo cierto, pero que no siempre había sido así. Durante muchos años, en Velquesí todos tenían una sombra como Dios manda. No fue hasta la primavera del noventa y seis, recién jubilado él, cuando las sombras desaparecieron. En el pueblo se hacían los locos y no hablaban de ello, aunque todo el mundo lo sabía. Las madres, sin ir más lejos, no dejaban que los niños salieran de las casas sin sombrero; ni tampoco ellas salían a barrer el trozo de calle de delante de su puerta o a limpiar los barrotes de las ventanas estando el sol fuera. Estaban todos asustados y hasta la chiquillería guardaba silencio. Ahora ya no jugaban en las calles, sino en la explanada de la entrada, donde los árboles sí daban sombra y se podían quitar los sombreros.
Eran de mundos muy diferentes y, sin embargo, congeniaron con facilidad. En cuanto Lara le dio un poco de cancha, Frasquito empezó a contarle su vida, remontándose a tiempos anteriores a la construcción del poblado y que nada tenían que ver con el asunto que la tenía en ascuas. Tuvo, con todo, la delicadeza de aguardar con paciencia a que aquel prolijo relato desembocara en cuando los del Instituto Nacional de Colonización lo reclutaron para la construcción de Velquesí. ¿Qué sí había conocido a don Arnaldo? Por supuesto, y menudas discusiones había mantenido con él. Le gustaba estar a pie de obra para que todo se hiciera tal como él lo había planeado. Si algo no se hacía a su gusto, protestaba; y no dejaba de hacerlo hasta conseguir su propósito. Lo malo era que él también se equivocaba a veces, pero no había forma de que se bajase del burro. Todo el mundo le temía, sobre todo los encargados de obras. En cuanto aparecía don Arnaldo, las obras no solo se ralentizaban, sino que a veces incluso tenían que echar marcha atrás. Eso sí, aquello era antes un secarral y fue gracias a don Arnaldo que acabó siendo un abanico salpicado de casas blancas.
Frasquito resultó ser un excelente conversador y le pidió a Lara que le acompañase porque le iba a enseñar algo que le podía interesar. Durante el camino, le continuó hablando de don Arnaldo, de que era un figura en lo suyo, pero menudo genio se gastaba cuando algo no se hacía a su gusto. Y a tozudo pocos les ganaban: cuidado con la petera que había tenido a cuenta de que todas las esquinas debían ser chatas. Ni una sola hecha como Dios manda había en el pueblo. «¿Dónde se ha visto eso?», protestaban los albañiles. «El ángulo recto es demasiado perfecto y no deja ver la intención del arquitecto que es lo importante de un edificio», respondía don Arnaldo. Los más levantiscos le espetaban entonces que también lo suyo era un arte y que con las esquinas redondas la intención de los albañiles se iba al garete. Cierto es que donde hay capitán no manda marinero, y ni una sola esquina en condiciones les consintió don Arnaldo. Tan solo en una ocasión había dado su brazo a torcer, y justo era eso lo que él le quería mostrar.
Atravesaron la explanada y se detuvieron junto a la iglesia. Las sombras de los dos cipreses de la entrada se proyectaban en ese momento justo delante del edificio sin sombra. Frasquito atrajo la atención de Lara hacia el pináculo que remataba la torre campanario. Una esfera perfecta y brillante que le hizo acordarse de las que adornaban las cúpulas de los templos ortodoxos de su país natal. Se le veía ufano mientras le explicaba que había modelado el pináculo con sus propias manos. Después de la lata que les había dado don Arnaldo con lo de las esquinas romas, pretendía rematar el campanario con una especie de pirámide truncada. Pero a él se le metió entre ceja y ceja que ese remate tenía que ser algo que simbolizara la rebeldía de los operarios, y se había puesto manos a la obra con nocturnidad y alevosía. Y aunque al principio no lograba que le fraguara bien la mezcla y la bola se le achataba por el lado en el que la apoyaba, con ingenio y tesón, y lijando todo lo que había que lijar, al fin había conseguido acabar el chirimbolo antes de que la pirámide truncada de don Arnaldo estuviese colocada.
Cuando llegó el día de la coronación del campanario, se las había ingeniado para ser él quien se encargase de la tarea. Metió su chirimbolo en un capacho y, con la excusa de que hacía mucho calor y que aquello era un botijo con agua, se encaramó al campanario cargando con el fardo. Con la ayuda de un sistema de poleas, sus compañeros le hicieron llegar la pirámide truncada de don Arnaldo. Una vez estuvo seguro de no tener testigos, Frasquito dio el cambiazo. Ninguno de los de abajo notó la extraña metamorfosis experimentada por el pináculo; o si la notó, pensó que no era asunto suyo. Lo malo fue que, cuando llegó don Arnaldo a dar la vueltecita de rigor y vio la bola encima del campanario, montó tal escándalo que al encargado ―buen amigo suyo, por cierto― no le quedó otro remedio que comunicarle que preparase el hato porque estaba despedido. Y le pidió el favor de que se disculpara con Don Arnaldo antes de marcharse; pues, si no lo hacía, no iba a haber Dios que lo pudiese aguantar.
Para sorpresa de todos, tras la entrevista, Frasquito había continuado trabajando de albañil y su chirimbolo en lo más alto del campanario. Tenía fama, y con razón, de duro, pero en el fondo Don Arnaldo era un hombre inteligente y comprensivo. La bola no le gustaba y, cuando fue a pedirle disculpas, le echó un rapapolvo. Aunque la verdadera causa de su enfado era porque el pináculo de marras no formaba parte de la tan cacareada intención del arquitecto. Él le había explicado los motivos de su cambio y don Arnaldo lo había dejado hablar sin interrumpirlo. Los que trabajaban de sol a sol eran ellos, los albañiles; y sin embargo, cuando el poblado estuviese acabado, allí no habría nada que fuera de verdad obra suya. Los había obligado a redondear todas las esquinas para que se viera su intención; y ahora que a él se le había ocurrido hacer por su cuenta un pináculo perfectamente redondo, sin un solo ángulo que distrajese la mirada, no era de su agrado. Aunque tuviesen pocas letras, también ellos tenían su orgullo. Para un albañil, una esquina mocha era un fracaso, y allí estaban las casas de Velquesí sin una sola esquina en condiciones. Y entonces don Arnaldo le había puesto la mano en el hombro y le había dicho: «De acuerdo Frasquito, tu bola se queda de pináculo, asunto zanjado. Pero no se lo digas a nadie. Si ven que cedo, van a pensar que soy un blando; y cuando se le pierde el respeto al que manda, ya no hay forma de llevar a buen término ningún trabajo».
Ya en silencio, Frasquito le indicó a Lara con la mano que mirase el pavimento de delante del templo. Ella volvió a ver las sombras de los dos cipreses. Aunque ahora, más hacia el centro de la explanada, había una nueva sombra. Y esa sombra, ovalada, flotante, era lo que él le estaba señalando. Tardó todavía unos segundos en comprender la trascendencia de aquel manchón casi esférico, pero cuando al cabo lo hizo se quedó muda. Su asombro hizo que Frasquito se sintiese orgulloso y no pudiera evitar un cierto pavoneo al decirle: «Ya sabía yo que este asuntillo le iba a interesar a la señora. Usted misma puede comprobar que el remate que hice yo sí tiene sombra».
Lara Ripdek empujó la puerta de la iglesia, y un vaho de calor humano le salió al encuentro. Acomodados en los escasos bancos del templo había una treintena de paisanos. Todos eran personas de edad que asistían a las exequias de Frasquito con la resignación y la serenidad que dan los años. En el centro del altar, sobre una especie de tarima de madera, estaba el ataúd. Gracias a su complicidad, ella había sabido de don Arnaldo y de su terquedad con la intención del arquitecto. Y también la teoría de Frasquito de que ese empeño, en que en las casas de Velquesí solo se entreviera la intención del arquitecto, estaba detrás de la fuga de las sombras. No quería ángulos en los edificios, y con tanto redondeo de los bordes les habían robado su esencia. De ahí que, cuando los muros desustanciados envejecieron y se olvidaron de la dichosa intención del arquitecto, perdieron también la sombra. Lara no había podido evitar una sonrisa ante semejante ocurrencia. Pero Frasquito había continuado erre que erre con que Don Arnaldo siempre se acababa saliendo con la suya. Como cuando dijo, por ejemplo, que el poblado tendría forma de abanico para que en verano hiciese más fresco, y los trabajadores, buenos conocedores del verano en su tierra, se lo habían tomado a chacota; y resulta que al final, por las calles del pueblo que hacían las veces de las varillas del abanico de don Arnaldo, corría una brisita en verano que era impropia de Andalucía.
El oficiante nombró al muerto y elogió sus virtudes. Francisco Alcaide, Frasquito para los amigos, había sido siempre un trabajador honrado y buen vecino. Lara recordó los saludos cordiales con los que le habían recibido sus paisanos en la taberna de los soportales, a donde fueron a almorzar juntos tras haber pasado la mañana de charla. Mientras almorzaban, Lara le contó que su primera visita a Velquesí fue a causa de los muchos elogios del pueblo que le había hecho un buen amigo. Casi nunca iban forasteros por allí y Frasquito se acordaba perfectamente de la llegada de Nielda. En plena siesta, cuando hacía tanto calor que en las calles no había ni un alma, el runruneo de una moto había hecho que algunos curiosos se asomaran a la puerta. Cuando se quitó el casco, tenía el rostro encendido y lo primero que hizo fue preguntar dónde se podía tomar una cerveza. Aunque poquita cosa a primera vista, el chaval resultó ser muy simpático. Mientras se tomaba unas pintas en el bar, le estuvo preguntando a los parroquianos que qué tal se vivía en el pueblo. Todos le respondieron que de maravilla, en parte porque lo pensaban, mas también porque el forastero dijo conocer a Don Arnaldo y por si acaso prefirieron no sacar ningún trapo sucio.
La misa de cuerpo presente había terminado y varios vecinos se acercaron al altar para hacerse cargo del ataúd. Una viejecita entonó un canto de despedida con voz gangosa, a la que no tardaron en unirse otras voces de timbre también nasal y lastimero. Tras su entrevista con Frasquito, Lara había telefoneado a Nielda para pedirle que le hiciera de intermediario porque deseaba concertar una entrevista con el arquitecto. Su amigo le aclaró que no sería posible porque Don Arnaldo había muerto en febrero de mil novecientos noventa y seis. La muerte le había sorprendido mientras dormía plácidamente en su cama. Siguieron hablando de él un buen rato y, entre otras cosas, Nielda le contó que a última hora había estado muy interesado en los nuevos materiales y que le obsesionaba conseguir lo que él denominaba el «contenedor inmaterial». El adjetivo inmaterial despertó el interés de Lara, pero su amigo no supo decirle nada más sobre aquel sueño arquitectónico de don Arnaldo. Eso sí, le dio el nombre de un gabinete de arquitectura en el que trabajaban algunos de sus discípulos que quizá pudiesen darle más información. Lara había concertado una entrevista, todavía pendiente, con el arquitecto que había continuado en contacto con don Arnaldo hasta su fallecimiento.
La comitiva fúnebre fue tomando cuerpo. El monaguillo abrió de par en par las puertas del templo y los cargadores se pusieron en marcha portando el ataúd al hombro. Desde el altar, la voz ceremoniosa del sacerdote se despidió del difunto con un «¡descanse en paz!» que retumbó en las paredes del templo. Lara esperó a que saliesen todos los vecinos antes de unirse también ella a la comitiva. La mañana era muy luminosa y, al salir a la calle, se vio obligada a protegerse los ojos con las gafas del sol. La caja avanzaba con un balanceo excesivo. Los paisanos de Frasquito que ahora cargaban con el cuerpo eran de estaturas diversas y no había tenido la precaución de distribuirse de la mejor forma posible. Y en aquel esquife que parecía estar a punto de zozobrar, iban los restos de Francisco Alcaide. «Frasquito para servir a Dios y a usted», según le había dicho a Lara a modo de presentación. Pocos días antes, justo a esa hora, habían estado ambos, en aquel mismo lugar, contemplando la sombra del pináculo del campanario. Una victoria de la que Frasquito se mostraba muy orgulloso. Lara levantó la vista hacia el chirimbolo del campanario y luego bajó la cabeza en busca de su sombra. Allí seguían las de los dos árboles de la entrada de la iglesia; la otra, en cambio, la que había visto flotando como un globo en el albero de la plaza, ¡había desaparecido!
Qué alegría le habría dado a Frasquito ver aquello. Aunque pareciera taumatúrgico, tantas coincidencias no podían ser fruto solo del azar. Había muerto el arquitecto y, al poco tiempo, Frasquito se había dado cuenta de que las casas de Velquesí ya no daban sombra. Y ahora, cuando se acababa de morir el artífice del pináculo, también había perdido la suya. ¿Sería verdad lo de que, a base de tesón y cariño, el creador le podía robar el alma a su creación? Don Arnaldo andaba empeñado en usar nuevos materiales para conseguir lo que él denominaba el «contenedor inmaterial». ¿Lo habría conseguido en las casas de Velquesí? Pero el pináculo lo había hecho Frasquito con sus manos y usando los materiales de toda la vida y también había perdido la sombra. Quizá en unos días, cuando se entrevistase con el discípulo de Don Arnaldo, resolvería aquel misterio.
Lara Ripdek, inmóvil, serena, con el rojo de su forro polar porfiando con el blanco de la cal, y proyectando –ella sí– una sombra sobre albero, contempló cómo se alejaba el cortejo fúnebre. En cabeza, a hombros de un puñado de amigos, el cuerpo de Frasquito Alcaide recorriendo por última vez el que antaño fuese un baldío y ahora un sembrado de casas blancas. La comitiva llegó a los soportales y se angostó a fin de poder desfilar entre los naranjos. Las ramas fueron rozando el ataúd a su paso y el aire se fue llenando de una intensa fragancia. Lara olfateó varias veces el aire hasta que la reconoció. Su rostro perdió entonces la gravedad y esbozó una sonrisa. ¡Qué cosas tan raras ocurrían en aquel pueblo! Los naranjos no estaban aún en flor y, sin embargo,… ¡ya olía a azahar!
Nota de la autora: una fresca mañana de invierno, estuve en este pueblo de colonización agraria (Esquivel), al que acudí, acompañada de mi hermano, por recomendación de un buen amigo. Mientras paseaba por sus calles desiertas, tuve la sensación de que aquel era un pueblo fantasma en el que el tiempo se había detenido por orden de su creador. Y quizá por esa sensación extraña, en lugar de los nombres reales, he usado sus anagramas (la excepción, Frasquito, pero esa es otra historia que, algún otro día, contaré). Mi intención es no volver nunca a ese asentamiento de la vega sevillana, porque, una vez terminado el texto, me ha dado por pensar que, si regreso, no serán casas sin sombras, sino sombras sin casas, lo que allí hallaré.