Olor a alhucema
Esta mañana, Cata, el día ha amanecido lluvioso y fresco. Y cuando he entrado en el bujío y he visto lo animada que estaba la tertulia, me ha llegado de golpe una tufarada a alhucema, como si hoy este recuncho fuese la salita de estar de la casa de tía Pepa, siempre cana, siempre vestida de negro, de luto permanente por ese valeroso Arturo que, en una noche de tormenta, iba a caballo por la campiña para visitarla y, al cruzar una torrentera, se enredó en la capa y se ahogó. Una noche lluviosa en la que ella, todavía moza, y vestida con colores más alegres, mientras el otro llegaba, estaría de cháchara y con el tarrito de la alhucema cerca.
Sí, Cata, en cuanto refrescaba y empezaban las lluvias, la mesa camilla, con el brasero de picón debajo, se convertía en el lugar de encuentro de aquellos que eran amantes de la charla y de los cotilleos. Y cada vez que la mala combustión de un trozo de carbón lo convertía en un tufo, se ahuyentaba el mal olor rociando el brasero con un puñado de alhucema. Tiempos en los que mi reino no estaba aún arriba, como tertuliana, sino debajo de la mesa, espiando el crepitar de los granos de alhucema, los diminutos botafumeiros en los que se convertían.
Y por ese motivo, Cata, cuando esta mañana he entrado y los he visto de cháchara, el bujío me ha olido a alhucema como si este recuncho fuese hoy la salita de estar de la tía Pepa, siempre cana, siempre vestida de negro por ese pretendiente que se ahogó en una noche de tormenta...