Una joven soñadora
Ella soñaba, y mucho; sobre todo despierta. La mayoría de las veces, sueños agradables que le hacían sonreír. Y cuando sonreía, en la perfección homogénea de su rostro se le formaba una leve depresión asimétrica en la mejilla izquierda. Un hoyuelo que invitaba a que los soñadores como ella, en ese camino de voluptuosidad que desembocaba en la comisura de los labios, se detuviesen antes en su brocal.
Se llamaba Irina, Irina Olégovna Lébidieva, y era amante de la naturaleza y una lectora empedernida; detestaba, en cambio, las tareas que la sociedad consideraba más propias de su sexo. Le gustaba pasear a solas por las orillas del Moscova con la vista fija en el fluir del agua o en el vuelo de las aves fluviales; o sentarse bajo un árbol acompañada de una buen libro y, dejándose llevar por el murmullo de las hojas del uno y del otro, irrumpir en esos otros mundos en los que los amores perfectos continuaban siendo improbables, pero al menos dejaban de ser imposibles. Enamorados de ficción de los que Irina, romántica contumaz, entresacaba las virtudes que debía reunir el hombre con el que ella pensaba pasar el resto de su vida. Una especie de dios menor imaginario que ella iba modelando a su imagen y semejanza y que, de forma inexplicable, exhalaba una intensa fragancia a lilas.
Ese día, la joven soñadora se hallaba en la calle Sadovaya Kudrinskaya, en la casa de los Chéjov, en calidad de compañera de escuela y amiga de Masha, la única fémina de ese androceo que era la prole de Pável Yegórovich y de Yevguéniya Yákovlevna. Para Irina, sin embargo, detalles como el de dónde había conocido a Masha, o porqué estaba compartiendo sobremesa con los Chéjov, formaban ya parte de un tiempo fugaz y esquivo. La joven padecía una variedad rara de amnesia que no le permitía conservar prácticamente ningún recuerdo; o al menos no en la forma bien hilada en la que la mayor parte de la gente suele recordar el pasado. De hecho, Irina solo lograba recuperar algunos episodios de su vida pasada durante el sueño; momento en el que los recuerdos desfilaban ante su mente dormida como una serie de secuencias retrospectivas mal entretejidas, que, una vez despierta, la joven consideraba de índole exclusivamente onírica. O dicho de otra forma, para Irina el pasado era un tiempo tan incierto e ignoto como lo es el futuro para el común de los mortales, ya que solo se podía adentrar en él haciendo conjeturas y especulaciones a las que, por otro lado, ella era más bien reacia.
Esta cerrazón de Irina a especular sobre su pasado era, sin duda, una suerte. De haberlo hecho, se hubiera adentrado en un periodo tenebroso, lleno de soledad y abusos infantiles, que posiblemente estaban en la raíz de su amnesia. Un olvido, pues, que tenía más de salutífero que de otra cosa. Conviene aclarar que Irina propendía tanto a la ensoñación como una suerte de mecanismo compensatorio de la ausencia casi total de recuerdos: la única salida que le quedaba para escapar de su presente sempiterno. Un olvido que, aun sin mermarle belleza a su rostro, le daba a este una cierta expresión de embeleso; aunque casi nunca fuese el caso, ya que Irina se escabullía de continuo por las ramas polifurcadas del futuro. Sus ensoñaciones tenían, además, la peculiaridad de ajustarse con una inverosímil exactitud a la realidad futura; si bien tampoco se puede descartar que fuera su subconsciente el que le procurara un devenir acorde con lo previamente ensoñado. En este punto, los estudiosos de la dolencia de Irina, que eran varios y muy doctos, no se ponían de acuerdo. Sí lo hacían, en cambio, a la hora de describir el fenómeno como una especie de memoria invertida que extraía los recuerdos de una zona impropia de la flecha del tiempo. Y fuese porque las ensoñaciones de Irina eran visionarias o bien porque ella era muy sugestionable, de lo que no cabe duda es de que su temperamento soñador le provocaba una continua nostalgia del porvenir; y gracias a esa placentera añoranza del mañana, el rostro de Irina tenía siempre un aire de beatitud casi angelical.
Pero volviendo al día de marras, la anfitriona, una ucraniana afable y acogedora que atendía a todas las visitas con extremosa hospitalidad, les había amenizado la comida contándoles historias. En los primeros años de casada, había viajado por toda Rusia en compañía de Pável, a la sazón mercader de telas; y el acervo de anécdotas peculiares de esa época era interminable. Excelente narradora, la señora Chéjov recurría a ellas cuando deseaba entretener a los suyos. Durante el almuerzo, les había hablado de una mujer que, loca de amor, navegaba por el Volga en compañía del cadáver de su amado esposo. Él había manifestado su deseo de ser enterrado junto a los suyos y lo llevaba de regreso a su pueblo natal. Pero era tal su amor al occiso y, por ende, sus celos que se negaba a que su cuerpo viajase a bordo de barcos en cuyo pasaje hubiera féminas jóvenes. Hecho que la obligaba a desembarcar el ataúd tan a menudo que la remontada del río Volga amenazaba con convertirse en eterna. La señora Chéjov había tratado de convencerla de que, en el estado en que se hallaba ya su cónyuge, la presencia de ninguna mujer joven podía suponer un riesgo. Al terminar su argumentación, la esposa celosa se había apartado los aladares de las mejillas y, mirándola con ojos de loca, le había respondido que quien no se encela no ama, y que quien no ama no puede estar cuerdo. La descripción de su encuentro con esa mujer enamorada hasta la locura había embelesado a todos los comensales. De modo muy especial, a la joven soñadora que, dada la naturaleza romántica de la historia, había logrado vencer su renuencia a adentrarse en ese territorio vago y desvaído que era para ella cualquier tiempo pasado.
Finalizada la sobremesa, los más jóvenes se pusieron de acuerdo en pasar la tarde a orillas del Moscova. Estaban en abril y deseaban celebrar la llegada de la primavera dando un largo paseo y leyendo al aire libre algún texto evocador de la nueva estación. Cuando se hallaban buscando el libro adecuado en los plúteos del estudio de Anton, la anfitriona les pidió el favor de que saliesen todos un momento al patio. En la casa de la calle Sadovaya Kudrinskaya, ya solo vivían el matrimonio Chéjov y sus hijos Anton, Mikhai y Masha. Desde que unos meses atrás Nikolai había muerto víctima de la peste blanca, las reuniones familiares se habían vuelto muy emotivas. Y como recuerdo del encuentro, antes de que el grupo se dispersara, Yevguéniya Yákovlevna deseaba que se hiciesen una foto de familia. Con la cortesía que les era habitual, los anfitriones pidieron a los invitados que también ellos posasen bajo el emparrado del patio. Eran muchos y para no tener que alejarse demasiado de la cámara se hubieron de colocar agrupados y dispuestos a diferentes alturas. La joven soñadora se situó en un extremo, al lado de Lika Mizinova, otra amiga e invitada de Masha. Todos se posicionaron mirando hacia la cámara y trataron de componer su mejor gesto. La única excepción fue el terrier de los Chéjov, que se mostró renuente a ser fotografiado; y, como Mikhail hubo de retenerlo contra su voluntad, acabó siendo inmortalizado en una postura muy poco favorecedora.
Gracias a su peculiar forma de recordar —si es que se puede llamar así a esa anticipación a los acontecimientos que practicabaa Irina—, ella supo desde el primer momento que el disparador de la cámara fallaría y que la sesión de posado sería más larga de lo esperado. Así pues, aunque sin dejar de mirar hacia el objetivo, la joven se dejó llevar por sus ensoñaciones que, tras escuchar la romántica historia referida por la anfitriona, las tenía más a flor de piel si cabe. A veces, Irina recordaba con un ritmo tan demorado que los sucesos se desarrollaban en su cabeza más despacio de cómo acabarían ocurriendo después; pero lo habitual era que las imágenes de sus visiones se sucedieran las unas a las otras más deprisa que en la vida real. Y tal vez como reacción a la exasperante lentitud con la que la mujer loca de amor había remontado el Volga, esa tarde las premoniciones de Irina desfilaron por su mente con un ritmo vertiginoso. Y en los que fueron unos minutos de espera del disparo de la cámara, Irina tuvo tiempo de presenciar escenas de casi todo el resto de su vida.
En la primera evocación, se vio esa misma tarde cogida del brazo de Masha mientras presenciaban el cortejo de una pareja de cisnes negros en la margen izquierda del Moscova. En la siguiente, dos o tres años después, en la casa de campo de Mélijovo, donde Anton Chejóv había construido un dispensario anexo a la vivienda para atender a los campesinos; una epidemia de cólera azotaba la región y ella había ido para echar una mano en la pelea que Anton y Masha estaban librando para impedir que la enfermedad se propagara; y en el momento evocado, era ya noche cerrada y Anton regresaba de sus visitas a los enfermos con aspecto de estar agotado y, sin embargo, en lugar de irse a la cama, se ponía a escribir; Masha le mostraba su preocupación por que no descansara lo necesario, a lo que él le respondía que, si bien la medicina era su esposa legal, la escritura era su amante favorita y no la podía descuidar… Pero, un instante después, era ya de día e Irina se encontraba en la estación Nikoláievski, delante de un vagón de tren pintado de verde y con un letrero grande que decía «Ostras»; y de súbito el corazón le dio un vuelco al ver que del interior del vagón sacaban un ataúd. Por suerte, en la siguiente escena, pese a estar junto a la tumba de los Chejóv en el cementerio de Novodévichi, los congregados mostraban rostros sonrientes, mientras comentaban lo mucho que le habría gustado al escritor narrar aquella equivocación; y es que la comitiva había abandonado la estación del tren siguiendo, por error, el ataúd de un general, en vez del de Anton…
Un ladrido del terrier —cada vez más impaciente, y con razón— hizo que Irina regresara al presente. Verse bajo el emparrado del patio y en compañía de Anton hizo que sintiera un gran alivio. Pero el disparador de la máquina de fotos seguía fallando e Irina no pudo evitar volver a las andadas. Esta vez estaba en medio del océano, a bordo de un barco en el que viajaba una remesa de rusos que migraban a Estados Unidos huyendo de los pogromos de las Centurias Negras. Por la cabeza de Irina desfilaron a continuación imágenes del desembarco en la Isla de Ellis y de los suelos humeantes de las calles del Bronx, pero se sucedían las unas a las otras con una cadencia tan trepidante que casi no lograba verlas. Hasta que de repente el ritmo se ralentizó una barbaridad y se vio a sí misma, ya muy envejecida, aguardando su turno en la consulta de un médico; la sala de espera estaba abarrotada de pacientes que se habían agrupado de acuerdo con el color de su piel: los blancos sentados en el lado derecho de la sala, los negros en el izquierdo, y ella, por alguna razón que ignoraba, en el bando incorrecto. Y sería entonces cuando se abriría la puerta de la consulta y una intensa fragancia a lilas le haría saber que él, el médico, era ese amor ideal que llevaba toda la vida entreviendo en sus ensoñaciones. Lo escrutaría de pies a cabeza y, al comprobar que era demasiado joven, aspiraría con fuerza el aire de nuevo para asegurarse de que no se había equivocado. Luego se miraría las manos, sarmentosas y llenas de machas, y comprendería que ella había nacido antes de tiempo. Tantos años modelándolo con desvelo y ahora, cuando por fin lo tenía delante de sus ojos, se daba cuenta de que el destino se había burlado de ella. Aun así, Irina se sentiría contenta de haberlo encontrado y decidiría obsequiarle la mejor de sus sonrisas; una sonrisa que, a esas alturas, estaría irremediablemente ajada y en la que ya no sería posible reconocer el encantador hoyuelo de su mejilla izquierda…
Y justo cuando las comisuras de los labios se le estaban ya frunciendo, un repentino fogonazo, seguido del clic del disparador, obró el milagro. El milagro de que en la placa quedara inmortalizado un rostro todavía joven y acendrado, y mostrando esa media sonrisa como alas de cigarras a medio abrir, y ese encantador hoyuelo asimétrico que, medio siglo más tarde, le arrebatarían el alma al médico del Bronx. Un destello providencial, sin duda, pero que había puesto fin a la ensoñación antes de que Irina hubiera tenido tiempo de recordar —a su manera premonitoria— la conversación que, tras su visita al médico, mantendría con los farmacéuticos de la esquina: unos judíos rusos que, como Irina, habían emigrado a Nueva York, y con los que mantenía una buena amistad; conversación que tendría lugar a la mañana siguiente, cuando Irina fuese a comprar las medicinas que le había recetado su amor imposible, y en la que ella les contaría a sus amigos que había soñado —para ella el encuentro sería ya de jaez onírica— con el hombre al que llevaba esperando toda la vida; no había posibilidad de error, les aseguraría, puesto que lo había reconocido por el olor a lilas. Y por culpa del fogonazo y del clic, Irina tampoco había tenido tiempo de ver en su ensoñación que, mientras ella hablaba con los farmacéuticos, en la rebotica, una niña dejaría de hacer los deberes escolares y aguzaría el oído para no perderse detalle de lo que Irina le contaba a sus padres. Gracias a esa escucha clandestina, cuando años después se convirtiese en escritora, la niña de la trastienda recrearía la imagen especular de aquella historia en uno de sus relatos. El nombre de la niña era Cynthia Ozick; el título del relato, La mujer del médico; y el nombre con el que la literata rebautizaría al médico, el doctor Pug, quien, según su descripción, era un soñador romántico que se quedaría soltero por haberse enamorado, y hasta las trancas, de la media sonrisa y del hoyuelo asimétrico con los que Irina Olégovna Lébidieva quedó, al cabo, inmortalizada en la fotografía tomada bajo el emparrado del patio de los Chéjov.