Fin de fiesta
Aquel día no había sido fácil y con el calor que no se iba las ganas de fiesta no eran muchas. A pesar del aviso de que no habría celebración, algunos familiares habían venido de fuera con motivo de la boda de la primogénita de la familia. Mis padres decidieron que cenaríamos con ellos aunque fuese sin los novios. Por esa razón, una media hora después de que mi hermana mayor hubiera recorrido de nuevo el pasillo de la iglesia y, una vez en la puerta, se hubiera despedido con cierta premura —nunca le ha gustado el papel de protagonista y lo rehuye en cuanto puede—, un reducido grupo de familiares nos encaminamos hacia el restaurante La Raza. La boda se había celebrado en la capilla de la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, a la sazón sede de varias facultades universitarias, y el restaurante en el que íbamos a cenar se hallaba justo en la esquina del recinto vallado del Parque de Mª Luisa, a escaso diez minutos a pie de la antigua fábrica de tabacos.
La comitiva hizo el recorrido con mucha calma, casi a paso de tortuga, porque el calor seguía siendo agobiante y porque íbamos distraídos charlando y formando pequeños corrillos momentáneos; pero, sobre todo, porque la abuela formaba parte del grupo y su velocidad de crucero era para entonces de tal lentitud que solía provocar en sus acompañantes sosiego, cuando estos no tenían prisa, o una gran impaciencia, si se les hacía tarde. Entre dos luces ya, avanzamos entre las acacias de tres espinas y los jacarandás que había —y sigue habiendo— delante del recinto universitario, dejamos atrás la estatua ecuestre del Cid Capeador y, tras pasar por delante del Teatro Lope de Vega, llegamos al restaurante. Nos habían preparado una mesa rectangular lo suficientemente larga como para que cupiera la veintena larga de comensales. Estaba situada junto a un magnifico ejemplar de ombú —Phytolacca dioica— y a mí me tocó sentarme en la banda que le daba la espalada al árbol.
Sirvieron los entremeses y, con ellos, la charla se fue animando. No recuerdo demasiados detalles de la cena, pero sí que la abuela ocupaba la cabecera de la mesa que se encontraba más próxima al ombú; o que, una vez se hizo de noche, el calor se había tornado en bochorno y el comensal que yo tenía enfrente me hacía mucha gracia: era el tío Antonio de Estepa, un señor de panza oronda y con bigote que trataba de quitarse el calor con un abanico tan pequeño que, en su manos, se me antojaba de juguete —yo no sabía aun que el abanico de los varones es de menor tamaño que el de las damas—. Y cuando más animada estaba la conversación, a mi espalda se escuchó un tremendo crujido y, acto y seguido, el inicio de una especie de lamento continuado. Los comensales del lado de enfrente gritaron «¡Cuidado!» y se apresuraron a ponerse en pie y alejarse de la mesa. Como reacción, antes de saber qué pasaba, los demás los imitamos de forma automática y hubo un revuelo de sillas —algunas terminaron caídas en el suelo— y de carreras hacia donde se habían concentrado el resto de los fugitivos. Cuando me giré vi que el lugar, donde nosotros habíamos estado sentados hasta hacía un instante, lo ocupaba ahora una ramillete de hojas mucho más grande y mucho menos olorosos que el de flores de nardo de la novia. Y por detrás de la enorme rama desgajada del ombú, asomaba el rostro pálido y descompuesto de la abuela que seguía sentada en la cabecera de la mesa.
La visión de cómo se desgajaba aquella enorme rama, en el caso de los comensales que estaban sentados de cara al árbol, y la alarma que creó su grito en el resto hicieron que todos, salvo la abuela, huyésemos del lugar del derrumbe. Ella en cambio, a sabiendas de que su levantada del asiento era ya por etapas y a una velocidad aún menor que la ya de por sí lenta de crucero, no había podido hacer otra cosa que contemplar, aterrorizada, la caída de la rama. Fue, pues, por los pelos que nos libramos de que aquella reunión familiar terminara en tragedia. Pero hubo suerte y, tras comprobar que nadie se había hecho daño, los camareros nos prepararon de nuevo la mesa, esta vez ya lejos del traidor árbol; y con ayuda de un vasito de vino y abundante comida —a la abuela no solo le gustaban mucho los refranes, sino también el buen comer—, el rostro que encabezaba la mesa recuperó su habitual color sonrosado.
No hace falta aclarar que, después de los postres, todos levantamos las copas y brindamos no solo para desearle suerte a los grandes ausentes de la cena, sino también, y de modo muy especial, para celebrar que el fin de fiesta no hubiese terminado en desgracia por culpa de aquel majestuoso ombú del restaurante La Raza.