La última tarde de la Lirio
Era una tarde templada de abril. En aquel momento, el mar se escuchaba a lo lejos y, justo enfrente de la casa, los mellizos de Catulo daban sus primeros pasos sin ayuda. La joven se aproximó a la balconada e hizo un amago de cerrar los postigos. Una leve brisa serpenteó por la calle; como respuesta, el lugano de la vecina lanzó un alegre trino y el naranjo agitó suavemente sus ramas. Ella aspiró aquel tenue olor a primavera y su rostro se tornó menos sombrío. La belleza del atardecer le hizo olvidarse por un instante de su tristeza, si bien solo le duró el tiempo de que el pájaro completara su gorjeo y el viento alejase el dulce olor a azahar. Luego se quedó de nuevo sola y, ensimismada en sus pensamientos, ni siquiera oyó los inseguros pasitos de los mellizos al bajar por primera vez el bordillo de la acera. Echó una última mirada al que había sido hasta entonces su barrio y, con un nudo en la garganta, cerró el balcón…
A ella le gustaba madrugar y, mientras los demás aún dormían, sentir a solas cómo la vida recuperaba el pulso con el gorgoteo del café en la cafetera y el tintineo de la cucharilla en la tasa. Pero esa mañana fueron los ronquidos de la Bizcocha los que la despertaron. Últimamente, la relación de ambas no estaba pasando por su mejor momento, y sin embargo oírla roncar le provocó un inopinado sentimiento de ternura y gratitud. De su madre verdadera no tenía ningún recuerdo. Le habían contado que llegó a Cádiz buscando trabajo en una época en la que el comercio de la ciudad era muy boyante y a diario atracaban en su puerto barcos con mercancías. Los cafetines de marineros habían proliferado, y hacían falta mujeres sin remilgos y capaces de aplacar los ardores que la abstinencia a bordo causaba a la marinería. Huyendo de la miseria del campo llegaban a la ciudad muchas jóvenes dispuestas trabajar a cambio de un techo y un jornal paupérrimo. Pero eran tantas que, para algunas de ellas, los bares de los alrededores del puerto eran sus únicos salvavidas para no regresar fracasadas al pueblo.
El Seaman’s Club era a la sazón el café de marineros más afamado del Pópulo. Su dueño, el Mulato, le había puesto aquel pretencioso nombre pensando en que así atraería también a los marineros de los barcos de bandera extranjera. La mayoría de las chicas que trabajaban en él eran mujeres ya curtidas y que se desenvolvían con mucha solvencia. La Bizcocha llegó de Medina Sidonia ya madura y sin experiencia, pero con tan buena planta que el Mulato la cogió a prueba. Nunca se arrepintió de haberlo hecho. La de Medina Sidonia era única organizando a las demás y se convirtió en una especie de madame que, en muy poco tiempo, le dio tal auge al café que hubo quien creyó que la dueña del negocio era ahora la Bizcocha.
Coincidiendo con esa época de mayor apogeo, entró a trabajar en el Seaman’s Club Remedios. Una chavala de barrio y novata, que al principio trabajó con desgana haciéndose la buscona en uno de los rincones de la Plazoleta de San Martín; pero que luego le cogió gusto al oficio y empezó a tener una buena caterva de clientes. Tantos que decidió independizarse y abrir su propio negocio en el Callejón del Duende, a escasos metros del café. Al Mulato aquella decisión le crispó, tal vez porque tuvo miedo de que Remedios dejara de frecuentarlo. La Bizcocha, mucho más profesional, solo se inquietó en un primer momento, hasta que comprobó que el callejón no le hacía la competencia al Seaman’s Club. Los clientes de Remedios eran casi todos burgueses que acudían a ella para hacer realidad las fantasías eróticas que no tenían cabida en sus respetables lechos conyugales; los de su café, en cambio, eran aves de paso: hombres rudos que no sabían decir cosas bonitas, pero que mostraban su fidelidad visitando el Seaman’s Club cada vez que sus barcos hacían escala en el puerto gaditano.
Remedios era de pelo negro y ojos claros: una combinación rara en Andalucía y que, por ende, la convertía en más deseable; y de caderas bien torneadas y las posaderas del tamaño justo: ni excesivas ni escasas. Tenía, además, la piel blanca y suave: ¡Ni que fuera hija de un señorito!, había pensado la Bizcocha la primera vez que la vio desnuda. Lo que le daba a sus clientes solo ellos lo sabían, pero el caso es que por el callejón acabaron pasando todos los hombres de las mejores familias de Cádiz. Trabajaba solo de lunes a viernes, días en los que la ausencia de los clientes en sus respectivas casas era más fácilmente excusable. Y a pesar de haberse establecido por su cuenta, siguió siendo amiga de la Bizcocha y no dejó de frecuentar al Mulato.
Si fue fruto de un descuido o bien una simple fatalidad nunca se supo, pero sí que el vientre de Remedios empezó a pujarse y acabó pariendo una niña. El parto tuvo lugar en el Callejón del Duende y la Bizcocha hizo de comadrona. Una niña que prometía ser guapa como su madre, si bien con una belleza más castiza. No solo tenía el pelo y los ojos negros, sino también la tez muy oscura —color de lirio moreno diría la copla que, años después, compusieron en su honor los maestros Ochaíta, León y Quiroga—. Tras el parto, Remedios redujo el número de clientes, quedándose solo con los necesarios para que no le faltase de nada a aquella niña que en sus brazos, por contraste, se volvía aún más morena. Y como cualquier otra madre, cuidó a su hija con desvelo.
Nada hacía presagiar, pues, que aquella madrugada, cuando la Bizcocha se disponía a bajar los cierres metálicos del Seaman’s Club, apareciese Remedios con la niña envuelta en una toquilla y un atadijo de ropa al hombro. Le entregó la criatura a la Bizcocha y le pidió que se la cuidase mientras ella estuviera fuera. Todo ocurrió tan de sopetón que a la mujer no le dio tiempo a reaccionar y, cuando quiso preguntarle adónde iba, Remedios se había alejado ya demasiado y no la oyó. En los siguientes días, pasaron por el Seaman’s Club un puñado de hombres, bien trajeado y ojerosos, preguntando por el paradero de la muchacha del callejón. Pero, sin duda, a quien más le afectó la marcha de Remedios fue al Mulato, quien pasó un tiempo callejeando por el barrio como si fuese un tigre enjaulado.
Por su parte, viendo que el tiempo pasaba y que Remedios no volvía, la Bizcocha decidió irse a vivir con la niña lejos café. No deseaba que se criara en aquel ambiente y se trasladó a un partidito de la calle de la Palma. Allí creció la hija de Remedios con el resto de la chiquillería del barrio de la Viña. La Bizcocha se marchaba cada noche al café y regresaba a casa con la amanecida. Mientras la niña fue pequeña, no hubo extrañeza ni preguntas embarazosas. Pero llegó el día en que fue consciente de que, mientras los demás padres dormían en casa, la Bizcocha pasaba la noche fuera. Desde la inocencia, le preguntó que adónde iba cuando oscurecía y la otra le respondió que iba a trabajar a un café para que a ella no le faltase de nada. Durante unos segundos, la niña se quedó meditabunda y luego, con un extraordinaria candidez, le dijo que de mayor también ella trabaría en aquel café. Como escarpias se le pusieron los pelos a la Bizcocha cuando escuchó aquello, pero en lugar de llevarle la contraria desvió la conversación hacía cómo le había ido esa mañana en la escuela, logrando así que la niña se olvidara de aquel otro tema.
Pasados unos años, la hija de Remedios se convirtió en una adolescente guapa como su madre pero mucho más zalamera que ella. Era una criatura muy noble, pero también muy terca. Estando un día almorzando, soltó de sopetón que ya tenía edad de trabajar en el café. Descompuesta, la Bizcocha le replicó que aquel trabajo no era propio de una muchacha decente, y que ella ya había hablado con el dueño de la tienda de ultramarinos del barrio para que la admitiese como chicuca. A la adolescente el nombre de aquel oficio le sonó a broma y, con gesto de ofendida, le replicó a la Bizcocha que ella pensaba trabajar en el Seaman’s Club. Después de varios días de discusiones y de malas caras, se impuso su tozudez y la Bizcocha cedió a condición de que trabajara en el café solo hasta la medianoche, y de que siempre atendiera a los clientes desde detrás de la barra.
En cuanto se incorporó al Seaman’s Club, adoptó de inmediato las chocarrerías y el lenguaje rudo de los marineros. En el local, todo el mundo tenía un apodo y la Bizcocha decidió que el de la hija de Remedios sería la Lirio. Un lirio de cuerpo jacarandoso, tez morena y lengua dicharachera que daba la bienvenida a los clientes con una familiaridad que se prestaba a malentendidos. Pero allí estaba ella, la Bizcocha, siempre al quite para que nadie le pusiera una mano encima a su niña. Tampoco ella se dejaba embaucar por las promesas que, a espaldas de su mentora, le hacían los marineros a cambio de conseguir sus favores. Y aunque las apariencias pudieran dar a entender lo contrario, aquella criatura tan entrante y deslenguada ni siquiera cuando se ennovió con el gallego perdió la virginidad.
El gallego había llegado a Cádiz en busca de trabajo y, gracias a unos marineros que conoció en Seaman’s Club, se había enrolado en un pesquero que faenaba en las costas anadaluzas desde Cádiz hasta Almería. Cada vez que su barco tocaba el puerto gaditano acudía a visitarla con alguna fruslería exótica en la mano y la esperanza en el ama de que esa vez fuera la definitiva. Sin embargo, el momento tan ansiado nunca llegaba y el muchacho, noble y respetuoso, transigía con los inexplicables remilgos de la Lirio y se marchaba esperanzado con tener mejor suerte en la siguiente visita.
El Mulato, en cambio, perro viejo en esos lances, no solo supo soslayar la vigilancia de la Bizcocha, sino que logró vencer también la terca renuencia de la Lirio. Ni siquiera ella misma se explicaba cómo del enojo y el asco que le produjeron los primeros tocamientos había pasado a recibirlos con gusto, incluso a esperarlos con desasosiego. Fue entonces cuando él comenzó a esperarla cuando se marchaba del café a medianoche y, en lugar de irse directamente a casa, la Lirio dejaba que el otro la magrease a su antojo hasta que ella perdía el control y consentía en hacer con él lo que con los demás se negaba.
Y así hubieran podido seguir las cosas in sécula seculórum, de no ser porque alguien le había ido con el cuento a la Bizcocha. La mujer andaba ahora con la mosca detrás de la oreja y había noches en las que ella misma acompañaba a la Lirio hasta la puerta del partidito. Y el Mulato, que estaba demasiado encaprichado con aquella flor de tez casi tan morena como la suya, le había dado un ultimátum para que se fuera a vivir con él. La Lirio se hallaba, pues, en un brete: no podía abandonar de esa forma a quien la había cuidado como una hija, ni le podía hacer semejante feo al único hombre que la quería lo suficiente como para no haberla manoseado sin su consentimiento; pero al mismo tiempo se rebelaba ante el hecho de tener que renunciar a esos espasmos de placer que le procuraba el Mulato. Esa disyuntiva la hacía estar tan indecisa y apesadumbrada que había dejado de mostrarse dicharachera y bromista con los clientes del Seaman’s Club. Y la marinería, tan dada a imaginar mientras se halla enclaustrada en los barcos, ya andaba murmurando, con voz ronca de aguardiente, que la Lirio tenía una pena tan grande que hasta las sienes se le habían puesto moraditas de martirio.
Después de desayunar, la Lirio se marchó a comprar al mercado. Le gustaba pasearse entre los puestos recién abiertos para ser la primera y poder así elegir la mejor mercancía. Esa mañana andaba tan abstraída que se entretuvo más de lo habitual y, cuando regresó a casa, la Bizcocha ya se había levando y andaba espulgando las lentejas en la mesa de la cocina. Nada más verle la cara, la Lirio supo que algo había ocurrido y que, además, no era nada bueno. Sin dejar de mirar las lentejas, la Bizcocha empezó a hablarle de los arreglos que hacía falta hacer con urgencia en el café. Pero la Lirio la conocía demasiado y supo enseguida que no era aquello lo que le tenía que decir. Deseosa de salir de dudas, tomó la iniciativa preguntándole a bocajarro qué demonios había ocurrido. Y con la mirada todavía baja, la Bizcocha le contó que la pasada noche había cerrado un buen trato con el Cubano. Dentro de una semana partía para su tierra y deseaba que ella lo acompañase. Le había prometido que la cuidaría como a una hija. Viviría en una casa grande con jardín, de la que ella sería la reina.
Cogida por sorpresa, su primera reacción fue casi de halago. Mas en cuanto cayó en la cuenta de quién era su nuevo benefactor, se ofuscó. Un cliente muy zalamero, que le había susurrado al oído requiebros bonitos, como ese de que ella era como un bebedizo de menta y ajonjolí; pero era un hombre más bien viejo y de aspecto desagradable, y que la solía mirar con tal lascivia que a ella se le revolvía el estómago. ¡Como a una hija me va a cuidar a mía el Cubano!, exclamó la Lirio con tono mofa y risa nerviosa. Tragó saliva y, una vez se hubo serenado, le dijo a la Bizcocha que el Cubano siempre la miraba como a una hembra, y que pensar en que le pudiera poner una mano encima le provocaba náuseas. La Bizcocha, la mirada aún baja, le replicó que en su situación —en clara alusión a sus encuentros con el Mulato— no volvería a tener otra oportunidad como aquella. Dentro de una semana, pues, pondría rumbo a su nueva vida y, si una vez en la isla no estaba contenta, el Cubano le había prometido traerla de vuelta a Cádiz. Era, además, un hombre muy generoso y le había adelantado cincuenta monedas de oro para que pudiese reformar el Seaman’s Club.
Al escuchar esas últimas palabras, la Lirio se sintió traicionada justo por la persona en quien ella siempre había confiado. Su sueño era seguir viviendo en Cádiz, en una casa grande con un patio en el que jugarían sus hijos, que iban a ser muchos y paridos de dos en dos, como los mellizos de Catulo a los que ella adoraba. Y ahora la persona en quien más confiaba no solo la había traicionado, sino que la alejaba de la ciudad. La Bizcocha continuaba con la mirada fija en las lentejas, como si temiera enfrentarse a aquellas ojeras que cada vez eran más grandes y más moradas. Después de escuchar a la niña, tampoco ella estaba tranquila. Pero el trato estaba ya cerrado y ella era una mujer de palabra. Lo hacía, además, por su bien, para alejarla de ese malnacido que no respetaba a nadie, ni siquiera a la sangre de su sangre. Como si le hubiera leído el pensamiento, la Lirio comenzó a sollozar y, por primera vez, la Bizcocha se sintió culpable. Y también al borde de las lágrimas, se puso al fin en pie y, con voz temblorosa, dio la excusa de que se tenía que marchar para el café porque habían atracado varios barcos en el puerto y esa noche se esperaba en el café una avalancha de marineros.
Una vez estuvo sola, la Lirio estuvo poniendo orden en sus cosas y luego se dirigió a la alcoba dispuesta a echarse un rato en la cama. Que quien hasta entonces se había considerado como una madre la hubiese traicionado era lo que más le dolía. Pero en cuanto cerró los ojos y se vio así misma a bordo del barco alejándose de Cádiz, supo que también eso le dolía. Y el sentimiento de repugnancia, al imaginarse al Cubano rodeando sus hombros con su brazo, le resultó insufrible. Miró entonces hacia ese inmenso mar azul donde ya no cabriolarían las olas y comprendió que él la cobijaría sin pedirle nada a cambio. Sabía nadar desde muy pequeña, desde que la Bizcocha la llevó por primera vez a la Caleta y la aupó por el vientre hasta que ella aprendió a mover los brazos y los pies para mantenerse a flote. Nunca le había tenido miedo al agua, y mucho menos ahora. Ella solo tendría que nadar y nadar hasta quedar exhausta; del resto, ya se ocuparía el mar…
Para llevar a cabo su plan con éxito debía aguardar a que se hiciera de noche; debía, además, adentrarse en el agua estando descansada y llena de energía. Pasaría, pues, la tarde durmiendo para reponer fuerzas, mas también para que no se le hiciese eterna la espera. En ese momento, la luz entraba a raudales en la habitación impidiéndole conciliar el sueño. Y fue entonces cuando La Lirio se acercó a la balconada para entornar los postigos y, al escuchar el trino del pájaro y oler a azahar, la belleza de la tarde le hizo dudar. Pero la duda se desvaneció enseguida, en cuanto recordó el rostro abotagado y la mirada rijosa de su supuesto benefactor, y de nuevo desvió la mirada hacia ese mar azul que le atraía desde niña y que ahora iba a ser su libertador.
El cuerpo de la joven, con los pezones insinuándose bajo la blusa mojada, los cabellos enmarañados y el rostro parcialmente cubierto de algas, fue encontrado boca arriba junto a una de las barquillas varadas en la playa de La Caleta. Aunque todavía no hubiese amanecido, los pescadores ya andaban preparando los aparejos para salir a la mar. A la Lirio la conocían todos en el barrio y la noticia le llegó a la Bizcocha justo cuando se disponía a meterse en la cama. Se puso una bata de boatiné floreada encima del camisón y corrió descalza hacia la playa. Mientras se abría paso entre el corro de curiosos le pidió al bendito de San Judas Tadeo que todo fuese un error. Pero una vez más el santo le hizo una jugarreta y la que yacía en la arena, inmóvil, descolorida, era su niña, su lirio moreno. La Bizcocha no perdió, con todo, la esperanza y se acuclilló para palparle la frente con los labios. La tenía helada y ni siquiera por entre los labios se le escapaba algo de calor. Con mano trémula, le apartó las algas y el pelo de la cara y vio, entonces, que tenía los ojos muy abiertos y que por sus negras pupilas se iba escurriendo poco a poco la noche. Con la llegada del día llegaron también las lágrimas y el sentimiento de culpa. Ella solo pretendía darle una vida mejor. Había vendido a su lirio moreno para alejarla de aquel malnacido, para liberarla del más vergonzante de los pecados: el de que se ayunten los cuerpos de quienes son de la misma sangre. Y sin embargo, lo único que había conseguido era ponerle fin a su vida.
La marea había continuado bajando paulatinamente y ese mar azul, en el que la Lirio se había pretendido refugiar, cada vez estaba más alejado de su cuerpo. En la vecina calle de la Palma, la suave brisa del amanecer hizo que una vez más el lugano recibiera al nuevo día con un festivo gorjeo; y el naranjo, con un leve murmullo de hojas y un intenso olor a azahar. Pero esta vez el balcón se hallaba vacío y nadie se unió al festejo matutino del pájaro y del árbol. O al menos no hasta que, en su cuna común, los mellizos de Catulo abrieron los ojos y saludaron al nuevo día desperezándose y con un jubiloso pataleo con la piernas al aire. En ese mismo momento, con una simultaneidad extraña para ser azarosa, la Bizcocha le cerró los ojos a la Lirio y le cubrió las piernas con la bata de boatiné floreada. Y todos los que se hallaban congregados en la playa de la Caleta pudieron ver que aquel lirio moreno ya no solo tenía las ojeras y las sienes moraditas de martirio, sino también los labios.